Hace algunos veranos empecé a tener la idea de que yo había
sido caballo. Al llegar la noche ese pensamiento venía
a mí como a un galpón de mi casa. Apenas yo acostaba
mi cuerpo de hombre, ya empezaba a andar mi recuerdo de caballo.
En una de las noches yo andaba por un camino de tierra y pisaba
las manchas que hacían las sombras de los árboles.
De un lado me seguía la luna; en el lado opuesto se arrastraba
mi sombra; ella, al mismo tiempo que subía y bajaba los
terrones, iba tapando las huellas. En dirección contraria
venían llegando, con gran esfuerzo, los árboles,
y mi sombra se estrechaba con la de ellos.
Yo iba arropado en mi carne cansada y me dolían las articulaciones
próximas a los cascos. A veces olvidaba la combinación
de mis manos con mis patas traseras, daba un traspiés y
estaba a punto de caerme.
De pronto sentía olor a agua; pero era un agua pútrida
que había en una laguna cercana. Mis ojos eran también
como lagunas y en sus superficies lacrimosas e inclinadas se reflejaban
simultáneamente cosas grandes y chicas, próximas
y lejanas. Mi única ocupación era distinguir las
sombras malas y las amenazas de los animales y los hombres; y
si bajaba la cabeza hasta el suelo para comer los pastitos que
se guarecían junto a los árboles, debía evitar
también las malas hierbas. Si se me clavaban espinas tenía
que mover los belfos hasta que ellas se desprendieran.
En las primeras horas de la noche y a pesar del hambre, yo no
me detenía nunca. Había encontrado en el caballo
algo muy parecido a lo que había dejado hacía poco
en el hombre: una gran pereza; en ella podían trabajar
a gusto los recuerdos. Además, yo había descubierto
que para que los recuerdos anduvieran, tenía que darles
cuerda caminando. En esa ilusión de que todavía
podía ser feliz. Me tapaba los ojos con una bolsa; me prendía
a un balancín enganchado a una vara que movía un
aparato como el de las norias, pero que él utilizaba para
la máquina de amasar. Yo daba vueltas horas enteras llevando
la vara, que giraba como un minutero. Y así, sin tropiezos,
y con el ruido de mis pasos y de los engranajes, iba pasando mis
recuerdos.
Trabajábamos hasta tarde de la noche; después él
me daba de comer y con el ruido que hacía el maíz
entre los dientes seguían deslizándose mis pensamientos.
(En este instante, siendo caballo, pienso en lo que me pasó
hace poco tiempo, cuando todavía era hombre. Una noche
que no podía dormir porque sentía hambre, recordé
que en el ropero tenía un paquete de pastillas de menta.
Me las comí; pero al masticarlas hacían un ruido
parecido al maíz.)
Ahora, de pronto, la realidad me trae a mi actual sentido de caballo.
Mis pasos tienen un eco profundo; estoy haciendo sonar un gran
puente de madera.
Por caminos muy distintos he tenido siempre los mismos recuerdos.
De día y de noche ellos corren por mi memoria como los
ríos de un país. Algunas veces yo los contemplo;
y otras veces ellos se desbordan.
En
mi adolescencia tuve un odio muy grande por el peón que
me cuidaba. Él también era adolescente. Ya se había
entrado el sol cuando aquel desgraciado me pegó en los
hocicos; rápidamente corrió el incendio por mi sangre
y me enloquecí de furia. Me paré de manos y derribé
al peón mientras le mordía la cabeza; después
le trituré un muslo y alguien vio cómo me volaba
la crin cuando me di vuelta y lo rematé con las patas de
atrás.
Al otro día mucha gente abandonó el velorio para
venir a verme en el instante en que varios hombres vengaron aquella
muerte. Me mataron el potro y me dejaron hecho un caballo.
Al poco tiempo tuve una noche muy larga; conservaba de mi vida
anterior algunas mañas y esa noche utilicé
la de saltar un cerco que daba sobre un camino; apenas pude hacerlo
y salí lastimado. Empecé a vivir una libertad triste.
Mi cuerpo no sólo se había vuelto pesado sino que
todas sus partes querían vivir una vida independiente y
no realizar ningún esfuerzo; parecían sirvientes
que estaban contra el dueño y hacían todo de mala
gana. Cuando yo estaba echado y quería levantarme, tenía
que convencer a cada una de las partes. Y a último momento
siempre había protestas y quejas imprevistas. El hambre
tenía mucha astucia para reunirlas; pero lo que más
pronto las ponía de acuerdo era el miedo de la persecución.
Cuando un mal dueño apaleaba a una de las partes, todas
se hacían solidarias y procuraban evitar mayores males
a las desdichadas; además, ninguna estaba segura. Yo trataba
de elegir dueños de cercos bajos; y después de la
primera paliza me iba y empezaba el hambre y la persecución.
Una vez me tocó un dueño demasiado cruel. Al principio
me pegaba nada más que cuando yo lo llevaba encima y pasábamos
frente a la casa de la novia. Después empezó a colocar
la carga del carro demasiado atrás; a mí me levantaba
en vilo y yo no podía apoyarme para hacer fuerza; él,
furioso, me pegaba en la barriga, en las patas y en la cabeza.
Me fui una tardecita; pero tuve que correr mucho antes de poder
esconderme en la noche. Crucé por la orilla de un pueblo
y me detuve un instante cerca de una choza; había fuego
encendido y a través del humo y de una pequeña llama
inconstante veía en el interior a un hombre con el sombrero
puesto. Ya era la noche; pero seguí.
Apenas empecé a andar de nuevo me sentí más
liviano. Tuve la idea de que algunas partes de mi cuerpo se habrían
quedado o andarían perdidas en la noche. Entonces, traté
de apurar el paso.
Había unos árboles lejanos que tenían luces
movedizas entre las copas. De pronto comprendí que en la
punta del camino se encendía un resplandor. Tenía
hambre, pero decidí no comer hasta llegar a la orilla de
aquel resplandor. Sería un pueblo. Yo iba recogiendo el
camino cada vez más despacio y el resplandor que estaba
en la punta no llegaba nunca. Poco a poco me fui dando cuenta
que ninguna de mis partes había desertado. Me venían
alcanzando una por una; la que no tenía hambre tenía
cansancio; pero habían llegado primero las que tenían
dolores. Yo ya no sabía cómo engañarlas;
les mostraba el recuerdo del dueño en el momento que las
desensillaba; su sombra corta y chata se movía lentamente
alrededor de todo mi cuerpo. Era a ese hombre a quien yo debía
haber matado cuando era potro, cuando mis partes no estaban divididas,
cuando yo, mi furia y mi voluntad éramos una sola cosa.
Empecé
a comer algunos pastos alrededor de las primeras casas. Yo era
una cosa fácil de descubrir porque mi piel tenía
grandes manchas blancas y negras; pero ahora la noche estaba avanzada
y no había nadie levantado. A cada momento yo resoplaba
y levantaba polvo; yo no lo veía, pero me llegaba a los
ojos. Entré a una calle dura donde había un portón
grande. Apenas crucé el portón vi manchas blancas
que se movían en la oscuridad. Eran guardapolvos de niños.
Me espantaron y yo subí una escalerita de pocos escalones.
Entonces me espantaron otros que había arriba. Yo hice
sonar mis cascos en un piso de madera y de pronto aparecí
en una salita iluminada que daba a un público. Hubo una
explosión de gritos y de risas. Los niños vestidos
de largo que había en la salita salieron corriendo; y del
público ensordecedor, donde también había
muchos niños, sobresalían voces que decían:
Un caballo, un caballo... Y un niño que tenía
las orejas como si se las hubiera doblado encajándose un
sombrero grande, gritaba: Es el tubiano de los Méndez.
Por fin apareció, en el escenario, la maestra. Ella también
se reía; pero pidió silencio, dijo que faltaba poco
para el fin de la pieza y empezó a explicar cómo
terminaba. Pero fue interrumpida de nuevo. Yo estaba muy cansado,
me eché en la alfombra y el público volvió
a aplaudirme y a desbordarse. Se dio por terminada la función
y algunos subieron al escenario. Una niña como de tres
años se le escapó a la madre, vino hacia mí
y puso su mano, abierta como una estrellita, en mi lomo húmedo
de sudor. Cuando la madre se la llevó, ella levantaba la
manita abierta y decía: Mamita, el caballo está
mojado.
Un señor, aproximando su dedo índice a la maestra
como si fuera a tocar un timbre, le decía con suspicacia:
Usted no nos negará que tenía preparada la
sorpresa del caballo y que él entró antes de lo
que usted pensaba. Los caballos son muy difíciles de enseñar.
Yo tenía uno... El niño que tenía las
orejas dobladas me levantó el belfo superior y mirándome
los dientes dijo: Este caballo es viejo. La maestra
dejaba que creyeran que ella había preparado la sorpresa
del caballo. Vino a saludarla una amiga de la infancia. La amiga
recordó un enojo que habían tenido cuando iban a
la escuela; y la maestra recordó a su vez que en aquella
oportunidad la amiga le había dicho que tenía cara
de caballo. Yo miré sorprendido, pues la maestra se me
parecía. Pero de cualquier manera aquello era una falta
de respeto para con los seres humildes. La maestra no debía
haber dicho eso estando yo presente.
Cuando el éxito y las resonancias se iban apagando, apareció
un joven en el pasillo de la platea, interrumpió a la maestra
que estaba hablándoles a la amiga de la infancia
y al hombre que movía el índice como si fuera a
apretar un timbre y él gritó:
Tomasa, dice don Santiago que sería más conveniente
que fuéramos a conversar a la confitería, que aquí
se está gastando mucha luz.
¿Y el caballo?
Pero, querida, no te vas a quedar toda la noche ahí
con él.
Ahora va a venir Alejandro con una cuerda y lo llevaremos
a casa.
El joven subió al escenario, siguió conversando
para los tres y trabajando contra mí.
A mí me parece que Tomasa se expone demasiado llevando
ese caballo a casa de ella. Ya las de Zubiría iban diciendo
que una mujer sola en su casa, con un caballo que no piensa utilizar
para nada, no tiene sentido; y mamá también dice
que ese caballo le va a traer muchas dificultades.
Pero Tomasa dijo:
En primer lugar yo no estoy sola en mi casa porque Candelaria
algo me ayuda. Y en segundo lugar, podría comprar una volanta,
si es que esas solteronas me lo consienten.
Después entró Alejandro con la cuerda; era el chiquilín
de las orejas dobladas. Me ató la soga al pescuezo y cuando
quisieron hacerme levantar yo no podía moverme. El hombre
del índice, dijo:
Este animal tiene las patas varadas; van a tener que hacerle
una sangría.
Yo me asusté mucho, hice un gran esfuerzo y logré
pararme. Caminaba como si fuera un caballo de madera; me hicieron
salir por la escalerita trasera y cuando estuvimos en el patio
Alejandro me hizo un medio bozal, se me subió encima y
empezó a pegarme con los talones y con la punta de la cuerda.
Di la vuelta al teatro con increíble sufrimiento; pero
apenas nos vio la maestra hizo bajar a Alejandro.
Mientras
cruzábamos el pueblo y a pesar del cansancio y de la monotonía
de mis pasos, yo no me podía dormir. Estaba obligado, como
un organito roto y desafinado, a ir repitiendo siempre el mismo
repertorio de mis achaques. El dolor me hacía poner atención
en cada una de las partes del cuerpo, a medida que ellas iban
entrando en el movimiento de los pasos. De vez en cuando, y fuera
de este ritmo, me venía un escalofrío en el lomo;
pero otras veces sentía pasar, como una brisa dichosa,
la idea de lo que ocurriría después, cuando estuviera
descansando; yo tendría una nueva provisión de cosas
para recordar.
La confitería era más bien un café; tenía
billares de un lado y salón para familias del otro. Estas
dos reparticiones estaban separadas por una baranda de anchas
columnas de madera. Encima de la baranda había dos macetas
forradas de papel crepé amarillo; una de ellas tenía
una planta casi seca y la otra no tenía planta; en medio
de las dos había una gran pecera con un solo pez. El novio
de la maestra seguía discutiendo: casi seguro que era por
mí. En el momento en que habíamos llegado, la gente
que había en el café y en el salón de familias
muchos de ellos habían estado en el teatro
se rieron y se renovó un poco mi éxito. Al rato
vino el mozo del café con un balde de agua; el balde tenía
olor a jabón y a grasa, pero el agua estaba limpia. Yo
bebía brutalmente y el olor del balde me traía recuerdos
de la intimidad de una casa donde había sido feliz. Alejandro
no había querido atarme ni ir para adentro con los demás;
mientras yo tomaba agua me tenía de la cuerda y golpeaba
con la punta del pie como si llevara el compás a una música.
Después me trajeron pasto seco. El mozo dijo:
Yo conozco este tubiano.
Y Alejandro, riéndose, lo desengañó:
Yo también creí que era el tubiano de los
Méndez.
No, ése no contestó en seguida el mozo;
yo digo otro que no es de aquí.
La niña de tres años que me había tocado
en el escenario apareció de la mano de otra niña
mayor; y en la manita libre traía un puñadito de
pasto verde que quiso agregar al montón donde yo hundía
mis dientes; pero me lo tiró en la cabeza y dentro de una
oreja.
Esa noche me llevaron a la casa de la maestra y me encerraron
en un granero; ella entró primero; iba cubriendo la luz
de la vela con una mano.
Al otro día yo no me podía levantar. Corrieron una
ventana que daba al cielo y el señor del índice
me hizo una sangría. Después vino Alejandro, puso
un banquito cerca de mí, se sentó y empezó
a tocar una armónica. Cuando me pude parar me asomé
a la ventana; ahora daba sobre una bajada que llegaba hasta unos
árboles; por entre sus troncos veía correr, continuamente,
un río. De allí me trajeron agua; y también
me daban maíz y avena. Ese día no tuve deseos de
recordar nada. A la tarde vino el novio de la maestra; estaba
mejor dispuesto hacia mí; me acarició el cuello
y yo me di cuenta, por la manera de darme los golpecitos, que
se trataba de un muchacho simpático. Ella también
me acarició; pero me hacía daño; no sabía
acariciar a un caballo; me pasaba las manos con demasiada suavidad
y me producía cosquillas desagradables. En una de las veces
que me tocó la parte de adelante de la cabeza, yo dije
para mí: ¿Se habrá dado cuenta que
ahí es donde nos parecemos? Después el novio
fue del lado de afuera y nos sacó una fotografía
a ella y a mí asomados a la ventana. Ella me había
pasado un brazo por el pescuezo y había recostado su cabeza
en la mía.
Esa noche tuve un susto muy grande. Yo estaba asomado a la ventana,
mirando el cielo y oyendo el río, cuando sentí arrastrar
pasos lentos y vi una figura agachada. Era una mujer de pelo blanco.
Al rato volvió a pasar en dirección contraria. Y
así todas las noches que viví en aquella casa. Al
verla de atrás con sus caderas cuadradas, las piernas torcidas
y tan agachada, parecía una mesa que se hubiera puesto
a caminar. El primer día que salí la vi sentada
en el patio pelando papas con un cuchillo de mango de plata. Era
negra. Al principio me pareció que su pelo blanco, mientras
inclinaba la cabeza sobre las papas, se movía de una manera
rara; pero después me di cuenta que, además del
pelo, tenía humo; era de un cachimbo pequeño que
apretaba a un costado de la boca. Esa mañana Alejandro
le preguntó:
Candelaria, ¿le gusta el tubiano?
Y ella contestó:
Ya vendrá el dueño a buscarlo.
Yo seguía sin ganas de recordar.
Un
día Alejandro me llevó a la escuela. Los niños
armaron un gran alboroto. Pero hubo uno que me miraba fijo y no
decía nada. Tenía orejas grandes y tan separadas
de la cabeza que parecían alas en el momento de echarse
a volar; los lentes también eran muy grandes; pero los
ojos, bizcos, estaban junto a la nariz. En un momento en que Alejandro
se descuidó, el bizco me dio tremenda patada en la barriga.
Alejandro fue corriendo a contarle a la maestra; cuando volvió,
una niña que tenía un tintero de tinta colorada
me pintaba la barriga con el tapón en un lugar donde yo
tenía una mancha blanca; en seguida Alejandro volvió
a la maestra diciéndole: Y esta niña le pintó
un corazón en la barriga.
A la hora del recreo otra niña trajo una gran muñeca
y dijo que a la salida de la escuela la iban a bautizar. Cuando
terminaron las clases, Alejandro y yo nos fuimos en seguida; pero
Alejandro me llevó por otra calle y al dar vuelta la iglesia
me hizo parar en la sacristía. Llamó al cura y le
preguntó:
Diga, padre, ¿cuánto me cobraría por
bautizarme el caballo?
¡Pero mi hijo! Los caballos no se bautizan.
Y se puso a reír con toda la barriga.
Alejandro insistió:
¿Usted se acuerda de aquella estampita donde está
la virgen montada en el burro?
Sí.
Bueno, si bautizan el burro, también pueden bautizar
el caballo.
Pero el burro no estaba bautizado.
¿Y la virgen iba a ir montada en un burro sin bautizar?
El cura quería hablar; pero se reía.
Alejandro siguió:
Usted, bendijo la estampita; y en la estampita estaba el
burro.
Nos
fuimos muy tristes.
A los pocos días nos encontramos con un negrito y Alejandro
le preguntó:
¿Qué nombre le pondremos al caballo?
El negrito hacía esfuerzo por recordar algo. Al fin dijo:
¿Cómo nos enseñó la maestra
que había que decir cuando una cosa era linda?
Ah, ya sé dijo Alejandro, ajetivo.
A la noche Alejandro estaba sentado en el banquito, cerca de mí,
tocando la armónica, y vino la maestra.
Alejandro, vete para tu casa que te estarán esperando.
Señorita: ¿Sabe qué nombre le pusimos
al tubiano? Ajetivo.
En primer lugar, se dice adjetivo; y en segundo
lugar, adjetivo no es nombre; es... adjetivo dijo la maestra
después de un momento de vacilación.
Una
tarde que llegamos a casa yo estaba complacido porque había
oído decir detrás de una persiana: Ahí
va la maestra y el caballo.
Al poco rato de hallarme en el granero era uno de los días
que no estaba Alejandro vino la maestra, me sacó
de allí y con un asombro que yo nunca había tenido,
vi que me llevaba a su dormitorio. Después me hizo las
cosquillas desagradables y me dijo: Por favor, no vayas
a relinchar. No sé por qué salió en
seguida. Yo, solo en aquel dormitorio, no hacía más
que preguntarme: ¿Pero qué quiere esta mujer
de mí? Había ropas revueltas en las sillas
y en la cama. De pronto levanté la cabeza y me encontré
conmigo mismo, con mi olvidada cabeza de caballo desdichado. El
espejo también mostraba partes de mi cuerpo; mis manchas
blancas y negras parecían también ropas revueltas.
Pero lo que más me llamaba la atención era mi propia
cabeza; cada vez yo la levantaba más. Estaba tan deslumbrado
que tuve que bajar los párpados y buscarme por un instante
a mí mismo, a mi propia idea de caballo cuando yo era ignorado
por mis ojos.
Recibí otras sorpresas. Al pie del espejo estábamos
los dos, Tomasa y yo, asomados a la ventana en la foto que nos
sacó el novio. Y de pronto las patas se me aflojaron; parecía
que ellas hubieran comprendido, antes que yo, de quién
era la voz que hablaba afuera. No pude entender lo que él
decía, pero comprendí la voz de Tomasa cuando le
contestó: conforme se fue de su casa, también
se fue de la mía. Esta mañana le fueron a traer
el pienso y el granero estaba tan vacío como ahora.
Después las voces se alejaron. En cuanto me quedé
solo se me vinieron encima los pensamientos que había tenido
hacía unos instantes y no me atrevía a mirarme al
espejo. ¡Parecía mentira! ¡Uno podía
ser un caballo y hacerse esas ilusiones! Al mucho rato volvió
la maestra. Me hizo las cosquillas desagradables; pero más
daño me hacía su inocencia.
Pocas tardes después Alejandro estaba tocando la armónica
cerca de mí. De pronto se acordó de algo; guardó
la armónica, se levantó del banquito y sacó
de un bolsillo la foto donde estábamos asomados Tomasa
y yo. Primero me la puso cerca de un ojo; viendo que a mí
no me ocurría nada, me la puso un poco más lejos;
después hizo lo mismo con el otro ojo y por último
me la puso de frente y a distancia de un metro. A mí me
amargaban mis pensamientos culpables. Una noche que estaba absorto
escuchando al río, desconocí los pasos de Candelaria,
me asusté y pegué una patada al balde de agua. Cuando
la negra pasó dijo: No te asustes, que ya volverá
tu dueño. Al otro día Alejandro me llevó
a nadar al río; él iba encima mío y muy feliz
en su bote caliente. A mí se me empezó a oprimir
el corazón y casi en seguida sentí un silbido que
me heló la sangre; yo daba vuelta mis orejas como si fueran
periscopios. Y al fin llegó la voz de él
gritando: Ese caballo es mío. Alejandro me
sacó a la orilla y sin decir nada me hizo galopar hasta
la casa de la maestra. El dueño venía corriendo
detrás y no hubo tiempo de esconderme. Yo estaba inmóvil
en mi cuerpo como si tuviera puesto un ropero. La maestra le ofreció
comprarme. Él le contestó: Cuando tenga sesenta
pesos, que es lo que me costó a mí, vaya a buscarlo.
Alejandro me sacó el freno, añadido con cuerdas
pero que era de él. El dueño me puso el que traía.
La maestra entró en su dormitorio y yo alcancé a
ver la boca cuadrada que puso Alejandro antes de echarse a llorar.
A mí me temblaban las patas; pero él me dio un fuerte
rebencazo y eché a andar. Apenas tuve tiempo de acordarme
que yo no le había costado sesenta pesos: él me
había cambiado por una pobre bicicleta celeste sin gomas
ni inflador. Ahora empezó a desahogar su rabia pegándome
seguido y con todas sus fuerzas. Yo me ahogaba porque estaba muy
gordo. ¡Bastante que me había cuidado Alejandro!
Además, yo había entrado a aquella casa por un éxito
que ahora quería recordar y había conocido la felicidad
hasta el momento en que ella me trajo pensamientos culpables.
Ahora me empezaba a subir de las entrañas un mal humor
inaguantable. Tenía mucha sed y recordaba que pronto cruzaría
un arroyito donde un árbol estiraba un brazo seco casi
hasta el centro del camino. La noche era de luna y de lejos vi
brillar las piedras del arroyo como si fueran escamas. Casi sobre
el arroyito empecé a detenerme; él comprendió
y me empezó a pegar de nuevo. Por unos instantes me sentí
invadido por sensaciones que se trababan en lucha como enemigos
que se encuentran en la oscuridad y que primero se tantean olfateándose
apresuradamente. Y en seguida me tiré para el lado del
arroyito donde estaba el brazo seco del árbol. Él
no tuvo tiempo más que para colgarse de la rama dejándome
libre a mí; pero el brazo seco se partió y los dos
cayeron al agua luchando entre las piedras. Yo me di vuelta y
corrí hacia él en el momento en que él también
se daba vuelta y salía de abajo de la rama. Alcancé
a pisarlo cuando su cuerpo estaba de costado; mi pata resbaló
sobre su espalda; pero con los dientes le mordí un pedazo
de la garganta y otro pedazo de la nuca. Apreté con toda
mi locura y me decidí a esperar, sin moverme. Al poco rato,
y después de agitar un brazo, él también
dejó de moverse. Yo sentía en mi boca su carne ácida
y su barba me pinchaba la lengua. Ya había empezado a sentir
el gusto a la sangre cuando vi que se manchaban el agua y las
piedras.
Crucé varias veces el arroyito de un lado para otro sin
saber qué hacer con mi libertad. Al fin decidí ir
a lo de la maestra; pero a los pocos pasos me volví y tomé
agua cerca del muerto.
Iba despacio porque estaba muy cansado; pero me sentía
libre y sin miedo. ¡Qué contento se quedaría
Alejandro! ¿Y ella? Cuando Alejandro me mostraba aquel
retrato yo tenía remordimientos. Pero ahora, ¡cuánto
deseaba tenerlo!
Llegué a la casa a pasos lentos; pensaba entrar al granero;
pero sentí una discusión en el dormitorio de Tomasa.
Oí la voz del novio hablando de los sesenta pesos; sin
duda los que hubiera necesitado para comprarme. Yo ya iba a alegrarme
de pensar que no les costaría nada, cuando sentí
que él hablaba de casamiento; y al final, ya fuera de sí
y en actitud de marcharse, dijo: O el caballo o yo.
Al principio la cabeza se me iba cayendo sobre la ventana colorada
que daba al dormitorio de ella. Pero después, y en pocos
instantes, decidí mi vida. Me iría. Había
empezado a ser noble y no quería vivir en un aire que cada
día se iría ensuciando más. Si me quedaba
llegaría a ser un caballo indeseable. Ella misma tendría
para mí, después, momentos de vacilación.
No sé bien cómo es que me fui. Pero por lo que más
lamentaba no ser hombre era por no tener un bolsillo donde llevarme
aquel retrato.