José
Emilio Pacheco nació en la Ciudad de México en 1939.
Poco tiempo después se hizo lector y, poco después,
escritor. Pacheco cumplió este año más de medio
siglo dedicado al magisterio paralelo de leer y escribir.
Por el atuendo siempre impecable de un diplomático mexicano,
alguien derivó la broma peregrina de que había nacido
vestido. De la lectura de los muchos libros y las infinitas colaboraciones
para la prensa de José Emilio Pacheco, alguien podría
derivar la convicción de que Pacheco nació sabiendo
leer y escribir.
A los 20 años publicó su primer libro de ficciones,
La sangre de medusa (1959) y, tres años después, su
primer libro de poemas, Los elementos del fuego (1962). Su vida como
narrador publicado cumple pues 43 años; su vida como poeta,
40.
Pacheco se estableció como un hombre de letras maduro desde
sus primeros títulos, y no ha hecho con el tiempo sino consolidar
y ampliar su sitio como toque de piedra de la literatura mexicana
moderna. Ha tenido como tal una larga y fecunda cosecha.
Clásico, dice Borges, es un autor al que distintas generaciones
leen a través del tiempo con idéntico fervor. He vuelto
a las páginas viejas de José Emilio Pacheco, las páginas
que leí una generación atrás, cuando yo mismo
era otra generación, y he encontrado en ellas una fresca actualidad,
una cuidadosa transparencia, una imantada sencillez.
Me sorprendió encontrar esas virtudes clásicas actualidad,
transparencia, sencillez ya en el adolescente que escribió
Biografía del gato, primer texto literario profesional,
es decir, publicado en libro, que escribió José Emilio
Pacheco. Cito:
El Génesis lo calla pero el gato debe haber sido el primer
animal sobre la tierra, el núcleo a partir del cual se generaron
todas las especies. En una de sus andanzas por el planeta humeante,
el gato inventó a los seres humanos. Su intención fue
crearnos a su imagen y semejanza. Un error ignorado lo llevó
a crear gatos imperfectos.
En esas líneas felices empieza, con la precocidad del caso,
a los dieciséis años, el trayecto del más armónico
y natural hombre de letras del fin de siglo xx mexicano.
Generaciones de escritores van, generaciones de escritores vienen,
y Pacheco está siempre ahí, como el gato del principio
de los tiempos, ocupando su lugar inconmovible en la cambiante marea
de la literatura de habla española.
Por encima de las querellas de sus contemporáneos, lee, escribe
y enseña en una extraña soledad comunicada con el mundo
por la lectura y la testificación ávida, desconsolada,
de las cosas de su tiempo.
José Emilio Pacheco es quizá el más ávido
lector y el menos libresco de nuestros escritores. Autodidacta en
una época de explosión de las universidades y los grados
académicos, Pacheco demuestra que la mejor universidad es la
lectura y el mejor doctorado la biblioteca.
No ha llevado a la pedantería ni su vida entre libros al elitismo.
Su poesía se encamina a la conversación y la naturalidad.
Su prosa a la más desnuda sencillez gramatical y léxica.
Bajo la superficie tranquila de ese oficio asoma, continuamente, la
desolación del testigo sacudido por las aberraciones de su
época, por el horror y la impotencia ante los males del mundo.
Ha sido un editor exigente y cuidadoso de sí mismo. Ha sido
al mismo tiempo un escritor torrencial de colaboraciones periodísticas
y el maestro involuntario de varias generaciones de lectores que aprendieron
en sus columnas de diarios y revistas lo que es imposible aprender
en el aula o en otros autores.
Eso que los premios nacionales de periodismo llaman divulgación
cultural, alcanzó a Pacheco un momento culminante de
inspiración temática, oportunidad periodística,
erudición pertinente y prosa sin altibajos.
Pacheco ha sido, por último, un habitante ejemplar de la república
de las letras. Abundan en su vida literaria, dones que suelen escasear
en esa república. Es un lector generoso y un maestro graduado
en la enseñanza de las obras de otros. Es un antologador excepcional
y un crítico que no ha sido mordido por la maledicencia literaria
ni por el faccionalismo de cenáculo.
La cultura mexicana da a veces la impresión de haber perdido
el canon, de estar siendo arrastrada por los mandatos del periodismo,
la moda y el mercado, por la masificación del mal gusto que
encumbra y desaparece al vapor libros y autores.
La obra de José Emilio Pacheco es una brújula segura
en ese torbellino, un lugar de refugio para el canon de la excelencia
y un modelo del ejercicio de la vocación literaria. Cuando
alguien dude y necesite un ejemplo de buena prosa, acuda a los pasajes
nítidos de El principio del placer o Las batallas en el desierto.
Cuando alguien tenga dudas sobre la calidad y la desnudez de la poesía
moderna, abra al azar las páginas de No me preguntes cómo
pasa el tiempo o Irás y no volverás.
La historia de la literatura mexicana ha legislado ya un alto sitio
para el autor que hoy hace su doctor Honoris Causa la Universidad
Veracruzana. Yo me limito a leer en voz alta dos breves poemas de
Irás y no volverás a los que, contra lo que ordena el
título, he vuelto en estos días.
El primer poema, muy a propósito para la ocasión, se
llama Veracruz, y dice, escuetamente:
Desde
su orilla me está mirando el mar.
Cuentas claras
rinden las olas que al nacer agonizan
Y
el sol vive de ahogarse en su violencia.
El
segundo poema, bueno para casi cualquier circunstancia, se llama
Blasfemias de don Juan en los infiernos y dice, contundentemente:
Dios
que castigas la fornicación
¿por qué no haces el experimento?
El
destino literario de Pacheco ha sido marcado desde su primer libro
por la madurez, la transparencia, la sencillez y el equilibrio.
Un destino clásico que no ha hecho sino crecer y propagarse
con el tiempo.
En uno de sus poemas recientes José Emilio Pacheco se pregunta:
¿Qué
pensaría de mí si entrara en este momento
y me encontrara en donde estoy, como soy,
aquel que fui a los 20 años?
Creo
poder contestarle, parafraseando a Sartre, que en materia de su
oficio no encontraría sino la fiel imagen de sí mismo;
un escritor, sólo un escritor, todo un escritor.
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