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Advertencia
Esta
novela se escribió en el invierno de 1830 y a trescientas
leguas de París. Así, pues, ninguna alusión
a las cosas de 18391.
Muchos años antes de 1830, en la época en que nuestros
ejércitos recorrían toda Europa, me correspondió
un boleto de alojamiento para la casa de un canónigo. Era
en Padua, deliciosa ciudad italiana. Como la estancia se prolongara,
el canónigo y yo nos hicimos amigos.
A finales de 1830 volví a pasar por Padua y me apresuré
a ir a casa de mi buen canónigo. El canónigo no vivía
ya, y yo lo sabía, pero quería volver a ver el salón
en que habíamos pasado tantas veladas placenteras, tan a
menudo añoradas desde entonces. Encontré al sobrino
del canónigo y a la mujer del sobrino, que me recibieron
como a un viejo amigo. Llegaron otras personas y no nos separamos
hasta muy tarde. El sobrino mandó a buscar al café
Pedroti un excelente zambajan2. Lo que nos hizo trasnochar fue sobre
todo la historia de la duquesa Sanseverina, a la que alguien aludió,
y el sobrino quiso contarla completa en honor mío.
—En el país adonde voy —dije a mis amigos—
me será muy difícil encontrar una casa como ésta,
y, para pasar las largas horas de la noche, escribiré una
novela con esta historia vuestra.
—Entonces —dijo el sobrino— le voy a prestar los
anales de mi tío, que, en el artículo Parma, menciona
algunas de las intrigas de esta Corte en los tiempos en que la duquesa
hacía y deshacía en ella. Pero tenga cuidado: esta
historia no es nada moral, y ahora que en Francia hacéis
gala de pureza evangélica, puede valerle fama de asesino.
Publico esta novela sin cambiar nada del manuscrito de 1830, lo
que puede tener dos inconvenientes.
El primero, para el lector: como los personajes son italianos, acaso
le interesen menos, porque los corazones de aquel país difieren
no poco de los corazones franceses: los italianos son sinceros,
gentes sencillas, y no timoratos, dicen lo que piensan; sólo
accidentalmente se sienten tocados de vanidad, y entonces llega
a ser una pasión y toma el nombre de puntiglio. Además,
entre ellos la pobreza no es ridícula.
El segundo inconveniente se refiere al autor.
Confesaré que he tenido el atrevimiento de dejar a los personajes
las asperezas de sus caracteres, pero, en compensación —lo
declaro abiertamente—, censuro con el más moral de
los reproches muchos de sus actos. ¿Por qué había
de atribuirles la alta moralidad y los dones de los caracteres franceses,
que aman el dinero por encima de todo y rara vez pecan por odio
o por amor? Los italianos de esta novela son aproximadamente lo
contrario. Por lo demás, me parece que cada vez que avanzamos
doscientas leguas de sur a norte, se puede dar una nueva novela
como un nuevo paisaje. La simpática sobrina del canónigo
había conocido y hasta querido mucho a la duquesa Sanseverina,
y me ruega que no cambie nada de sus aventuras, las cuales son censurables.
23 enero 1839
Libro
primero
Gia
mi fur dolci inviti a empir
le carte
I luoghi ameni.
Ariosto,
sat. IV
Capítulo
1
Milán en 1796
El
15 de mayo de 1796 entró en Milán el general Bonaparte
al frente de aquel ejército joven que acababa de pasar el
puente de Lodi y de enterar al mundo de que, al cabo de tantos siglos,
César y Alejandro tenían un sucesor.
Los milagros de intrepidez y genio de que fue testigo Italia en
unos meses despertaron a un pueblo dormido: todavía ocho
días antes de la llegada de los franceses, los milaneses
sólo veían en ellos una turba de bandoleros, acostumbrados
a huir siempre ante las tropas de Su Majestad Imperial y Real: esto
era al menos lo que les repetía tres veces por semana un
periodiquillo del tamaño de la mano, impreso en un papel
muy malo.
En la Edad Media, los lombardos republicanos dieron pruebas de ser
tan valientes como los franceses y merecieron ver su ciudad enteramente
arrasada por los emperadores de Alemania. Desde que se convirtieron
en súbditos fieles, su gran ocupación consistía
en imprimir sonetos en unos pañuelitos de tafetán
rosa cada vez que se celebraba la boda de alguna joven perteneciente
a una familia noble o rica. A los dos o tres años de este
gran momento de su vida, esta joven tomaba un “caballero sirviente”:
a veces, el nombre del acompañante elegido por la familia
del marido ocupaba un lugar honorable en el contrato matrimonial.
Entre estas costumbres afeminadas y las emociones profundas que
produjo la imprevista llegada del ejército francés
había mucha diferencia. No tardaron en surgir costumbres
nuevas y apasionadas. El 15 de mayo de 1796, todo un pueblo se dio
cuenta de que lo que había respetado hasta entonces era soberanamente
ridículo y, a veces, odioso. La partida del último
regimiento de Austria marcó la caída de las ideas
antiguas: llegó a estar de moda exponer la vida. Se vio que
para ser feliz después de siglos de sensaciones insípidas,
era preciso amar a la patria con verdadero amor y buscar las acciones
heroicas. Con la prolongación del celoso despotismo de Carlos
V y de Felipe II, los lombardos, sometidos, se hundieron en una
noche tenebrosa; derribaron sus estatuas y, de pronto, se encontraron
inundados de luz.
Desde hacía cincuenta años, y a medida que la Enciclopedia
y Voltaire fueron iluminando a Francia, los trenos de los frailes
predicaban al buen pueblo de Milán que aprender a leer u
otra cosa cualquiera era un trabajo inútil y que pagando
con puntualidad el diezmo al párroco y contándole
fielmente todos los pecados, se estaba casi seguro de obtener sitio
en el paraíso. Para acabar de debilitar a este pueblo, antaño
tan terrible y tan razonador, Austria le había vendido barato
el privilegio de no suministrar soldados a su ejército.
En 1796, el ejército milanés se componía de
veinticuatro bellacos vestidos de rojo, que guardaban la ciudad
en connivencia con cuatro magníficos regimientos de granaderos
húngaros. Las costumbres eran extraordinariamente licenciosas,
pero muy raras las pasiones. Por otra parte, además del fastidio
de contárselo todo a los curas, so pena de perdición,
incluso en este mundo, el buen pueblo milanés estaba todavía
sometido a ciertas pequeñas trabas monárquicas que
no dejaban de ser vejatorias. Por ejemplo, el archiduque, que residía
en Milán y gobernaba en nombre del Emperador, su primo, había
tenido la lucrativa idea de comerciar en trigo. En consecuencia,
prohibición absoluta a los labradores de vender sus cereales
hasta que Su Alteza hubiera colmado sus almacenes.
En mayo de 1796, tres días después de entrar los franceses,
un joven pintor de miniaturas, un poco loco, llamado Gros3, célebre
más tarde, y que había llegado con el ejército,
al oír contar en el gran café de los Servi, de moda
por entonces, las hazañas del archiduque, que, además,
era enorme, cogió la lista de los helados, rudimentariamente
impresos en una hoja de un feo papel amarillo, y al dorso de la
misma dibujó al obeso archiduque; un soldado francés
le clavaba un bayonetazo en la tripa y, en lugar de sangre, brotaba
una increíble cantidad de trigo. En aquel país de
despotismo receloso, se desconocía eso que se llama chiste
o caricatura. El dibujo que Gros había dejado sobre la mesa
de los Servi, pareció un milagro bajado del cielo. Aquella
misma noche lo grabaron y, al día siguiente, se vendieron
veinte mil ejemplares.
El mismo día apareció en las paredes un bando anunciando
una contribución de seis millones para las necesidades del
ejército francés, que a raíz de haber ganado
seis batallas y conquistado veinte provincias, carecía nada
más que de botas, de pantalones, de guerreras y de sombreros.
El torrente de alegría y de placer que con aquellos franceses
tan pobres irrumpió en Lombardía fue tan grande, que
sólo los curas y algunos nobles sintieron el peso de aquella
contribución de seis millones, a la que pronto siguieron
otras muchas. Los soldados franceses reían y cantaban todo
el día; tenían menos de veinticinco años, y
su general en jefe, que tenía veintisiete, pasaba por ser
el hombre de más edad de su ejército. Curiosamente,
esta alegría, esta juventud, esta despreocupación
respondían a las predicaciones furibundas de los frailes
que llevaban seis meses anunciando desde el púlpito que los
franceses eran unos monstruos, obligados, bajo pena de muerte, a
incendiarlo todo y a degollar a todo el mundo. Para lo cual, cada
regimiento avanzaba con la guillotina en vanguardia.
A la puerta de las chozas aldeanas se veía al soldado francés
ocupado en mecer al pequeñuelo del ama de la casa, y casi
cada noche, algún tambor que tocaba el violín improvisaba
un baile. Las contradanzas resultaban demasiado sabias y complicadas
para que los soldados, que además no las sabían, apenas
pudiesen enseñárselas a las mujeres del país,
y eran éstas las que enseñaban a los mozos franceses
la Monferina, la Saltarina y otras danzas italianas.
Los oficiales habían sido alojados, dentro de lo posible,
en casa de las personas ricas; bien necesitados estaban de reponerse.
Por ejemplo, un teniente llamado Robert recibió un boleto
de alojamiento para el palacio de la marquesa del Dongo.
Este oficial, un joven requisador bastante despabilado, poseía
como única fortuna, al entrar en aquel palacio, un escudo
de seis francos que acababa de recibir de Plasencia. Después
del paso del puente de Lodi, despojó a un oficial austríaco,
muerto por una granada, de un magnífico pantalón de
paño completamente nuevo, y nunca prenda de vestir más
oportuna. Sus charreteras de oficial eran de lana, y el paño
de su guerrera iba cosido al forro de las mangas para sujetar juntos
los trozos; pero ocurría algo más triste: las suelas
de sus botas eran unos pedazos de sombrero igualmente tomado en
el campo de batalla después de pasar el puente de Lodi. Estas
suelas improvisadas iban sujetas a los zapatos mediante unas cuerdas
muy visibles, de suerte que, cuando el mayordomo de la casa se presentó
en el cuarto del teniente Robert para invitarle a comer con la señora
marquesa, el mozo se vio en un tremendo apuro. Su asistente y él
pasaron las dos horas que faltaban para aquella inoportuna comida
procurando arreglar un poco la guerrera y tiñendo de negro,
con tinta, las desdichadas cuerdas de las botas. Por fin llegó
el momento terrible. “Nunca en mi vida me vi en tan amargo
trance —me decía el teniente Robert—; aquellas
damas creían que yo iba a darles miedo, y yo temblaba más
que ellas. Miraba las botas y no sabía cómo andar
con soltura. La marquesa del Dongo —añadió—
estaba entonces en todo el esplendor de su belleza: usted la conoció,
con unos ojos tan bellos y una dulzura angelical, con su hermoso
pelo de un rubio oscuro que tan bien enmarcaba el óvalo de
un rostro encantador. Yo tenía en mi cuarto una Herodías
de Leonardo da Vinci que parecía su retrato. Quiso Dios que
quedase tan impresionado por aquella belleza sobrenatural, que me
olvidé de mi atavío. Desde hacía dos años,
sólo veía cosas feas y míseras en las montañas
de Génova. Me aventuré a decirle algo de mi asombrada
admiración.
”Pero era yo demasiado consciente para detenerme mucho tiempo
en cumplidos. Mientras modelaba mis frases veía, en un comedor
todo de mármol, doce lacayos y ayudas de cámara vestidos
con lo que entonces me parecía el colmo de la magnificencia.
Figuraos que aquellos granujas llevaban botas no sólo buenas,
sino con hebillas de plata. Yo veía de reojo todas aquellas
miradas estúpidas clavadas en mi guerrera y quizá
también en mis botas, y ello me atravesaba el corazón.
Habría podido, con una sola palabra, imponer silencio a todos
aquellos subalternos, pero ¿cómo ponerlos en su sitio
sin correr el riesgo de asustar a las damas?; pues, según
me ha contado luego cien veces, la marquesa, para armarse un poco
de valor, mandó a buscar al convento, donde estaba como pensionista
a la sazón, a Gina del Dongo, hermana de su marido, que fue
más tarde la encantadora condesa Pietranera: en la prosperidad
nadie la superó en gracia e ingenio seductor, como tampoco
la superó nadie en valor y sereno temple cuando la fortuna
le fue adversa.
”Gina, que tendría a la sazón unos trece años,
pero que representaba dieciocho, viva y franca como usted sabe,
tenía tanto miedo de echarse a reír ante mi atuendo,
que no se atrevía a comer; la marquesa, en cambio, me abrumaba
de cortesías forzadas; veía bien en mis ojos ciertos
destellos de impaciencia. En una palabra, yo hacía una triste
figura, me tragaba el desprecio, cosa que dicen imposible en un
francés. Por fin, me iluminó una idea bajada del cielo;
me puse a contar a aquellas damas mi miseria y lo que habíamos
padecido durante dos años en las montañas de Génova,
donde nos retenían unos viejos generales imbéciles.
Allí —les decía— nos daban asignados que
no tenían curso en el país, y tres onzas de pan diarias.
No llevaba hablando ni dos minutos, y ya la buena marquesa tenía
lágrimas en los ojos y Gina se había puesto seria.
”—¡Es posible, señor teniente —exclamó
ésta—: tres onzas de pan!
”—Sí; pero, en compensación, el reparto
faltaba tres veces por semana, y como los campesinos en cuyas casas
nos alojábamos eran todavía más misérrimos
que nosotros, les dábamos un poco de nuestro pan.
”Al levantarnos de la mesa, ofrecí el brazo a la marquesa
hasta la puerta del salón, y en seguida, volviendo rápidamente
sobre mis pasos, di al criado que me había servido a la mesa
aquel único escudo de seis francos sobre cuyo empleo hiciera
tantas cuentas de la lechera.
”Pasados ocho días, cuando quedó bien comprobado
que los franceses no guillotinaban a nadie, el marqués del
Dongo volvió de su castillo de Grianta, en las riberas del
lago de Como, donde se había refugiado con gran intrepidez
al acercarse el ejército, abandonando a los azares de la
guerra a su mujer, tan joven y tan bella, y a su hermana. El odio
que nos tenía el tal marqués era tan grande como su
miedo, lo que quiere decir que era inconmensurable; resultaba divertido
verle la carota gorda, pálida y devota dirigiéndome
sus cumplidos. Al día siguiente de su retorno a Milán
recibí tres varas de paño y doscientos francos que
me correspondieron de la contribución de seis millones; me
adecenté y me convertí en el caballero de aquellas
damas, pues comenzaron los bailes.”
La historia del teniente Robert fue aproximadamente la de todos
los franceses; en lugar de burlarse de la miseria de aquellos bravos
soldados, inspiraron piedad y se hicieron querer.
Esta época de imprevista felicidad y de embriaguez no duró
más que dos años escasos; el alborozo había
sido tan excesivo y tan general, que me sería imposible dar
una idea del mismo a no ser con esta reflexión histórica
y profunda: aquel pueblo llevaba aburriéndose cien años.
En la corte de los Visconti y de los Sforza, aquellos famosos duques
de Milán, había reinado la voluptuosidad propia de
los países meridionales. Pero desde 16244, en que los españoles
se apoderaron del Milanesado y lo dominaron como señores
taciturnos, desconfiados, orgullosos y siempre temerosos de la rebelión,
la alegría había huido. Los pueblos, adoptando las
costumbres de sus amos, pensaban más en vengarse del menor
insulto con una puñalada que en gozar del momento presente.
El loco regocijo, la alegría, la voluptuosidad, el olvido
de todos los sentimientos tristes, o simplemente razonables, llegaron
a tal punto desde el 15 de mayo de 1796, en que los franceses entraron
en Milán, hasta abril de 1799, en que fueron expulsados por
la batalla de Cassano, que se han podido citar casos de viejos comerciantes
millonarios, de viejos usureros, de viejos notarios, que, durante
aquel intervalo, se olvidaron de estar tristes y de ganar dinero.
Apenas unas cuantas familias pertenecientes a la alta nobleza se
recluyeron en sus palacios del campo como para mostrar su desagrado
contra la alegría general y la expansión de todos
los corazones. Bien es verdad que a estas familias nobles y ricas
les había afectado bastante la repartición de las
contribuciones de guerra exigidas por el ejército francés.
El marqués del Dongo, contrariado de ver tal regocijo, fue
uno de los primeros en tornar a su magnífico palacio de Grianta,
más allá de Como, a donde las señoras llevaron
al teniente Robert. Aquel castillo, enclavado en una situación
acaso única en el mundo, en un altozano a ciento cincuenta
pies sobre el sublime lago y dominando una gran extensión
del mismo, había sido una plaza fuerte. La familia Del Dongo
lo construyó en el siglo XV, como lo testimonian por doquier
sus escudos de mármol. Todavía podían verse
los puentes levadizos y los fosos profundos, bien es verdad que
privados de agua; pero con aquellos muros de ochenta pies de altura
y seis de espesor, el castillo estaba al abrigo de cualquier golpe
de mano, y por esto tenía las preferencias del desconfiado
marqués. Rodeado de veinticinco o treinta domésticos,
a los que suponía fieles, al parecer porque nunca les hablaba
sino con la injuria en la boca, allí le atormentaba el miedo
menos que en Milán.
Este miedo no era del todo gratuito: el marqués sostenía
muy activas relaciones con un espía situado por Austria en
la frontera suiza, a tres leguas de Grianta, para procurar la evasión
de los prisioneros hechos en el campo de batalla, cosa que los generales
franceses habrían podido tomar en serio.
El marqués dejó a su mujer en Milán, donde
era ella quien dirigía los asuntos de la familia; ella la
encargada de hacer frente a las contribuciones impuestas a la casa
Del Dongo, como se dice en el país; ella la que procuraba
que le fueran rebajadas, lo que la obligaba a alternar con algunos
nobles que habían aceptado funciones públicas e incluso
con algunos que no eran nobles pero sí muy influyentes.
Sobrevino un gran acontecimiento en la familia. El marqués
arregló el casamiento de su hermana Gina con un personaje
muy rico y de la más encopetada estirpe, pero que llevaba
el pelo empolvado: por esta causa, Gina lo recibía a carcajadas,
y al poco tiempo cometió la locura de casarse con el conde
Pietranera. Era éste, sin duda, de muy buena casa y muy buen
mozo, pero arruinado y, para colmo de males, partidario entusiasta
de las ideas nuevas. Pietranera era además subteniente de
la legión italiana, lo que enconaba las iras del marqués.
Después de aquellos dos años de locura y de alegría,
el Directorio de París, dándose aires de soberano
bien afianzado, puso de manifiesto un odio mortal hacia todo lo
que no era mediocre. Los ineptos generales que nombró en
el ejército de Italia perdieron una serie de batallas en
aquellas mismas llanuras de Verona, testigos, dos años antes,
de los prodigios de Arcola y de Lonato. Los austríacos se
aproximaron a Milán; el teniente Robert, ya jefe de batallón
y herido en la batalla de Cassano, fue a alojarse por última
vez en casa de su amiga la marquesa del Dongo. Los adioses fueron
tristes; Robert partió con el conde Pietranera, que siguió
a los franceses en su retirada hacia Novi. La joven condesa, a la
que su hermano negó el pago de su legítima, siguió
al ejército en una carreta.
Entonces comenzó aquella época de reacción
y de retorno a las ideas antiguas, que los milanesas llamaban i
tredici mesi (los trece meses), porque, en efecto, quiso su suerte
que aquel retorno a la estupidez no durara más que trece
meses, hasta Marengo. Todo lo viejo, lo devoto, lo triste, reapareció
al frente de los asuntos públicos y asumió de nuevo
la dirección de la sociedad; inmediatamente, los que habían
permanecido fieles a las buenas doctrinas propalaron por los pueblos
que a Napoleón le habían ahorcado los mamelucos en
Egipto, como por tantos conceptos merecía.
Entre aquellos hombres que habían manifestado su hostilidad
retirándose a sus tierras y que volvían sedientos
de venganza, el marqués del Dongo se distinguía por
su furia; naturalmente, su exageración le llevó a
la cabeza del partido. Aquellos caballeros, muy dignos cuando no
tenían miedo, pero que temblaban siempre, consiguieron rodear
al general austríaco. Bastante buen hombre, se dejó
convencer de que la severidad era una alta política, y mandó
detener a ciento cincuenta patriotas: eran, en efecto, lo mejor
que a la sazón había en Italia.
Inmediatamente fueron deportados a las bocas de Cattaro, y encerrados
en grutas subterráneas; la humedad, y, sobre todo, la falta
de pan, hicieron buena y rápida justicia de todos aquellos
tunantes.
El marqués del Dongo obtuvo un gran puesto, y como unía
una sórdida avaricia a otras innumerables excelentes cualidades,
se jactó públicamente de no enviar ni un escudo a
su hermana, la condesa Pietranera; que, siempre loca de amor, no
quería abandonar a su marido y con él se moría
de hambre en Francia. La buena marquesa estaba desesperada; por
fin, consiguió escamotear algunos pequeños diamantes
de su estuche, que su marido le reclamaba cada noche para encerrarlo
bajo su cama en una caja de hierro; la marquesa había aportado
a su marido ochocientos mil francos de dote y recibía ochenta
francos al mes para sus gastos personales. Durante los trece meses
que los franceses pasaron fuera de Milán, esta mujer tan
tímida halló pretextos para no dejar de vestirse de
negro.
Confesaremos que, siguiendo el ejemplo de muchos graves autores,
hemos comenzado la historia de nuestro héroe un año
antes de su nacimiento. Este personaje esencial no es otro, en efecto,
que Fabricio Valserra, marchesimo del Dongo, como se dice en Milán.
Acababa precisamente de tomarse el trabajo de nacer5 cuando los
franceses fueron expulsados, y resultaba ser, por el azar de la
estirpe, el hijo segundo de aquel marqués del Dongo, tan
gran señor y del que ya conocéis la cara gruesa y
muy descolorida, la falsa sonrisa y el odio infinito hacia las ideas
nuevas. Toda la fortuna de la casa le correspondía al primogénito,
Ascanio del Dongo, digno retrato de su padre. Tenía él
ocho años y Fabricio dos, cuando de pronto, el general Bonaparte,
a quien todas las gentes de buena estirpe creían perdido
desde hacía mucho tiempo, bajó del monte San Bernardo.
Entró en Milán; este momento es todavía único
en la historia; imaginaos todo un pueblo locamente enamorado. A
los pocos días, Napoleón ganó la batalla de
Marengo. Lo demás es inútil contarlo. El desvarío
gozoso de los milaneses llegó al más alto grado; pero
esta vez se mezcló con ideas de venganza: a aquel buen pueblo
le habían enseñado a odiar. No tardaron en llegar
los pocos que quedaban de las bocas de Cattaro; su retorno se celebró
con una fiesta nacional. Las caras pálidas, los grandes ojos
atónitos, los miembros enflaquecidos de aquellas pobres gentes,
formaban un extraño contraste con el regocijo que se manifestaba
en todas partes.
Su llegada dio la señal de partida para las familias más
comprometidas. El marqués del Dongo fue de los primeros en
escapar a su castillo de Grianta. Los jefes de las grandes familias
estaban invadidos de odio y de miedo; pero sus mujeres y sus hijos
recordaban las diversiones de la primera estancia de los franceses
y echaban de menos Milán y los bailes tan alegres, que inmediatamente
después de Marengo se organizaron en la Casa Tanzi6. Poco
tiempo después de la victoria, el general francés
encargado de mantener la tranquilidad en Lombardía se dio
cuenta de que todos los colonos de los nobles, todas las mujeres
viejas del campo, muy lejos de pensar todavía en aquella
pasmosa victoria de Marengo que había cambiado los destinos
de Italia y reconquistado trece plazas fuertes en un día,
no pensaban en otra cosa que en una profecía de San Giovita,
el primer patrón de Brescia. Según esta palabra sagrada,
las bienandanzas de los franceses y de Napoleón cesarían
a las trece semanas justas de Marengo. Lo que disculpa un poco al
marqués del Dongo y a todos los esquivos nobles del campo
es que, realmente y sin comedia, creían en la profecía.
Ninguna de aquellas personas había leído cuatro libros
en su vida; hacían abiertamente sus preparativos para volver
a Milán pasadas trece semanas; pero el transcurso del tiempo
iba consignando nuevos triunfos para la causa de Francia. De retorno
a París, Napoleón, con sabios decretos, salvaba la
revolución en el interior como la había salvado en
Marengo contra los extranjeros. Entonces los nobles lombardos, refugiados
en sus castillos, descubrieron que habían interpretado mal
la predicción del santo patrón de Brescia: no se trataba
de trece semanas, sino seguramente de trece meses. Los trece meses
transcurrieron, y la prosperidad de Francia parecía ir en
aumento cada día.
Saltamos los diez años de progresos y de venturas, de 1800
a 1810. Fabricio pasó los primeros en el castillo de Grianta,
dando y recibiendo muchos puñetazos entre los niños
campesinos del pueblo, y no aprendiendo nada, ni siquiera a leer.
Más tarde, le enviaron al colegio de jesuitas de Milán.
El marqués, su padre, exigió que le enseñasen
latín, no por los antiguos autores que hablan siempre de
repúblicas, sino por un magnífico volumen, ilustrado
con más de cien estampas, obra maestra de los artistas del
siglo XVII; era la genealogía latina de los Valserra, marqueses
del Dongo, publicada en 1650 por Fabricio del Dongo, arzobispo de
Parma. La fortuna de los Valserra fue sobre todo militar, los grabados
representaban batallas, y batallas en las que siempre se veía
a algún héroe de este nombre propinando magníficas
estocadas. Este libro era muy del agrado del pequeño Fabricio.
Su madre, que le adoraba, obtenía de cuando en cuando permiso
para ir a verle a Milán, pero como su marido no le daba jamás
dinero para aquellos viajes, era su cuñada, la encantadora
condesa Pietranera, quien se lo prestaba. Desde que tornaran los
franceses, la condesa había llegado a ser una de las mujeres
más brillantes de la corte del príncipe Eugenio, virrey
de Italia.
Cuando Fabricio hubo hecho la primera comunión, la condesa
consiguió que el marqués, que seguía desterrado
voluntariamente, le autorizara a sacar al pequeño alguna
vez del colegio. Le encontró singular, inteligente, muy serio,
pero un guapo mancebo que no desentonaba en el salón de una
dama a la moda; por lo demás, perfectamente ignorante: apenas
si sabía escribir. La condesa, que ponía en todo su
carácter entusiasta, prometió su protección
al director del establecimiento si su sobrino Fabricio hacía
progresos extraordinarios y, a fin de curso, obtenía muchos
premios. Para facilitarle los medios de merecerlos, mandaba a buscarle
todos los sábados por la tarde, y muchas veces no le reintegraba
a sus maestros hasta el miércoles o el jueves. Los jesuitas,
aunque tiernamente amados por el príncipe virrey, estaban
excluidos de Italia por las leyes del reino, y el superior del colegio,
hombre hábil, midió todo el partido que podría
sacar de sus relaciones con una mujer omnipotente en la corte. Se
libró muy bien de quejarse de las ausencias de Fabricio,
quien, más ignorante que nunca, obtuvo a fin de curso cinco
primeros premios. Gracias a esto, la brillante condesa Pietranera,
acompañada de su marido, general que mandaba una de las divisiones
de la guardia, y de cinco o seis personajes de los más altos
en la corte del virrey, asistió a la distribución
de premios en el colegio de los jesuitas. El superior fue felicitado
por sus jefes.
La condesa llevaba a su sobrino a todas las fiestas brillantes que
imprimieron carácter al reinado demasiado breve del amable
príncipe Eugenio. Le había hecho, por su propia autoridad,
oficial de húsares, y Fabricio, que tenía doce años,
lucía este uniforme. Un día, la condesa, prendada
de su bonita estampa, pidió para él, al príncipe,
una plaza de paje, lo que significaba que la familia Del Dongo se
adhería al partido enemigo. Al día siguiente, tuvo
que valerse de toda su influencia para conseguir que el virrey se
dignase no acordarse de aquella petición, a la que sólo
faltaba el consentimiento del padre del futuro paje, y este consentimiento
habría sido negado con ostentación. A raíz
de esta locura, que hizo estremecer al esquivo marqués, halló
éste un pretexto para llevarse a Grianta al mocito Fabricio.
La condesa despreciaba olímpicamente a su hermano; le consideraba
un tonto triste y que sería malo si tuviera poder para ello.
Pero estaba loca por Fabricio, y, al cabo de diez años de
silencio, escribió al marqués reclamando a su sobrino.
La carta no tuvo respuesta.
Al volver a aquel castillo formidable, construido por sus más
belicosos antepasados, Fabricio no sabía otra cosa que hacer
la instrucción y montar a caballo. Con frecuencia el conde
Pietranera, tan loco por aquel niño como su mujer, le hacía
montar a caballo y le llevaba al desfile.
Al llegar al castillo de Grianta, Fabricio, con los ojos todavía
enrojecidos por las lágrimas derramadas al dejar los hermosos
salones de su tía, no halló más que los mimos
apasionados de su madre y de sus hermanas. El marqués estaba
encerrado en su gabinete con su primogénito, el marchesino
Ascanio. Se ocupaban en fabricar cartas cifradas que tenían
el honor de ser transmitidas a Viena; el padre y el hijo sólo
aparecían a las horas de comer. El marqués repetía
con afectación que estaba enseñando a su sucesor natural
a llevar por partida doble las cuentas de los productos de todas
sus tierras. En realidad, el marqués era demasiado celoso
de su poder para hablar de semejantes cosas a un hijo que era el
heredero forzoso de todas sus tierras, erigidas en mayorazgo. Le
empleaba en cifrar despachos de quince o veinte folios que dos o
tres veces por semana hacía pasar a Suiza, de donde los encaminaban
a Viena. El marqués pretendía informar a sus legítimos
soberanos del estado interior del reino de Italia, que él
mismo desconocía, a pesar de lo cual sus cartas tenían
mucho éxito. He aquí cómo se las componía.
El marqués encargaba a algún agente seguro de contar
en la carretera el número de soldados de un regimiento francés
o italiano que cambiara de guarnición, y, al dar cuenta del
hecho a la corte de Viena, tenía buen cuidado de disminuir,
lo menos en una cuarta parte, el número de los soldados presentes.
Estas cartas, por lo demás ridículas, tenían
el mérito de desmentir otras más verídicas,
y resultaban gratas.
Debido a esto, poco tiempo antes de la llegada de Fabricio al castillo,
el marqués había recibido la placa de una orden importante:
era la quinta que decoraba su casaca de chambelán. La verdad
es que tenía el disgusto de no atreverse a ostentar esta
casaca fuera de su gabinete; pero jamás se permitía
dictar un despacho sin antes revestirse de la levita bordada, guarnecida
con todas sus condecoraciones. Proceder de otro modo le habría
parecido una falta de respeto.
La marquesa se quedó maravillada de las gracias de su hijo.
Pero había conservado la costumbre de escribir dos o tres
veces al año al general conde de A*** —éste
era el nombre actual del teniente Robert—. A la marquesa le
repugnaba mentir a las personas que amaba: interrogó a su
hijo y se quedó horrorizada de su ignorancia.
“Si a mí, que no sé nada, me parece tan poco
instruido, a Robert, que es tan sabio, le parecerá su instrucción
absolutamente fracasada; y ahora hace falta el saber.” Otra
particularidad que la sorprendió casi tanto era que Fabricio
había tomado en serio todas las cosas religiosas que le habían
enseñado en el convento. Aunque muy piadosa por su parte,
el fanatismo de aquel niño la hizo estremecerse; “si
el marqués tiene la perspicacia de adivinar este medio de
influencia, va a quitarme el amor de mi hijo”. Lloró
mucho, y su pasión por Fabricio se hizo más fuerte
aún.
La vida en el castillo, habitado por treinta o cuarenta criados,
era muy triste; por eso Fabricio se pasaba los días enteros
de caza o navegando en una barca por el lago. No tardó en
hacer estrecha amistad con los hombres de las caballerizas; todos
eran partidarios furibundos de los franceses y se burlaban abiertamente
de los ayudas de cámara devotos, adictos a la persona del
marqués o a la de su primogénito. El gran motivo de
chanza contra estos graves personajes era que llevaban las cabezas
empolvadas por prescripción de sus amos.
Traducción
de Consuelo Berges |