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Para
empezar quiero aclarar que soy veracruzano nacido por azar en Puebla.
Mis bisabuelos llegaron a México en 1881, y se asentaron
en la Colonia Manuel González, cerca de Huatusco, y en Huatusco
mismo. A los cinco años había ya perdido a mis padres
y tanto mi hermano Ángel como yo tuvimos por tutores a mi
tío Agustín Deméneghi y a mi abuela Catalina
Buganza, quienes nos trataron con afecto y cuidado, más que
si fueran nuestros padres.
En
Potrero hice la primaria en la escuela Carlos A. Carrillo. Aprendí
a leer muy prematuramente, antes de entrar a la escuela. Y como
mi abuela era una lectora de tiempo completo, comencé a imitarla.
Devoré casi todo Verne, Conan Doyle, Stevenson, Mark Twain,
en aquella época.
De
1940 a principios de 1950 me encuentro en Córdoba. Es una
ciudad a la que me siento intensamente vinculado por haberse convertido
en el centro de mi vida familiar. En los muchos años que
viví en Europa, en los momentos de melancolía, en
las enfermedades, era el lugar en que más pensaba; soñaba
con ella y eso me reconfortaba. Es un lugar que aparece con frecuencia
en mi escritura. Allí cursé los estudios secundarios
y preparatorios.
En Córdoba, mi pasión por la literatura se hizo presente.
Leía desbocadamente, La guerra y la paz, El Quijote, los
cuatro libros de memorias de Vasconcelos, todo Dickens, mucho Shakespeare;
las grandes obras las conocí allí.
En la secundaria tuve como compañero a Antonio Cuesta, quien
me permitía el acceso a la biblioteca que había sido
de su padre Jorge Cuesta. De ese modo leí a los contemporáneos,
a Alfonso Reyes, Luigi Pirandello, Jean Cocteau, en francés,
y Eugene O’Neill, cuya obra El duelo le sienta a Electra (en
inglés) me produjo un trance estético, sólo
comparable al que pocos años después conocí
al leer “La casa de Asterión” de Borges, mi primer
contacto con ese escritor genial. No todas mis lecturas se mantenían
en ese nivel, mezclaba desordenadamente el mundo e igual placer
me producía Ágata Christie que Homero.
Junto a la literatura estaba el cine, pero lo que más disfrutaba
era el teatro, ya fuera leído, escuchado por la radio o visto
en las carpas que en aquella época recorrían el país.
Mis primeros goces escénicos se los debo a María Elena
Conthla y a su ambulante Teatro Encanto donde me sacudía
con Echegaray, Linares Rivas y Benavente, y disfrutaba los juguetes
cómicos de los hermanos Álvarez Quintero. Me pasaba
lo mismo que con la lectura: me entusiasmaba con un culebrón
de Echegaray en la tarde y por la noche leía La máquina
infernal de Cocteau o el Hamlet de Shakespeare. Recuerdo que la
única vez que deserté de las clases en esos cinco
años fue para ver en Orizaba a María Teresa Montoya
en Topacio, de Pagnol; no sólo había admirado a la
trágica eximia sino también conocido el llamado teatro
de ideas.
Llegué a la capital a los 16 años para cursar estudios
universitarios. Me inscribí en la Facultad de Derecho, pero
frecuenté más la de Filosofía y Letras. Bien
es cierto que esta última, en su conjunto me resultaba mucho
más atractiva que la de Derecho, ya que pasar de los cursos
de Historia de la Historiografía a los de Literatura Medieval
Italiana, y de la Historia del Arte Moderno a la Literatura de los
siglos de Oro era infinitamente más placentero que asistir
a la aulas de la otra facultad a escuchar disquisiciones incomprensibles
sobre derecho fiscal o mercantil; pero me es necesario decir que
la definición de mi destino, mi ser hacia y para la literatura,
se lo debo a la Facultad de Derecho, y concretamente a un maestro,
don Manuel Martínez de Pedroso, catedrático de Teoría
del Estado.
Había yo pasado varios periodos antes de vacaciones en la
capital, y disfrutado inmensamente en ella. Me interesaba conocer
todo lo que en Córdoba se hacía imposible: el buen
teatro, la música, las librerías, la pintura.
También la intensidad de vida. Pocas temporadas recuerdo
tan portentosas como mis dos primeros años en la Facultad
de Derecho laboriosamente dedicados a mi autoeducación. Fue
un aprendizaje intensivo: visitaba periódicamente los museos
y recorría los edificios cuyos muros estaban pintados por
Orozco, Rivera y Siqueiros, las tardes dominicales las dedicaba
al teatro, una vez por semana acudía a un excelente cineclub,
oía música clásica en el radio; trataba de
ponerme al corriente en la literatura: Proust, Joyce, Virginia Woolf,
Mann, Kafka, Borges, Sartre, muchísimos más.
Es el único tiempo que recuerdo en que despertar temprano
me producía felicidad, sólo por saber que dentro de
poco tiempo estaría en la Facultad de Derecho. Asistíamos
aún en el viejo edificio de Jurisprudencia en las calles
de San Ildefonso. La generación cincuenta a la que yo pertenezco
dio varios exponentes a la literatura, la difusión cultural
y a la política; Carlos Fuentes, Enrique González
Pedrero, Víctor Flores Olea, Miguel Alemán Velasco,
Luis Prieto Reyes, Mario Moya Palencia, Mario Ojeda Paullada y muchos
más que harían una larga fila. Unos fuimos escritores,
otros secretarios de Estado, gobernadores y diplomáticos.
En varios círculos culturales universitarios se producían
el diálogo y la discusión siempre estimulantes.
Todo allí me producía placer, la vitalidad que por
lo general imperaba en los amplios corredores que daban a un gran
patio interior, las conversaciones, las discusiones, las bromas,
todo, en fin, menos los cursos de derecho. Desde el segundo año
comprendí que mi incompatibilidad con los códigos
civiles, penales, fiscales, mercantiles era insuperable. Sólo
me interesaban las materias abstractas, aquellas que tenían
que ver con la evolución de las ideas, tales como el derecho
constitucional, la filosofía del derecho, el derecho internacional
público y sobre todo la teoría general del Estado.
Esta última la estudiaba con fervor.
Al terminar la carrera no sabía nada que fuera útil
para emplearme en un bufete de abogados. Nunca había puesto
un pie en un tribunal, y sí en varias editoriales. De manera
que me empleé en ese cauce: trabajé en la Editorial
Novaro, en la Compañía General de Ediciones dirigida
por don Rafael Jiménez Siles y Martín Luis Guzmán;
hacía traducciones y lecturas de originales, para Joaquín
Díez-Canedo.
Comencé una tesis de Teoría del Estado y pasado el
tiempo me convencí de que el título de derecho me
era inservible para mis trabajos. Lo único que me interesaba
era escribir y trabajar en una editorial o un suplemento literario.
En 1966, estando precisamente en Xalapa, un funcionario de Relaciones
Exteriores me comentó cautamente que en la Secretaría
habían manejado mi nombre como posible candidato a una agregaduría
cultural en una Embajada en Europa. “Si le interesa el cargo
debe enviar un curriculum vitae, mencionando los idiomas que maneje,
su acta de nacimiento y una copia de su título universitario”.
Respondí que había terminado la carrera de leyes,
pero aún no me recibía. “De ninguna manera lo
voy a necesitar, jamás voy a litigar. Trabajo en una editorial,
ese es el campo que me interesa. Usted sabe, yo escribo. Aprobé
todas las materias y hasta comencé a escribir mi tesis, aunque
la dejé a medias”. “¿Por qué no la
termina y se recibe? Sin eso no le podemos hacerle un nombramiento”,
me dijo. Y así lo hice. Terminé una tesis de Teoría
del Derecho, sobre las utopías del Renacimiento. Y en marzo
de 1968 presenté mi examen, a los 35 años de edad.
Una semana después volaba hacia Belgrado como agregado cultural.
Doce años después pasé un examen en la Secretaría
de Relaciones para convertirme en un diplomático de carrera
y poder aspirar al cargo de Embajador. Fui agregado cultural en
Belgrado, sí, pero por pocos meses. La atroz matanza de estudiantes
en Tlatelolco hizo decidirme a renunciar al cargo. En 1972, pasado
el gobierno de Díaz Ordaz, volví.
Dos grandes personalidades fueron decisivas en mi vocación.
A ambos los conocí a los 17 años y los seguí
cultivando hasta su muerte. El primero fue don Manuel Pedroso, un
republicano aristócrata ex rector de la Universidad de Sevilla
y catedrático de Teoría del Estado y Derecho Internacional.
Los alumnos más comprometidos con su carrera, los más
ordenados, los de óptimas calificaciones en todas las asignaturas,
desorientados ante la ausencia de un programa previamente establecido,
y la resistencia del maestro a señalar un libro de texto,
desertaron a las dos o tres semanas de haberse iniciado el curso.
Pedroso fue una de las personas más cultivadas que he conocido,
y, quizás por eso, nada había en él de libresco.
Su sentido del orden se manifestaba de la manera más oblicua
que pueda uno imaginar. Cuando en el salón no quedó
sino un puñado de fieles, el maestro sevillano inició
realmente su paideia. La impartía del modo más heterodoxo
que en aquella época, y quizás en cualquier otra,
pudiera concebirse la enseñanza del derecho. Pedroso solía
hablarnos del dilema ético encarnado en El gran inquisidor,
de Dostoievski; del antagonismo entre obediencia al poder ilegítimo
y el libre albedrío en Sófocles; de las nociones de
teoría política expresadas por los Enriques y los
Ricardos de los dramas históricos de Shakespeare; de Balzac
y su concepción dinámica de la historia; de los puntos
de contacto entre los utopistas del Renacimiento con sus antagonistas,
aparentes tan sólo para Pedroso, los teóricos del
pensamiento político, los primeros visionarios del Estado
moderno: Juan Bodino y Thomas Hobbes.
A veces en clase discurría ampliamente sobre la poesía
de Góngora, poeta que prefería a cualquier otro del
idioma, o de su juventud en Alemania, donde había realizado
la primera traducción al español de El capital de
Marx y también la de Despertar de primavera, de Franz Wedekind,
uno de los primeros dramas expresionistas que circuló en
el ámbito hispánico; de sus actividades durante la
guerra civil, cuando su título de duque no le impidió
ponerse, desde el primer momento, al servicio de la República;
de su arduas experiencias en el sobrecogedor Moscú de las
grandes purgas, donde fue el último embajador de la República
Española. A menudo nos vapuleaba con cáustico sarcasmo,
pero igual celebraba nuestras victorias. Pedroso nos incitaba a
leer, a estudiar idiomas, pero también a vivir. Disfrutaba
de los relatos que le hacíamos, inventándole algunos
detalles y exagerando otros, de nuestros recorridos nocturnos por
un circuito de antros de los que parecía un milagro salir
ilesos. Los halagos del mundo convivían en Pedroso de manera
perfecta con los rigores del conocimiento. El humor era uno de sus
componentes fundamentales. Aún los episodios más dramáticos
de la guerra civil podían transformarse en el momento de
estar a punto de alcanzar su pathos más alto en un desfile
de escenas de comicidad indescriptible. Al terminar el curso uno
sabía Teoría del Estado con mayor claridad que aquellos
alumnos que desertaron para abrevar en fuentes más canónicas.
Carlos Fuentes y Víctor Flores Olea han escrito sobre él
páginas excelentes.
El otro fue Alfonso Reyes. En México, durante la adolescencia,
frecuenté larga y devotamente su obra que incluye varios
títulos de teoría literaria. El deslinde, La experiencia
literaria, Al yunque. Los leía, me imagino, por el puro amor
a su idioma, por la insospechada música que encontraba en
ellos, por la gracia que, de repente, aligeraba con una broma la
exposición de un tema necesariamente grave. Borges, en un
poema en memoria del escritor mexicano, afirma:
En los trabajos lo asistió la humana esperanza y fue lumbre
de su vida dar con el verso que ya no se olvida y renovar la prosa
castellana.
Era tal su discreción, que muchos aún ahora no acaban
de enterarse de esa hazaña portentosa, la de transformar,
renovándola, nuestra lengua. Releo sus ensayos y más
me asombra la juventud de esa prosa que no se parece a ninguna otra.
Cardoza y Aragón sostiene que nadie que no haya releído
a Reyes podría afirmar haberlo leído.
Debo a nuestro gran polígrafo y a los varios años
de tenaz lectura la pasión por su lenguaje; admiro su secreta
y serena originalidad, su infinita capacidad combinatoria, su humor,
su habilidad para insertar giros cotidianos, reñidos en apariencia
con el lenguaje literario, en alguna sesuda exposición sobre
Góngora, Virgilio o Mallarmé. Si la razón teórica
en Reyes topó con mi sordera, en cambio le soy deudor del
acercamiento a varios terrenos a los que de otra manera quizás
habría tardado en llegar: el mundo helénico, la literatura
española medieval, la de los Siglos de Oro, la novela del
Sertón y la poesía vanguardista de Brasil, Sterne,
Borges, Francisco Delicado, la novela policial, ¡y tantas
cosas más! Su gusto era ecuménico. Reyes se movía
con ligera seguridad, con extrema cortesía, con curiosidad
insaciable por muy variadas zonas literarias, algunas poco iluminadas.
Acompañaba el ejercicio hedónico de la escritura con
otras responsabilidades.
El maestro –porque también lo era– concebía
como una especie de apostolado compartir con su grey todo aquello
que lo deleitaba. Fue un paciente y esperanzado pastor que se propuso,
y en algunos casos lo logró, educar a varias generaciones
de mexicanos; lo que la mía le debe es invaluable. En una
época de ventanas y puertas cerradas, Reyes nos incitaba
a emprender todos los viajes. Evocarlo me hace recordar uno de sus
primeros cuentos: “La cena”, un relato de horror inmerso
en una atmósfera cotidiana, donde a primera vista todo parece
normal, anodino, hasta podría decirse un poco dulzón,
mientras entre líneas el lector va poco a poco presintiendo
que se interna en un mundo demencial, quizás el del crimen.
Esa “cena” debió haberme herido en el flanco preciso.
Años después comencé a escribir. Y sólo
muchos años después advertí que una de las
raíces de mi narrativa se hunde en aquel cuento. Buena parte
de lo que más tarde he hecho no es sino un mero juego de
variaciones sobre aquel relato.
He viajado mucho. Desde muy joven, y por varios continentes. En
una ocasión, a mediados de 1961 decidí pasar unos
cuantos meses en Europa. Esa temporada se convirtió en 28
años. Nada logró desarraigarme de mi país.
Pasaba vacaciones en México, y desde luego jamás dejé
de visitar Córdoba. Pasé dos temporadas largas en
el país, una en Xalapa y otra en la ciudad de México,
ambas de una duración de un año y medio. La mitad
del tiempo que estuve en el extranjero desempeñé diversos
empleos, sobre todo el de traductor literario, la otra de diplomático.
El hilo que une a esos años, lo supe siempre, fue la literatura.
Toda experiencia personal, al fin y al cabo, confluía en
ella.
Durante muchos años, la experiencia de viajar, leer y escribir
se fundió en una sola. Los trenes, los barcos, el avión
me permitieron descubrir mundos maravillosos o siniestros, todos
sorprendentes. El viaje era la experiencia del mundo visible, la
lectura, en cambio, me permitía realizar un viaje interior,
cuyo itinerario no se reducía al espacio sino me dejaba circular
libremente a través de los tiempos. Leer significaba acompañar
al señor Bloom por las tabernas de Dublín hace cien
años, a Fabricio del Dongo por la Italia posnapoleónica,
a Héctor y Aquiles en las plazas de Troya y los campamentos
militares que durante largos años la circundaron. Escribir
significaba la posibilidad de embarcarse hacia una meta que apenas
se vislumbra y lograr la fusión –debido a esa oscura
e inescrutable alquimia de la que tanto se habla cuando se acerca
uno al proceso de la creación– del mundo exterior y
de aquel que subterráneamente nos habita.
He escrito varios libros: cuentos, novelas, ensayos literarios,
crónicas autobiográficas, ensayos sobre pintura. El
cotidiano ejercicio de la escritura y la lectura es el premio mayor
que puede recibir un escritor. Los dos primeros que escribí,
hace casi 50 años: Victorio Ferri cuenta un cuento y Amelia
Otero se los mostré a mi amigo Carlos Monsiváis en
cuya intuición literaria tenía una fe absoluta; los
leyó y me dijo que cumplían, que no estaban del todo
mal, pero que los temas requerían una estilización
mayor; los rehice muchas veces antes de publicarlos. Aún
ahora lo que escribo pasa por su censura y casi siempre detecta
los puntos flojos. Sin su ayuda hubiera sido un escritor muy descuidado,
de eso estoy seguro.
Hubo un momento, en Praga, que comencé a añorar la
patria. Vivir rodeado del castellano de México, sentir su
ritmo, sus tonos, sus novedades fue haciéndose en mí
una manía cada vez más avasalladora; los recuerdos
de la juventud, la familia, los amigos, los sitios queridos fueron
tejiendo mi entorno. Llegó el día de la decisión
y en el otoño de 1988 regresé a México.
Unos cuantos meses después conocí personalmente ese
fenómeno del que tenía una vaga idea por cartas y
por la prensa mexicana, pero que no lograba imaginar del todo: la
inversión térmica. La sufrí tres años;
mis vías respiratorias, la piel, los ojos me exigieron un
retiro, no ya de nuevo a Europa, sino a algún lugar en el
interior del país. Después de algunos experimentos
fallidos, llegué a Xalapa. La Universidad Veracruzana me
acogió con cordialidad. He encontrado el lugar donde mejor
he podido escribir, es decir, donde mejor he podido vivir.
He logrado reunir en Xalapa mis libros, que estaban diseminados
en casas de amigos y familiares y en bodegas. Una biblioteca reunida
durante toda la vida, sin ningún tesoro bibliográfico,
ya que no hay libros del siglo xvi, ni del xvii. Es sólo
una colección de varios miles de volúmenes, que me
han servido para comprender y, sobre todo, gozar de la literatura,
desde los cantos homéricos hasta este día. Jamás
podría leerla entera, ni siquiera aunque viviera otros 70
años, pero me permiten muchísimas opciones de lectura.
Quisiera que esos libros ayudaran a otros más, los alumnos,
los maestros y los investigadores de la Universidad Veracruzana.
Si la Universidad lo consiente, la biblioteca sería donada
a mi muerte. Tengo una deuda con la Universidad Veracruzana, no
sólo por estos 12 años que me han permitido ampliar
mi obra con tranquilidad, sino desde muchos años atrás,
a través de la persona de un gran escritor, extraordinario
editor y generoso amigo: Sergio Galindo, quien publicó en
forma profesional mi primer libro de cuentos: Infierno de todos,
y a casi a todos de los mejores escritores de mi generación:
Juan Vicente Melo, Juan García Ponce, José de la Colina,
entre otros. Antes había publicado yo un pequeño librito
privado que ni siquiera llegó a las librerías. Sergio
Galindo creyó en mí y me convirtió en un escritor.
Muchas gracias a ustedes.
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