Felisberto,
tú sabés (no escribiré «tú sabías»;
a los dos nos gustó siempre transgredir los tiempos verbales,
justa manera de poner en crisis ese otro tiempo que nos hostiga
con calendarios y relojes), tú sabés que los prólogos
a las ediciones de obras completas o antológicas visten
casi siempre el traje negro y la corbata de las disertaciones
magistrales, y eso nos gusta poquísimo a los que preferimos
leer cuentos o contar historias o caminar por la ciudad entre
dos tragos de vino. Descuento que esta edición de tus obras
contará con los aportes críticos necesarios; por
mi parte prefiero decirles a quienes entren por estas páginas
lo que Antón Webern le decía a un discípulo:
«Cuando tenga que dar una conferencia, no diga nada teórico
sino más bien que ama la música.» Aquí
para empezar no habrá ni sospecha de conferencia, pero
a vos te divertirá el buen consejo de Webern por la doble
razón de la palabra y la música, y sobre todo te
gustará que sea un músico el que nos abra la puerta
para ir a jugar un rato a nuestra manera rioplatense.
Esto de abrir la puerta no es un mero recuerdo infantil. En estos
días en que andaba dándole la vuelta a la máquina
de escribir como un perrito necesitado de árbol, encontré
cosas tuyas y sobre vos que no conocía en los remotos tiempos
en que por primera vez leí tus libros y escribí
páginas que tanto te buscaban en el terreno de la admiración
y del afecto. Y te imaginarás mi sorpresa (mezclada con
algo que se parece al miedo y a la nostalgia frente a lo que nos
separa), cuando llegué a un epistolario recogido por Norah
Gilardi, en el que aparecen las cartas que le escribiste a tu
amigo Lorenzo Destoc mientras hacías una gira musical por
la provincia de Buenos Aires. Como si nada, sin el menor respeto
hacia un amigo como yo, fechás una carta en la ciudad de
Chivilcoy, el 26 de diciembre de 1939. Así, tranquilamente,
como hubieras podido fecharla en cualquier otro lado, sin demostrar
la menor preocupación por el hecho de que en ese año
yo vivía en Chivilcoy, sin inquietarte por la sacudida
que me darías treinta y ocho años más tarde
en un departamento de la calle Saint-Honoré donde estoy
escribiéndote al filo de la medianoche.
No es broma, Felisberto. Yo vivía entonces en Chivilcoy,
era un joven profesor en la escuela normal, vegeté allí
desde el 39 hasta el 44 y podríamos habernos encontrado
y conocido. De haber estado a fines de ese diciembre no hubiera
faltado al concierto del Terceto Felisberto Hernández,
como no faltaba a ningún concierto en esa aplastada ciudad
pampeana por la simple razón de que casi nunca había
concierto, casi nunca pasaba nada, casi nunca se podía
sentir que la vida era algo más que enseñar instrucción
cívica a los adolescentes o escribir interminablemente
en un cuarto de la Pensión Varzilio. Pero habían
empezado las vacaciones de verano y yo aprovechaba para volver
a Buenos Aires donde me esperaban mis amigos, los cafés
del centro, amores desdichados y el último número
de Sur: Vos tocaste con tu terceto en eso que llamás a
secas «el club» y que conocí muy bien, el Club
Social de Chivilcoy detrás de cuyo amable nombre se escondían
las salas donde el cacique político, sus amigos, los estancieros
y los nuevos ricos se trenzaban en el póker y el billar.
Cuando en tu carta le decís a Destoc que la discusión
para que te aceptaran y te pagaran el concierto se libró
junto a una mesa de billar, no me enseñás nada nuevo
porque en ese club todas las cosas se libraban así. Muy
de cuando en cuando, a regañadientes pero obligados a cuidar
la fachada de las «actividades culturales», los dirigentes
accedían a un concierto o a una velada presuntamente artística,
que pagaban mal y sin ganas y que escuchaban apoyándose
entredormidos en el hombro de sus nobles esposas.
Si te hablara de algunas cosas que vi y escuché en esos
tiempos no te sorprenderían demasiado y en todo caso te
divertirían, vos que les contabas tantos cuentos a tus
amigos como un preludio para aflojar los dedos antes de refugiarte
en tu cuarto de hotel y escribir tus cuentos, justamente ésos
que hubiera sido imposible contar sin destruir su razón
más profunda. En esos mismos salones donde tocaste con
tu terceto yo escuché, entre otras abominaciones, a un
señor que primero contempló al público con
aire cadavérico (probablemente tenía hambre) y luego
exigió silencio absoluto y concentración estética
pues se disponía a interpretar la... sinfonía inconclusa
de Schubert. Yo me estaba frotando todavía los oídos
cuando arrancó con un vulgar pot-pourrí en el que
se mezclaban el Ave María, la Serenata, y creo que un tema
de Rosamunda; entonces me acordé de que en los cines andaban
pasando una película sobre la vida del pobre Franz que
se llamaba precisamente La sinfonía inconclusa, y que este
desgraciado no hacía más que reproducir la música
que había escuchado en ella. Inútil decirte que
en el selecto público no hubo nadie a quien se le ocurriera
pensar que una sinfonía no ha sido escrita para el piano.
En fin, Felisberto, ¿vos te das cuenta, te das realmente
cuenta de que estuvimos tan cerca, que a tan pocos días
de diferencia yo hubiera estado ahí y te hubiera escuchado?
Por lo menos escuchado, a vos y al «mandolión»
y al tercer músico, aunque no supiera nada de vos como
escritor porque eso habría de suceder mucho después,
en el cuarenta y siete, cuando Nadie encendía las lámparas.
Y sin embargo creo que nos hubiéramos reconocido en ese
club donde todo nos habría proyectado el uno hacia el otro,
yo te habría invitado a mi piecita para darte caña
y mostrarte libros y quizá, vaya a saber, alguno de esos
cuentos que escribía por entonces y que nunca publiqué.
En todo caso hubiéramos hablado de música y escuchado
los discos que yo pasaba en una victrola más que rasposa
pero de donde salían, cosa inaudita en Chivilcoy, cuartetos
de Mozart, partitas de Bach y también, claro, Gardel y
Jelly Roll Morton y Bing Crosby. Sé que nos hubiéramos
hecho amigos, y andá a imaginar lo que habría salido
de ese encuentro, cómo habría incidido en nuestro
futuro después de conocernos en Chivilcoy; pero claro,
justamente entonces yo tenía que irme a Buenos Aires y
a vos se te ocurría elegir ese hueco para dar tu concierto.
Fijate que las órbitas no solamente se rozaron ahí
sino que siguieron muy cerca durante una punta de meses. Por tus
cartas sé ahora que en junio del 40 estabas en Pehuajó,
en julio llegaste a Bolívar, de donde yo había emigrado
el año anterior después de enseñar geografía
en el colegio nacional, borresco referens. Andabas dando tumbos
musicales por mi zona, Bragado, General Villegas, Las Flores,
Tres Arroyos, pero no volviste a Chivilcoy, la batalla junto a
la mesa de billar había sido demasiado para vos. Todo eso
asoma ahora en tus cartas como de un extraño portulano
perdido, y también que en Bolívar paraste en el
hotel La Vizcaína, donde yo había vivido dos años
antes de mi pase a Chivolcoy, y no puedo dejar de pensar que a
lo mejor te dieron la misma pieza flaca y fría en el piso
alto, allí donde yo había leído a Rimbaud
y a Keats para no morirme demasiado de tristeza provinciana. Y
el nuevo propietario, que se llamaba Musella, te acompañó
sin duda hasta tu pieza, frotándose las manos con un gesto
entre monacal y servil que bien le conocí, y en el comedor
te atendió el mozo Cesteros, un gallego maravilloso siempre
dispuesto a escuchar los pedidos más complicados y traer
después cualquier cosa con una naturalidad desarmante.
Ah, Felisberto, qué cerca anduvimos en esos años,
qué poco faltó para un zaguán de hotel, una
esquina con palomas o un billar de club social nos vieran darnos
la mano y emprender esa primera conversación de la que
hubiera salido, te imaginás, una amistad para la vida.
Porque fijate en esto que mucha gente no comprende o no quiere
comprender ahora que se habla tanto de la escritura como única
fuente válida de la crítica literaria y de la literatura
misma. Es cierto que a mí no me hizo falta encontrarte
en Chivilcoy para que años más tarde me deslumbraras
en Buenos Aires con El acomodador y Menos Julia y tantos otros
cuentos; es cierto que si hubieras sido un millonario guatemalteco
o un coronel birmano tus relatos me hubieran parecido igualmente
admirables. Pero me pregunto si muchos de los que en aquel entonces
(y en éste, todavía) te ignoraron o te perdonaron
la vida, no eran gentes incapaces de comprender por qué
escribías lo que escribías y sobre todo por qué
lo escribías así, con el sordo y persistente pedal
de la primera persona, de la rememoración obstinada de
tantas lúgubres andanzas por pueblos y caminos, de tantos
hoteles fríos y descascarados, de salas con públicos
ausentes, de billares y clubs sociales y deudas permanentes. Ya
sé que para poder admirarte basta leer tus textos, pero
si además se los ha vivido paralelamente, si además
se ha conocido la vida de provincia, la miseria del fin de mes,
el olor de las pensiones, el nivel de los diálogos, la
tristeza de las vueltas a la plaza al atardecer, entonces se te
conoce y se te admira de otra manera, se te vive y convive y de
golpe es tan natural que hayas estado en mi hotel, que el gallego
Cesteros te haya traído las papas fritas, que los socios
del club te hayan discutido unas pocas monedas entre dos golpes
de billar. Ya casi no me asombra lo que tanto me asombró
al leer tus cartas de ese tiempo, ya me parece elemental que anduviéramos
tan cerca. No solamente en ese momento y esos lugares; cerca por
dentro y por paralelismos de vida, de los cuales el momentáneo
acercamiento físico no fue más que una sigilosa
avanzada, una manera de que a tantos años de una mesa de
billar, a tantos años de tu muerte, yo recibiera fuera
del tiempo el signo final de la hermandad en esta helada medianoche
de París.
Porque además también viviste aquí, en el
barrio latino, y como a mí te maravilló el metro
y que las parejas jóvenes se besaran en la calle y que
el pan fuera tan rico. Tus cartas me devuelven a mis primeros
años de París, tan poco tiempo después que
vos; también yo escribí cartas afligidas por la
falta de dinero, también yo esperé la llegada de
esos cajoncitos en los que la familia nos mandaba yerba y café
y latas de carne y de leche condensada, también yo despaché
mis cartas por barco porque el correo aéreo costaba demasiado.
Otra vez las órbitas tangenciales, el roce sigiloso sin
que nos diéramos cuenta; pero qué querés,
a mí me tocaría encontrarte en tus libros y a vos
no encontrarme en nada; en este territorio en que habitamos eso
no tuvo ni tiene importancia, como no la tiene el que ahora yo
no lleve esta carta al correo. De cosas así vos sabías
mucho, bien que lo mostrás en Las manos equivocadas y en
tantos otros momentos de tus relatos que al fin al cabo son cartas
a un pasado o a un futuro en los que poco a poco van apareciendo
los destinatarios que tanto te faltaron en la vida.
Y hablando de faltas, si por un lado me duele que no nos hayamos
conocido, más me duele que no encontraras nunca a Macedonio
y a José Lezama Lima, porque los dos hubieran respondido
a ese signo paralelo que nos une por encima de cualquier cosa,
Macedonio capaz de aprehender tu búsqueda de un yo que
nunca aceptaste asimilar a tu pensamiento o a tu cuerpo, que buscaste
desesperadamente y que el Diario de un sinvergüenza acorrala
y hostiga, y Lezama Lima entrando en la materia de la realidad
con esas jabalinas de poesía que descosifican las cosas
para hacerlas acceder a un terreno donde lo mental y lo sensual
cesan de ser siniestros mediadores. Siempre sentí y siempre
dije que en Lezama y en vos (y por qué no en Macedonio,
y qué hermoso saberlos a todos latinoamericanos) estaban
los eleatas de nuestro tiempo, los presocráticos que nada
aceptan de las categorías lógicas porque la realidad
no tiene nada de lógica, Felisberto, nadie lo supo mejor
que vos a la hora de Menos Irene y de La casa inundada.
Bueno, se me acaba el papel y ya sabemos que el franqueo es caro,
por lo menos el que paga el lector con su atención. Acaso
hubiera sido preferible callar cosas que siempre supiste mejor
que los demás, pero confesá que la historia de la
sinfonía inconclusa te hizo reír, y que seguro te
gustó saber que habíamos estado tan cerca allá
en las pampas criollas. Esta carta te la debía aunque no
sea ni de lejos las que te escriben otros más capaces.
A mí me pasó lo que vos mismo dijiste tan bien:
«Yo he deseado no mover más los recuerdos y he preferido
que ellos durmieran, pero ellos han soñado». Ahora
llega el otro sueño, el de las dos de la mañana.
Déjame que me despida con palabras que no son mías
pero que me hubiera gustado tanto escribirte. Te las escribió
Paulina también de madrugada, como un resumen de lo que
había encontrado en vos: Las más sutiles relaciones
de las cosas, la danza sin ojos de los más antiguos elementos;
el fuego y el humo inaprehensible; la alta cúpula de la
nube y el mensaje del azar en una simple hierba; todo lo maravilloso
y oscuro del mundo estaba en ti.
Te querrá siempre
Julio Cortázar