|
Capítulo
Primero
Para
hacer tragedias que puedan interesar al público en 1823,
¿hay que seguir los procedimientos de Racine o los de Shakespeare?
Esta pregunta parece ya vieja en Francia, y, sin embargo, nunca
se han oído más que los argumentos de un solo partido;
los periódicos más divididos por sus opiniones políticas,
La Quotidienne, lo mismo que Le Constitutionnel, sólo se
muestran de acuerdo en una cosa: en proclamar al teatro francés
no sólo el primer teatro del mundo, sino incluso el único
razonable. Si el pobre romanticismo tuviera que hacer oír
una reclamación, todos los periódicos de todos los
colores le estarían igualmente cerrados.
Pero este aparente disfavor no nos asusta en absoluto, porque es
un asunto de partido. Respondemos a eso con un solo hecho:
¿Cuál es la obra literaria que más éxito
ha tenido en Francia durante los últimos diez años?
Las novelas de Walter Scott.
¿Qué son las novelas de Walter Scott?
Tragedia romántica entreverada con largas descripciones.
Se nos objetará el éxito de Vísperas sicilianas,
del Paria, de los Macabeos, de Régulo1.
Estas obras producen mucho agrado pero no un agrado dramático.
El público, que, fuera del teatro, no goza de una gran libertad,
gusta de oír recitar sentimientos generosos expresados en
bellos versos.
Pero éste es un placer épico y no dramático.
No tiene ese grado de ilusión necesaria para una emoción
profunda. Es por esta razón que él mismo ignora, pues
a los veinte años, dígase lo que se quiera, el hombre
desea gozar y no razonar, y hace bien; es por esta razón
secreta por lo que el público joven del Teatro Francés
se muestra tan fácil para la fábula de las piezas
que aplaude con el mayor entusiasmo. ¿Hay algo mas ridículo
que la fábula del Paria, por ejemplo? No resiste al más
ligero examen. Todo el mundo ha hecho esta crítica, y esta
crítica no ha producido efecto. ¿Por qué? Porque
el público no quiere más que bonitos versos. El público
va a buscar en el teatro francés actual una serie de odas
bien pomposas y que además expresen con fuerza sentimientos
generosos. Basta que vengan a cuento mediante algunos versos de
enlace. Es como en los ballets de la calle Le Pelletier; la acción
no debe tener otro objeto que dar lugar a bellos pasos y motivo,
más o menos justificado, a unas danzas agradables.
Me dirijo sin temor a esa juventud extraviada que ha creído
hacer patriotismo y honor nacional silbando a Shakespeare porque
fue inglés. Como siento la mayor estimación por los
jóvenes laboriosos, esperanza de Francia, les hablaré
el severo lenguaje de la verdad.
Toda la disputa entre Racine y Shakespeare se reduce a saber si,
observando las dos unidades de lugar y tiempo, se pueden hacer obras
que interesen vivamente a espectadores del siglo xix, piezas que
les hagan llorar y estremecerse, o, en otros términos, que
les produzcan gozos dramáticos en vez de los gozos épicos
que nos hacen ir corriendo a la quincuagésima representación
del Paria o de Régulo.
Digo que la observación de las dos unidades de lugar y de
tiempo es una costumbre francesa, costumbre profundamente arraigada,
costumbre de la cual nos defenderemos difícilmente, porque
París es el salón de Europa y le da el tono; pero
afirmo que estas unidades no son en modo alguno necesarias para
producir la emoción profunda y el verdadero efecto dramático.
¿Por qué exigís —diré a los partidarios
del clasicismo— que la acción representada en una tragedia
no dure más de veinticuatro o de treinta y seis horas, y
que el lugar de la escena no cambie, o que al menos, como dice Voltaire,
los cambios de lugar no pasen de los diversos departamentos de un
palacio?
El Académico.- Porque no es verosímil que una acción
representada en dos horas de tiempo comprenda la duración
de una semana o de un mes, ni que, en el transcurso de pocos momentos,
los actores vayan de Venecia a Chipre, como en el Otelo, de Shakespeare,
o de Escocia a la corte de Inglaterra, como en Macbeth.
El Romántico.- No sólo esto es inverosímil
e imposible: lo es igualmente que la acción abarque veinticuatro
o treinta y seis horas.
El Académico.- Líbrenos Dios del absurdo de pretender
que la duración ficticia de la acción deba corresponder
exactamente al tiempo material empleado en la representación.
Entonces sí que las reglas serían verdaderas trabas
para el genio. En las artes de imitación hay que ser severo,
pero no riguroso. El espectador puede muy bien imaginarse que, en
el intervalo de los entreactos, pasan unas horas, tanto más
cuanto que esta distraído con las sinfonías que toca
la orquesta.
El Romántico.- Cuidado con lo que decís, señor
mío: me dais una inmensa ventaja conviniendo en que el espectador
puede imaginarse que transcurre un tiempo más considerable
que el que él lleva sentado en el teatro. Pero, decidme,
¿podrá figurarse que transcurre un tiempo doble del
real, triple, cuádruple, cien veces más considerable?
¿Dónde nos detendremos?
El Académico.- Qué singulares sois los filósofos
modernos: censuráis a los poéticos porque, según
vosotros, encadenan al genio, y ahora querríais que la regla
de la unidad de tiempo, para ser plausible, fuera aplicada por nosotros
con todo el rigor y toda la exactitud de las matemáticas.
¿No os basta, pues, que vaya evidentemente contra toda verosimilitud
el que el espectador pueda imaginarse que pasa un año, un
mes o hasta una semana desde que tomó su entrada y está
en el teatro?
El Romántico.- ¿Y quién os dice que el espectador
no puede imaginarse eso?
El Académico.- Me lo dice la razón.
El Romántico.- Perdonad: la razón no podría
decíroslo. ¿Cómo os las arreglaríais
para saber que el espectador puede imaginarse que han pasado veinticuatro
horas, cuando la verdad es que lleva sólo dos sentado en
su palco, si la experiencia no os lo enseñara? ¿Cómo
podríais saber que las horas, que parecen tan largas a un
hombre que se aburre, parecen volar para el que se divierte, si
la experiencia no os lo enseñara? En una palabra, es la experiencia
únicamente lo que debe decidir entre vos y yo.
El Académico.- Sin duda, la experiencia.
El Romántico.- Pues bien: la experiencia ha hablado ya contra
vos. En Inglaterra, desde hace dos siglos; en Alemania, desde hace
cincuenta años se dan tragedias cuya acción dura meses
enteros, y la imaginación de los espectadores se presta a
ello perfectamente.
El Académico.- ¡Bueno, me citáis extranjeros,
y alemanes encima!
El Romántico.- Otro día hablaremos de esa incontestable
superioridad que el francés en general, y en particular el
habitante de París, tiene sobre todo los pueblos del mundo.
Os hago justicia: esa superioridad es en vos de sentimiento; pertenecéis
al gremio de los déspotas echados a perder por dos siglos
de adulación. Ha querido el azar que seáis vosotros,
los parisienses, los encargados de hacer las reputaciones literarias
en Europa; y una mujer inteligente, conocida por su entusiasmo por
las bellezas de la Naturaleza, exclamó por complacer a los
parisienses: “El arroyo más bello del mundo es el de
la rue du Bac.” Todos los escritores de la buena sociedad
no sólo de Francia, sino de toda Europa, os han lisonjeado
para conseguir de vosotros, en cambio, un poco de renombre literario;
y lo que llamáis sentimiento interior, evidencia moral, no
es otra cosa que la evidencia moral de un niño mimado; en
otros términos, el hábito de la adulación.
”Pero volvamos al asunto. ¿Podéis negar que
el habitante de Londres o de Edimburgo, que los compatriotas de
Fox y de Shéridan, que acaso no son completamente tontos,
vean representar, sin que les choque en absoluto, tragedias como
Macbeth, por ejemplo? Ahora bien: esta obra, que es aplaudida cada
año infinitas veces en Inglaterra y en América, comienza
con el asesinato del rey y la huida de sus hijos, y acaba con la
vuelta de estos mismos príncipes al frente de un ejército,
que han reunido en Inglaterra para destronar al sanguinario Macbeth.
Esta serie de acciones exige necesariamente varios meses.”
El Académico.- ¡Ah! Nunca me convenceréis de
que los ingleses y los alemanes, por muy extranjeros que sean, se
imaginen realmente que transcurren meses enteros mientras ellos
están en el teatro.
El Romántico.- Como vos no me convenceréis jamás
de que los espectadores franceses creen que transcurren veinticuatro
horas mientras ellos están sentados en una representación
de Iphigénie en Aulide.
El Académico.- (Impaciente) ¡Qué diferencia!
El Romántico.- No nos enojemos, y dignaos observar con atención
lo que pasa en vuestra cabeza. Procurad apartar por un momento el
velo echado por la costumbre sobre los hechos que ocurren tan a
prisa, que habéis perdido el poder de seguirlos con la vista
y de verlos pasar. Entendámonos sobre la palabra ilusión.
Cuando se dice que la imaginación del espectador se figura
que transcurre el tiempo necesario para los acontecimientos que
se representan en escena, no se entiende que la imaginación
del espectador llegue hasta el punto de creer todo ese tiempo realmente
transcurrido. La realidad es que al espectador, arrastrado por la
acción, no le choca nada; no piensa en absoluto en el tiempo
transcurrido. Vuestro espectador parisiense ve a las siete en punto
a Agamenón despertar a Arcas; es testigo de la llegada de
Ifigenia; ve conducirla al altar donde la espera el jesuita Calchas;
sabría muy bien contestar, si se lo preguntaran, que han
sido necesarias varias horas para todos esos acontecimientos. No
obstante, si, durante la disputa de Aquiles con Agamenón,
saca el reloj, éste le dice: las ocho y cuarto. ¿Cuál
es el espectador que se sorprende? Y no obstante, la obra que aplaude
ha durado ya varias horas.
”Y es que hasta vuestro espectador parisiense está
habituado a ver el tiempo avanzar con diferente paso en la escena
y en la sala. Este es un hecho que no podéis negar.
“Resulta claro que hasta en París, hasta en el Teatro
Francés de la calle de Richelieu, la imaginación del
espectador se presta con facilidad a las suposiciones del poeta.
El espectador no presta, naturalmente, ninguna atención a
los intervalos de tiempo que necesita el poeta, lo mismo que, en
escultura, no se le ocurre reprochar a Dupaty o a Bosio que sus
esculturas carecen de movimiento. Esta es una de las insuficiencias
del arte. El espectador, cuando no es un pedante, se ocupa únicamente
de los hechos y del desarrollo de las pasiones que le ponen ante
los ojos. Lo mismo exactamente ocurre en la cabeza del parisiense
que aplaude Iphigénie en Aulide y en la del escocés
que admire la historia de sus antiguos reyes Macbeth y Duncan. La
única diferencia estriba en que el parisiense, hijo de buena
casa, ha tomado la costumbre de burlarse del otro.”
El Académico.- ¿Es decir que, según vos, la
ilusión teatral sería la misma para ambos?
El Romántico.- Tener ilusiones, estar en la ilusión,
significa engañarse, según dice el Diccionario de
la Academia. Una ilusión, dice M. Guizot, es efecto de una
cosa o de una idea que nos engaña con una apariencia falsa.
Ilusión significa, pues, la acción de un hombre que
cree lo que no es, como en los sueños, por ejemplo. La ilusión
teatral será la acción de un hombre que cree verdaderamente
existentes las cosas que pasan en escena.
”El año pasado (agosto de 1822), el soldado que estaba
de guardia en el interior del teatro de Baltimore, al ver que Otelo,
en el quinto acto de la tragedia de este título, iba a matar
a Desdémona, exclamó: “No se dirá que
en mi presencia un maldito negro ha matado a una mujer blanca.”
Y así diciendo, el soldado dispara su fusil y rompe el brazo
al actor que hacía de Otelo. No pasan años sin que
los periódicos cuenten hechos semejantes. Pues bien: ese
soldado tenía ilusión, creía verdadero lo que
pasaba en escena. Pero un espectador ordinario, en el instante más
vivo de su placer, en el mismo momento en que aplaude con entusiasmo
a Talma —Manlio diciendo a su amigo: “¿Conoces
este escrito?”—, por el mero hecho de aplaudir no tiene
la ilusión completa, pues aplaude a Talma y no al romano
Manlio; éste no hace nada digno de ser aplaudido; su acción
es muy simple y completamente por interés suyo.”
El Académico.- Perdón, amigo mío; pero eso
que me decís es un lugar común.
El Romántico.- Perdón, amigo mío; pero eso
que me decís es la derrota de un hombre a quien una larga
costumbre de pagarse de las frases elegantes ha incapacitado para
razonar seriamente.
”Es imposible que no reconozcáis que la ilusión
que se busca en el teatro no es una ilusión perfecta. La
ilusión perfecta era la del soldado de guardia en el teatro
de Baltimore. Es imposible que no reconozcáis que los espectadores
saben perfectamente que están en el teatro y que asisten
a la representación de una obra de arte, y no a un hecho
verdadero.”
El Académico.- ¿Quién niega eso?
El Romántico.- ¿Me concedéis, pues, la ilusión
imperfecta? Tened cuidado. ¿Creéis que de tiempo en
tiempo, por ejemplo, dos o tres veces en un acto y cada vez durante
uno o dos segundos, la ilusión sea completa?
El Académico.- Eso no está claro. Para contestaros,
necesitaría volver varias veces al teatro y ver mi comportamiento.
El Romántico.- ¡Ah! Respuesta encantadora y llena de
buena fe. Cómo se ve que sois de la Academia y que ya no
necesitáis los votos de vuestros colegas para llegar a ella.
Un hombre que tuviera que hacerse su reputación de literato
instruido se libraría muy bien de ser tan claro y de razonar
de un modo tan preciso.
¡Cuidado! Si seguís siendo de buena fe, vamos a ponernos
de acuerdo.
”Creo que esos momentos de ilusión perfecta son más
frecuentes de lo que en general se piensa y, sobre todo, de lo que
en las discusiones literarias se admite como verdadero. Pero esos
momentos son de una duración infinitamente corta; por ejemplo,
medio segundo o un cuarto de segundo. Se olvida en seguida a Manlio
para ver sólo a Talma; en las mujeres jóvenes duran
más, y por eso derraman tantas lágrimas en la tragedia.
”Pero investiguemos en qué momentos de la tragedia
puede esperar el espectador hallar esos instantes deliciosos de
ilusión perfecta.
”Esos instantes arrobadores no se producen ni en el momento
de un cambio de escena ni en el momento preciso en que el poeta
hace al espectador saltar doce o quince días, ni en el momento
en que el poeta se ve obligado a poner un largo parlamento en boca
de uno de sus personajes únicamente para informar al espectador
de un hecho anterior y cuyo conocimiento le es necesario, ni en
el momento en que llegan tres o cuatro versos admirables y que impresionan
como versos.
”Estos instantes deliciosos y tan raros de ilusión
perfecta sólo pueden producirse en el calor de una escena
animada, cuando se atropellan las réplicas de los actores;
por ejemplo, cuando Hermiona dice a Orestes, que acaba de asesinar
a Pirro por orden suya:
”¿Quién te lo ha dicho?
”Nunca se encontrarán estos momentos de ilusión
perfecta ni en el instante en que se comete en escena un homicidio,
ni cuando los guardias acuden a detener a un personaje para llevarle
a la cárcel. Ninguna de estas cosas podemos creerlas verdaderas,
y nunca producen ilusión. Estos trozos no tienen otra finalidad
que la de dar lugar a las escenas durante las cuales los espectadores
encuentran esos medios segundos tan deliciosos. Ahora bien, yo afirmo
que estos breves momentos de ilusión perfecta se encuentran
más a menudo en las tragedias de Shakespeare que en las de
Racine.
”Todo el gozo que se halla en el espectáculo trágico
depende de la frecuencia de estos pequeños momentos de ilusión
y del estado de emoción en que, en los intervalos, dejan
el alma del espectador.
”Una de las cosas que más se oponen al nacimiento de
estos momentos de ilusión es la admiración, por justa
que sea, por los bellos versos de la tragedia.
”Mucho peor si uno se propone juzgar los versos de una tragedia.
Y ésta es precisamente la situación del alma del espectador
parisiense cuando va a ver, por primera vez, la tan alabada tragedia
del Paria.
”He aquí la cuestión del romanticismo reducida
a sus últimos términos. Si sois de mala fe, o si sois
insensible, o si estáis petrificado por La Harpe, me negaréis
mis pequeños momentos de ilusión perfecta.
”Y os confieso que no puedo contestaros nada. Vuestros sentimientos
no son una cosa material que yo pueda extraer de vuestro propio
corazón y ponérosla bajo los ojos para confundiros.
”Os digo: En este instante, debéis tener tal sentimiento,
porque en este instante todos los hombres generalmente bien organizados
experimentan tal sentimiento. Me contestaréis: ‘Perdonadme
la expresión, eso no es cierto.’
”Yo no tengo nada que añadir. He llegado a los últimos
confines de lo que la lógica puede captar en la poesía.”
El Académico.- Esa es una metafísica abominablemente
oscura, ¿y creéis que con eso vais a conseguir que
silben a Racine?
El Romántico.- En primer lugar, sólo los charlatanes
pretenden enseñar álgebra sin trabajo o arrancar una
muela sin dolor. La cuestión que debatimos es una de las
más difíciles de que pueda ocuparse el espíritu
humano.
”En cuanto a Racine, me place mucho que hayáis nombrado
al gran hombre. Han hecho de su nombre una injuria para nosotros,
pero su gloria es imperecedera. Será siempre uno de los más
grandes genios que hayan sido dados al pasmo y a la admiración
de los hombres. ¿Acaso César es un general menos grande
porque, desde sus campañas contra nuestros antepasados los
galos, se ha inventado la pólvora y el cañón?
Lo único que sostenemos es que si César volviera al
mundo, lo primero que procuraría es tener artillería
en su ejército. ¿Se dirá que Catinat o Luxembourg
son más grandes capitanes que César porque tenían
un parque de artillería y tomaban en tres días plazas
que habrían detenido un mes a las legiones romanas? ¿Habría
sido un buen razonamiento decirle a Francisco I, en Marignan: ‘Guardaos
de serviros de vuestra artillería: César no tenía
cañones ¿y os creéis por ventura más
hábil que César?’
”Si hombres de un talento indiscutible, como MM. Chénier,
Lemercier, Delavigne, se hubieran atrevido a franquear unas reglas
cuyo absurdo carácter ha sido reconocido después de
Racine, nos habrían dado algo mejor que Tiberio2, Agamenón3
o Las vísperas sicilianas4. ¿No es Pinto5 cien veces
superior a Clovis Orovese6, Cyrus7 o a cualquier otra tragedia muy
regular de M. Lemercier?
”Racine no creía que se pudiera hacer la tragedia de
otro modo. Si viviera en nuestros días y se atreviera a seguir
las nuevas reglas, haría algo cien veces mejor que Ifigenia.
En lugar de inspirarnos solamente admiración, sentimiento
un poco frío, haría correr torrentes de lágrimas.
¿Qué hombre un poco inteligente no gusta más
de ver en el Francés la María Estuardo, de M. Lebrun
que el Bayaceto, de Racine? Y, sin embargo, los versos de M. Lebrun
son bien flojos; la inmensa diferencia en la cantidad de placer
proviene de que M. Lebrun ha osado ser a medias romántico.”
El Académico.- Habéis hablado mucho tiempo, quizá
habéis hablado bien, pero no me habéis convencido
en absoluto.
El Romántico.- Lo esperaba. Pero en cambio he aquí
un entreacto un poco largo que va a terminar: se levanta el telón.
Yo quería desterrar el aburrimiento haciéndoos rabiar
un poco. Reconoced que lo he conseguido.
Aquí
termina el diálogo de los dos adversarios, diálogo
del que he sido realmente testigo en el parterre de la calle de
Chantereine, y a cuyos interlocutores podría nombrar si quisiera.
El romántico era cortés, y no quería acorralar
al amable académico, mucho más viejo que él;
si no, habría añadido: “Para poder leer en el
propio corazón, para que el velo de la costumbre pueda rasgarse,
para poder experimentar los momentos de ilusión perfecta
de que hablamos, aún de impresiones vivas, hay que tener
menos de cuarenta años.”
Tenemos hábitos; chocad contra esos hábitos, y durante
mucho tiempo sólo seremos sensibles a la contrariedad que
se nos causa. Supongamos que Talma aparece en escena y representa
el personaje Manlio con los cabellos empolvados de blanco y peinado
en ala de pichón; no haremos sino reír todo el tiempo
que dure el espectáculo. ¿Será por eso menos
sublime en el fondo? No, pero no veremos lo sublime. Ahora bien:
Kean habría producido exactamente el mismo efecto en 1760
si se hubiera presentado sin polvos para representar ese mismo papel
de Manlio. Durante toda la duración del espectáculo,
los espectadores sólo hubieran sido sensibles a su costumbre
contrariada.
Esto es precisamente lo que nos ocurre en Francia con Shakespeare.
Contraría un gran número de esas costumbres ridículas
que la asidua lectura de La Harpe y de los demás pequeños
retóricos atildados del siglo xviii nos ha hecho contraer.
Lo peor es que ponemos vanidad en sostener que estos malos hábitos
están fundados en la Naturaleza.
Los jóvenes pueden curarse todavía de este error de
amor propio. Como su alma es capaz de impresiones vivas, el placer
puede hacerles olvidar la vanidad. Ahora bien: esto es imposible
pedírselo a un hombre de más de cuarenta años.
Las gentes de esta edad en París han tomado ya su partido
sobre todas las cosas, e incluso sobre cosas mucho más importantes
que saber si para hacer tragedias interesantes en 1823 hay que seguir
el sistema de Racine o el de Shakespeare.
Capítulo
II La Risa
¿Qué
ibais a hacer, señor mío,
con la nariz de un mayordomo?
Regnard8
Un
príncipe de Alemania, conocido por su amor a las letras,
acaba de crear un premio para la mejor disertación filosófica
sobre la risa. Espero que el premio lo gane un francés. ¿No
sería ridículo que fuéramos vencidos en esta
carrera? Me parece que se dicen más cuchufletas en París
durante una sola velada que en toda Alemania en un mes.
Sin embargo, el programa concerniente a la risa está escrito
en Alemania. Se trata de hacer conocer su naturaleza y sus matices;
hay que contestar claramente a esta ardua cuestión: ¿Qué
es la risa?
La gran desgracia es que los jueces son alemanes; es de temer que
algunos semipensamientos diseminados elegantemente en veinte páginas
de frases académicas y de pensamientos sabiamente cadenciados
no parezcan sino puro vacío a esos groseros jueces. Es ésta
una advertencia que creo deber a esos jóvenes escritores
sencillos con tanto rebuscamiento, naturales con tanto amaneramiento,
elocuentes con tan pocas ideas.
La gloire du distique et l’espoir du quatrain9 .
Aquí es preciso hallar ideas, lo que sin duda resulta muy
impertinente. ¡Son tan bárbaros esos alemanes!
¿Qué es la risa? Hobbes responde: “Esa convulsión
física, que todo el mundo conoce, es producida por la visión
imprevista de nuestra superioridad sobre el hombre.”
Ved a ese joven que pasa vestido con tanto esmero: camina sobre
la punta del pie; en su satisfecho rostro se leen igualmente la
certidumbre de los éxitos y el contento de sí mismo,
va al baile; hele ya bajo la puerta cochera, atestada de faroles
y de lacayos, volaba hacia el placer, se cae y se levanta cubierto
de lodo de pies a cabeza; sus chalecos, antes blancos y de un corte
tan sabio, su corbata tan elegantemente anudada, todo está
lleno ahora de un fango negro y fétido. Una carcajada universal
sale de los coches que seguían al suyo; el suizo, plantado
en su puerta, se sujeta los flancos, la multitud de lacayos llora
de risa y hace círculo en torno al desventurado.
Es preciso que lo cómico esté claramente expuesto;
es necesario que se vea claramente nuestra superioridad sobre el
otro.
Pero esta superioridad es una cosa tan fútil y tan fácilmente
aniquilada por la menor reflexión, que es preciso que se
nos presente de una manera imprevista.
He aquí, pues, dos condiciones de lo cómico: la claridad
y lo imprevisto.
No se produce ya la risa si la desventaja de un hombre a cuyas expensas
se pretende regocijarnos, nos hace pensar desde el primer momento
que también nosotros podemos tropezar con la desgracia.
Si el apuesto mancebo que iba al baile y que se cayó en un
montón de lodo tiene la picardía, al levantarse, de
arrastrar la pierna y hacer sospechar que se ha herido peligrosamente,
la risa cesa en un instante y cede el sitio al terror.
Es muy sencillo: ya no hay el gozo de nuestra superioridad, y sí,
en cambio, la vista de la desgracia para nosotros; yo también
puedo romperme una pierna al apearme del coche.
Una burla suave hace reír a expensas del que la suscita;
una burla demasiado buena ya no hace reír: se estremece uno
pensando en la horrible desgracia del objeto de la misma. Hace ya
doscientos años que se bromea en Francia; es preciso, por
consiguiente, que la broma sea muy fina; de otro modo, se entiende
desde el primer momento y, por tanto, ya falta lo imprevisto.
Otra cosa: es preciso que yo conceda cierto grado de estimación
a la persona a cuya costa se pretende hacerme reír. Yo estimo
mucho el talento de M. Picard; no obstante, en varias de sus comedias,
los personajes destinados a regocijarnos tienen costumbres tan bajas,
que yo no admito ninguna comparación entre ellos y yo; los
desprecio totalmente en cuanto han dicho cuatro frases. Ya nada
ridículo pueden enseñarme a cuenta de ellos.
Un impresor de París hizo una tragedia sagrada titulada Josué.
Imprimióla con todo el lujo posible y la envió al
célebre Bodoni, su colega, a Parma. Pasado algún tiempo,
el impresor autor hizo un viaje a Italia y fue a ver a su amigo
Bodoni:
—¿Qué pensáis de mi tragedia Josué?
—¡Ah, cuántas bellezas!
—¿Creéis, pues, que esa obra me dará
alguna gloria?
—¡Ah, querido amigo, os inmortaliza!
—¿Y que os parecen los caracteres?
—Sublimes y perfectamente sostenidos, sobre todo las mayúsculas.
Bodoni, entusiasta de su arte, no veía en la tragedia de
su amigo más que la belleza de los caracteres de imprenta.
Este cuento me hizo reír mucho más de lo que merece.
Es porque conozco al autor de Josué y le estimo infinitamente;
es un hombre discreto, de buenas maneras y hasta inteligente, con
grandes talentos para el comercio de librería. En fin, no
le veo otro defecto que un poco de vanidad, justamente la pasión
a expensas de la cual me hace reír la ingenua respuesta de
Bodoni. La risa loca que cosechamos en el Falstaff, de Shakespeare,
cuando en su relato al príncipe Enrique (que fue más
tarde el famoso rey Enrique V) cuenta el cuento de los veinte tunantes
salidos de los cuatro tunantes vestidos de linón, esa risa
sólo es deliciosa porque Falstaff es un hombre de muchísimo
ingenio y muy alegre. En cambio, apenas nos reímos de las
tonterías del padre Casandro; nuestra superioridad sobre
él es cosa demasiado reconocida de antemano.
Hay algo de la venganza del tedio en la risa que nos inspira un
fatuo como M. Maclou de Beaubuisson (de Le Comédien d’Estampes).
He observado que, en sociedad, es casi siempre en tono malévolo,
y no en tono alegre, como una mujer bonita dice de otra mujer que
está bailando: “¡Dios mío, qué
ridícula es!” Traducir “ridícula”
por “odiosa”.
Esta noche, después de reírme como un loco de M. Maclou
de Beaubuisson, muy bien representado por Bernard-Léon, creía
yo haberme dado cuenta, confusamente acaso, que aquel ser ridículo
había podido inspirar amor a mujeres bonitas de provincia
que, descontado su escaso gusto, habrían podido hacer mi
felicidad. La risa de un guapo mozo que cosechara triunfos a montones
no hubiera tenido acaso el matiz de venganza que yo creía
notar en la mía.
Como el ridículo es un gran castigo entre franceses, suelen
reírse éstos por venganza. Esta risa no importa nada
aquí, no debe entrar en nuestro análisis; pero había
que señalarla de paso. Toda risa afectada no significa nada;
es como la opinión del abate Morellet en favor de los diezmos
y del priorato de Thimer.
No hay nadie que no conozca quinientos o seiscientos cuentos que
circulan en sociedad: uno se ríe siempre de la vanidad defraudada.
Si el cuento se cuenta de manera muy prolija, si el que lo cuenta
emplea demasiadas palabras y se para a pensar demasiados detalles,
la mente del auditor adivina el final hacia el que se le conduce
demasiado lentamente; ya no hay risa, porque no hay lo imprevisto.
En cambio, si el narrador corta su historia y se precipita hacia
el desenlace, tampoco hay risa, porque falta la suma claridad necesaria.
Observad que con mucha frecuencia el narrador repite dos veces las
cinco o seis palabras que constituyen el desenlace de su historia;
y si sabe su oficio, si tiene el arte encantador de no ser muy oscuro
ni demasiado claro, la cosecha de risa es mucho más considerable
a la segunda repetición que a la primera.
Lo absurdo, llevado al extremo, muchas veces hace reír y
produce un regocijo vivo y delicioso. Tal es el secreto de Voltaire
en su diatriba del doctor Akakia y en sus demás panfletos.
El doctor Akakia, o sea Maupertuis, dice él mismo absurdos
que un burlón podría permitirse para burlarse de sus
sistemas. Bien sé que aquí harían falta algunas
citas; pero en mi retiro en Montmorency, no tengo un solo libro
francés. Espero que la memoria de mis lectores, si los tengo,
se dignará recordar aquel delicioso volumen de su edición
de Voltaire titulado Facecias, y del que suelo encontrar, en el
Miroir, imitaciones muy agradables.
Voltaire llevó al teatro la costumbre de poner en boca de
los personajes cómicos la descripción viva y brillante
de su propia ridiculez, y este gran hombre debió sorprenderse
mucho al ver que nadie se reía. Es que resulta demasiado
antinatural que un hombre se burle tan claramente de sí mismo.
Cuando en sociedad nos ridiculizamos a nosotros mismos expresamente,
es también por exceso de vanidad; hurtamos ese placer a la
malignidad de las gentes cuya envidia hemos excitado.
Pero fabricar un personaje como Fier-en-Fat no es pintar las flaquezas
del corazón humano: es simplemente hacer recitar en primera
persona las frases burlescas de un panfleto y darles vida.
¿No es singular que Voltaire, tan entretenido en la sátira,
en la novela filosófica, no haya podido hacer nunca una comedia
que hiciese reír? En cambio, Carmontelle no tiene un proverbio
en el que no se encuentre este talento. Tenía demasiada naturalidad,
lo mismo que Sedaine. Les faltaba el ingenio de Voltaire, que, en
este género, tenía sólo ingenio.
Los críticos extranjeros han observado que hay siempre un
fondo de maldad en las más alegres bromas de Cándido
y de Zadig. El rico Voltaire se complace en fijar nuestras miradas
sobre las inevitables desventuras de la pobre naturaleza humana.
La lectura de Schelegel y de Dennis me ha llevado a despreciar a
los críticos franceses La Harpe, Geoffroy, Marmontel y a
todos los críticos. Estos pobres hombres, impotentes para
crear, aspiran al ingenio y no tienen ingenio ninguno. Por ejemplo,
los críticos franceses proclaman a Molière el primero
de los autores cómicos presentes, pasados y futuros. En esto
no hay acierto más que en la primera afirmación. Seguramente
Molière, hombre de genio, es superior a ese infeliz que se
admira en los Cursos de literatura y que se llama Destouches.
Pero Molière es inferior a Aristófanes.
Sólo que lo cómico es como la música: una cosa
cuya belleza no dura. La comedia de Molière está demasiado
empapada de sátira para que me dé con frecuencia la
sensación de la risa alegre, si así puede decirse.
Cuando voy a expansionarme al teatro, me gusta encontrar una imaginación
loca que me haga reír como un niño.
Todos los súbditos de Luis xiv se esforzaban en imitar a
un determinado modelo para ser elegantes y de buen tono, y el propio
Luis xiv fue el dios de esta religión. Había una risa
amarga en ver al vecino engañarse en la imitación
del modelo. En esto consiste toda la gracia de las Cartas de madame
de Sévigné. Un hombre, en la comedia o en la vida
real, que se hubiera propuesto seguir libremente, y sin pensar en
nada, los vuelos de una imaginación loca, en lugar de hacer
reír a la sociedad de 1670, hubiera pasado por loco10.
Molière, hombre de genio si los hay, tuvo la desgracia de
trabajar para esa sociedad; en cambio, Aristófanes se propuso
hacer reír a una sociedad de gentes amables y ligeras que
buscaban la felicidad por todos los caminos. Alcibíades pensaba
muy poco, creo, en imitar a nadie; se consideraba feliz cuando reía,
y no cuando tenía el goce de orgullo de sentirse muy parecido
a Lauzun, a De Antin, a Villerroy o a cualquier cortesano célebre
de Luis xiv.
Nuestros cursos de literatura nos han dicho en el colegio que Molière
hace reír, y nosotros lo creemos, porque en Francia seguimos
siendo toda la vida hombres de colegio para la literatura. Me he
propuesto ir a París cada vez que dan en el Francés
comedias de Molière o de un autor estimado. Marco con un
lápiz, en el ejemplar que tengo en la mano, los lugares precisos
en que la gente se ríe, y de qué clase es esta risa.
Los espectadores se ríen, por ejemplo, cuando un actor pronuncia
la palabra “lavativa” o “marido engañado”,
pero esto es la risa por escándalo, y no la que La Harpe
nos anuncia.
El 4 de diciembre de 1822 dieron el Tartufo. Representaba mademoiselle
Mars, nada faltaba a la fiesta. Pues bien, en todo el Tartufo la
gente se rió sólo dos veces, y eso muy ligeramente.
El 4 de diciembre se aplaudió el vigor de la sátira
o las alusiones, pero sólo se rió:
1° Cuando Orbon, hablando a su hija Mariana de su boda con Tartufo
(segundo acto), descubre a Dorina que está cerca de él
escuchándole;
2° En la escena de riña y reconciliación entre
Valerio y Mariana, por una reflexión maligna que Dorina hace
sobre el amor.
Extrañado de que se hubiera reído tan poco en esta
obra maestra de Moliére, comuniqué mi observación
a una tertulia de personas inteligentes: dijéronme que me
engañaba.
A los quince días vuelvo a París a ver Valeria, se
daba también Los dos yernos (Les deux gendres), célebre
comedia de M. Etienne. Yo tenía en la mano mi ejemplar y
mi lápiz: la gente se rió exactamente una sola vez,
cuando el yerno, que es consejero de Estado y va a ser ministro,
dice al primito que ha leído su nombramiento. El espectador
se ríe porque ha visto perfectamente al primito romper este
nombramiento, que arranca de las manos de un lacayo al que el consejero
de Estado se lo dio sin leerlo.
Si no me equivoco, el espectador simpatiza con el acceso de risa
loca que el primito disimula, por honradez, al oír que le
dan las gracias por el contenido de un nombramiento que él
sabe que ha roto sin ser leído. Yo dije a mis gentes de talento
que sólo se había reído esta vez en Los dos
yernos; me contestaron que era una comedia muy buena y que tenía
un gran mérito de composición. ¡Amén!
Pero la risa no es, pues, necesaria para hacer una muy buena comedia
francesa.
¿Será por casualidad que se requiere simplemente un
poco de acción muy razonable, unida a una considerable dosis
de sátira, todo ello cortado en diálogo y expresado
en versos alejandrinos ingeniosos, fáciles y elegantes?
¿Habrían podido triunfar Los dos yernos escritos en
prosa vil?
¿Será que así como nuestra tragedia no es más
que una serie de odas11 mezcladas con narraciones épicas12
que nos gusta ver declamadas en escena por Talma, así nuestra
comedia seria, desde Destouches y Collin d’Harleville, sería
sólo una epístola ligera, fina, ingeniosa, que nos
gusta oír leer en forma de diálogo a mademoiselle
Mars y a Damas?13
“Henos aquí muy lejos de la risa —se me dirá—.
Hacéis un artículo de literatura ordinaria, como M.
C. en el folletín del Débats.
”¿Qué queréis? —contesto—.
Es que aunque no pertenezca todavía a la sociedad de las
Buenas letras, soy un ignorante, y además me he metido a
hablar sin tener una idea; espero que esta noble audacia hará
que me reciban en las Buenas letras.”
Como dice muy bien el programa alemán, la risa exige realmente,
para ser conocida, una disertación de ciento cincuenta páginas,
y además es preciso que esta disertación esté
escrita en estilo de química más bien que de academia.
Ved esas muchachitas en esa casa de educación cuyo jardín
está bajo nuestras ventanas; se ríen de todo. ¿No
será que ven la felicidad en todo?
Ved ese inglés aburrido que viene a comer al Tortoni, donde
lee con aire aburrido y con ayuda de un anteojo cuantiosas letras
que recibe de Liverpool que le traen remesas de ciento veinte mil
francos; no es más que la mitad de su renta anual, pero no
se ríe de nada; es que nada en el mundo es capaz de procurarle
la contemplación de la felicidad, ni siquiera su cargo de
vicepresidente de una sociedad bíblica.
Regnard tiene un talento muy inferior a Molière; pero no
me atrevería a decir que ha marchado por el sendero de la
verdadera comedia.
Nuestra calidad de hombres de colegio en literatura hace que, al
ver sus comedias, en lugar de entregarnos a su alegría verdaderamente
loca, pensamos únicamente en los terribles fallos que le
relegan a la segunda categoría. Si no supiéramos de
memoria los textos mismos de esas severas sentencias, temblaríamos
por nuestra reputación de hombres inteligentes.
¿Es ésta, de buena fe, la disposición en que
hay que hallarse para reír?
En cuanto a Molière y a sus obras, ¿qué me
importa a mí la imitación más o menos afortunada
del buen tono de la corte y de la impertinencia de los marqueses?
Actualmente ya no hay corte, o yo me estimo en tanto, por lo menos,
como los que la frecuentan; y al salir de comer, después
de la Bolsa, si entro en el teatro, quiero que me hagan reír
y no pienso en imitar a nadie.
Deben ofrecerme imágenes simples y brillantes de todas las
pasiones del corazón humano, y no sólo siempre las
gracias del marqués de Moncada14. Hoy es mi hija Mademoiselle
Benjamine, y sé perfectamente negársela a un marqués
si éste no posee quince mil libras de renta bien seguras.
En cuanto a sus letras de cambio, si las firma y no las paga, M.
Mathieu, mi cuñado, le envía a Sainte Pélagie15.
Esta sola palabra, “Sainte Pélagie”, para un
hombre con título, envejece a Molière.
En fin, si quieren hacerme reír pese a la profunda seriedad
que me dan la Bolsa, la política y los odios de partido,
es preciso que unas personas apasionadas se equivoquen ante mi vista
de una manera divertida en el camino que los conduce a la felicidad.
Traducción
de Consuelo Berges |