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I.
Introducción
Hemos asistido ya a más de tres décadas de abundante
trabajo dirigido a afrontar la problemática de las relaciones
asimétricas entre hombres y mujeres, principalmente realizado
en dos frentes: uno de carácter práctico que ha tendido
a la búsqueda de espacios intelectuales y políticos
para la institucionalización de las luchas hacia la equidad
de género; el otro, más académico, constituido
por la producción de reflexiones teóricas e investigaciones
empíricas, que intentan dar cuenta de la variabilidad y extensión
con que se presenta este fenómeno. En estos momentos, los
estudios realizados desde la llamada perspectiva de género
parecen haber alcanzando un estatuto de legitimidad académica
y se han vuelto tópico obligado de foros, programas y proyectos
diversos.
Esto, sin embargo, no ha sido una empresa fácil para las/os
estudiosas/os y activistas de América Latina. Por las mismas
circunstancias socio-históricas que han imperado en nuestros
países como el capitalismo dependiente, las condiciones
endémicas de pobreza, las dictaduras del cono sur, las desigualdades
étnicas y sociales, entre otros, desde la irrupción
de la temática en la palestra de las discusiones, ésta
había sido considerada un asunto menor de reflexión
intelectual, ligado a los espacios íntimos, privados, con
poca injerencia en los grandes procesos históricos. En este
contexto, las explicaciones sobre la jerarquización entre
géneros se remitían más bien a la división
sexual del trabajo y a la lucha de clases, más que a dar
cuenta de una problemática específica, lo que redundaba
en considerar su transformación hacia relaciones más
igualitarias como fundamentalmente vinculada con la resolución
de los conflictos de clase.
Así, a diferencia de lo ocurrido en Estados Unidos y Europa,
en donde el movimiento feminista tuvo un impacto más directo
en los ámbitos intelectuales, como universidades y centros
de investigación, en América Latina la investigación
sobre mujeres surge en el marco de los proyectos para el desarrollo
impulsados desde organismos mundiales. En la década de los
setenta, las reivindicaciones feministas cristalizaron en la emergencia
de agrupaciones no académicas dedicadas a promover la llamada
toma de conciencia sobre la condición de subordinación
de las mujeres, la recuperación del propio cuerpo y la búsqueda
de alternativas práctico-políticas para diversos sectores
y problemas femeninos (Luna, 1991: cfr. Córdova y Guadarrama,
1995).
Mientras se desarrollaban tales proyectos, muchos de estos grupos
se plantearon la necesidad de reformular sus enfoques de investigación
para iniciar reflexiones teórico-metodológicas, que
pudieran explicar la posición desigual en la que se encontraban
las mujeres. En este contexto surge, como un imperativo, la búsqueda
de articulaciones en torno a las problemáticas de género,
de clase y étnica en su especificidad (Luna, 1994:35).
Desde entonces, diversas disciplinas científicas han considerado
la necesidad de incorporar a sus áreas específicas
de interés el concepto de género como herramienta
para el análisis de la diferenciación entre los sexos,
porque permite situarla al margen de la biología. Esto ha
traído consigo la reflexión crítica y la creación
de nuevos acercamientos que permitan el abordaje de las relaciones
entre los géneros en su complejidad.
II.
Antropología y estudios de género
La disciplina antropológica se ha caracterizado por centrar
su atención en las esferas de la vida social relacionadas
con el parentesco, la sexualidad y la organización familiar,
como espacios que estructuran y son estructurados por la cultura.
El interés comparativo en el registro etnográfico
de los papeles femeninos y masculinos en las diferentes sociedades,
en la descripción de formas institucionalizadas de regulación
sexual o en el inventario de comportamientos exóticos a los
ojos de los estudiosos, ha tendido a desentrañar el peso
específico que poseen la cultura y la biología en
eso que llamamos naturaleza humana. Tal interés hace de esta
disciplina una herramienta fundamental para entender tanto las constantes
como las contingencias que se presentan en la gran diversidad de
la experiencia social, y permite formular un análisis teórico
coherente que dé cuenta del papel decisivo que juegan las
concepciones culturales de la diferencia sexual en la manera en
que las sociedades se organizan y otorgan significado a su entorno
(Córdova, 2003).
En un principio, el debate sobre la condición femenina apareció
en los grandes tratados evolucionistas de la segunda mitad del siglo
xix, los cuales reflexionaban en torno al problema del patriarcado
como ley universal de la sociedad humana desde su origen (Maine),
o bien sobre la existencia de un matriarcado primigenio (Bachofen),
o una era matriarcal de dominio masculino por línea femenina
(McLennan y Lubbock), que había dado paso a una forma superior
de organización patriarcal. El trabajo más destacado
de la época, Ancient Society del antropólogo estadounidense
Lewis H. Morgan, aunque en la misma dirección de un estadio
matriarcal que evoluciona hacia el dominio masculino, considera
que este viraje resultó perjudicial para las mujeres (Harris
y Young, 1979). Su periodización de las etapas de desarrollo
humano fue retomada por Engels en El origen de la familia, la propiedad
privada y el Estado, quien asume que la subordinación femenina
se vincula con el surgimiento de la propiedad privada y la garantía
del traspaso de la herencia a los hijos. La mayoría de estas
obras estaban interesadas en situar a la sociedad europea decimonónica
en el último peldaño evolutivo, por lo que iban encaminadas
a demostrar la superioridad de las formas de organización
burguesa, las cuales obligan a la domesticidad de las mujeres y
exigen su pasividad, religiosidad y un papel central en la crianza
y en la transmisión de los valores morales.
Posteriormente, el surgimiento de la antropología funcionalista
inicia la etapa de estudios altamente especializados que obligan
al registro de sociedades no occidentales, en un momento en que
se encontraban en franco decrecimiento numérico (Ib.). La
minuciosa documentación de papeles y comportamientos genéricamente
diferenciados y su coherencia funcional para garantizar la continuidad
de determinadas formas de existencia expresan su ejemplo más
acabado en el trabajo de Malinowski The Sexual Life of Savages de
1929. Sin embargo, en 1935 se publicó el encantador libro
de Margaret Mead Sex and Temperament in three Primitive Societies,
cuya aparición marca un hito en el estudio antropológico
de las diferencias entre hombres y mujeres. Su investigación
en tres sociedades de Nueva Guinea es el primer intento sistemático
por demostrar que las percepciones sobre las categorías masculina
y femenina en cada cultura no están determinadas por el sustrato
biológico y, por lo tanto, no son universales, sino que responden
a lo que la autora llama temperamento dominante. Así,
los dulces arapesh consideraban que tanto varones como mujeres eran
igualmente aptos para la crianza infantil; los mundugumur, violentos
e iracundos, se mantenían en una perpetua lucha entre
los sexos; y entre los tchambuli, los varones eran dados al
comadreo y a los caprichos y las mujeres eran concebidas como trabajadoras,
tranquilas y buenas organizadoras (Mead, 1973).
No obstante, la gran importancia que la corriente antropológica
norteamericana llamada Cultura y personalidad, a la que se adscribía
Mead, otorgaba a la búsqueda del tipo básico de personalidad
en cada sociedad, se perdió el interés por las mujeres
como objeto de estudio en el escenario antropológico,1 sin
desaparecer del todo, pues se encontraban presentes de manera marginal
en trabajos como los de Lévi-Strauss (1991) y Evans-Pritchard
(1975), ya sea como elementos de intercambio entre varones o recluidas
en la domesticidad.
No es sino hacia finales de la década de los sesenta que,
a partir de los movimientos feministas y estudiantiles, se asiste
a una explosión de estudios sobre la cuestión
femenina a nivel mundial, que provocaron importantes cambios
en la disciplina antropológica.2 Este auge dio pie a la introducción
de una variante disciplinaria conocida como Antropología
de la Mujer,3 que cuestiona la imagen engañosa de que la
cultura y la sociedad son construidas y, más aún,
vividas sólo por la mitad de la humanidad: los varones. Su
interés fundamental radica en hacer evidente la participación
de las mujeres como sujetos históricos activos, revalorando
lo significativo del mundo femenino, al mismo tiempo que intenta
dilucidar si existen rasgos comunes a las condiciones de existencia
de las mujeres susceptibles de generalización.
Dentro de esta perspectiva, los primeros intentos de realizar análisis
sociales que incluyeran a la mujer surgieron del feminismo marxista,
el cual cuestionaba las condicionantes biológicas y sexuales
como causas de la subordinación, centrándose en las
estructuras económicas del modo de producción capitalista
y la propiedad privada como elementos de la explotación y
opresión femeninas. Esta corriente sostenía que la
raíz de la asimetría entre mujeres y hombres se situaba
en la exclusión de las primeras del mercado de trabajo. Hacia
finales de los setenta, los estudios de este corte iban dirigidos
a demostrar que la mujer tenía una participación significativa
en otras esferas diferentes a la doméstica, privile-giándose
la dimensión económica y la importancia de los aportes
femeninos a la subsistencia del grupo familiar. Esto derivó
en interpretaciones economicistas que impedían el análisis
a partir de otro tipo de factores que favorecen las relaciones jerárquicas
entre los sexos (Benería, 1985:43).
Posteriormente, con la incorporación del concepto género,
que tuvo sus orígenes en una suerte de psicología
de los inadaptados,4 se introduce una variable que revitaliza las
discusiones al situar el origen de la diferenciación en el
nivel sociocultural, entendiéndose que los papeles socialmente
atribuidos a cada sexo son construcciones convencionales y mutuamente
excluyentes que no se relacionan con las diferencias biológicas,
sino con las elaboraciones que a partir de ellas hace cada cultura.
La categoría de patriarcado5 cobra entonces igual fuerza
para distinguir entre relaciones de clase y relaciones de género,
haciendo posible constatar que el sexo biológico en sí
mismo no es causa de desigualdad social, sino la relación
que guarda con la estructura de poder y de prestigio. Aunque el
concepto fue utilizado desde el siglo xix,6 no es sino a finales
de los sesenta cuando se introduce rápidamente en el lenguaje
feminista, con la aparición del libro de Kate Millet Sexual
Politics, y se convierte en una de las más socorridas herramientas
conceptuales.
Las grandes aportaciones del feminismo a la discusión sobre
el problema de los géneros han sido la de hacer conscientes
las relaciones de desigualdad y la de denunciar la visión
androcéntrica que ha permeado la práctica académica,
mediante la construcción de un discurso propio en el que
las mujeres expliciten su calidad de actores sociales y reelaboren
las imágenes atemporales de lo femenino y lo masculino. Asimismo,
ha contribuido a redefinir ... los pactos simbólicos
a través de los cuales se han configurado los roles sociales
estructurados y estructurantes de los atributos de género.7
Sin embargo, en su lucha por evidenciar y aminorar las relaciones
de explotación/opresión que viven a diario las mujeres,
ha perdido de vista aquellos espacios que, de una u otra manera,
pueden hablarnos de condiciones específicas que posibilitan
relaciones menos jerarquizadas, donde lo femenino tiene un lugar
propio y destacado dentro de estructuras y cosmovisiones particulares.
El paradigma universalista de la opresión adolece de limitaciones
que obstaculizan una verdadera comprensión de la participación
femenina en la práctica social: en primer lugar, muestra
a las mujeres como víctimas de un patriarcado universal.
Al considerarlas elementos pasivos, niega tanto sus cotos de poder
y su protagonismo como las alianzas que establecen en el interior
de un orden desigual y su participación en el cambio. Asimismo,
engloba a las mujeres en una categoría homogénea,8
con intereses, deseos y yugos comunes, circunscribiendo la eliminación
de su calidad subordinada a la desaparición de las fuentes
identificadas como opresivas.9 Ni todas las mujeres sufren de manera
similar la desigualdad genérica, ni ésta ha sido la
misma a lo largo del tiempo.
De igual manera, en el uso de la categoría misma de patriarcado
se observa una constante ahistórica que se aplica de manera
indiscriminada, obscureciendo la especificidad de la condición
femenina en las diferentes culturas. El surgimiento de este sistema
de organización social responde a condiciones muy concretas
que no es posible hipostasiar a toda sociedad que presente asimetría
en las relaciones entre los géneros.10
En la actualidad, existe una clara tendencia a cuestionar la idea
de atributos y papeles universalmente compartidos por las mujeres
en tanto inmersas en una estructura de desigualdad que las domina,
rechazando la unicidad de la identidad de género y enfatizando
la diversidad de situaciones en las que se construyen los sujetos
y las identidades femeninas particulares en el ámbito de
lo cotidiano, como resultado de una historia personal y colectiva
en el seno de culturas específicas.
El rechazo a la perspectiva esencialista implica que las mujeres
no puedan ser conceptualizadas a partir de atributos considerados
propios de una esencia femenina o circunscritas a las
actividades que realizan. El análisis de situaciones concretas
demuestra que la realidad es compleja y contradictoria y que las
mujeres son sujetos activos en constante interacción con
un medio bastante hostil al que cotidianamente reelaboran y reinterpretan
simbólicamente, tratando de inclinarlo a su favor.11
Resulta, pues, necesario evitar caer en generalizaciones sobre factores
únicos que determinen la posición de las mujeres.
Apoyarse en la idea de una subordinación y una minusvalorización
universales de la condición femenina remitiría a la
afirmación de que ésta posee un carácter ontológico
inferior y cualquier intento por revertir ese orden desigual resultaría
infructuoso. Farge previene contra los peligros de empantanarse
en este juego, al advertir con claridad que: ... utilizar
la idea de dominación, afirmando que es universal y que tiene
como efecto la necesaria exclusión de las mujeres de la esfera
política es atenerse a una constante que no se parece en
nada a un análisis. Si hay bloqueo, quizá es porque
poner en marcha el estudio de la dominación, tanto por el
lado de la opresión como por el de la rebelión, no
permite aprehenderla como una relación dialéctica.12
De ahí que, lejos de implicar un desplazamiento del centro
de interés en la mujer para incluir a los varones en estos
estudios, la introducción del concepto de «género»,
entendido como un sistema específico de relaciones sociales,
permite develar la conformación sociocultural relativista,
convencional y mutable de la diferencia sexual entre mujeres
y hombres, y situarla en el nivel de lo simbólico, cuyos
contenidos no son dados de una vez y para siempre, sino que se encuentran
en permanente tensión, negociación y redefinición.
En esta perspectiva, cada uno de los extremos de la relación
no puede ser entendido sin el otro y mantienen mutuas determinaciones
que sólo cobran sentido en el interior de un sistema específico
de significaciones. De ello se deriva el que las mujeres no puedan
ser definidas a partir de características intrínsecas
y únicas, sino en función de los rasgos significativos
que le confiere su posición relacional.13
III.
Los estudios de género hoy
Actualmente, nos encontramos en un momento en el que pareciera existir
consenso en descartar los esen-cialismos tanto biológicos
como sociológicos para explicar las asimetrías entre
los géneros. Por añadidura, se ha trabajado ampliamente
en la línea de la llamada historia contributiva
de las mujeres y los materiales reunidos son importantes en cantidad
y calidad. Así, mucha tinta ha corrido para demostrar que
lejos de existir una correlación lineal y automática
entre anatomía, atributos asignados a cada género
y división sexual del trabajo, las diferencias sociales entre
hombres y mujeres son construcciones culturales que clasifican y
exacerban las diferencias biológicas, convirtiéndolas
en ejes ordenadores de la vida social. Sin embargo, a pesar de todos
los esfuerzos que se han realizado para sacar a la luz las aportaciones
de las mujeres a la historia, los espacios femeninos de influencia
o las figuras femeninas poderosas, un hecho se mantiene innegable:
aunque las mujeres hayan podido participar del poder, del liderazgo
o de la autoridad legítima en algunas sociedades, los rangos
de participación en general siempre son sensiblemente menores
y menos prestigiosos que aquellos observados por los varones.
Asimismo, la amplia variedad de tópicos desde los cuales
se ha intentado abordar la problemática de la asimetría
intergenérica, parece demostrar que ya sea en el orden
simbólico o como resultado de un particular ajuste psíquico,
ya sea en la división social del trabajo, o como un problema
político la subvalorización de lo femenino es
un fenómeno generalizado y complejo que permea la vida social
(Córdova, en prensa).
Hemos llegado a un punto en el que no existe dificultad alguna para
dar cuenta de las diversas categori-zaciones sobre lo femenino y
lo masculino, señalando su arbitrariedad. Lo que resulta
digno de destacar radica más bien en el hecho de que, en
todas las sociedades conocidas, las mujeres ocupan un lugar subordinado
a los varones. A la luz del cúmulo etnográfico, resulta
evidente que si existe una amplia gama en los atributos asignados
a las categorías de hombre y de mujer que prueban su contingencia,
variabilidad y cambio, lo único que al parecer permanece
constante a lo largo de la historia y en las diversas sociedades
es la percepción de la diferencia y su valorización
jerarquizada.
Los numerosos estudios realizados han denunciado la condición
de opresión en que han vivido las mujeres y se ha considerado
como universal su relación de inferioridad con respecto a
las percepciones de atributos, funciones y papeles socialmente adscritos
a los varones. Constatar, entonces, que la subordinación
de las mujeres a los hombres pareciera ser un rasgo invariable de
todas las sociedades en todo momento histórico sin referirlo
a hechos absolutos e inmutables como a una supuesta naturaleza
biológica humana, obliga a la búsqueda de explicaciones
alternativas de tipo sociocultural. Gran parte de los trabajos que
se han desarrollado en ese sentido pueden ser agrupados bajo cinco
grandes rubros (Córdova, 2001):
a) los que intentan descifrar los orígenes de la jerarquización
por géneros en un pasado remoto, que pueden ir desde el papel
de las mujeres como elementos de intercambio a partir de la instauración
del tabú del incesto (Lévi-Strauss, 1974 y 1991),
o como exigencia de la filiación patrilineal para la transmisión
de la propiedad privada (Engels, 1976); o debido a que las capacidades
procreativas femeninas ocasionaron que fueran objeto de raptos por
parte de otros grupos, haciéndolas vulnerables (Meillassoux,
op.cit.), o surgida con cierta simultaneidad con el parentesco (Cucchiari,
1992); hasta aquéllos que postulan que se trató de
un mecanismo para la transferencia en la posesión de los
hijos varones de las madres hacia los padres (Moscovici, 1975);
b) los que ofrecen categorías analíticas para explicar
la condición de subordinación, como la identificación
de las mujeres con la naturaleza y de los hombres con la cultura
(Ortner, 1979), o la asociación femenina con los espacios
privados y masculina con los públicos (Rosaldo, 1979), o
aquéllos que consideran a todas las mujeres como víctimas
de un patriarcado universal (Lagarde, op.cit.), o bien analizan
su posición social con referencia a una escala de prestigio
y autoridad (Ortner y Whitehead, 1992);
c) los trabajos que levantan inventarios de los rasgos culturales
asignados a cada uno de los géneros en sociedades específicas,
tendientes a demostrar que la biología es irrelevante en
la división sexual del trabajo, ya que lo que en una comunidad
es considerado como propio de varones, en la comunidad vecina puede
ser de exclusiva competencia femenina14 ;
d) Los que se sitúan en la perspectiva de la historia
contributiva, que se preocupa por rescatar las participaciones
y los espacios de poder femeninos del pasado, principalmente en
Occidente15 ; y,
e) Los estudios que se abocan a elucidar el valor heurístico
del concepto género y el estatus epistemológico
de las categorías mujer y hombre.
En este último grupo de aportes se pueden citar los involucrados
en la polémica surgida en torno al marbete apropiado para
designar a esta área de interés: o bien estudios
sobre la mujer o bien estudios de género.
Las posturas observadas oscilan entre, por un lado, las que rechazan
la inclusión de lo masculino en la investigación sobre
mujeres, y, por otro, las que consideran que las categorías
mujer y hombre son producto de relaciones sociales y una no puede
ser analizada sin incluir a la otra, ya que escribir la historia
del género no supone dejar fuera a las mujeres, es ofrecer
un marco analítico que insiste en que los significados de
hombre y mujer se obtienen siempre en términos
de reciprocidad (Scott en Luna, 1994:33).
En el mismo tenor se deben considerar las reflexiones tendientes
a definir a las mujeres como categoría. En esta discusión
encontramos varios enfoques:
a) por una parte, la polémica generada entre los esencialismos,
ya sea de la igualdad o de la diferencia, los cuales, aunque proponen
una categoría única para englobar a las mujeres, se
debaten entre el rescate y la revaloración de la feminidad
y la extensión de los atributos masculinos para el género
femenino (Riquer, 1992);
b) por otra, la que postula que las mujeres deben ser definidas
de manera heterogénea y multicategorial a partir de sí
mismas, y no como diferencia frente al hombre en una relación
de oposición universal (de Lauretis, 1991 y 1991ª);
y,
c) por último, la vertiente que considera el concepto mujer
como una categoría relacional y dinámica y a la subordinación
como un estado no permanente de la condición de las mujeres
(Alcoff, 1989; Riquer, op.cit.).
Los aportes generados en esta discusión evidencian los importantes
esfuerzos que se están realizando para definir el estatus
teórico del género y sus rasgos constitutivos, en
una oscilación que se debate entre universalidad y particularidad,
semejanza y diferencia, articulación y disyunción.
IV.
Consideraciones finales
Es interés central de la Antropología conocer, comprender
y comparar las formas de existencia de las diversas sociedades desde
una perspectiva relativista que otorgue igual peso específico
a todas las manifestaciones de la cultura humana. Este objetivo
hace de ella un espacio privilegiado para la reflexión sobre
la condición de la mujer, al permitir el rechazo a la inevitabilidad
de la subor-dinación femenina y favorecer la creación
de herramientas conceptuales que encaminen la denuncia y la resistencia.
Sin embargo, en este breve recorrido acerca de la presencia de las
mujeres como objeto de estudio de nuestra disciplina, se ha intentado
exponer cómo no obstante haber desarrollado todo un
arsenal teórico-metodológico para separarse de los
esencialismos en algunos momentos de su historia ha servido
para justificar la opresión, el racismo y el sexismo apoyándose
en argumentos naturalistas.
Las nuevas corrientes académicas se han dedicado a demostrar
que, en otros tiempos y en otras sociedades, las mujeres han gozado
de posiciones reconocidas de autoridad, de prestigio y de poder
de decisión. Sin embargo, estos hechos no se han incorporado
a nuestra propia experiencia y su conocimiento no ha cristalizado
en avances significativos hacia relaciones más igualitarias,
las cuales pareciera que tienen que ser construidas y apuntaladas
en cada momento, según soplen los vientos de permisividad.
En consecuencia, resulta de una importancia mayúscula que
se sigan generando reflexiones en los diferentes rubros que contribuyan
a la tarea de develar el carácter arbitrario y convencional
de los sistemas de género y abran la posibilidad de permitirnos
pensar en la transformación de un orden social jerarquizado
que ha sido históricamente construido y es, por lo tanto,
susceptible de desaparecer.
En la actualidad, asistimos a un momento en el que las luchas políticas
por lograr una mayor equidad entre hombres y mujeres se encuentran
plenamente legitimadas. Por ello, se presenta como trascendental
el estudio del problema de las relaciones de poder entre los géneros
y la recuperación de la presencia femenina denunciando los
sesgos masculinistas y androcéntricos. Es tarea imperativa
detectar las condiciones sociohistóricas que hacen posibles
relaciones menos asimétricas y dirigir los esfuerzos en esa
dirección, aislando los elementos que tienen incidencia en
los niveles estructurales y consolidarlos, siguiendo la dirección
de ese impulso civilizatorio del que habla Elias (1994) hacia categorías
más sintéticas e inclusivas que conduzcan a relaciones
cada vez más igualitarias.
*
Conferencia magistral leída durante la sesión solemne
de ingreso de la autora a la Academia Nacional de la Mujer, Sociedad
Mexicana de Geografía y Estadística.
** Doctora en Ciencias Antropológicas. Investigadora del
Instituto de Investigaciones Histórico-Sociales de la uv.
Notas
1. Harris y Young afirman que ... las mujeres, durante la
primera mitad del siglo xx fueron paulatinamente olvidadas en los
escritos antropológicos y la sociedad se veía
cada vez más como un asunto exclusivamente masculino: las
mujeres fueron denominadas intersticiales, marginales,
intermedias, esencialmente mediadoras entre grupos sociales
compuestos por hombres (op. cit.:20).
2. Goldsmith señala que ... al poner en duda la validez
científica de investigaciones que se habían llevado
a cabo con grandes premisas y/o sesgos etnocéntricos, androcén-tricos
y clasistas, se hizo necesaria la reconsideración de algunos
de los postulados básicos de esta disciplina, inclusive de
unos tocantes a la naturaleza y la evolución humana
(1986:148).
3. Una variante que abarca las disciplinas humanísticas también
se conoce de manera más general como Estudios de Género.
Hay objeciones en este sentido que consideran innecesaria la existencia
de una especialidad disciplinaria de tales características,
ya que la antropología se ha ocupado siempre de la mujer;
sin embargo, esta perspectiva femenina es vital para la reflexión
sobre la condición de desi-gualdad de las mujeres en las
diferentes culturas y su posible erradicación (véase
Lagarde, 1990:47 ss).
4. El concepto de género fue inicialmente utilizado
por Stoller y Money para referirse a individuos que, habiendo nacido
de un sexo, se identifican y desean pertenecer al sexo contrario
(cfr. Izquierdo, 1988:60-61).
5. Se entiende por patriarcado aquel ... orden social que
se establece en función del parentesco y en el que se denomina
padre al ocupante de la cima de la jerarquía
(Izquierdo, op. cit.:58).
6. Durante el siglo XVII, Sir Robert Filmer elaboró una teoría
específica del poder patriarcal en su Patriarcha: A Defence
of the Natural Power of Kings against the Unnatural Liberty of the
People (Turner, 1989:174 ss). Kolontai (1989) desarrolla en 1921
una importante contribución que, aunque basada en las tesis
de Engels, propone que las estructuras patriarcales subordinan a
las mujeres aun antes de la aparición de la propiedad privada,
como consecuencia de su pérdida de derechos al reducirse
su papel productivo.
7. Valenzuela, 1991:24.
8. Ver, por ejemplo, la afirmación de Lagarde en el sentido
de que ...más allá de su conciencia y de su
afectividad, y en ocasiones en contradicción con ellas, todas
las mujeres están cautivas por el solo hecho de ser mujeres
en el mundo patriarcal (op. cit.:20).
9. Luna, 1994; Soper, 1992.
10. El patriarcado no puede desvincularse de la existencia de la
familia patriarcal, donde el control de la propiedad y de los recursos
de la unidad doméstica, como unidad de producción
y consumo, es detentado por una gerontocracia masculina apoyada
en una autoridad de tipo tradicional, y que tiene sus raíces
en estructuras económicas de la familia agraria (Turner,
op.cit.; Meillassoux, 1993; Izquierdo, 1988). De ahí que
el patriarcado requiera de la desigualdad sexista y generacional
como condición estructural y haga absurda la lucha por derechos
para ese sector de la población que, por definición,
no los tiene.
11. Vean, por ejemplo, los trabajos de Riquer, 1992; Rossanda, 1981;
y Sarti, Millán y Ladeira coordinados por González,
1993.
12. Farge apud Luna, 1994:45. Asimismo, Valenzuela afirma que ...
la identidad femenina, como constructo socio-histórico, difiere
en el tiempo y los diferentes contextos sociales; no posee una connotación
esencialista, ni alude a supuestos atributos naturales inherentes
a la mujer, sino que su configuración, así como la
atribución de contenidos simbólicos a las características
biológicas y los procesos identatarios, son construcciones
culturales (op. cit:34).
13. Jakobson, al referirse a las oposiciones significativas, indica
que «el valor de la oposición se transfiere entonces
al rasgo distintivo en el que no son las cosas las que importan,
sino sus relaciones... todo rasgo distintivo no existe sino como
término de una relación (op. cit.:155).
14. En este caso la bibliografía es tan extensa, que baste
citar las obras que inauguran estos trabajos: Malinowski, 1975 y
Mead, 1973.
15. El material aquí es también muy abundante, pero
un buen ejemplo de este tipo se encuentra en Duby y Perrot (dir.),
1993.
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