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La
música como fenómeno cultural: repensando los cánones
de la investigación musical
Randall
Kohl 1 |
Los
fenómenos y los conceptos a los que nos referimos con los
términos música y cultura son muy comunes hoy en
día; no obstante, son demasiado complicados. La música,
por ejemplo, es una de las anomalías que son fáciles
de identificar, pero realmente difíciles de definir. Para
muchos aquí en Occidente, la música debe ser algo
agradable, con una bonita melodía o un buen ritmo. Si nos
topamos con sonidos que no nos gustan, es muy posible que digamos:
“¡Eso no es música! ¡Es ruido!”.
Esto nos lleva a un conflicto mayor cuando encontramos una música
que realmente no tiene melodía ni pulso fuerte o, tal vez,
lo peor para nosotros (los occidentales), sin armonía.
Lo que propongo hacer aquí, entonces, es presentar algunas
ideas generales sobre la música y la cultura como fenómenos
culturales, que cuestionarán unos pensamientos estereotípicos
sobre los mismos para luego discutir un ejemplo particular.
La cultura, a través de los ojos de los antropólogos,
es una expresión de una tradición o estilo, aprendida
socialmente, y que incluye modos de pensar, sentir y actuar. Dicen
que se transmite de generación en generación por
vías socio-educativas para diferenciarla de la herencia
genética, ya que desde el nacimiento estamos absorbiendo
cultura de nuestras familias, amigos, escuelas, comunidades, medios
electrónicos, prensa, etcétera. Los fenómenos
culturales nos ayudan a entender las situaciones sociales en que
nos encontramos durante la vida y nos ofrecen posibles reacciones
a ellas.2
Los etnomusicólogos tendemos a huir de una definición
muy definida (valga la redundancia) al decir que la música
es “sonidos organizados por humanos”.3 Al mismo tiempo,
sin embargo, se reconoce que no debemos imponer una definición
sobre los grupos que estudiamos. Por eso, es importante hacer
trabajo de campo, vivir entre los “nativos”, aprender
su música y su cultura lo más que se pueda. Puede
ocurrir una serie de problemas, obviamente, en ciertos casos si
el grupo estudiado no tiene un nombre específico para la
música –algo común en el mundo no occidental–
o si existe la palabra pero su aplicación varía
según la situación específica. Lo ideal,
en estos casos, es ir con el experto musical del grupo cultural
y estudiarlo para ver qué hace, cómo lo hace, qué
piensa.
Entonces, la reunión de estos términos y conceptos
(música, cultura, fenómeno cultural) nos lleva a
la etnomusicología. De hecho, una definición de
ella es “el estudio de la música dentro de la cultura”;4
normalmente, en este caso, se entiende que la cultura se refiere
a las culturas tradicionales, folklóricas o tribales.
Es interesante notar, sin embargo, que el objetivo de estudiar
la música de otras culturas ha cambiado durante la historia
de la disciplina: en algún momento fue buscar los supuestos
orígenes de la música; en otros, compararla con
otras tradiciones o, simplemente, coleccionar y rescatarla. Hoy
día, probablemente, muchos estarían de acuerdo en
que uno de sus objetivos es conocer al otro, entenderse (uno al
otro) mejor e, idealmente, con ello, fomentar la paz.
No obstante estos cambios, por todos los análisis que se
han hecho sobre la música como un fenómeno cultural,
una constante ha sido que la música significa algo más
allá que los puros sonidos. Lo que significa precisamente
–y cómo lo hace– está abierto a muchas
interpretaciones; pero el hecho de que es representativo de algo
se ha dado por entendido. Cuando los pigmeos de África
central, por ejemplo, cantan juntos utilizando una técnica
llamada hoquet –la alternancia rápida de distintas
voces para que el efecto total sea de una sola melodía–
quiere decir, para algunos, que existe mucha cooperación
social en los otros aspectos de la vida del grupo. Igualmente,
para unos, hay una relación directa entre la complejidad
de una música (por ejemplo, en las formas empleadas) y
el nivel del avance socio-tecnológico logrado por el grupo.
En Occidente, cuando juntamos música con cultura pasa algo
curioso: cultura ya no se asocia con una etnia o un grupo, sino
que ahora se refiere a un proceso civilizador, una evidencia de
una élite o un estatus alcanzable –se convierte en
Cultura, con C mayúscula–; la música, también,
no es cualquiera, sino muy específicamente la clásica
europea –o sea, la Música, con M mayúscula–.
Y aquí es donde quiero hablar un poco sobre mi ejemplo
específico que tomo de un grupo especial, uno muy merecedor
de ser estudiado; pero, curiosamente, no es sino hasta fechas
relativamente recientes que nos hemos dado cuenta de que representa
un grupo aparte, con su propia cultura, su manera de pensar, de
expresarse, de actuar, de vivir… Me refiero a nosotros mismos
–los académicos occidentales– y nuestros expertos,
los maestros e historiadores de Música; o, como nos identifica
Bruno Nettl, el destacado etnomusicólogo, los de la “tribu
Mozart”.
Lo que propongo hacer aquí es, pues, un muy breve ejercicio
etnomusicológico sobre la musicología. Espero que
funcione para abrir un diálogo entre las dos disciplinas,
a través de un análisis sobre las metodologías
que las dos emplean. Bastará con presentar unas pocas ideas
–algunas nuevas, otras no tanto– sobre los cánones,
o reglas, que han existido dentro del acercamiento académico
a la investigación musical.5 Espero demostrar que las mismas
metodologías que utilizamos para estudiar la música
como un fenómeno cultural en el otro tienen sus aplicaciones
domésticas con el enfoque hacia uno mismo.
Tradicionalmente, los estudios musicológicos se han enfocado
a la música clásica europea –o sea, a las
personas y las obras de Bach, Mozart, Beethoven, Brahms…–
como un fenómeno aislado del resto del mundo. La música
existe aparte, divorciada del resto de la sociedad, y cuando se
habla de los aspectos sociales es más bien para presentar
el contexto en que se fomentaron las obras, los conflictos que
tuvo que soportar el compositor, etcétera.
Implícitamente –a veces, explícitamente–,
se insiste en la autonomía de la pieza, que la estudiamos
solamente por sus sonidos, sus relaciones armónicas y melódicas.
He oído, incluso, el comentario de que la economía
de Europa del siglo XVIII no tuvo afecto sobre la música
de Mozart. Sin embargo, este compositor fue uno de los primeros
que sucumbió a los caprichos de un “mercado libre”
y sus decisiones en el campo de la composición estaban
ligadas íntimamente a los gustos de las clases socio-económicas
(ya sea la élite o la gente común) para las cuales
producía sus obras.
Conectado a esto, está la idea de que la música
reside principalmente en la partitura escrita como algo aparte.
Lo importante para el análisis ha sido, casi siempre, lo
que se ve y no tanto lo que se toca. Debido a eso, puede haber
discrepancias. Un ejemplo de ello se encuentra en “El Huapango”,
del compositor mexicano Pablo Moncayo. En la partitura de esta
obra aparece un ritmo bastante común en las tradiciones
folklóricas mexicanas basado en la hemiola (un tipo de
3 golpes contra 2, ejecutados simultáneamente). Este ritmo
está escrito de la misma manera cada vez que ocurre en
la partitura, pero mi propia experiencia de tocar esta pieza y
escuchar tocarla a otros ensambles indica que no se ejecuta igual
cada vez que aparece. Cuando he preguntado por la diferencia entre
lo escrito y lo ejecutado me han dicho que “siempre se toca
así” o “así suena mejor”. Esto
indica que hay una fuerte tradición oral que forma parte
de la música clásica.
Justo por las variedades de interpretación y los “errores”
de ejecución que siempre ocurren en cualquier presentación
musical en vivo, la partitura representa una música ideal,
que la realidad puede contradecir en formas importantes y relevantes.
Así, pues, encontramos que “lo ideal” o “lo
teórico” toma precedencia sobre “lo real”
o “lo ejecutado”.
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Esta
autonomía de la música se junta con otras características
–como la universalidad, la complejidad y la originalidad–
que se atribuyen a ella para comprobar su superioridad frente a otros
estilos. A veces, el argumento toma un tono conflictivo en el que
los de “la buena música” están batallando,
figurativamente, contra los “filisteos” (éstos
encarnados, en muchas ocasiones, por los creadores de la música
“comercial”, sea lo que sea ésta). Los términos
“la buena música” y, particularmente, “la
música seria”, también reflejan esta actitud y
han llegado a constituir, para nosotros, lo fino, lo intelectual,
lo civilizado, lo racional; su contraparte, entonces, tendría
que ser la música “no buena” o “no seria”,
o sea, la comercial/popular que representaría lo industrial,
lo vicioso, lo brutal, lo irracional.
Algunos han intentado adoptar una perspectiva relativista, donde no
se juzga la calidad en sí de una tradición, sino se
dice que cada cultura o sub-cultura tiene una música por una
razón, y lo que queremos saber no es cuál música
es mejor, sino por qué se desarrolló un gusto por ella.
Esto ha tenido un éxito relativo porque cada quien (tanto musicólogos
como etnomusicólogos) tiene sus preferencias personales; asimismo,
el trabajo de campo en que insistimos los etnomusicólogos ha
sido criticado justo por reflejar una actitud de superioridad y representar
un acto neo-imperialista. Sin embargo, después de todo y tomando
en cuenta que, realmente, no es posible comprobar objetivamente la
superioridad de una música, hay que aceptar que es una cuestión
de gusto personal y social.
Para apoyar esta opinión de la trascendencia de la música
clásica, se ha construido una gran narrativa que liga las raíces
de la tradición con la música de las civilizaciones
antiguas y con la de la iglesia católica de la Edad Media.
Podemos dejar para otra discusión cuáles son los elementos
específicos de la música de hoy día que tienen
o no tienen que ver con la de hace casi dos milenios; el punto que
a mí me llama la atención es la similitud que tienen
estas historias con los mitos de algunas culturas no occidentales
que atribuyen la creación de sus artes a dioses ubicados en
un pasado distante.
Más cerca a nuestro tiempo, la gran narrativa se ha basado
en la figura romántica del gran compositor, quien –a
través de un fuerzo heroico y gracias a una inspiración
casi divina, si no diabólica– trabaja diligentemente
en su soledad y sortea grandes obstáculos para forjar la obra
maestra. |
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Hay
poco lugar para las mujeres dentro de esta historia y para los hombres
no europeos; o, si no son técnicamente de Europa, como es
el caso de unos compositores del siglo XX, por lo menos ligan su
descendencia musical a ese continente. Muchos de los estudios recientes
que se adhieren a esta narrativa tienen el propósito principal,
entonces, de llenar huecos en ella o “pintarla con otro tinte”;
no obstante, al final, todos terminamos hablando sobre básicamente
la misma historia.
Entonces, tenemos al hombre y tenemos, desde luego, el manuscrito
(la partitura estudiada); para algunos, están, también,
los grandes intérpretes quienes dan vida a lo escrito. Lo
que falta en este cuadro es el público, el oyente: hay algunos
estudios recientes que insisten en que la producción del
arte no está completa hasta que el público la experimenta.
El investigador de cultura y comunicación, Jerrold Levinson,6
ha sugerido que el oyente casual y común escucha la música
episódicamente –o sea, que tiene momentos de más
concentración y momentos de menos– y que no sigue algún
plan formal.
La música se interna, pues, no como estructura autónoma,
sino como sonidos apartados que tienen varios grados de significado
dentro de un contexto personal y social. El uso, por ejemplo, de
instrumentos metálicos de aire (trompetas, trombones, cornos,
etc.) históricamente se ha asociado con las actividades del
hombre en la naturaleza –la caza de animales y la guerra,
en particular–; por eso, la aparición del héroe
de una película de acción acompañada de una
fanfarria de trompetas tiene su lógica.
Hace unos años, en una universidad en Estados Unidos, mis
propios alumnos de un curso introductorio sobre la música
clásica europea, dirigido a estudiantes sin experiencia formal
en esta disciplina artística, me decían que el lugar
donde ellos habían experimentado esta música anteriormente
era frente a la televisión, los sábados por la mañana,
viendo caricaturas que tenían la música clásica
europea como fondo.
Allí se hicieron más fuertes las conexiones musicales:
metales para la acción, percusión para golpes, violín
para los momentos románticos. Estos lazos asociativos pueden
representar la manera más común de apreciar la música
en el oyente de hoy día y merecen ser contemplados. La manera
de enseñar la música en las universidades, como un
fenómeno autónomo, con estructura cerrada, tiende
a ser, más bien, un deseo por parte de nosotros que un reflejo
de la realidad.
Eso, en sí, abre otras posibles perspectivas investigativas
interdisciplinarias –psicológicas, sociológicas,
económicas, etcétera– al presentar nuevos modos
de escuchar, analizar, apreciar y describir la música como
fenómeno cultural. Hay mucha oportunidad para el investigador
de la música que quiere cruzar al otro lado –al lado
del oyente– para estudiar qué y cómo es la recepción
del evento musical. (Entre paréntesis, lo que yo encuentro
particularmente curioso, con respecto a este aspecto de la recepción
musical, es que los que la entienden mejor y le han dado más
atención son los creadores de la música “comercial”).
Según mi modo de pensar, eso quiere decir que estamos siendo
más “globales”; el aspecto geográfico
y económico del concepto de la globalización es, tal
vez, lo más obvio, pero aquí me refiero más
bien al mundo “global” de las ideas y los conceptos:
un elemento holístico que se puede incorporar cuando experimentamos
la música como fenómeno cultural.
Así, pues, si decimos que el postmodernismo resulta en la
“fragmentación del objeto estudiado”, el post-postmodernismo
puede ser la “fragmentación del yo que experimenta
el objeto”. O sea, la profundidad del estudio no viene del
objeto estudiado, sino del sujeto que lo estudia. En otras palabras,
si se toca música y solamente oímos ruido, no es necesariamente
culpa de los músicos. Para decirlo todavía de otra
manera, creo que nos equivocamos al decir que existe la buena y
la mala música (que es otro canon para mucha gente). Lo que
existe, más bien, es música que nos gusta o que no
nos gusta; y a través del análisis de las razones
por las cuales nos atrae o no, vamos a conocernos mejor.
Para concluir este pequeño ejercicio, debo hacer las siguientes
preguntas: ¿Qué significa que los músicos académicos
entendemos así la música?, ¿representa una
contradicción entre “lo ideal” y “lo real”?
o ¿es una forma de educar –un bien público–
que ayuda al pueblo en general, para que llegue a un nivel social
superior? Voy a seguir la gran tradición académica
de la investigación seudo-filosófica: no les voy a
dar una respuesta; seguramente ya se dieron cuenta de que no creo
que exista una sola respuesta correcta e incontrovertible. Más
bien, hay varias respuestas y cada quien tendrá que buscar
la “correcta” dentro de sus propias experiencias con
la música como un fenómeno dentro de su cultura.
NOTAS
1. Maestro en Etnomusicología por la Universidad de Hawai;
doctor en Historia y Estudios Regionales por la Universidad Veracruzana,
y profesor en la Facultad de Música de la UV.
2. Marvin Harris, Antropología Cultural, Alianza, Madrid,
1983.
3. John Blacking, How musical is man?, University of Washington,
Seattle, 1973.
.4 Alan P. Merriam, The Anthropology of Music, Northwestern University,
Chicago, 1964.
5. Katherine Bergeron y Philip Bohlman, Disciplining Music. Musicology
and its Canons, University of Chicago, Chicago, 1992.
6. Dibben en Martin Clayton, Trevor Herbert y Richard Middleton,
The Cultural Study of Music. A Critical Introduction. Routledge,
Nueva York, 2003. |
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