El presente texto es una compilación
de ensayos y presentaciones del pensador frances Edgar Morin realizadas
entre 1976 y 1988, los años durante los cuales su método
comienza a erigirse como estructura articulada de conceptos. Es
una
introducción ideal a la obra de este hombre cuya desmesurada
curiosidad intelectual y pasión ética evocan aquel
apelativo de genio numeroso que Ernesto Sabato dedicara
a Leonardo.
I.
Introducción
Legítimamente, le pedimos al pensamiento que disipe las
brumas y las oscuridades, que ponga orden y claridad en lo real,
que revele las leyes que lo gobiernan.
El término complejidad no puede más que expresar
nuestra turbación, nuestra confusión, nuestra incapacidad
para definir de manera simple, para nombrar de manera clara, para
poner orden en nuestras ideas. Al mismo tiempo, el conocimiento
científico fue concebido durante mucho tiempo, y aún
lo es a menudo, con la misión de disipar la aparente complejidad
de los fenómenos, a fin de revelar el orden simple al que
obedecen.
Pero si los modos simplificadores del conocimiento mutilan, más
de lo que expresan, aquellas realidades o fenómenos de
lo que intentan dar cuenta, si se hace evidente que producen más
ceguera que elucidación, surge entonces un problema: ¿cómo
encarar a la complejidad de un modo no-simplificador? De todos
modos este problema no puede imponerse de inmediato; debe probar
su legitimidad, porque la palabra complejidad no tiene tras de
sí una herencia noble, ya sea filosófica, científica
o epistemológica. Por el contrario, sufre una pesada tara
semántica, porque lleva en su seno confusión, incertidumbre,
desorden. Su definición primera no puede aportar ninguna
claridad: es complejo aquello que no puede resumirse en una palabra
maestra, aquello que no puede retrotraerse a una ley, aquello
que no puede reducirse a una idea simple. Dicho de otro modo,
lo complejo no puede resumirse en el término complejidad,
retrotraerse a una ley de complejidad, reducirse a la idea de
complejidad. La complejidad no sería algo definible de
manera simple para tomar el lugar de la simplicidad. La complejidad
es una palabra problema y no una palabra solución.
La necesidad del pensamiento complejo no sabrá ser justificada
en un prólogo. Tal necesidad no puede más que imponerse
progresivamente a lo largo de un camino, en el cual aparecerán,
ante todo, los límites, las insuficiencias y las carencias
del pensamiento simplificante, es decir, las condiciones en las
cuales no podemos eludir el desafío de lo complejo. Será
necesario, entonces, preguntarse si hay complejidades diferentes
y si se puede ligar a esas complejidades en un sistema de complejidades.
Será preciso, finalmente, ver si hay un modo de pensar,
o un método capaz de estar a la altura del desafío
de la complejidad.
No se trata de retomar la ambición del pensamiento simple
de controlar y dominar lo real. Se trata de ejercitarse en un
pensamiento capaz de discutir, de dialogar, de negociar con lo
real. Así, habrá que disipar dos ilusiones que alejan
a los espíritus del problema del pensamiento complejo.
La primera es creer que la complejidad conduce a la eliminación
de la simplicidad. Por cierto, la complejidad aparece allí
donde el pensamiento simplificador falla, pero integra en sí
misma todo aquello que pone orden, claridad, distinción
y precisión en el conocimiento. Mientras que el pensamiento
simplificador desintegra la complejidad de lo real, el pensamiento
complejo integra lo más posible los modos simplificadores
de pensar, pero rechaza las consecuencias mutilantes, reduccionistas,
unidimensionales y finalmente cegadoras de una simplificación
que se toma por reflejo de aquello que hubiere de real en la realidad.
La segunda ilusión es la de confundir complejidad con completud.
Ciertamente, la ambición del pensamiento complejo es rendir
cuenta de las articulaciones entre dominios disciplinarios quebrados
por el pensamiento disgregador (uno de los principales aspectos
del pensamiento simplificador), el cual interfiere, aísla
lo que separa y oculta todo lo que religa. En este sentido, el
pensamiento complejo aspira al conocimiento multidimensional,
pero sabe, desde el comienzo, que el conocimiento complejo es
imposible: uno de los axiomas de la complejidad es la imposibilidad,
incluso teórica, de una omniciencia. Hace suya la frase
de Adorno la totalidad es la no-verdad. Implica el
reconocimiento de un principio de incompletud y de incertidumbre,
pero implica también el reconocimiento de los lazos entre
las entidades que nuestro pensamiento debe necesariamente distinguir,
pero no aislar, entre sí.
Pascal había planteado, correctamente, que todas las cosas
son causadas y causantes, ayudadas y ayudantes, mediatas
e inmediatas, y que todas (subsisten) por un lazo natural e insensible
que liga a las más alejadas y a las más diferentes.
Así es que el pensamiento complejo está animado
tanto por una tensión permanente entre la aspiración
a un saber no parcelado, no dividido, no reduccionista, como por
el reconocimiento de lo inacabado e incompleto de todo saber.
Esa tensión ha animado toda mi vida. Nunca pude, a lo largo
de mi existencia, resignarme al saber parcelado. Nunca pude aislar
un objeto del estudio de su contexto, de sus antecedentes, de
su devenir. He aspirado siempre a un pensamiento multidimensional.
No he podido eliminar la contradicción interior. Siempre
he sentido que las verdades profundas, antagonistas las unas de
las otras, eran para mí complementarias, sin dejar de ser
antagonistas. Jamás he querido reducir a la fuerza la incertidumbre
y la ambigüedad.
Desde mis primeros libros he afrontado la complejidad, que se
transformó en el denominador común de tantos trabajos
diversos que a muchos le parecieron dispersos. Pero la palabra
complejidad no venía a mi mente, hizo falta que lo hiciera,
a fines de los años sesenta, por medio de la Teoría
de la Información, la Cibernética, la Teoría
de Sistemas, el concepto de auto-organización, para que
emergiera bajo mi pluma o, mejor dicho, en mi máquina de
escribir. Se liberó entonces de su sentido banal (complicación,
confusión), para reunir en sí orden, desorden y
organización y, en el seno de la organización, lo
uno y lo diverso: esas nociones han trabajado las unas con las
otras, de manera a la vez complementaria y antagonista, se han
puesto en interacción y en constelación.
El concepto de complejidad se ha formado, agrandado, extendido
sus ramificaciones, pasado de la periferia al centro de mi meta,
devino un macro-concepto, lugar crucial de interrogantes, ligado
en sí mismo al nudo gordiano del problema de las relaciones
entre lo empírico, lo lógico y lo racional. Ese
proceso coincide con la gestación de El Método,
que comienza en 1970; la organización compleja, y hasta
hiper-compleja, está claramente en el corazón organizador
de mi libro El Paradigma Perdido (1973); y el problema lógico
de la complejidad es objeto de un artículo publicado en
1974 (Más allá de la complicación,
la complejidad, incluido en la primera edición de
Ciencia con Conciencia).
El Método es y será, de hecho, el método
de la complejidad. Este libro, constituido por una colección
de textos diversos, es una introducción a la problemática
de la complejidad. Si la complejidad no es la clave del mundo,
sino un desafío a afrontar, el pensamiento complejo no
es aquél que evita o suprime el desafío, sino aquél
que ayuda a revelarlo e, incluso, tal vez a superarlo.
II.
La necesidad del pensamiento complejo
¿Qué es la complejidad? A primera vista la complejidad
es un tejido (complexus: lo que está tejido en conjunto)
de constituyentes heterogéneos inseparablemente asociados:
presenta la paradoja de lo uno y lo múltiple. Al mirar
con más atención, la complejidad es, efectivamente,
el tejido de eventos, acciones, interacciones, retroacciones,
determinaciones, azares, que constituyen nuestro mundo fenoménico.
Así es que la complejidad se presenta con los rasgos inquietantes
de lo enredado, de lo inextricable, del desorden, de la ambigüedad,
de la incertidumbre... De allí la necesidad, para el conocimiento,
de poner orden en los fenómenos rechazando el desorden,
de descartar lo incierto, es decir, de seleccionar los elementos
de orden y de certidumbre, de quitar ambigüedad, clarificar,
distinguir, jerarquizar... Pero tales operaciones, necesarias
para la inteligibilidad, corren el riesgo de producir ceguera
si eliminan los otros caracteres de lo complejo, y, como ya lo
he indicado, nos han vuelto ciegos.
Pero la complejidad ha vuelto a las ciencias por la misma vía
por la que se fue. El desarrollo mismo de la ciencia física,
que se ocupaba de revelar el orden impecable del mundo, su determinismo
absoluto y perfecto, su obediencia a una ley única y su
constitución de una materia simple primigenia (el átomo),
se ha abierto finalmente a la complejidad de lo real. Se ha descubierto
en el universo físico un principio hemorrágico de
degradación y de desorden (segundo principio de la Termodinámica);
luego, en el supuesto lugar de la simplicidad física y
lógica, se ha descubierto la extrema complejidad microfísica;
la partícula no es un ladrillo primario, sino una frontera
sobre la complejidad tal vez inconcebible; el cosmos no es una
máquina perfecta, sino un proceso en vías de desintegración
y, al mismo tiempo, de organización.
Finalmente, se hizo evidente que la vida no es una sustancia,
sino un fenómeno de auto-eco-organización extraordinariamente
complejo que produce la autonomía. Desde entonces, es evidente
que los fenómenos antropo-sociales no podrían obedecer
a principios de inteligibilidad menos complejos que aquellos requeridos
para los fenómenos naturales. Nos hizo falta afrontar la
complejidad antropo-social en vez de disolverla u ocultarla.
La dificultad del pensamiento complejo es que debe afrontar lo
entramado (el juego infinito de inter-retroacciones), la solidaridad
de los fenómenos entre sí, la bruma, la incertidumbre,
la contradicción. Pero nosotros podemos elaborar algunos
de los útiles conceptuales, algunos de los principios,
para esa aventura, y podemos entrever el aspecto del nuevo paradigma
de complejidad que debiera emerger.
Ya he señalado, en tres volúmenes de El Método,
algunos de los útiles conceptuales que podemos usar. Así
es que habría que sustituir al paradigma de disyunción/reducción/unidimensionalización
por un paradigma de distinción/conjunción que permita
distinguir sin desarticular, asociar sin reducir. Ese paradigma
comportaría un principio dialógico y tanslógico,
que integraría la lógica clásica teniendo
en cuenta sus límites de facto (problemas de contradicciones)
y de jure (límites del formalismo). Llevaría en
sí el principio de la Unitas multiplex, que escapa a la
unidad abstracta por lo alto (holismo) y por lo bajo (reduccionismo).
Mi propósito aquí no es el de enumerar los mandamientos
del pensamiento complejo que he tratado de desentrañar,
sino el de sensibilizarse a las enormes carencias de nuestro pensamiento
y el de comprender que un pensamiento mutilante conduce, necesariamente,
a acciones mutilantes. Mi propósito es tomar conciencia
de la patología contemporánea del pensamiento.
La antigua patología del pensamiento daba una vida independiente
a los mitos y a los dioses que creaba. La patología moderna
del espíritu está en la hiper-simplificación
que ciega a la complejidad de lo real. La patología de
la idea está en el idealismo, en donde la idea oculta a
la realidad que tiene por misión traducir, y se toma como
única realidad. La enfermedad de la teoría está
en el doctrinarismo y en el dogmatismo, que cierran a la teoría
sobre ella misma y la petrifican. La patología de la razón
es racionalización, que encierra a lo real en un sistema
de ideas coherente, pero parcial y unilateral, y que no sabe que
una parte de lo real es irracionalizable ni que la racionalidad
tiene por misión dialogar con lo irracionalizable.
Aún somos ciegos al problema de la complejidad. Las disputas
epistemológicas entre Popper, Kuhn, Lakatos, Feyerabend,
por mencionar algunos, lo pasan por alto.1 Pero esa ceguera es
parte de nuestra barbarie. Tenemos que comprender que estamos
siempre en la era bárbara de las ideas, vivimos en la prehistoria
del espíritu humano. Sólo el pensamiento complejo
nos permitiría civilizar nuestro conocimiento.
III.
El paradigma de complejidad
No hace falta creer que la cuestión de la complejidad se
plantea solamente hoy en día, a partir de nuevos desarrollos
científicos. Hace falta ver la complejidad allí
donde ella parece estar, por lo general, ausente; por ejemplo,
en la vida cotidiana.
La complejidad en ese dominio fue percibida y descrita por la
novela del siglo xix y comienzos del xx. En tanto que, en esa
misma época, la ciencia trataba de eliminar todo lo que
fuera individual y singular, para retener nada más que
las leyes generales y las identidades simples y cerradas, mientras
expulsaba incluso al tiempo de su visión del mundo. La
novela, por el contrario (Balzac en Francia, Dickens en Inglaterra)
presentaba seres singulares en sus contextos y en su tiempo, y
mostraba que la vida cotidiana es, de hecho, una vida en la que
cada uno juega varios roles sociales.
Vemos así que cada ser tiene numerosas identidades, multiplicidad
de personalidades en sí mismo, un mundo de fantasmas y
de sueños que acompañan su vida. Por ejemplo, el
tema del monólogo interior, tan importante en la obra de
Faulkner, era parte de esa complejidad. Ese inner speech, esa
palabra permanente fue revelada por la literatura y por la novela,
del mismo modo que ésta nos reveló que cada uno
se conoce muy poco a sí mismo: en inglés, se llama
a eso self-deception, el engaño de sí mismo. A lo
largo de la vida, sólo conocemos una apariencia del sí
mismo, porque uno se auto-engaña; incluso, los escritores
más sinceros, como Jean-Jacques Rousseau o Chateaubriand,
olvidaron siempre, en su esfuerzo por ser sinceros, algo importante
acerca de sí mismos.
La relación ambivalente con los otros, las verdaderas mutaciones
de personalidad como la ocurrida en Dostoievski, el hecho de que
somos llevados por la historia sin saber mucho cómo sucede
(del mismo modo que Fabrice del Longo o el príncipe Andrés),
el hecho de que el mismo ser se transforma a lo largo del tiempo
como lo muestran admirablemente A la recherche du temps perdu
y, sobre todo, el final de Temps retrouvé de Proust, todo
ello indica que no es solamente la sociedad la que es compleja,
sino también cada átomo del mundo humano.
Simultáneamente, en el siglo xix, la ciencia tuvo un ideal
exactamente opuesto, el cual fue reforzado por la visión
del mundo de Laplace, a comienzos del siglo xix. Los científicos
de Descartes a Newton trataron de concebir un universo
que fuera una máquina determinista perfecta. Pero Newton,
como Descartes, tuvo necesidad de un Dios para explicar cómo
ese mundo perfecto había sido producido. En tanto, Laplace
eliminó a Dios, y cuando Napoleón le preguntó:
¿Pero señor Laplace, qué hace usted
con Dios en su sistema?, Laplace respondió: Señor,
yo no necesito esa hipótesis. Para Laplace, el mundo
era una máquina determinista verdaderamente perfecta, que
se bastaba a sí misma; incluso, supuso que un demonio que
poseyera inteligencia y sentidos casi infinitos podría
conocer todo acontecimiento del pasado y todo acontecimiento del
futuro. No obstante, esa concepción, que creía poder
arreglárselas sin Dios, introdujo en su mundo los atributos
de la divinidad: la perfección, el orden absoluto, la inmortalidad
y la eternidad. Es ese mundo el que va a desordenarse y luego
desintegrarse.
Notas:
* Tomado de la página de Internet: galeon.hispavista.com/pcazau/artep_morin.htm
1. Sin embargo, Bachelard, el filósofo de las ciencias,
había descubierto que lo simple no existe: sólo
existe lo simplificado. La ciencia construye su objeto extrayéndolo
de su ambiente complejo para ponerlo en situaciones experimentales
no complejas. La ciencia no es el estudio del universo simple,
es una simplificación heurística necesaria para
extraer ciertas propiedades y ver ciertas leyes. Por su parte,
George Lukacs, el filósofo marxista, decía en su
vejez, criticando su propia visión dogmática: Lo
complejo debe ser concebido como elemento primario existente.
De donde resulta que hace falta examinar lo complejo de entrada
en tanto complejo y pasar luego de lo complejo a sus elementos
y procesos elementales.