Marzo 2003 , Nueva época No. 63 Xalapa • Veracruz • México
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Entrevista con Edgar Morin
El hombre y el universo,
de lo biológico a lo cósmico

Jean Marie Brohm, Geraldine Noailly y Magali Uhl
Traducción: Maliyel Beverido

 
¿Qué es la vida y cuál es su origen?¿Existen otros tipos de inteligencia que no tengan forma humana? ¿La creencia de un Dios creador está a punto de derrumbarse? ¿El hombre tiene la posibilidad de trascender su propia naturaleza? ¿El espíritu humano es el producto de una serie de azares? En la siguiente entrevista, publicada en la revista Prétentaine, Edgar Morin, pensador francés y pionero en los estudios sobre el pensamiento complejo, responde a cuestionamientos que desde tiempos remotos forman parte de las preocupaciones del hombre.

La Edgar Morin es uno de los pensadores más importantes del siglo xx. Cuenta con una vasta formación en el campo de las ciencias humanas, de ahí que no sólo se le conozca como filósofo, sino también como sociólogo, epistemólogo e historiador. Pero lo que pocos saben es que este gran maestro del pensamiento bajó de la cátedra y salió de las aulas para fungir como lugarteniente de las fuerzas francesas combatientes durante la Segunda Guerra Mundial. Después de tan dura experiencia comenzó a trabajar como periodista, época en la que escribió el libro El hombre y la muerte.
Posteriormente, inició su largo periplo por el camino de la investigación. En 1961 se desempeñó como investigador en el Centre National de la Recherche Scientifique (Centro Nacional de Investigación Científica de París, Francia), y nueve años después se convirtió en director de investigación. En la actualidad es director emérito de investigación en dicho centro.
A lo largo de su trayectoria ha escrito numerosas obras en cuyos contenidos se advierte la preocupación por un conocimiento que no esté mutilado ni dividido, que no tenga los límites ni las carencias del pensamiento simplificante y que sea capaz de abarcar la complejidad de lo real. “La ambición del pensamiento complejo –escribió Morin– es rendir cuenta de las articulaciones entre dominios disciplinarios quebrados por el pensamiento disgregador (uno de los principales aspectos del pensamiento simplificador), el cual interfiere, aísla lo que separa y oculta todo lo que religa. En este sentido, el pensamiento complejo aspira al conocimiento multidimensional”.
Debido a su trascendencia, las ideas de Edgar Morin han viajado por varios países del mundo, en los que seguidores y estudiosos de la corriente que el pensador francés abandera se encargan de analizar y comprender la naturaleza de lo complejo. Incluso, Morin dirige desde su trinchera la Association pour la Pensée Complexe, la cual ha extendido una red por el mundo
–Italia, Portugal, Japón, China y numerosos países latinoamericanos–, al tiempo que tiene conexiones con diversas universidades.
Por su parte, la Universidad Veracruzana –institución que ya está inscrita en la Cátedra Itinerante “Edgar Morin”de la unesco, cuyo titular es el pensador francés–, desea otorgarle a éste el doctorado Honoris Causa por su aportación a las ciencias humanas y al pensamiento contemporáneo.
Para conocer con mayor profundidad las reflexiones que el autor de El método hace en torno a temas esenciales como la vida, el hombre y la muerte, Gaceta presenta la siguiente entrevista que realizaron, en 2001, Jean Marie Brohm, Geraldine Noailly y Magali Uhl, en París, Francia.
En esta conversación –que fue publicada en la revista Prétentaine y traducida por Maliyel Beverido–, Morin habla sobre el lugar que el hombre ocupa en el mundo y sobre las relaciones que éste establece con otros seres, platica acerca del origen de la vida, así como de la expansión y la destrucción inexorables del universo; también reflexiona en torno a los avances científicos y a la probabilidad de que en el universo existan ciertos tipos de inteligencia o de pensamiento que no tengan forma humana. Asimismo, el pensador francés profundiza y discute acerca de lo misterioso y lo desconocido, de la fe y la mística, de las creencias y la religión, de la vida y la muerte…

¿Qué es un ser viviente?
Un ser viviente es un ser al mismo tiempo existente. Diría que un existente vive de una manera aleatoria, sometido a la incertidumbre, a los peligros, a las contingencias y, como ser viviente, dispone de cierto número de cualidades y propiedades que se desprenden de su organización. Las primeras cualidades tienen que ver con la auto-eco-organización, es decir que el viviente encuentra en sí mismo la capacidad permanente de repararse, de regenerarse, lo que supone a su vez dos rasgos específicos.
Primero, como el viviente está siempre activo, debe extraer la energía de su entorno. Es por ello que hablo de la auto-eco-organización, ya que no hay autonomía sin dependencia. La auto-organización significa entonces una relativa autonomía que, sin embargo, depende del medio ambiente. Esto, lo cual es el segundo rasgo, aporta cualidades emergentes que no existirían sin esta organización, son las cualidades que llamamos vida (metabolismo, reproducirse, estar en relación activa con el medio ambiente), la organización viviente producida por cierto modo de conocimiento organizador que yo llamo computación. Este modo de conocimiento se funda en un cómputo capaz de tratar objetivamente a la vez los elementos de los que se constituye y el mundo exterior en función de su interés particular de viviente. Éste concierne en primer lugar a su capacidad de reproducción, ya sea solo o de manera sexual (los primeros seres vivos se reproducían por desdoblamiento), y se desarrolla con la evolución de los vegetales y animales una forma de sensibilidad al respecto de lo que adviene.
Ahora, habría que hacer una pregunta preliminar: ¿qué cosa es la vida? Esta pregunta es importante porque ha sido objeto de debates seculares entre dos escuelas del pensamiento. La escuela reduccionista, por un lado, que afirma que para comprender la vida hay que referirse a los constituyentes físico-químicos que la integran; la escuela vitalista, por otro, para quien la vida está hecha de una sustancia especifica, particular, que no se encuentra en la materia normal ordinaria.
Henri Bergson, por ejemplo, era un vitalista. Apoyándose en múltiples “pruebas”, sostenía la tesis según la cual los vivientes no subsisten de manera inmediata y total al segundo principio de la termodinámica, el principio de la degradación. Este debate fue saldado en los años sesenta, con los descubrimientos de la estructura del código genético por Watson y Crack. El descubrimiento de la inscripción química del código genético en el adn probó, de manera definitiva, que todos los constituyentes del ser viviente se encuentran en su naturaleza físico-química. Pero esta victoria del reduccionismo era de hecho, sin que lo supiera, su derrota, ya que demostraba que hay una diferencia infranqueable entre lo viviente y lo no viviente, que es la complejidad de su organización, que constituye una auto-organización. Dicho de otro modo, la diferencia fundamental entre vivo y no vivo no se encuentra en la materia (uno u otro son elementos materiales), sino que está en el tipo de organización, en la complejidad de la organización de lo viviente. En la vida de la vida.

Justamente en La vida de la vida, en algún momento se habla de “máquina viviente”. ¿Hay alguna diferencia, además de la organización, entre una máquina mecánica y una máquina viviente?
Sí, porque esta máquina viviente es a la vez un ser, una existencia, una máquina. Yo agregaría además que esta máquina es esencialmente un ser viviente. En el primer tomo de mi Método definí el término de máquina no a partir de la definición clásica, la de las máquinas artificiales que fabricamos, sino a partir de una más antigua. Jean de la Fontaine hablaba por ejemplo de la “máquina redonda”; yo la definí como una organización activa que, en algunos casos, puede producir cierto número de efectos o productos.
Se puede decir, por ejemplo, que el sol es una máquina, y hasta una máquina madre o una arkhe-máquina, ya que una estrella produce a partir de lo menos organizado (núcleos y átomos ligeros) lo más organizado, es decir átomos pesados, como el carbono, el oxígeno y los metales. Los soles son, pues, efectivamente seres organizadores.
Están dotados de propiedades a la vez ordenadoras, productoras, fabricantes y creadoras. Nosotros mismos, en tanto seres vivos organizados, somos máquinas térmicas. Es más, funcionamos entre 36 y 40°C, lo que implica una combustión debida a la cual nuestros órganos y nuestras células trabajan sin cesar. Eso muestra que no somos ajenos al universo de las máquinas.
La paradoja de lo viviente resulta de que sea una organización, y que esta organización pueda considerarse como una máquina muy original, porque a diferencia de las máquinas que fabricamos y que son incapaces de auto-repararse y auto-reproducirse, el ser viviente se auto-fabrica y se auto-repara hasta cierto punto. Además, puesto que tenemos nervios, estamos dotados de sensibilidad, a diferencia de las máquinas. Lo que es particularmente evidente en los mamíferos, sobre todo en los seres humanos, es el enorme papel que juega la afectividad en su ser.
Hay que agregar aquí algo muy importante: que todo ser viviente es también un sujeto. Para mí, ser sujeto es situarse en su sitio u ocupar el centro de su propio mundo para considerarlo y considerarse a sí mismo. A partir de allí, según la concepción hegeliana, se actúa para sí, flir sich. En efecto, un ser viviente trabaja sin parar para mantenerse, entretenerse y finalmente reproducirse. El sujeto es así una noción particularmente compleja. Ser sujeto conlleva un principio de exclusión: nadie puede decir “yo” en mi lugar, yo ocupo mi sitio. Hasta mi gemelo homocigótico, a pesar de la enorme complicidad que pueda unirnos, no puede decir “yo” por mí. Pero también tiene un principio de inclusión, es decir que yo puedo incluir “nosotros” en mi “yo”, o “yo” en un “nosotros”. Eso es lo que hace que pueda consagrarme a mis hijos, a mi familia, a mi patria, a mi partido, y hasta dar mi vida por ellos.
Hay a la vez un principio de egoísmo, que nace del egocentrismo, y un principio de altruismo, que viene de esa solidaridad con el “nosotros”. Y agregaría que no existen los seres aislados ni el mundo bacteriano, que ya contiene una relación de inter-subjetividad.
Ese término puede parecer extraño si se trata de bacterias, pero en el fondo hay dos elementos que lo indican: para empezar las bacterias se comunican entre ellas y algunas dan incluso una porción de adn a otras (lo que mucho tiempo se creyó una sexualidad bacteriana y que no lo es); luego existe la hipótesis de que el mundo bacteriano, reuniendo a las bacterias del aire, la tierra, el mar, nuestros intestinos… forma un todo, ya que las bacterias, por diversas que sean, pueden comunicarse entre ellas.
Para las bacterias no existen las especies, no hay más que diferencias; hay unas malas para nosotros, también otras muy útiles, como las de nuestros intestinos, por ejemplo. La idea es la existencia de un super-organismo bacteriano terrestre que nos produjo en la medida en que las células eucariotas, que son las células de vegetales y animales, provienen de una simbiosis entre dos células bacterianas. Lo que queda de esta simbiosis son las mitocondrias. Los vegetales y los animales nacen entonces a partir de esas bacterias, y de hecho nada nos indica que este organismo bacteriano no nos integre en su conjunto.

¿Podemos imaginarnos, como lo afirmaba Max Scheler en Natu-raleza y formas de la simpatía, que todos los vivientes se encuentran en simbiosis?
Se puede decir en efecto que existe esta simbiosis bacteriana general. Hay diferentes simbiosis entre los seres vivientes, pero también hay parasitismos múltiples, además de fenómenos de inter-devoración: hay animales que comen plantas y carnívoros que comen a los herbívoros, etcétera. Dicho de otro modo, en la vida pueden constatarse a la vez los fenómenos simbióticos de cooperación y de inter-destrucción.

¿Puede decirse que la vida implica la individuación? ¿Podemos imaginar una vida que no sea individual?
No, pero hay que agregar, tomando como ejemplo a los humanos, entre los que las cosas son bastante claras, que somos a la vez individuos, miembros de una sociedad y formamos parte de una especie. Y esas tres nociones son absolutamente indisociables, hasta diría que están comprendidas unas en otras: en el seno de mi individualidad hay un espacio en la medida en que la especie no puede continuar sin el auxilio de dos individuos de sexos diferentes; en el seno del individuo está la sociedad, es decir la cultura, el lenguaje; entonces, la sociedad está en el interior del individuo que es el interior de la sociedad. Esas tres nociones son indisociables, pero aunque la tendencia reduccionista, simplificadora, sea muy común en el mundo de los biólogos, no podemos considerar que el individuo no sea sino una especie de epifenómeno
y que la definición de la vida
es pura y simplemente la auto reproducción.
Hay que decir, en principio, que para un biólogo molecular estricto la vida no existe. Fue lo que subrayó François Jacob: “Hoy en día ya no se interroga la vida en los laboratorios”. La tendencia reduccionista que animó a las ciencias hasta muy reciente fecha, y que todavía es preponderante en biología, había logrado incluso eliminar al cosmos, porque no era más que espacio-tiempo. El cosmos reapareció con el descubrimiento de un acontecimiento inicial, el Big Bang y la expansión del universo, que permite ahora decir que nuestro cosmos tiene historia. El cosmos resucitó. El hombre, a su vez, fue radicalmente eliminado por Claude Lévi-Strauss, quien sostuvo que el objetivo de las ciencias humanas era el de disolver al hombre, y luego tuvimos el bourdivismo que reducía al individuo a sus campos y a sus hábitos.
En la sociobiología de Edward O. Wilson, llevada a sus extremos por Richard Dawkins en El gen egoísta, los verdaderos sujetos son los genes que se pasan su tiempo tratando de maximizarse. Esos autores afirman que las sociedades de hormigas tienen el interés genético de que algunas de ellas se ofrezcan, sacrificando su vida, dado que todas las hormigas tienen, por ser parientes, los mismos genes. Así explican el don de sí, el don patriótico, por voluntad de los genes. Sin embargo, desde mi punto de vista, si hay sujetos es al nivel de seres vivientes en su conjunto y no al nivel de los genes. Los genes no son más que elementos químicos, son portadores de una memoria y de un engrama que se transforma en programa según las necesidades del organismo. Hay una reificación y una deificación contemporánea del gen que permiten ocultar el problema de la complejidad de la vida.

¿Esta complejidad implica una perspectiva holística?
Sí.

A propósito del origen de la vida, algunas teorías sostienen que la vida viene de otra parte…
Hay para empezar la idea, muy difundida en los años sesenta y bien formulada por Jacques Monod, de que la vida es un acontecimiento absolutamente inaudito, tan improbable como que un simio dactilógrafo escribiese Hamlet. En efecto, para que se combinen las miríadas de moléculas diversas que constituyeron el primer ser viviente, se necesita un encuentro absolutamente improbable, un azar extremo; y la vida que apareció sobre la Tierra, muy probablemente no existiría en ninguna otra parte. Varios elementos confirman esta hipótesis.
Primero, todos los seres vivos poseen exactamente el mismo lenguaje genético, las mismas letras del alfabeto genético. Es por ello que encontramos los mismos genes en la mosca y en el hombre. Luego, el átomo del carbono que de manera indiferente puede ser dextrógiro o levógiro, es decir que gira de la derecha a la izquierda, en todos los seres vivos es levógiro. Si hubiese diversos orígenes de la vida, el átomo de carbono podría ser de uno u otro tipo. Y finalmente el gigantesco salto entre la organización de moléculas, incluso muy compleja, y la auto-organización viviente.
Ésta es la tesis de la alta improbabilidad de la vida. Sin embargo, muchos argumentos la cuestionaron. Existe el hecho de que se ha podido producir, en laboratorio, en probeta, en condiciones bastante simples, moléculas, macromoléculas, moléculas de adn, etcétera. En segundo lugar, la termodinámica muestra que la vida pudo surgir en condiciones ciclónicas, permitiendo que se formara una organización. Se puede comprender muy bien, en efecto, que hace cuatro millones de años había sobre la Tierra un considerable número de explosiones, de descargas eléctricas, de tormentas suficientemente importantes para crear moléculas que se asociaran en torbellinos. Según esta idea, la vida pierde así su improbabilidad radical.
Pero difícilmente se puede imaginar que la vida en la Tierra haya surgido de diversas maneras.
Los optimistas, aquellos que piensan que el universo se desarrolla al volverse complejo, dicen que el impulso de la complejidad implica inevitablemente la existencia de otras complejizaciones vivientes entre los millones de sistemas solares, sobre todo ahora que se han descubierto muchos exo planetas. Incluso dicen que si la vida no está hecha con los mismos constituyentes (ácidos nucleicos y proteínas), por qué no imaginar una organización diferente con otros constituyentes. Es por eso que hay optimistas, como Carl Sagan, que mandan mensajes al universo.
En la misma perspectiva, existe la tendencia a entusiasmarse cada vez que se encuentran huellas de agua en Marte, pero entre el agua y la vida media un abismo. En este juego, yo estoy más bien del lado de la versión pesimista, sin por ello cerrar las puertas a una versión optimista, que sería la de suponer que seres un poco mejores que nosotros podrían existir en alguna parte y que vendrían a aportarnos un poco de inteligencia y sabiduría…
En cuanto a la hipótesis de un origen extraterrestre de la vida, aparte de las hipótesis de ciencia-ficción, Crack la formula desde un punto de vista científico. En efecto, cierto número de materiales de la vida en la Tierra podrían provenir de los asteroides que bombardearon en algún momento la Tierra primitiva. Dicho de otro modo, si no hubiese habido esos materiales celestes, extraterrestres, la vida no se habría formado quizá nunca. Sin embargo, no me puedo imaginar un germen de vida, una célula viviente, llegando del cosmos. Podemos admitir eventualmente que los materiales del ser viviente llegaron en esos polvos estelares, pero no más.

Es decir, que la idea misma de seres extraterrestres, de humanoides u homínidos extraterrestres parece fantasiosa.
Digamos que me parece muy improbable; simplemente tomemos el caso del ser humano. Uno se da cuenta de que, dentro de la rama de los antropoides, no representa más que una derivación lateral de la formidable enramada montaraz de especies animales que no obtuvieron el estado de conciencia humana. O en el caso de otros seres, es evidente que los hormigueros o los termiteros manifiestan una admirable organización (por ejemplo las hormigas tienen agricultura y hasta drogas), pero incluso si un hormi-guero comprende miríadas de hormigas que constituyen así su propia inteligencia, en ella no hay nada de equivalente a la forma de pensamiento de la conciencia humana.
En la Tierra hubo numerosos signos diferentes que aparecieron en el seno de las ramas de los antropoides, pero, entre todos los seres vivos, una sola rama, en circunstancias sin duda excepcionales, pudo alcanzar la humanidad, es decir la cultura, el lenguaje y una cierta forma de conciencia. Incluso, si no es posible la existencia de formas de inteligencia equivalente o superiores a la conciencia humana, no podemos por ahora tomarla como una suerte de certeza estadística o matemática.
Por otra parte, lo que se ha averiguado recientemente sobre el carácter irrevocable de la dispersión del universo –es decir, que habría una energía negra empujando hacia la dispersión, contrariamente a la gravedad– y lo que sabemos sobre las extraordinarias fuerzas de desintegración (los hoyos negros, las supernovas que explotan, etcétera), eso hace difícil creer en que en algún otro lugar diferente de la Tierra se dio la suerte, buena o mala, de llegar a un fenómeno similar al nuestro.
Sin embargo, no excluyo que existan en el universo ciertos tipos de inteligencia o de pensamiento que no tengan forma humana. Tampoco excluyo lo que afirman algunos acerca de los platillos voladores, que no se trata de artefactos venidos del cielo, sino de una fuerza oculta de la Tierra misma. Ni siquiera excluyo que pueda existir una especie de misterioso poder en la Tierra. No excluyo nada, aunque me parezca improbable. Abro la puerta al misterio y a lo desconocido.
De hecho, creo que es cierto lo que desde hace un año se sabe acerca del universo: que la expansión no se va a detener, que todo va a perderse, que ni siquiera habrá un Big Crash. Todo eso conlleva consecuencias éticas absolutamente fundamentales. La primera es “¡vivan!”, “¡vivan su vida!”. La segunda es que la Tierra efectivamente es nuestro jardín, nuestra casa común, nuestra Tierra-Patria. Yo escribí el evangelio de la perdición. Estamos perdidos y es por esa razón que hay que fraternizar. Eso se inscribe bien dentro de mi concepción ética: si hubiese extraterrestres muy malos, como súper Bin Laden, pienso que habría que unirse y combatirlos; en la hipótesis inversa, si hubiese extraterrestres muy amigables, pienso que habría que recibirlos.

Paradójicamente, esta posición es de alguna manera teológica, porque, como en las creencias religiosas, admitimos finalmente que la vida sólo tiene un punto de donde anclarse, la Tierra.
No, porque las creencias religiosas fundadoras lo ignoraban todo acerca del cosmos. En las antiguas concepciones religiosas, incluido el cristianismo, la Tierra era el centro del mundo y las estrellas una especie de focos en el cielo. Esas concepciones eran geocéntricas, no existía aún la idea de pluralidad de mundos, los descubrimientos de Gaulée, las intuiciones de Fontanelle, Cyrano de Bergerac, etcétera. No, mi concepción es radicalmente diferente de las concepciones judeocristiana y, quizá, la islámica, en las que Dios crea al hombre a su imagen. En las creencias religiosas hay un Dios creador. Yo soy más bien espinosista, veo el mundo como un proceso de auto-creación.
Hoy en día, dado que sabemos que nuestro universo material no representa sino de 2 a 4 por ciento de la totalidad real, estando el resto constituido por una materia negra invisible, una energía negra aún desconocida, pienso cada vez más que nuestro universo (y ya lo pensaba al hablar del “caos-mos” en el primer tomo de mi Método), que aparentemente surgió del vacío, pero de un vacío muy extraño, sigue por lo bajo apoyándose en un vacío. En ese caso nos encontramos bastante lejos de la teología.

¿Podemos imaginar seres vivientes invisibles? reflejo de esa materia invisible o materia negra?
Invisibles para nosotros, sí. Nuestros sentidos son muy limitados. Pienso que hasta existen realidades invisibles a nuestros sentidos. Claro que cientos de esas realidades son detectables a través de nuestros instrumentos; las lentes astronómicas o los microscopios electrónicos, por ejemplo, nos permiten ver cosas que nuestros ojos no perciben, lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño a lo que aludía Pascal.

Ya que estamos hablando de extraterrestres, lo cual no es epistemológicamente muy correcto en el medio de las ciencias sociales, hablemos también de fantasmas, ectoplasmas, entes enigmáticos y seres invisibles que tienen un estatus ontológico diferente….
Sí, pero en ese caso mi concepción es que nosotros secretamos esos ectoplasmas, lo mismo que los genios, los fantasmas o los dioses. Nuestro espíritu los secreta según el principio de autonomía-dependencia, es decir, que esos seres, aunque dependientes de nosotros, adquieren cierto poder.
Dicho de otro modo, ya que los dioses nacen de la fe de los hombres y se nutren de sus temores y de sus deseos, adquieren una gran energía, suficientemente intensa para suscitar las alucinaciones, las visiones, los estigmas de Cristo. Pienso, incluso, que los poderes imaginarios del espíritu son absolutamente fabulosos. Nosotros secretamos espíritus, genios y fantasmas que son, además, entretenidos por el hecho de que vemos muertos en nuestros sueños. En eso sí creo. Ahora, no creo que esos seres tengan una existencia independiente de la nuestra. El día en que la humanidad se apague todos los dioses y todos los fantasmas morirán con ella.

Actualmente, las tecnociencias que pretenden dominar y transformar lo viviente están creando quimeras a través de la clonación, las manipulaciones genéticas, etcétera. Imaginemos, puesto que es un sueño o una pesadilla que está en vías de volverse realidad, que haya un segundo Edgar Morin, idéntico al primero, sentado aquí. ¿De qué manera considerar esto? ¿El ser humano tiene la posibilidad de trascender su propia “esencia” o “naturaleza” para crear un ser que se le escaparía, igual quizá que los fantasmas
y los dioses se le escapan
de las manos?
Sí, con la salvedad de que no son fantasmas, sino seres dotados de materialidad, es decir de cualidades humanas, sin dejar de ser seres fabricados, un poco como los androides de la ciencia ficción.
Efectivamente, yo creo que se ha llegado a un estadio extremadamente importante, ya que podemos, todavía no práctica pero sí teóricamente, modificar nuestra naturaleza al actuar sobre nuestro patrimonio genético. Digo teóricamente y no prácticamente porque la descodificación del genoma no es tal en la medida en que solamente se han identificado cuatro letras del alfabeto que se ordenan de un modo totalmente extraño. Es decir que, incluso, si se llega a identificar grupos de letras que correspondan a genes, se ignora totalmente cómo funciona el conjunto. Eso significa también que hay una evolución en la concepción de los biólogos.
A principios de los años sesenta se pensaba que un gen tenía una función, como una especie de máquina artificial especializada. Entonces se decía: un gen, una proteína. Ahora se ha llegado a la idea de que varios genes se reúnen para hacer tal o cual cosa, que un gen aislado puede tener dos funciones diferentes y que incluso una asamblea de genes puede tomar decisiones diferentes durante su vida. Por ejemplo, en un momento dado los genes maternos de un individuo pueden imponerse a sus genes paternos, y sin que se dé cuenta eso va a cambiar muchas cosas en él.
Frente al genoma, los científicos son como aprendices de brujo, pues todavía no han sondeado su complejidad. Entonces, evidentemente, podemos tratar de mezclar un gen animal y un gen vegetal para crear quimeras: teóricamente no excluyo que en un momento dado me puedan injertar genes que van a darme alas de cóndor y que pueda volar. Todavía no llegamos a eso. En el fondo, la manipulación genética prueba una cosa: el espíritu humano puede tener poderes más grandes que los de los genes puesto que llega a manipularlos. Se ha percibido al espíritu como una superestructura en comparación con la infraestructura que sería el gen; en realidad hoy en día la superestructura puede controlar la infraestructura.
Desgraciadamente, esos aprendices de brujos son espíritus de Homo sapiens-demens, es decir espíritus obstinados, unos motivados por intereses mercantiles, otros por una visión totalmente estrecha de la naturaleza y de la realidad. El espíritu humano posee indudablemente un poder considerable a través de la técnica, pero es este espíritu el que nos causa un
problema.

Nos enfrentamos a una paradoja ontológica. Atendiendo al decir de la mayoría de los científicos, no habría entre el Big bang y la actualidad sino una serie de azares, de procesos materiales, de complejizaciones… Pero al menos eso habría que explicarlo. ¿El espíritu humano capaz de pensar su lugar en el cosmos es simplemente el producto de una serie de azares? ¿No estará inscrita en el corazón mismo de la realidad la pregunta teológica fundamental, quizá una pregunta provocadora? ¿Acaso estamos obligados, a pesar de todo, a decirnos que no hay otra cosa que procesos, inmanencia, complejidad, casualidad, contingencia, choques, torbellinos...? ¿Y si hubiese un plan que presidiera todo eso? Ésa es también la pregunta del principio antrópico que hacen algunos físicos.
Sí, Brandon Carter y algunos más formularon el principio antrópico. Él distingue incluso un principio antrópico duro y un principio antrópico suave. Lo que está bien del principio antrópico suave es que, para pensar el cosmos, se necesita concebir que había desde el inicio la posibilidad, por mínima que sea, de la inteligencia y de la conciencia humanas. Yo creo que es incuestionable, pero ése es un razonamiento en forma de aro que se cierra solo. A partir de allí se puede ir más lejos. Ahora sabemos que nuestro universo no existiría si las grandes leyes que lo rigen, digamos sus principios de interacción –las interacciones nucleares fuertes, las débiles, las fuerzas electromagnéticas y las gravitacionales– no estuviesen reguladas como lo están. Es sorprendente que todo ello funcione así y que finalmente exista un universo coherente.
Evidentemente, hay mucho desorden, pero que contribuye igual a la organización que a la desorganización de nuestro universo. Podemos responder que sí a ello, como lo hacen algunos astrofísicos, pero hay sobre todo innumerables universos que no se consolidaron, ya que de ese vacío del que surgimos salen burbujas que no cristalizan. Sin embargo, entre ellas hay una que pudo dar nuestro universo. Es evidente que nuestro universo posee algo de extraordinario para poder presentar esta organización en partículas, núcleos, átomos, moléculas, astros. Es algo en verdad fabuloso.
Dicho de otro modo, lo que antes nos parecía normal –un universo construido por un Dios arquitecto-, hoy nos parece absolutamente increíble. Tomando en cuenta nuestros conocimientos actuales, definitivamente no se puede rehabilitar la idea de un Dios planificador. Cuando mucho hay un Dios, o, decía Heráclito, un niño jugando a los dados. Y como en todos los juegos hay reglas y aleas, quizá finalmente son dos los dioses que juegan ajedrez uno contra el otro. Se puede suponer
cualquier cosa.
Desde mi punto de vista, el gran misterio del universo y de la realidad es que es inconcebible. Creo que eso demuestra los extraordinarios alcances de la racionalidad humana para concebir una realidad que la sobrepasa. Solamente esta racionalidad humana tiene la capacidad de saber que la realidad la sobrepasa. Es una virtud del espíritu humano.

Quizá la mística es una experiencia así.
La mística es una experiencia a la vez de pérdida y de realización de sí. En el fondo hay dos estados místicos, el que nace del vacío, de la pacificación, una especie de mística zen en la que uno se pierde y se olvida el yo en una suerte de chapuzón cósmico.
La otra, por el contrario, es la de la sobreexcitación, de la intensidad, de fusión casi erótica, como la de Teresa de Ávila. Esos dos estados místicos son muy importantes. El éxtasis, por ejemplo, es algo fundamental para el ser humano y se puede alcanzar por medio del erotismo, la mística, el trance musical, etcétera.

Algunos místicos dicen que
experimentan una sobre-vida, una vida superior. Para ellos es un estado de acceso a una vida diferente, a otra vida.
Si, podemos pensar eso, pero en ese caso ¿tiene el término vida el mismo sentido? Yo no lo sé. Es un estado límite del ser al que aspiramos, pero no pienso que ello, por sí mismo, nos revele algo.

En la primera edición de El hombre y la muerte, la amortalidad es considerada como algo posible. Dos biólogos, Fréderic Revah y André Klarsfeld, han retomado ahora la cuestión.
Sí, de hecho yo tuve contacto con Amelsen, un colega de Klarsfeld, que me dijo que efectivamente en la época de mi primera versión había dado en el blanco, que luego modifiqué.

¿Cómo es que un espíritu finito, limitado como el nuestro, puede llegar a concebir el infinito? La pregunta ya fue formulada por Descartes y Emmanuel Lévinas. ¿Se puede decir que es simplemente la angustia de la muerte lo que da la idea de una trascendencia, de un más allá o de una sobrevivencia? ¿Y si fuese una reminiscencia en el sentido en que Platón la considera? ¿Se puede decir simplemente, a riesgo de caer en el reduccionismo psicológico, que la idea de la amortalidad, de la inmortalidad o de la sobrevivencia son sólo una proyección de la angustia?
Yo no creo que esa metafísica de la vida más allá de nuestras vidas provenga solamente de la muerte, también viene del misterio de la existencia. Meditar acerca de la existencia proporciona, por oposición a la idea de finitud, la casi idea del infinito. Pero nosotros no aguantamos esta idea de finitud. Sin embargo, es la que tendremos finalmente que soportar.