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Capítulo
I. Del amor
Intento
entender esta pasión cuyas fases sinceras son siempre bellas.
Hay cuatro amores diferentes:
1° El amor pasión: el de la monja portuguesa, el de Eloísa
por Abelardo, el del capitán De Vesel, el del gendarme de
Cento1.
2° El amor placer: el que reinaba en París hacia 1760
y se halla en las memorias y novelas de esta época, en Crébillon,
Lanzun, Duclos, Marmontel, Chamfort, madame d’Épinay,
etcétera, etcétera.
En este cuadro, todo, hasta las sombras, debe ser color de rosa,
no debe entrar en él, con ningún pretexto, nada desagradable
so pena de carecer de mundo, de buen tono, de delicadeza, etc. Un
hombre de alta estirpe conoce de antemano todos los procedimientos
que debe emplear y hallar en las diversas fases de este amor; no
habiendo nada en él de pasión y de espontaneidad hay
a veces más delicadeza que en el amor verdadero, porque en
él interviene siempre mucho la inteligencia; es una fría
y preciosa miniatura comparada con un cuadro de los Carracci, y
mientras que el amor pasión nos arrastra por encima de todos
nuestros intereses, el amor placer sabe siempre conformarse a ellos.
Verdad es que, si a ese pobre amor se le quita la vanidad, queda
muy poca cosa; una vez privado de vanidad, es un convaleciente debilitado
que puede apenas arrastrarse.
3° El amor físico.
Yendo de caza, hallar una hermosa y fresca campesina que huye por
el bosque. Todo el mundo conoce el amor fundado en esta clase de
placeres; por muy árido y poco afortunado que se sea de carácter,
se comienza por ahí a los dieciséis años.
4° El amor vanidad.
La inmensa mayoría de los hombres, sobre todo en Francia,
desea y tiene una mujer de moda, como se posee un hermoso caballo,
como una cosa necesaria al lujo del mancebo. La vanidad más
o menos halagada, más o menos picada, arrebata como el amor.
A veces participa del amor físico, pero ni siquiera siempre;
a veces, ni aun el placer físico interviene. Una duquesa
no tiene nunca más de treinta años para un burgués,
decía la duquesa de Chaulnes; y los que frecuentaron la corte
de aquel hombre justo que fue el rey Luis de Holanda recuerdan aún
con alegría a una hermosa mujer de La Haya que no podía
menos de encontrar encantador a un hombre que fuera duque o par.
Pero, fiel al principio monárquico, en cuanto llegaba un
príncipe a la corte, dejaba plantado al duque: aquella mujer
era una especie de condecoración del cuerpo diplomático.
El caso más afortunado de estas pobres relaciones es aquel
en que el placer físico va en aumento por la costumbre. Los
recuerdos las aproximan entonces un poco al amor; hay los piques
de amor propio y la tristeza al separarse, y como las ideas de las
novelas se van apoderando de uno sin darse cuenta, se cree estar
enamorado y melancólico, pues la vanidad tiende a creerse
una gran pasión. Lo seguro es que, cualquiera que sea la
clase de amor a que se deban los placeres, desde el momento en que
se produce la exaltación del alma, esos placeres son vivos
y su recuerdo arrastra; y en esta pasión, al contrario de
lo que ocurre en la mayor parte de las otras, lo perdido parece
siempre, en el recuerdo, superior a lo que se puede esperar del
futuro.
A veces, en el amor vanidad, la costumbre o la falta de esperanza
de algo mejor se traduce en una especie de amistad que es la menos
amable de todas; se jacta de su seguridad, etc.2
Como el placer físico es cosa de la naturaleza, todo el mundo
lo conoce, mas para las almas tiernas y apasionadas es de una categoría
inferior. Y si estas almas resultan ridículas en los salones,
si muchas veces las intrigas de las gentes del gran mundo las hacen
desgraciadas, en cambio conocen placeres siempre inaccesibles para
los corazones que sólo palpitan por la vanidad y por el dinero.
Algunas mujeres virtuosas y tiernas no tienen apenas idea del placer
físico; rara vez se encuentran, por decirlo así, expuestas
a él, y aun cuando llega el caso, los deliquios del amor
pasión hacen casi olvidar los placeres del cuerpo.
Hay hombres víctimas e instrumentos de un orgullo infernal,
de un orgullo de Alfieri. Estas personas que acaso son crueles porque,
como Nerón, están siempre temblando y juzgan a los
hombres por su propia alma; estas gentes, repito, no pueden sentir
el placer físico sino en la medida que va acompañado
del mayor goce de orgullo posible, es decir, en la medida en que
ejecutan crueldades sobre la compañera de sus placeres. De
ahí los horrores de Justina3. Sólo así encuentran
estos hombres el sentimiento de la seguridad.
Por lo demás, en vez de distinguir cuatro clases de amores
diferentes, se podrían muy bien admitir ocho o diez matices.
Hay acaso tantas maneras de sentir entre los hombres como modos
de ver, pero estas diferencias en la nomenclatura no afectan en
nada a los razonamientos que siguen. Todos los amores que podemos
ver a continuación nacen, viven y mueren o se elevan a la
inmortalidad con arreglo a las mismas leyes4.
Capítulo
2. Del nacimiento del amor
He
aquí lo que pasa en el alma:
1° La admiración.
2° El admirador se dice: ¡Qué placer darle y recibir
besos, etcétera!
3° La esperanza.
Se estudian las perfecciones; éste es el momento, para el
mayor placer físico posible, en que una mujer debiera entregarse.
Hasta en las mujeres más reservadas, los ojos se animan en
el momento de la esperanza; la pasión es tan fuerte, el placer
es tan vivo, que se manifiesta en señales visibles.
4° Ha nacido el amor.
Amar es sentir placer en ver, tocar, sentir con todos los sentidos
y lo más cerca posible un objeto amado y que nos ama.
5° Comienza la primera cristalización.
Nos complacemos en adornar con mil perfecciones a una mujer de cuyo
amor estamos seguros; nos detallamos toda nuestra felicidad con
infinita complacencia. Esto se reduce a exagerar una propiedad soberbia
que acaba de caernos del cielo, que no conocemos y de cuya posesión
estamos seguros.
Si se deja a la cabeza de un amante trabajar durante veinticuatro
horas, resultará lo siguiente:
En las minas de sal de Salzburgo, se arroja a las profundidades
abandonadas de la mina una rama de árbol despojada de sus
hojas por el invierno; si se saca al cabo de dos o tres meses, está
cubierta de cristales brillantes; las ramillas más diminutas,
no más gruesas que la pata de un pajarilla, aparecen guarnecidas
de infinitos diamantes, trémulos y deslumbradores; imposible
reconocer la rama primitiva.
Lo que yo llamo cristalización es la operación del
espíritu que en todo suceso y en toda circunstancia descubre
nuevas perfecciones del objeto amado.
Un viajero habla de los bosques de naranjos de Génova, a
orillas del mar, en los días abrasadores del estío;
¡qué dicha gustar este frescor con ella!
Un amigo nuestro se rompe un brazo en una cacería; ¡qué
delicia recibir los cuidados de una mujer amada! Estar siempre con
ella, viendo incesantemente las manifestaciones de su amor, nos
haría casi olvidar el sufrimiento; y así partimos
del brazo roto de nuestro amigo, para ya no dudar de la angélica
bondad de nuestra amada. En una palabra, basta pensar en una perfección
para atribuírsela a la mujer amada.
Este fenómeno que yo me permito llamar cristalización
viene de la naturaleza que nos ordena el placer y nos envía
la sangre al cerebro, del sentimiento de que los placeres aumentan
con las perfecciones del ser amado y de la idea de que éste
me pertenece. El salvaje no tiene tiempo de ir más allá
del primer paso. Siente el placer, pero la actividad del cerebro
se emplea en seguir al ciervo que huye por el bosque y con cuya
carne tendrá que reparar sus fuerzas en seguida, so pena
de caer bajo el hacha del enemigo.
En el otro extremo de la civilización, no dudo que una mujer
sensible llegara al punto de no hallar el placer físico sino
con el hombre a quien ama5. Es lo contrario del salvaje. En los
pueblos civilizados, la mujer dispone de tiempo y de ocio, mientras
que al salvaje le apremian de tan cerca sus ocupaciones, que se
ve obligado a tratar a su hembra como a una bestia de carga. Si
las hembras de muchos animales son más afortunadas, es porque
la subsistencia de los machos está más segura.
Pero dejemos las selvas para volver a París. Un hombre apasionado
ve en la mujer amada todas las perfecciones; sin embargo, la atención
puede estar distraída aún, pues el alma se cansa de
todo lo uniforme, incluso de la felicidad perfecta6.
He aquí lo que viene a fijar la atención:
6° Nace la duda.
Después de que diez o doce miradas (o cualquier otra serie
de actos que lo mismo pueden durar un momento que varios días)
han sugerido primero y después confirmado las esperanzas,
el amante, vuelto de su primer asombro y ya acostumbrado a su felicidad,
o guiado por la teoría que, siempre basada en los casos más
frecuentes, sólo debe ocuparse de las mujeres fáciles;
después, digo, de estos preliminares, el amante pide seguridades
más positivas y quiere progresar en su felicidad.
Se le opone la indiferencia7, la frialdad o hasta la ira, si se
muestra demasiado seguro; en Francia, un matiz de ironía
que parece decir: “Se cree más adelantado de lo que
está”. Una mujer se conduce así, ya porque despierte
de un momento de embriaguez y obedezca al pudor, ya simplemente
por prudencia y por coquetería.
El amante llega a dudar de la felicidad que se prometía,
y se torna severo sobre los motivos de esperanza que había
creído ver.
Intenta desquitarse con los otros placeres de la vida, y los encuentra
nulos. Le sobrecoge el temor de una horrible desgracia, y se concentra
en una profunda atención.
7° Segunda cristalización.
Entonces comienza la segunda cristalización, y los diamantes
que ésta produce son confirmaciones de esta idea:
Me ama.
La noche siguiente al nacimiento de las dudas, y después
de un momento de sufrimiento atroz, el amante se dice cada cuarto
de hora: “Sí, me ama”. Y la cristalización
se orienta a descubrir nuevos encantos. Después, se apoderan
de él la duda y el mirar extraviado y le hacen detenerse
sobresaltado. El pecho se olvida de respirar, y el enamorado se
dice: “Pero ¿me ama?”. En medio de estas alternativas
desgarradoras y deliciosas, el pobre amante siente vivamente: Me
dará deleites que sólo ella en el mundo puede darme.
Precisamente la evidencia de esta verdad, este caminar al borde
mismo de un horrendo precipicio mientras se toca con la mano la
ventura perfecta, es lo que da tanta superioridad a la segunda cristalización
sobre la primera.
El amante deambula sin cesar entre estas tres ideas:
1° Mi amada tiene todas las perfecciones.
2° Me ama.
3° ¿Qué hacer para conseguir de ella la mayor
prueba de amor posible?
El momento más desgarrador del amor joven aún es aquel
en que éste se da cuenta de que ha hecho un razonamiento
falso y hay que destruir toda una cara de la cristalización.
Se empieza a dudar de la cristalización misma.
Capítulo
3. De la esperanza
Basta
un grado muy pequeño de esperanza para provocar el nacimiento
del amor.
Aunque, al cabo de dos o tres días, pueda fallar la esperanza,
no por eso el amor ha dejado de nacer.
Con un carácter decidido, temerario, impetuoso, y una imaginación
desarrollada por las desdichas de la vida:
El grado de esperanza puede ser más pequeño.
Puede cesar más pronto, sin matar el amor.
Si el amante ha sufrido desventuras, si tiene un carácter
sensible y meditativo, si está desengañado de las
demás mujeres, si siente una viva admiración por esta
de que ahora se trata, ningún placer corriente podrá
apartarle de la segunda cristalización. Preferirá
soñar en la más incierta posibilidad de agradar algún
día a la que ama, antes de recibir de una mujer vulgar todo
lo que ésta puede conceder.
Sería necesario que en esta época —y no más
tarde, anótese bien— la mujer a quien ama matara la
esperanza de una manera atroz y le colmara de esos desprecios públicos
que ya no permiten volver a ver a las personas.
El nacimiento del amor admite plazos mucho más largos entre
todas estas épocas.
En las personas frías, flemáticas, prudentes, el nacimiento
del amor requiere mucha más esperanza, y una esperanza mucho
más sostenida. Lo mismo ocurre con las personas ya de cierta
edad.
Lo que asegura la duración del amor es la segunda cristalización,
durante la cual se ve a cada instante que se trata de ser amado
o de morir. ¿Cómo, después de esta convicción
de todos los minutos, convertida ya en hábito por varios
meses de amor, poder siquiera concebir el pensamiento de dejar de
amar? Cuanto más fuerte es un carácter, menos propenso
a la inconstancia.
En los amores inspirados por las mujeres que se rinden demasiado
pronto, esta segunda cristalización falta casi por completo.
Una vez operadas las cristalizaciones, sobre todo la segunda, que
es con mucho la más fuerte, los ojos indiferentes no reconocen
ya la rama de árbol.
Porque,
1° está recamada de perfecciones o diamantes que los
ojos indiferentes no ven;
2° esas perfecciones que la adornan no son para ellos. La perfección
de ciertos encantos de que le habla un antiguo amigo de su amada,
así como cierto matiz de vivacidad percibido en sus ojos
son un diamante de la cristalización8 de Del Rosso. Estas
ideas surgidas en una velada le hacen soñar toda la noche.
Una réplica imprevista que me hace ver más claramente
un alma tierna, generosa, ardiente, o, como dice el vulgo, romántica9,
y que tasa más alto que la dicha de los reyes el pasearse
sola con su amante por un bosque apartado me hace soñar también
toda la noche10.
Él dirá que mi amada es una mojigata; yo diré
que la suya es una moza de partido.
Capítulo 4
En
un alma perfectamente indiferente, una joven habitante de un castillo
aislado en lo más remoto del campo, la más pequeña
sorpresa puede determinar una ligera admiración, y si luego
sobreviene la más leve esperanza, da lugar al amor y a la
cristalización.
En este caso, el amor empieza por resultar agradable como entretenimiento.
La admiración y la esperanza son poderosamente secundadas
por la necesidad de amor y la melancolía que se siente a
los dieciséis años. Es bastante sabido que la inquietud
de esta edad se debe a una sed de amar y es propio de la sed no
ser demasiado exigente sobre la naturaleza del brebaje que el azar
nos presenta.
Recapitulemos las siete épocas del amor, que son:
1° La admiración.
2° ¡Qué delicia!, etc.
3° La esperanza.
4° Ha nacido el amor.
5° Primera cristalización.
6° Surge la duda.
7° Segunda cristalización.
Entre el número 1 y el 2 puede transcurrir un año.
Un mes entre el número 2 y el 3; si la esperanza no se apresura
a presentarse, se renuncia insensiblemente al número 2, como
origen de sufrimiento.
Entre el número 3 y el 4, sólo un abrir y cerrar de
ojos.
Ningún intervalo entre el 4 y el 5. Sólo la intimidad
podría separarlos.
Entre los números 5 y 6 pueden transcurrir algunos días,
según el grado de impetuosidad y las costumbres de audacia
del carácter; entre el 6 y el 7 no hay intervalo.
Capítulo
5
No
depende de la voluntad del hombre dejar de hacer lo que le produce
más deleite que todos los demás actos posibles11.
El amor es como la fiebre: nace y se extingue sin que la voluntad
intervenga en absoluto. He aquí una de las principales diferencias
entre el amor placer y el amor pasión, y nadie puede alabarse
de las bellas cualidades del ser amado, que son como un dichoso
azar.
En fin, el amor es de todas las edades: véase la pasión
de madame Du Deffand por el poco atractivo Horacio Walpole. Acaso
todavía se recuerda en París un ejemplo más
reciente y, sobre todo, más simpático.
Como prueba de las grandes pasiones sólo admito aquellas
de sus consecuencias que son ridículas. Por ejemplo, la timidez,
prueba del amor; no hablo de la mala vergüenza que se siente
al salir del colegio.
Capítulo 6. La rama
de Salzburgo
En
amor, la cristalización no cesa nunca. He aquí su
historia: mientras no hayamos llegado a entendernos con el ser amado,
existe la cristalización de solución imaginaria: sólo
en nuestra imaginación estamos seguros de que existe tal
perfección en la mujer que amamos. Lograda la intimidad,
los temores, que renacen continuamente, se calman con soluciones
más reales. Resulta, pues, que la felicidad sólo en
su origen es uniforme. Cada día tiene una flor diferente.
Si la mujer amada cede a la pasión que siente, y cae en la
enorme falta de matar el temor con la vivacidad del deleite amoroso12,
la cristalización cesa en un instante, mas cuando el amor
pierde algo de su vivacidad, es decir, algo de sus temores, adquiere
el encanto de un completo abandono, de una confianza sin límites;
un dulce hábito viene a embotar todas las penas de la vida
y a dar a los goces otra clase de interés.
Si el amante es abandonado, la cristalización vuelve a empezar,
y cada acto de admiración, el examen de cada momento de felicidad
que puede darle y en la que ya no piensa acaba en esta reflexión
desgarradora: “¡Nunca más volveré a vivir
esa felicidad encantadora, y la he perdido por mi culpa!”.
Si busca satisfacción en sensaciones de otro género,
su corazón se niega a sentirlas. La imaginación le
pinta bien la posición física, le monta en un caballo
rápido, le lleva de caza a los bosques del Devonshire13;
pero ve, siente con toda evidencia que no hallará en esto
ningún placer. Y aquí está el errar óptico
que conduce al pistoletazo.
El juego tiene también su cristalización provocada
por el empleo del dinero que el amante va a ganar.
Los juegos de la corte, tan añorados por los nobles bajo
el nombre de legitimidad, estaban tan arraigados precisamente por
la cristalización que provocaban. No había cortesano
que no soñara en la rápida fortuna de un Luynes o
de un Lauzun, ni mujer atractiva que no viese en perspectiva el
ducado de madame de Polignac.
Ningún gobierno razonable puede volver a dar esta cristalización.
Nada tan contrario a la imaginación como el gobierno de los
Estados Unidos de América. Hemos visto que sus vecinos los
salvajes no conocen casi la cristalización. Los romanos no
tenían apenas idea de ella y sólo la encontraban en
el amor físico.
También el odio tiene su cristalización; en cuanto
asoma una posibilidad de vengarse, se comienza de nuevo a odiar.
El hecho de que toda creencia en la que hay algo absurdo o no demostrado
tienda siempre a poner a la cabeza del partido a las personas más
absurdas, es también uno de los efectos de la cristalización.
Hay cristalización hasta en las matemáticas (véanse
los newtonianos en 1740), en las cabezas que no siempre pueden representarse
todas las partes de la demostración de lo que creen.
Véase como prueba el destino de los grandes filósofos
alemanes cuya inmortalidad, tantas veces proclamada, no puede nunca
rebasar los treinta o cuarenta años.
Y el hombre más mesurado es fanático en música
precisamente porque no puede explicarse el porqué de sus
sentimientos.
No podemos probarnos a voluntad que tenemos razón contra
tal o cual contradictor.
Capítulo
7. De las diferencias entre el nacimiento del amor en uno y en otro
sexo
Las
mujeres se apegan al hombre por los favores que le conceden. Como
las diecinueve vigésimas partes de sus sueños habituales
se refieren al amor, después de la intimidad estos sueños
se agrupan en torno a un solo objeto; aplícanse a justificar
un paso tan extraordinario, tan decisivo, tan contrario a todos
los hábitos del pudor. Este trabajo no existe en el hombre.
Luego, la imaginación de las mujeres se recrea en detallar
tan deliciosos instantes.
Como el amor hace dudar de las cosas más demostradas, la
mujer, que, antes de la intimidad, estaba tan segura de que su amante
es un hombre por encima de lo vulgar, en cuanto cree que ya no le
queda nada que negarle se echa a temblar de que haya buscado una
mujer más que añadir a su lista.
Sólo entonces aparece la segunda cristalización14,
que, acompañada por el miedo, es con mucho la más
fuerte.
Una mujer cree haberse convertido de reina en esclava. Este estado
de alma y de espíritu es favorecido por la embriaguez nerviosa
que producen unos goces tanto más sensibles cuanto más
raros. En fin, una mujer, con su bastidor de bordar, trabajo insípido
y que sólo ocupa las manos, piensa en su amante, mientras
que éste, galopando en la llanura con su escuadrón,
es arrestado si ordena un falso movimiento.
Yo me inclino a creer que la segunda cristalización es mucho
más fuerte en las mujeres porque el temor es más vivo:
en ellas están comprometidos la vanidad, el honor, y en todo
caso las distracciones son más difíciles.
Una mujer no puede guiarse por el hábito de ser razonable,
ese hábito que yo, hombre, contraigo forzosamente en mi oficina,
trabajando seis horas diarias en cosas frías y razonables.
Hasta fuera del amor, propenden a entregarse a la imaginación
y generalmente exaltadas; por eso la desaparición de los
defectos del ser amado tiene que ser en ella más rápida.
Las mujeres profieren las emociones a la razón; la causa
es muy sencilla: como, en virtud de nuestras estúpidas costumbres,
no desempeñan ninguna misión importante en la familia,
no tienen que emplear nunca la razón, y no encuentran ocasión
de experimentar su utilidad.
Al contrario, siempre les resulta incómoda, pues sólo
se les presenta para reprocharles el haber sentido placer ayer o
para ordenarles que no lo sientan mañana.
Traducción
de Consuelo Berges |
1.
Según Martineau, parece que en un manuscrito italiano se cuenta
que, a principios del siglo XIX, a un guardia de Cento, encarcelado
a instancias de los padres de una muchacha seducida por él,
ésta le facilitó un veneno, lo compartió con
él y ambos aparecieron muertos, uno a cada lado de la reja
de la prisión. (N. de la T.)
2. Diálogo conocido del puente de Veyle con
madame Du Deffand al amor de la lumbre.
3. Se trata, al parecer, de la novela del marqués
de Sade. (N. de la T.)
4. Este libro es una traducción libre de un
manuscrito italiano de monsieur Lisio Visconti, joven de la más
alta distinción, que acaba de morir en Volterra, su patria.
El día de su muerte imprevista, permitió al traductor
publicar su ensayo sobre el Amor si conseguía reducirlo a una
forma decente. Castel Fiorentino, 10 de junio de 1819. (N. de la T.:
Lisio Visconti, a lo largo de este libro, es el propio Stendhal.)
5. Si en el hombre no ocurre así, es porque
no tiene el pudor que hay que sacrificar en un determinado instante.
6. Lo que quiere decir que el mismo matiz de existencia no da sino
un instante de dicha perfecta; pero la manera de ser de un hombre
apasionado cambia diez veces al día.
7. Lo que las novelas del siglo XVII llamaban el
flechazo, que decide del destino del héroe y de su amada, es
un movimiento del alma que, no por haber sido desvirtuado por innumerables
escribidores, deja de existir en la naturaleza; proviene de la imposibilidad
de la maniobra defensiva. La mujer que enamorada encuentra demasiada
felicidad en el sentimiento que experimenta para poder fingir; aburrida
de la prudencia, abandona toda precaución y se entrega ciegamente
a la dicha de amar. La desconfianza hace imposible el flechazo.
8. He llamado a este ensayo un libro de ideología,
para indicar que, aunque se titule Del amor, no se trata de una novela
y, sobre todo, no es entretenido como una novela. Pido perdón
a los filósofos por haber tomado la palabra ideología:
no tengo ciertamente la intención de usurpar un título
ajeno. Si la ideología es una descripción detallada
de las ideas y de todos los elementos que puedan componerlas, el presente
libro es una descripción detallada y minuciosa de todos los
sentimientos que componen la pasión llamada amor. Luego, saco
algunas consecuencias de esta descripción, por ejemplo, la
manera de curar el amor. No conozco palabra para expresar en griego
discurso sobre los sentimientos como la palabra ideología significa
discurso sobre las ideas. Habría podido encargar a alguno de
mis amigos sabios que me inventara una palabra, pero ya me contraría
bastante el haber tenido que adoptar la palabra nueva cristalización,
y es muy posible que, si este ensayo logra lectores, no me acepten
esta nueva palabra. Reconozco que evitarla hubiera sido una prueba
de talento literario; lo he intentado, pero en vano. Sin esta palabra
que, a mi juicio, expresa el principal fenómeno de la locura
llamada amor —locura que, sin embargo, proporciona al hombre
los mayores placeres que a los seres de su especie les sea dado gozar
en la tierra—; sin el empleo de esta palabra que había
que reemplazar a cada paso con una perífrasis muy larga, mi
descripción de lo que ocurre en la cabeza o en el corazón
del hombre enamorado resultaba oscura, pesada, aburrida, incluso para
mí, que soy su autor: ¿qué habría sido
para el lector?
Así, pues, al lector que se sienta demasiado molesto con esta
palabra cristalización le invito a que cierre el libro. No
entra en mis aspiraciones, y sin duda por gran suerte mía,
tener muchos lectores. Me sería grato agradar mucho a treinta
o cuarenta personas de París a las que nunca veré, pero
a las que quiero con locura sin conocerlas. Por ejemplo, a alguna
joven madame Roland, leyendo a escondidas un volumen que guarda a
toda prisa, ante el menor ruido, en los cajones de la mesa de su padre,
grabador de cajas de reloj. Un alma como la de madame Roland me perdonará,
así lo espero, no sólo la palabra cristalización
empleada para expresar ese acto de locura que nos ha hecho percibir
las bellezas, todos los géneros de perfección en la
mujer que comenzamos a amar, sino también varias elipsis demasiado
arriesgadas. No hay sino tomar un lápiz y escribir entre líneas
las cinco o seis palabras que faltan.
9. Para mí todos estos hechos tuvieron, en
un principio, ese aire celestial que convierte inmediatamente a un
hombre en un ser aparte, diferente de todos los demás. Creía
yo leer en sus ojos esa sed de una dicha sublime, esa melancolía
no confesada que aspiraba a algo mejor que lo que hallamos en la tierra
y que, en todas las situaciones en que la fortuna o las revoluciones
pueden poner a un alma romántica,
…Still prompts the celestial sight,
for which we wish to live, or dare to die,
(Ultima lettera di Bianca a sua madre. Forlì, 1817.)
10. El autor emplea la fórmula del yo por
simplificar y poder pintar el interior de las almas, para explicar
varias sensaciones que le son ajenas; no poseía nada personal
que mereciera ser citado.
11. En cuestión de pecados, la buena educación
consiste en los remordimientos que, previstos, pesan en la balanza.
12. Diana de Poitiers, en La Princesa de Clèves.
13. Pues si pudiésemos imaginar en esto alguna
felicidad, la cristalización habría trasladado a la
mujer amada el privilegio exclusivo de darnos esa felicidad.
14. Esta segunda cristalización no se produce
en las mujeres fáciles, que están muy lejos de todas
estas ideas. |