Hace muchos años, al principio de un verano, yo fui a una
pequeña ciudad para dar una conferencia. Como la llevaba
escrita y no tenía preocupaciones, me propuse ser feliz.
Allí había una feria ganadera y los hoteles estaban
llenos; me tocó dormir con paisanos que conversaban a oscuras.
Hablaban de los campos que convenían a sus animales, y
me dormí cansado de imaginar vacas pastando en lugares
distintos. Al otro día, después de la conferencia,
un amigo me dijo:
Mañana me voy para Montevideo, pero ya te conseguí
una pieza de hotel donde dormirás con un muchacho que no
habla de noche ni de día.
Y señalando a un joven que fumaba frente a un vidrio biselado
sólo al otro día me di cuenta de que él
echaba el humo sobre el vidrio mi amigo le gritó:
Che, Mur...
Mientras el joven venía hacia nosotros, yo dije:
¡Qué nombre!... ¡Mur!
No se llama Mur. Primero le decíamos Murciélago;
y después Mur.
No tuve tiempo de preguntarle por qué le llamaban así.
Mur venía trayendo la cabeza levantada y una gran nariz
violácea que parecía decir: ¿Y?
Después de las primeras palabras mi amigo tomó por
una punta la pequeña moña de la corbata de Mur y
con un suave tirón se la deshizo. El otro soportó
la broma con una sonrisa simpática y se fue hasta un espejo
para hacerse la moña. No recuerdo si en esa ocasión
echó el humo del cigarrillo contra el espejo. Al poco rato
mi amigo se fue para su casa y Mur y yo empezamos a caminar más
bien lentamente hacia el hotel. Después de haber
andado algunas cuadras, él me dijo:
Usted no tiene que acomodar sus pasos al compás de
los míos, soy yo quien debe seguir el ritmo de los suyos.
Esta es mi manera de caminar le contesté.
Pero él hizo una sonrisa y nada más. Yo sentí
necesidad de complacerlo y empecé a dar pasos largos y
a balancearme hacia los costados. Al llegar al hotel tenía
un poco de malestar en los riñones. El cuarto de él
era grande y ya nos esperaban dos camitas vestidas de celeste.
En un gran lavatorio antiguo de madera negra, había una
palangana de porcelana blanca. Veía salir el agua del labio
grueso de la jarra y el asa fresca me llenaba toda la mano. Después
de lavarme vi a Mur sentado a una gran mesa redonda y fumando
con los ojos bajos. Primero yo sentí necesidad de romper
el silencio con alguna palabra: pero después pensé
en esa costumbre mía como en una debilidad y decidí
callarme la boca. De pronto Mur miró hacia un lado de la
mesa y echó el humo al pie de un retrato; en él
había una mujer que miraba el cielo; y cuando el humo subía,
los ojos de ella parecían las ventanas de una casa en un
principio de incendio. Entonces Mur me dijo:
Le presento a mi novia.
Yo hice una cortesía un poco en broma y al levantar la
cabeza vi colgado en la pared, un fuelle; estuve luchando con
la curiosidad de preguntarle para qué lo utilizaba; pero
en ese momento Mur arrastró la silla con violencia y empezó
a decir:
Nos van a dejar sin cena...
Y los dos salimos de la habitación casi atropellándonos.
Esa noche en la mesa él no pidió vino. Comía
silenciosamente y de pronto me dijo:
Estuvo bien su conferencia...
¡Ah! Me alegro...
Espérese un momento; no he terminado de hablar. Usted
dijo una cosa que no es de mi gusto.
¿Cuál?
Lo de un poeta que citó.
¿Es más interesante el más miserable
de los hombres que el más maravilloso de los árboles?
Eso mismo. A mí me gusta más una plantita
que muchos hombres.
Está bien.
Y al rato me preguntó:
¿Usted sabe quién soy?
Puse cara de no saber.
El portero del banco me dijo. Yo antes era auxiliar;
pero un día les pedí el puesto de portero. Entonces
me dijeron que eso era un mal ejemplo; y después me mandaron
a campaña, donde nadie sabía que fui auxiliar. Le
estoy dando los datos porque si usted escribe ese cuento sobre
mí...
Yo lo miré estupefacto.
¿Cómo, usted no le dijo a Rafael que iba a
escribir...?
Empecé a negar con la cabeza.
¡Pero!, dijo él riéndose. ¡Este
Rafael!
Y al rato insistió:
Mire, yo sé por qué se lo digo; usted podría
hacer un cuento conmigo.
Yo no sabía cómo esquivarlo.
No sé si realmente podría escribirlo. Además
usted tiene novia; y generalmente a ellas no les gusta todo lo
que se dice de su enamorado.
Por esa noche no insistió. Yo me fui a leer a la cama.
Él se sentó en la mesa redonda y empezó a
escribir y a echar humo sobre el papel. Antes de dormirme pensé
en el apodo de Murciélago. Me despertó, al rato,
el ruido del fuelle. Mur había abierto apenas la ventana
y con el fuelle corría el humo hacia la rendija. Entonces
me vino a la memoria algo que decía mi abuela: Fumaba
como un murciélago y creí comprender el sobrenombre
de Mur. Pero pronto hice otras conjeturas. Vi en los hombros desnudos
de él dos mechones de vello tan abultados que parecían
charreteras; y la parte de la espalda que dejaba ver la camisilla
de verano la tenía cubierta por una capa de pelo bastante
espesa. Y yo pensé: Los murciélagos tienen
todo el cuerpo lleno de pelo. Esto ocurría un viernes
de noche. Al otro día se levantó temprano para ir
al banco y al acercarse al espejo para arreglarse la corbata echó
el humo en el vidrio; y recién entonces comprendí
que el día anterior había echado humo en la puerta
de cristales biselados. Esa mañana, por decirle algo, le
pregunté:
¿Así que usted prefirió ser portero?
¡Ah!, dijo él, si se decide a escribir el cuento,
ya sabrá por qué.
Después que se fue pensé en el gran deseo de Mur;
pero todavía yo no estaba decidido. Él llegó
a la una, del banco, y al sentarse a la mesa pidió una
botella de vino. Yo pedí otra, pero no la tomé toda.
Él sí. Y mientras tanto yo pensaba: A los
murciélagos les gusta chupar la sangre. Cuando fuimos
a la habitación, él encontró sobre su cama
un ramo de flores y una cartita. Tomó el ramo, le echó
una bocanada de humo y después hundió aquella enorme
nariz violácea entre las flores y el humo. Cuando estaba
leyendo la cartita vino una criada y le dijo:
Hoy puede ir a la pieza 8.
Entonces yo me comedí:
Si quiere utilizar esta pieza, yo...
No, me interrumpió él, no tiene nada que ver.
Había arrugado las cejas; no sé si por mi pregunta
o por lo que diría la cartita. En el momento en que yo
salía me volvió a repetir que él no necesitaba
pieza. Yo salí para arreglar otra conferencia en otro club.
A la hora de cenar no lo vi; después fui al cine; y cuando
volví era más de medianoche y él estaba dormido.
A las dos de la madrugada me desperté con el ruido de una
corneta de carnaval. Era él; había encendido la
luz, se sonaba las narices con fuerza y me miraba por entre las
ondas del pañuelo. Después empezó a leer,
a fumar, y yo me di vuelta para el otro lado. Al rato me volvió
a despertar el ruido del fuelle. Al otro día él
fue a un paseo campestre desde temprano. En la tarde yo recorrí
los suburbios de la ciudad y fui a tomar vino a una taberna que
quedaba cerca del cementerio. Salí de noche. Me sorprendió
un auto que cruzó la vereda, de tierra, y entró
en un terreno lleno de arbustos que había al lado del cementerio.
Yo me quedé parado porque había oído gritar:
¡Mur! El auto se detuvo a poca distancia; pero
sólo bajó una mujer gorda y un hombre que no era
Mur. Esa noche él no vino a cenar. Llegó tarde y
yo le dije:
Hoy creí haber oído su nombre dentro de un
auto que pasó al lado del cementerio.
No oyó mal, dijo él, riéndose.
Pero sólo bajó...
Él me interrumpió:
Yo me quedé en el auto con mi muchacha; pero el otro
domingo nosotros bajaremos a conversar entre los yuyos y la otra
pareja quedará en el auto.
¿Y a las muchachas no les hace mala impresión
ese lugar?
No; lo malo de la muerte no alcanza a llegar hasta el cementerio.
Entonces yo me dije definitivamente: Ya sé por qué
le dicen Murciélago.
El lunes se reunió la comisión del club que decidiría
mi conferencia: yo estaba nervioso y no me fijé en Mur.
El martes él no vino a cenar; después lo encontré
en la calle:
Vamos a un café: tengo que hablarle.
Pidió una bebida cara. Yo pensé que tendría
algo más que el sueldo de portero. Y de pronto me dijo:
Se ha sabido lo del cementerio y acabo de pelearme con mi
novia. ¿Sabe lo que significa eso?
Caramba, comprendo. Pero todo pasará...
No, no, no, eso significa que usted puede escribir el cuento;
ahora, a ella, no le importará nada.
Yo me reí, le miré la cara y se me desvaneció
todo el sentido tenebroso que me sugería su apodo. Entonces
le dije:
Me alegro de que usted sea una persona tan clara.
No sé lo que quiere decir, me contestó, pero
mi deseo que escriba algo sobre mi vida es porque a mí
me gusta ver las cosas turbias. ¿Usted tiene tiempo, ahora?
Sí.
Y me acomodé recostándome a la pared y disimulando
un suspiro. Él se detuvo antes de empezar; se preparó
como para un hecho histórico y se emocionó. Yo también
me conmoví inesperadamente y me dispuse a recibir su confesión.
Viendo que transcurría demasiado tiempo traté de
ayudarlo.
¿En qué sentido le gustan las cosas turbias?
Yo le dije ver las cosas turbias; es en el sentido de la
vista. A veces pienso que me comprendería mejor un pintor.
No crea, le dije para animarlo, a todos los artistas nos
gustan las cosas turbias.
Escuche, dijo él sin haberme oído, si miro
esa botella de cerca con la luz del día y los ojos bien
abiertos, la botella se vuelve demasiado material; yo pensaría
en cómo la fabricaron y cómo es su contenido de
una manera indiferente y hasta desagradable. Pero si la botella
está en la mesa redonda de mi cuarto y yo la miro con luz
escasa y un poco antes de dormirme, usted comprenderá que
se trata de una botella muy distinta.
En ese instante me pareció que yo había recibido
un mensaje inesperado y me empecé a preparar para hablar;
pero él no me dejó y siguió diciendo:
Bueno, una noche yo estaba muy aburrido y después
de haber tomado una botella de vino vi la vida con luz difusa
y desde otra distancia; entonces sentí ternura por las
casas, las mesas, los árboles y muchas otras cosas.
¿Por personas también? le interrumpí
yo.
De ninguna manera; esa noche yo separé para siempre
las personas de las cosas.
¿Y los animales?
Mejor que las personas; ellos son cosas que se mueven; una
casa y un árbol se quedan en el lugar donde uno los deja
y sus sorpresas son más suaves. Al otro día descubrí
que siempre había mirado las calles de cerca y a medida
que necesitaba pasar por ellas; pero nunca había visto
el fondo de las calles; ni los pisos intermedios de las casa altas;
entonces me encontré con una ciudad nueva y con ventanas
que nadie había mirado. Al principio tropecé muchas
veces con la gente y estuvieron a punto de pisarme muchos autos;
pero después me acostumbré a agarrarme de un árbol
para ver las calles y a detenerme largo rato antes de bajar una
vereda y esperar que yo pudiera poner atención en los vehículos.
El primer día llegué tarde al banco y creyeron que
yo estaba enfermo. Y ya esa misma noche comprendí que el
banco me comía la cabeza, que yo me obstinaba en meterme
números en ella, como si se llenara de seres que debía
hacer mover y proliferarse.
Después de un intervalo bajó los ojos como si estuviera
avergonzado y agregó:
Por eso quise ser portero.
Esperé un rato y después le dije:
Yo no creo que usted se haya separado tanto de las personas;
ya ve, está hablando conmigo...
¡Ah!, me dijo él, cuando usted daba la conferencia
parecía una higuera que se arrancara, ella misma, los higos.
Y además usted siempre se queda en un mismo lugar.
Después se distrajo, echó una bocanada contra la
botella y el humo también me envolvió a mí.
Dígame, ¿por qué echa el humo sobre
las cosas? ¿Será para verlas turbias?
No; es costumbre...
Al poco rato fuimos a la pieza. Allí seguimos charlando
y fumando hasta que llenamos la habitación de humo. Mur
se arriesgó a abrir un poco más la ventana; pero
cuando se dirigía hacia la pared, donde estaba colgado
el fuelle, entró por la ventana un poco de viento y empezó
a llevarle el humo, como si un fantasma lo manoteara.
En todas las otras noches él me siguió contando
su vida y yo me propuse escribirla. Me quedé en aquella
ciudad hasta el domingo. Pero el sábado al mediodía
entró en la pieza la criada y le dijo a Mur:
Hoy puede ir a la pieza 14.
Yo volví al hotel al oscurecer; la dueña estaba
hablando con unos recién llegados y me dijo:
¿Quiere decirle a su compañero que me deje
libre la pieza 14?
¿Cómo no? Y él, ¿dónde
está?
¡Pero muchacho! ¡En la pieza 14!
Estaba cerrada y a oscuras. Apenas abrí la puerta se me
vino encima una espesa nube de humo. Primero vi las colchas blancas,
y después a Mur: estaba sentado a una mesa frente a dos
botellas vacías. Lo llevé a su cama con dificultad.
Él se reía tapándose los ojos y yo le decía:
¡El vino es un elemento, para ver turbio, de primer
orden!
Al otro día nos despedimos como grandes amigos. Yo vine
a Montevideo, busqué a Rafael y le pregunté por
qué le decían Murciélago a mi
compañero de pieza.
¡Ah! ¿No sabes? Le tiene terror a los murciélagos
y cree que entrarán por la ventana.