Hace
mucho tiempo leía yo un cuento en una sala antigua. Al
principio entraba por una de las persianas un poco de sol. Después
se iba echando lentamente encima de algunas personas hasta alcanzar
una mesa que tenía retratos de muertos queridos. A mí
me costaba sacar las palabras del cuerpo como de un instrumento
de fuelles rotos. En las primeras sillas estaban dos viudas dueñas
de casa; tenían mucha edad, pero todavía les abultaba
bastante el pelo de los moños. Yo leía con desgano
y levantaba a menudo la cabeza del papel; pero tenía que
cuidar de no mirar siempre a una misma persona; ya mis ojos se
habían acostumbrado a ir a cada momento a la región
pálida que quedaba entre el vestido y el moño de
una de las viudas. Era una cara quieta que todavía seguiría
recordando por algún tiempo un mismo pasado. En algunos
instantes sus ojos parecían vidrios ahumados detrás
de los cuales no había nadie. De pronto yo pensaba en la
importancia de algunos concurrentes y me esforzaba por entrar
en la vida del cuento. Una de las veces que me distraje vi a través
de las persianas moverse palomas encima de una estatua. Después
vi, en el fondo de la sala, una mujer joven que había recostado
la cabeza contra la pared; su melena ondulada estaba muy esparcida
y yo pasaba los ojos por ella como si viera una planta que hubiera
crecido contra el muro de una casa abandonada. A mí me
daba pereza tener que comprender de nuevo aquel cuento y transmitir
su significado; pero a veces las palabras solas y la costumbre
de decirlas producían efecto sin que yo interviniera y
me sorprendía la risa de los oyentes. Ya había vuelto
a pasar los ojos por la cabeza que estaba recostada en la pared
y pensé que la mujer acaso se hubiera dado cuenta; entonces,
para no ser indiscreto, miré hacia la estatua. Aunque seguía
leyendo, pensaba en la inocencia con que la estatua tenía
que representar un personaje que ella misma no comprendería.
Tal vez ella se entendería mejor con las palomas: parecía
consentir que ellas dieran vueltas en su cabeza y se posaran en
el cilindro que el personaje tenía recostado al cuerpo.
De pronto me encontré con que había vuelto a mirar
la cabeza que estaba recostada contra la pared y que en ese instante
ella había cerrado los ojos. Después hice el esfuerzo
de recordar el entusiasmo que yo tenía las primeras veces
que había leído aquel cuento; en él había
una mujer que todos los días iba a un puente con la esperanza
de suicidarse. Pero todos los días surgían obstáculos.
Mis oyentes se rieron cuando en una de las noches alguien le hizo
una proposición y la mujer, asustada, se había ido
corriendo para su casa.
La mujer de la pared también se reía y daba vuelta
la cabeza en el muro como si estuviera recostada en una almohada.
Yo ya me había acostumbrado a sacar la vista de aquella
cabeza y ponerla en la estatua. Quise pensar en el personaje que
la estatua representaba; pero no se me ocurría nada serio;
tal vez el alma del personaje también habría perdido
la seriedad que tuvo en vida y ahora andaría jugando con
las palomas. Me sorprendí cuando algunas de mis palabras
volvieron a causar gracia; miré a las viudas y vi que alguien
se había asomado a los ojos ahumados de la que parecía
más triste. En una de las oportunidades que saqué
la vista de la cabeza recostada en la pared, no miré la
estatua sino a otra habitación en la que creí ver
llamas encima de una mesa; algunas personas siguieron mi movimiento;
pero encima de la mesa sólo había una jarra con
flores rojas y amarillas sobre las que daba un poco de sol.
Al terminar mi cuento se encendió el barullo y la gente
me rodeó; hacían comentarios y un señor empezó
a contarme un cuento de otra mujer que se había suicidado.
Él quería expresarse bien pero tardaba en encontrar
las palabras; y además, hacía rodeos y digresiones.
Yo miré a los demás y vi que escuchaban impacientes;
todos estábamos parados y no sabíamos qué
hacer con las manos. Se había acercado la mujer, que usaba
esparcidas las ondas del pelo. Después de mirarla a ella,
miré la estatua. Yo no quería oír el cuento
porque me hacía sufrir el esfuerzo de aquel hombre persiguiendo
palabras: era como si la estatua se hubiera puesto a manotear
las palomas.
La gente que me rodeaba no podía dejar de oír al
señor del cuento; él lo hacía con empecinamiento
torpe y como si quisiera decir: «soy un político,
sé improvisar un discurso y también contar un cuento
que tenga su interés».
Entre los que oíamos había un joven que tenía
algo extraño en la frente: era una franja oscura en el
lugar donde aparece el pelo; y ese mismo color como el de
una barba tupida que ha sido recién afeitada y cubierta
de polvos le hacía grandes entradas en la frente.
Miré a la mujer del pelo esparcido y vi con sorpresa que
ella también me miraba el pelo a mí. Y fue entonces
cuando el político terminó el cuento y todos aplaudieron.
Yo no me animé a felicitarlo y una de las viudas dijo:
«siéntense, por favor». Todos lo hicimos y
se sintió un suspiro bastante general; pero yo me tuve
que levantar de nuevo porque una de las viudas me presentó
a la joven del pelo ondeado: resultó ser sobrina de ella.
Me invitaron a sentarme en un gran sofá para tres; de un
lado se puso la sobrina y del otro el joven de la frente pelada.
Iba a hablar la sobrina, pero el joven la interrumpió.
Había levantado una mano con los dedos hacia arriba como
el esqueleto de un paraguas que el viento hubiera doblado
y dijo:
Adivino en usted un personaje solitario que se conformaría
con la amistad de un árbol.
Yo pensé que se había afeitado así para que
la frente fuera más amplia, y sentí la maldad de
contestarle:
No crea; a un árbol no podría invitarlo a
pasear.
Los tres nos reímos. Él echó hacia atrás
su frente pelada y siguió:
Es verdad; el árbol es el amigo que siempre se queda.
Las viudas llamaron a la sobrina. Ella se levantó haciendo
un gesto de desagrado; yo la miraba mientras se iba, y sólo
entonces me di cuenta que era fornida y violenta. Al volver la
cabeza me encontré con un joven que me fue presentado por
el de la frente pelada. Estaba recién peinado y tenía
gotas de agua en las puntas del pelo. Una vez yo me peiné
así, cuando era niño, y mi abuela me dijo: «Parece
que te hubieran lambido las vacas.» El recién llegado
se sentó en el lugar de la sobrina y se puso a hablar:
¡Ah, Dios mío, ese señor del cuento,
tan recalcitrante!
De buena gana yo le hubiera dicho: «¿Y usted?, ¿tan
femenino?» Pero le pregunté:
¿Cómo se llama
¿Quién?
El señor... recalcitrante.
Ah, no recuerdo. Tiene un nombre patricio. Es un político
y siempre lo ponen de miembro en los certámenes literarios.
Yo miré al de la frente pelada y él me hizo un gesto
como diciendo: «¡Y qué le vamos a hacer!».
Cuando vino la sobrina de las viudas sacó del sofá
al «femenino» sacudiéndolo de un brazo y haciéndole
caer gotas de agua en el saco. Y en seguida dijo:
No estoy de acuerdo con ustedes.
¿Por qué?
... y me extraña que ustedes no sepan cómo
hace el árbol para pasear con nosotros.
¿Cómo?
Se repite a largos pasos.
Le elogiamos la idea y ella se entusiasmó:
Se repite en una avenida indicándonos el camino;
después todos se juntan a lo lejos y se asoman para vernos;
y a medida que nos acercamos se separan y nos dejan pasar.
Ella dijo todo esto con cierta afectación de broma y como
disimulando una idea romántica. El pudor y el placer la
hicieron enrojecer. Aquel encanto fue interrumpido por el femenino:
Sin embargo, cuando es la noche en el bosque, los árboles
nos asaltan por todas partes; algunos se inclinan como para dar
un paso y echársenos encima, y todavía nos interrumpen
el camino y nos asustan abriendo y cerrando las ramas.
La sobrina de las viudas no se pudo contener:
¡Jesús, pareces Blancanieves!
Y mientras nos reíamos, ella me dijo que deseaba hacerme
una pregunta y fuimos a la habitación donde estaba la jarra
con flores. Ella se recostó en la mesa hasta hundirse la
tabla en el cuerpo; y mientras se metía las manos entre
el pelo, me preguntó:
Dígame la verdad: ¿por qué se suicidó
la mujer de su cuento?
¡Oh!, habría que preguntárselo a ella.
Y usted, ¿no lo podría hacer?
Sería tan imposible como preguntarle algo a la imagen
de un sueño.
Ella sonrió y bajó los ojos. Entonces yo pude mirarle
toda la boca, que era muy grande. El movimiento de los labios,
estirándose hacia los costados, parecía que no terminaría
más; pero mis ojos recorrían con gusto toda aquella
distancia de rojo húmedo. Tal vez ella viera a través
de los párpados; o pensara que en aquel silencio yo no
estuviera haciendo nada bueno, porque bajó mucho la cabeza
y escondió la cara. Ahora mostraba toda la masa del pelo;
en un remolino de las ondas se le veía un poco de la piel,
y yo recordé a una gallina que el viento le había
revuelto las plumas y se le veía la carne. Yo sentía
placer en imaginar que aquella cabeza era una gallina humana,
grande y caliente; su calor sería muy delicado y el pelo
era una manera muy fina de las plumas.
Vino una de las tías la que no tenía los ojos
ahumados a traernos copitas de licor. La sobrina levantó
la cabeza y la tía le dijo:
Hay que tener cuidado con éste; mira que tiene ojos
de zorro.
Volví a pensar en la gallina y le contesté:
¡Señora! ¡No estamos en un gallinero!
Cuando nos volvimos a quedar solos y mientras yo probaba el licor
era demasiado dulce y me daba náuseas, ella
me preguntó:
¿Usted nunca tuvo curiosidad por el porvenir?
Había encogido la boca como si la quisiera guardar dentro
de la copita.
No, tengo más curiosidad por saber lo que le ocurre
en este mismo instante a otra persona; o en saber qué haría
yo ahora si estuviera en otra parte.
Dígame, ¿qué haría usted ahora
si yo no estuviera aquí?
Casualmente lo sé: volcaría este licor en
la jarra de las flores.
Me pidieron que tocara el piano. Al volver a la sala la viuda
de los ojos ahumados estaba con la cabeza baja y recibía
en el oído lo que la hermana le decía con insistencia.
El piano era pequeño, viejo y desafinado. Yo no sabía
qué tocar; pero apenas empecé a probarlo la viuda
de los ojos ahumados soltó el llanto y todos nos callamos.
La hermana y la sobrina la llevaron para adentro; y al ratito
vino la sobrina y nos dijo que su tía no quería
oír música desde la muerte de su esposo se
habían amado hasta llegar a la inocencia.
Los invitados empezaron a irse. Y los que quedamos hablábamos
en voz cada vez más baja a medida que la luz se iba. Nadie
encendía las lámparas.
Yo me iba entre los últimos, tropezando con los muebles,
cuando la sobrina me detuvo:
Tengo que hacerle un encargo.
Pero no me dijo nada: recostó la cabeza en la pared del
zaguán y me tomó la manga del saco.