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El
liberalismo mexicano hoy*
Héctor
Aguilar Camín |
Me
honra como pocas cosas la invitación a ocupar este espacio
de la Cátedra Jesús Reyes Heroles de la Universidad
Veracruzana. Si de alguien hemos aprendido los mexicanos que la
política es el arte de lo posible y lo posible el arte de
la reforma, es de este veracruzano ilustre, de altos vuelos intelectuales
y vastos recursos prácticos. Reyes Heroles fue una mezcla
difícil de lograr: la mezcla del bien pensar y del bien hacer.
Estaba tomado por el doble demonio de pensar y realizar. Quizá
nadie exploró el legado del liberalismo mexicano y, en general,
de la historia de México, con fines tan pragmáticos
como Jesús Reyes Heroles.
Quería aprender de la historia para gobernar el presente.
En particular, quería reabrir algunos cauces liberales en
la deriva más bien antiliberal del nacionalismo revolucionario
y del presidencialismo mexicano de la era del PRI, es decir, de
su propia era.
Hizo lo que pudo, y no fue poco. Abrió las rendijas de la
reforma política de 1978, por donde se coló en las
décadas siguientes la marejada incontenible pero pacífica,
porque fue reconocida a tiempo, de la aspiración democrática
del país.
Me pregunto qué diría Reyes Heroles de lo que pasa
hoy en nuestra vida pública y qué balance haría
de la democracia mexicana. Creo que diría: "Ya está
claro que la democracia no arregla nada, salvo lo que arregla la
democracia".
Y yo pensaría, una vez más, que tiene razón.
La democracia sirve para lo que sirve, para lo demás no sirve.
Digo esto porque se ha puesto de moda el desencanto con la democracia,
la mayor parte del cual es porque se pide de la democracia cosas
que la democracia no da: crecimiento económico, empleo, equidad
social. La democracia no da eso. Da libertades públicas y
competencia política, y es bastante.
Me han sugerido como tema de estas palabras, y yo he aceptado con
gusto, hacer una reflexión sobre el liberalismo y sus asignaturas
pendientes en el México de hoy. Son unos apuntes, nada más,
y así los someto a su consideración.
Empezaré por el principio; es decir, por el final de José
María Luis Mora:
En las últimas páginas del primer libro de Charles
Hale dedicado al liberalismo mexicano, he leído la triste
historia del desencuentro final de José María Luis
Mora, el más influyente de los liberales mexicanos de su
tiempo, con los tiempos de su nación.
Mora sale al exilio en 1834, al caer el gobierno liberal de Valentín
Gómez Farías. Muere en el exilio voluntario, en compañía
de su fiel sirvienta mexicana, luego de haber cumplido la última
encomienda pública de representar a México ante la
corte de Inglaterra.
Solo y pobre, "en el último peso", asumió
este cargo salvador, nuevamente facilitado por un gobierno liberal
de México. Pero la tuberculosis que lo perseguía lo
obligó a buscar mejores climas que las nieblas de Londres.
De modo que se fue a las brumas de París, donde murió
un 14 de julio de 1850.
Su biógrafo y amigo Bernardo Couto escribió de Mora:
"su vida …corrió toda en pena y amargura del corazón,
pues pocos hombres han probado menos la paz y el contentamiento
del alma".
El desencuentro de Mora con los tiempos de su país es un
buen símbolo del desencuentro del liberalismo con la historia
de México, mejor dicho, de su encuentro azaroso, reincidente,
contrahecho y, sin embargo, triunfal. |
Pocas
teorías políticas habrán tenido más
penas de adaptación, menos "paz y contentamiento del
alma" por verse cumplidas que las del liberalismo en tierras
mexicanas.
Origen es destino, dice Freud, y el origen del liberalismo mexicano
es el de un trasplante en seco a tierras poco propicias, mal abonadas
por la historia para el florecimiento de la semilla liberal, tierras
largamente colonizadas, en realidad, por robustos árboles
de la cepa contraria.
Los principios del liberalismo, como los del federalismo norteamericano,
eran cosa extraña en estas tierras. Lo nuestro era el régimen
monárquico, el pactismo medieval con su cadena de fueros
y corporaciones, la unidad de la Iglesia y el Estado, y la negociación
hacia arriba. Todo iba a la Corona en busca de concesiones y mercedes
y todo venía de la corona, igual que hace unas décadas
todo iba y venía del presidente, y ahora todo va y viene
del gobernador. |
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Pero
el liberalismo es contra la Corona y contra la religión,
es decir, contra los poderes absolutos y contra las creencias obligatorias
que oprimen o constriñen las libertades del hombre. El liberalismo
es a favor de las libertades individuales de conciencia, conducta,
propiedad, comercio y actividad económica. Todo lo que favorece
estas libertades es liberal, lo que las frena es iliberal o antiliberal.
Dicen los manuales que el liberalismo es distinto en países
donde hay una religión dominante o única y donde no.
En el primer caso pasan a ocupar los primeros sitios de la agenda
las libertades políticas y de conciencia, mientras en el
segundo privan las de asociación, producción y comercio.
El liberalismo mexicano pertenece al primer tipo: su motor fue la
separación de la Iglesia y el Estado. En eso fue radical
y eficaz. La victoria indiscutible del liberalismo en tierras mexicanas
fue separar a la Iglesia del Estado y establecer el laicismo como
eje de la vida pública.
Lo demás ha sido una batalla ganada o perdida a medias, según
se vea, contra la fronda, vieja y resistente, del mundo monárquico
español, en su doble legado de pactos y fueros feudales,
propio de los Habsburgo, y modernización burocrática
y económica desde arriba, característica del despotismo
ilustrado y las reformas borbónicas.
Ha sido una marea cambiante. A lo largo de los dos siglos de vida
de la nación, el liberalismo avanza y retrocede, gana y pierde,
se activa y se repliega según las circunstancias, en una
dialéctica apasionante de litigio con las tradiciones corporativas,
antiliberales, del país.
En el siglo XIX, el liberalismo triunfa con Juárez y las
leyes de reforma pero retrocede con la paz de Porfirio Díaz.
Renace con la Revolución, a principios del siglo XX, pero
retrocede con la estabilización posrrevolucionaria, que construye
el gran régimen protomonárquico que conocemos como
presidencialismo mexicano.
El liberalismo vuelve a la carga en los noventa del siglo XX bajo
el doble ropaje del libre comercio y la privatización de
empresas públicas. Inaugura el siglo XXI con un triunfo de
la democracia, que es también un triunfo de las libertades
políticas, un triunfo de los ciudadanos sobre el poder que
controlaba las elecciones. Después de la euforia democrática,
la liberalización del país parece replegarse de nuevo,
detiene su avance sobre los enclaves de poder corporativo, públicos
y privados, heredados del régimen priísta, eso que
hoy llamamos poderes fácticos y que no son sino cadenas de
privilegios y fueros modernos, venidos, como las mercedes y las
gracias reales, de tratos y concesiones del Estado. |
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El
país vive ahora, otra vez, una especie de empate entre las
fuerzas que frenan y las que impulsan su liberalización.
Es una nueva edición de la batalla sorda, la batalla de nuestra
historia, entre las costumbres y los intereses del México
liberal y las costumbres y los intereses del México corporativo.
De un lado está el México que ejerce y quiere ejercer
las libertades individuales básicas de tener, creer, comerciar,
trabajar y producir; de otro lado está el México que
ejerce y quiere ejercer diversas cadenas de fueros y privilegios
que impiden o constriñen las libertades de tener, creer,
comerciar, trabajar y competir. La frontera entre ambos Méxicos
es difusa, como nuestra cultura política, mezclada de valores
liberales con reflejos estatistas.
El mayor obstáculo a la liberalización de la vida
pública mexicana reside quizás en la cultura política
mayoritaria del país. En muchos sentidos, los mexicanos siguen
mirando al Estado como el lugar de donde pueden venir mercedes y
concesiones. No como el lugar de sus mandatarios legales sino como
el asiento de sus mandones filantrópicos. |
La tradición del paternalismo y del subsidio estatal ha dejado
huella profunda en los hábitos ciudadanos inclinándolos,
en su relación con el gobierno, hacia una actitud peticionaria.
Ha sido una larga y eficaz pedagogía. Durante décadas,
el gobierno dio tierras, dio casas, dio concesiones, dio fortunas.
Acostumbró a su sociedad a pedir y a sus funcionarios a dar,
medrando los que quisieran, mientras daban. Se estableció
así una idea de lo público donde aparentemente nada
costaba. Las finanzas del gobierno parecían un bien venido
de ninguna parte, que nadie debía cuidar, del que todos podían
echar mano cuando les tocaba administrarlo, o exigir su parte si
estaban del otro lado del mostrador.
Una vez construida, la sociedad peticionaria quiere recibir gratuitamente
del gobierno todos los bienes: educación, salud, vivienda,
tierra, seguridad, justicia, servicios. Su idea de la responsabilidad
gubernamental es el subsidio; su exigencia, es la gratuidad. Quiere
un gobierno que dé mucho y cueste poco, una especie de bolsa
mágica que se llena sola y se vacía al ritmo de las
demandas de los ciudadanos.
La sociedad peticionaria no paga impuestos porque no cree en la
honradez de la autoridad: "se lo van a robar todo". Quiere,
sin embargo, que la autoridad le resuelva sus problemas. Su idea
de lo público es una calle de sentido único en donde
sólo se tienen derechos, no obligaciones; sólo demandas,
no reciprocidades.
El pedagogo del ciudadano peticionario ha sido el gobierno paternalista
que mira a su sociedad como hacia un reino de menores de edad a
los que debe proteger, tutelar, y también, correspondientemente,
puede engañar o extorsionar.
Es una vieja tradición colonial presente por igual en las
leyes de Indias y en el despotismo ilustrado: la noción de
un gobierno que tutela pero no rinde cuentas, que no tiene ciudadanía
sino súbditos, porque no es el administrador de la cosa pública,
sino su dueño. Es una idea de raíces feudales, anterior
al espíritu de la democracia moderna, fundada en la reciprocidad
de los deberes y los derechos del ciudadano individual.
Aparte de la cultura política, no hay que mirar muy lejos
para identificar las cosas que hay que liberalizar en México.
En primerísimo lugar hay que liberalizar el Estado. Un dilema
central del liberalismo es cómo contener al Estado frente
a las libertades de los ciudadanos y cómo fortalecerlo para
que garantice el piso común de derechos en que esas libertades
descansan. El Estado debe ser suficientemente fuerte para obligar
a todos a cumplir la ley y suficientemente débil para no
interferir con la libertad de nadie en ningún otro ámbito.
De modo que se quiere una contradicción: un Estado fuerte
pero débil.
Las circunstancias históricas agravaron este dilema en el
caso del liberalismo mexicano. La inestabilidad política
y las revueltas militares de los primeros años de la Independencia,
subrayaron hasta la desesperación la necesidad de un gobierno
fuerte. La necesidad crónica de ese gobierno fuerte acabó
posponiendo la aspiración de que fuera también liberal,
es decir: contenido, puesto al servicio de las libertades individuales,
no de su propio poder sobre la sociedad.
En esto, el liberalismo mexicano dio frutos contrarios a su espíritu
profundo. La causa liberal del XIX terminó en el gobierno
autoritario de Porfirio Díaz. La revuelta liberal del XX,
que prendió la mecha de la Revolución Mexicana, terminó
en la saga de los presidentes abrumadores del PRI y del Estado intervencionista
de mayor tamaño que haya tenido la nación: dueño
de la luz, el petróleo, las playas, el subsuelo, el espacio
aéreo, la educación pública y el sistema de
salud. |
Ni
Díaz ni los gobiernos de la Revolución suprimieron
las libertades de creer, actuar o emprender, pero tomaron una enorme
tajada de las decisiones sobre lo que podía hacerse al respecto.
En la vida política, tanto como en la económica y
la social, el Estado fue un actor enorme, incontrolado, con frecuencia
abusivo, incluso faccioso. Gobernó discrecionalmente, aplicando
la ley según las conveniencias y los intereses, abriendo
un gran espacio a la vieja cultura monárquica de las concesiones
y las mercedes, despojando a los ciudadanos de la certidumbre sobre
su igualdad ante la ley, piedra de toque de las libertades. La influencia,
no la ley fue nuestra regla. La sigue siendo.
Liberalizar el Estado quiere decir devolverle, si la tuvo alguna
vez, esa imparcialidad legal sin concesiones que echamos tanto de
menos en el comportamiento de nuestras autoridades. Quiere decir
hacerlo un Estado de derecho, no el espacio de negociación
discrecional de la ley, como sigue siendo en tantos órdenes. |
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Sólo
de la certidumbre absoluta de la igualdad ante la ley puede propagarse
la libertad de los ciudadanos en todos los ámbitos, esa libertad
restringida sólo por el mandato de la ley que a la vez obliga
y libera a todos, pues les impide hacer lo que está expresamente
prohibido, pero los deja libres en todo lo demás.
Si la aplicación de la ley está bajo continua sospecha
por su continua violación negociada o inducida desde la autoridad,
no hay piso firme donde construir las demás libertades. Hay
espacio sólo para la libertad de quienes pueden otorgársela
a costa de otros, forzando o ignorando la ley.
Necesitamos un Estado extraordinariamente fuerte en la aplicación
de la ley y extraordinariamente débil en su capacidad de
interferir, constreñir o limitar las libertades políticas,
económicas o sociales de sus ciudadanos. No es ése
el Estado que tenemos, más bien el opuesto.
En consecuencia, la segunda liberalización necesaria del
Estado mexicano tiene que ver con sus facultades de intervención
en todos los órdenes.
Los enormes poderes legales, políticos y económicos
del Estado, dan al gobierno una capacidad excesiva de constreñir
o limitar las libertades de los ciudadanos: empezando con su capacidad
de fabricar culpables por la influencia excesiva que puede tener
sobre los aparatos judiciales, terminando con el dominio que ejerce,
improductivamente, sobre recursos estratégicos de la nación,
como la tierra, el subsuelo, la electricidad o el petróleo.
La constitución faculta al Estado mexicano con la menos liberal
de las facultades que puedan imaginarse: la de imponer a la propiedad
la modalidad que dicte el interés público. El uso
y el abuso de esta facultad es el origen del gigantesco enredo de
la propiedad rural que padecen los campesinos de México y
de buena parte de los abusos que se han cometido con la propiedad
urbana.
Es también el factor único más generador de
corrupción que haya tenido la República: el expediente
de expropiar para hacer negocios a costa de los expropiados. Ésa
ha sido la historia del crecimiento de nuestras ciudades, una historia
gigantesca de patrimonialismo burocrático que espera su historiador,
pero no la única en que se ha especializado el Estado mexicano.
Entre mayores son los bienes que puede otorgar o arbitrar un Estado,
mayores son las oportunidades de corrupción y abuso de los
administradores públicos.
Las excesivas facultades de intervención del Estado mexicano
son, por un lado, el espacio de la tentación patrimonialista,
consistente en apropiarse privadamente, en servicio del propio patrimonio,
de bienes, derechos y recursos públicos: llámense
fondos del erario, expropiaciones, concesiones o cualquiera otra
forma pública de lucro que se otorga a cambio de tratos y
ventajas privadas.
He vivido la mayor parte de mi vida adulta oyendo que la administración
de la riqueza nacional por el Estado es garantía o instrumento
de justicia social. Creo poder decir fundadamente, luego de estos
años, que la administración pública de bienes
de la nación no ha traído a la nación la justicia
social prometida.
No se han suspendido en cambio, en todos estos años, por
el contrario, han aumentado, las historias desaforadas del patrimonialismo
burocrático, cuyo espíritu resume como ninguna otra
la frase canónica: "Político pobre, pobre político".
Liberalizar al Estado es limitarlo, reducir y transparentar sus
facultades de intervención, someter a estricto escrutinio
público su desempeño económico.
Liberalizar al Estado quiere decir también acotar las finanzas
públicas, haciendo que los ciudadanos paguen hasta el último
peso que gasta el Estado, de modo que haya en el Estado los recursos
suficientes para cumplir el mandato de sus ciudadanos, y ni un peso
más. |
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Un
Estado financiado sólo por sus ciudadanos es la quintaesencia
de un Estado liberal. El Estado liberal no debería tener
otro lugar donde pedir recursos ni otro lugar donde rendir cuentas
que en el bolsillo de los ciudadanos cuyo dinero gasta. Ése
es el origen estricto de la capacidad ciudadana de controlar al
gobierno.
El dominio del Estado sobre fuentes de ingreso distintas a los impuestos,
como el petróleo, ha corrompido e invisibilizado en México
esta relación fundamental, constitutiva, de la ciudadanía:
te pago impuestos para que me sirvas, no para que te sirvas de mí.
Debes rendirme cuentas porque estás gastando mi dinero, no
el tuyo, y ningún dinero tienes sino el que yo te doy.
Gobiernos que gastan mucho más de lo que reciben de sus ciudadanos,
gobiernos que se endeudan a cuenta de la nación o dispendian
recursos que les llegan de otros dispendios, como el caso de los
excedentes petroleros de estos años, que nadie controló
y nadie controla, se separan del control de los ciudadanos. Adquieren
una perniciosa autonomía financiera.
La autonomía financiera de los gobiernos de México
respecto de sus contribuyentes, su cabalgata sin controles hacia
distintos precipicios de gasto público, ha sido el factor
central de las crisis financieras de 1976, 1982 y 1995.
El origen de esas crisis fue uno solo: el descontrol de las finanzas
públicas, la absoluta falta de contención de las finanzas
del gobierno por sus contribuyentes. Esas decisiones sin control
llegaron a generar en la crisis de 82 un déficit fiscal de
16 puntos del producto interno bruto. Hoy nos escandaliza la perspectiva
de un punto más o menos de déficit fiscal. Algo hemos
ganado.
Controlar, contener, limitar al Estado es obsesión del credo
liberal. La democracia acota y contiene a los gobiernos mediante
la competencia, pero no constituye en sí misma una garantía
del ejercicio y la protección de las libertades fundamentales.
Esto sólo puede garantizarse con un Estado que garantice
la igualdad ante la ley y que esté sometido al control y
la rendición de cuentas por parte los ciudadanos.
Cuentas son muchas cosas pero primero que nada son cuentas: pesos
y centavos.
Muy lejos está nuestra estructura institucional y nuestra
vida pública de la transparencia contenida y responsable
de un Estado liberal. |
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¿Qué decir de la economía y las libertades
de emprender y comerciar, tan centrales al liberalismo?
La herencia del México corporativo está en todas partes,
es un largo tejido de intereses clientelares, prendidos de una manera
u otra a privilegios y prebendas que tienen su origen en el Estado.
El México democrático permite ver cada vez con mayor
claridad que la herencia antiliberal de México está
llena de poderes fácticos que concentran derechos y obstruyen
las libertades de otros.
No hay un solo negocio mayor de la economía mexicana que
no esté en manos de monopolios u oligopolios. El dominio
de la economía por unas cuantas empresas que restringen o
constriñen la libertad económica de los demás
es antiliberal. La economía mexicana debe ser liberada de
monopolios y oligopolios mediante la más simple de las recetas
del liberalismo: la libre competencia.
Lo mismo ha de decirse de los monopolios del Estado, cuya improductividad
y corrupción, nadie controla realmente, y hacen perder a
su dueño, que es el pueblo de México, más dinero
de lo que cabe imaginar.
Pemex no es en realidad una empresa petrolera de los mexicanos,
es la caja de recursos para un gobierno federal que no cobra impuestos
suficientes para subvenir sus gastos. Sobreexplota entonces al monopolio
petrolero perpetuando año con año dos ineficiencias:
la de no cobrar impuestos suficientes y la de dejar a Pemex sin
dinero suficiente para su propio desarrollo. Pemex no es de los
mexicanos, es de Hacienda.
Qué decir de los grandes sindicatos públicos, tierra
iliberal por excelencia. Son la negación de la libertad de
asociación y contratación y de las libertades sindicales
mínimas, entre ellas la de la democracia interna de los sindicatos.
Es un mundo aparte de reglas, opresiones y prebendas. Es también
un mundo conservador que vive de espaldas a las reformas liberalizadoras
que el país requiere. Frente a cada una de las reformas fundamentales
que el país requiere, hay un gran sindicato público
oponiéndose, en defensa de sus privilegios. Los sindicatos
magisteriales, contra la reforma educativa. Los sindicatos de la
salud, contra la reforma de las pensiones. Los sindicatos de la
energía contra la reforma energética. Los sindicatos
en general contra la reforma laboral.
Monopolios y oligopolios económicos, opacidad y absolutismos
laborales, son caras complementarias del México antiliberal,
el México de los poderes fácticos que intervienen
con fuerza innegable el proceso de la construcción liberal
y democrática de México. Termino: Me pregunto qué
diría José María Luis Mora si despertara hoy
de su muerte y lo invitara la Universidad Veracruzana a dar su veredicto
sobre el estado del liberalismo mexicano.
Creo que lo sorprenderían agradablemente el tamaño
y la pujanza de la nación. |
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Creo
que celebraría largamente la fuerza alcanzada por esa asamblea
dispar llamada México que pudo evitar en este siglo y medio
lo que en 1850, a la hora de la muerte de Mora, parecía
inevitable: la desintegración de la nación mexicana.
Creo que iría a ver con ánimo incrédulo y
deslumbrado las miles de pequeñas empresas independientes
que generan riqueza en un entorno de industriosidad y productividad.
Creo que vería con admiración las grandes empresas
mexicanas, incluyendo las monopólicas. Caería desmayado
de optimista incredulidad ante los frutos del tratado de libre
comercio con América del Norte.
Creo también que luego de unos días de reflexión,
admitida la enorme zona del país ganada efectivamente a
los hábitos viejos, antiproductivos y antiliberales del
México que él conoció, Mora haría
un corte de caja radical y diría: "Hemos avanzado
mucho, pero nos falta lo fundamental".
Emprendería entonces una ofensiva intelectual no contra
los adversarios superados de su tiempo, la Iglesia, el Ejército
y el Monarca, sino contra las corporaciones vivas y actuantes
de hoy: contra los poderes fácticos que sustituyen a los
fueros decimonónicos en su tarea de frenar el desarrollo
de las libertades políticas y económicas de México.
Y se sentiría, quizá, muy mal representado por este
orador, un liberal tibio que dice tibiamente lo que un liberal
puro con voces más altas y más intransigentes. Para
ese momento, creo, quizá Mora hubiera añadido a
su pensamiento la reflexión poco liberal de que en un país
como México el Estado liberal debe ser fuerte en lo económico
y en lo social, es decir, debe tener políticas públicas
de alto impacto para redistribuir el ingreso e igualar las oportunidades,
asunto que desborda las fronteras del liberalismo puro, el cual
descree de las intervenciones redistributivas, sociales o económicas
del Estado.
Acaso, pienso, ese Mora renacido en los inicios del siglo XXI,
no vería con malos ojos la definición de Manuel
Azaña reputándose como un hombre "socialista
a fuer de liberal". Es decir, como alguien que cree que para
que todos sean capaces de disfrutar las libertades básicas
del hombre, hay que mejorar las oportunidades de algunos, igualar
en algo a los desiguales. Quien quiera defender a fondo las libertades
del liberalismo, tendrá que llegar a la conclusión
de que hay que poner primero un piso mínimo de las igualdades
que pregona el socialismo.
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Eso
es al menos lo que digo yo. Es lo mismo, creo, matices más
o matices menos, que quería decir Jesús Reyes Heroles
cuando resumió los desvelos igualitarios del liberalismo
mexicano con la expresión, en realidad un programa, del
liberalismo social.
Termino, con esta invitación a conspirar. Creo que si Mora
hubiera dado esta conferencia aquí y en el público
hubiera estado Jesús Reyes Heroles, al terminar se hubieran
dado los dos un abrazo de cómplices y se hubieran ido a
comer con unos vinos europeos para planear cómo hacer que
el gobierno de turno acabe de plantar, de una vez por todas, la
exótica mata del liberalismo en México.
*
Discurso pronunciado por el periodista, historiador y escritor
mexicano durante la inauguración de los trabajos de la
Cátedra Jesús Reyes Heroles el 19 de octubre en
la Unidad de Servicios Bibliotecarios y de Información
de Xalapa. |
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