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Cuando
en febrero del 2001 recibí el Premio Nacional de Historia,
Ciencias Sociales y Filosofía, ninguna autoridad de Veracruz
me acompañó al acto, me sentí desamparada.
La disculpa de un alto funcionario de la cultura fue: “Doctora
nadie es profeta en su tierra”, por ello el grado Honoris Causa
que hoy recibo de la Universidad Veracruzana me causa mayor alegría
que el Premio Nacional. Gracias señor rector Víctor
Arredondo y gracias a todos los integrantes de la Facultad de Historia,
del Instituto de Artes Plásticas y del Consejo Universitario,
quienes me han hecho merecedora de este honor, que aprecio profundamente
por tratarse de la Universidad de mi estado natal y una de las mejores
del país.
En la Ciudad de Veracruz, en la que nací, hasta hace unas
décadas estaban vivos en la población el orgullo y
la satisfacción de pertenecer a un centro liberal, abierto
a las ideas avanzadas y eje de la historia nacional.
Los veracruzanos aprendimos y sigue repitiéndose en la actualidad,
pero ya de manera vacía y retórica, que Veracruz es
la puerta de entrada de todo lo bueno y lo malo que ha pasado por
nuestro país. Que Veracruz, en suma, es custodio esencial
y motor de la historia de México. Hoy, el sentimiento de
patriotismo local se ha perdido entre la juventud, pero hace muchos
años, cuando estudié hasta el bachillerato en el célebre
Ilustre Instituto Veracruzano, la historia oral, en el más
justo sentido de lo que es, se practicaba tanto entre las clases
cultivadas como entre el pueblo en general. Se gozaba de una simpática
altanería basada en la seguridad de descender de una estirpe
de libertadores, defensores de la patria. En cada veracruzano había
un historiador, elemental si se quiere, pero con pretensiones de
conocer la historia local y un héroe dispuesto a dar la vida
ante cualquier invasor. Cada adolescente jarocho nos sentíamos
un Azueta, un Uribe o un Alacio Pérez en potencia.
Las niñas de la escuela primaria oficial en la que estudié,
éramos llevadas por nuestras patriotas y muy excepcionales
profesoras de la Escuela Josefa Ortiz de Domínguez a caminar
por el centro histórico del Puerto, aprendiendo al mismo
tiempo la situación de las calles de la ciudad y las vidas
de los héroes que les daban nombre. Benito Juárez,
Miguel Lerdo, Arista, Esteban Morales cobraban vida ante nosotras.
Al tomar la calle Hernán Cortés, que conduce al mercado,
la lección de la historia a veces se tornaba, ante nuestro
asombro e incomprensión, en una discusión pública
sobre si debería quitarse o no ese nombre odiado por la mayor
parte del pueblo. Transeúntes que se detenían a oír
la clase, intervenían exaltados.
No sé si existe en nuestro país alguna otra ciudad
que lleve en sus calles el nombre del conquistador, pero que haya
una justo en el Puerto de Veracruz es muy significativo para entender
las contradicciones de su composición social. Las visitas
a San Juan de Ulúa, al Fuerte de Santiago, a las Atarazanas
y el recorrido por donde había pasado la muralla eran motivo
de imaginativas lecciones de historia patria. El método de
enseñanza viva de la historia por parte de maestros y transeúntes
fueron lecciones inolvidables en mi formación.
Tuve la fortuna de nacer en una familia en la que mi madre dedicó
su vida a una labor social. Fue una de las fundadoras de la Cruz
Roja del Puerto, hizo el primer jardín de niños, Número
1 que aún existe, y durante 20 años sostuvo con su
trabajo, callado y constante, un comedor infantil para 300 niños
pobres, en el sitio que hoy ocupa el dif Municipal. Mi padre fue
médico de profesión, impartía clases en el
Ilustre Instituto Veracruzano y en la Escuela Naval, fue fundador
y director de la Secundaria Libre donde yo estudié y también
uno de los fundadores y maestro, hasta su muerte, de las facultades
de Medicina y Enfermería de esta Universidad en el Puerto.
En las dos facultades lo velaron cuando murió. Culto, erudito,
sabio y generoso fue nuestro profesor de tiempo completo. Siendo
hijo de cubanos mi padre hizo de José Martí el apóstol,
la figura señera de nuestra educación en el hogar.
Crecimos leyendo a Martí.
Mi familia se movía en todas las capas sociales. La clase
adinerada del Puerto era conservadora, mocha, discriminadora e inculta,
formada en su mayor parte por españoles de reciente inmigración,
dueños del comercio, de las poquísimas industrias
(jabonerías, panaderías, tabaquerías, alcoholerías)
y de dos bancos dedicados casi exclusivamente a préstamos
hipotecarios. Una reciente inmigración de libaneses y algunas
familias judías manejaban el comercio local, junto con los
españoles. Casi todas las niñas bien estudiaban en
colegios de monjas y los niños en la Escuela del Casino Español,
en donde se les obligaba a hablar con la “z” y a defender
los grandes beneficios de la conquista española, obviamente
la lengua y la religión como primordiales.
Un pequeño grupo de profesionistas, todos ellos liberales
ilustrados, mandaba a sus hijos a escuelas públicas. Mis
hermanos y yo fuimos de los que estudiamos en escuelas de gobierno
en donde se enseñaba la historia opuesta a la española,
la indigenista, y como nos tocaron los primeros estudios en la década
de los años treinta y cuarenta, crecimos en el más
exacerbado nacionalismo. Los niños de mi familia fuimos de
los pocos blancos que jugaban con los hijos de las familias negras
confinadas en el célebre barrio de la Huaca, que comenzaba
a dos cuadras de la casa en que nacimos.
La biblioteca de mi padre respondía a muchos de mis intereses,
la parte científica y técnica era la más completa.
Sin embargo, los libros de historia, filosofía, literatura,
música y pintura también abundaban. De historia recuerdo
los muchos tomos de la edición La Historia Universal de Cesare
Cantú, del que mi abuelo materno había sido ayudante
y desde luego los de Malet e Isaac, qué más tarde
utilizaríamos en la Escuela Preparatoria. Con gran orgullo
nos prestaba los tomos de México a través de los siglos
y cada viaje suyo a la Ciudad de México era una fiesta, pues
llegaba cargado de regalos ¡siempre libros! Muchos de ellos
adquiridos en librerías de viejo que eran su fascinación.
A mí siempre me trajo poesía, novelas, biografías
y libros de historia. Yo quería estudiar Teatro y Danza,
pero mis padres se opusieron. Me decidí por la carrera de
Derecho aunque mi padre me advirtió que, en México,
el Derecho no era derecho sino chueco. Tenía la opción
de estudiar aquí en Xalapa, pero mis experiencias con esta
ciudad eran desastrosas. Todos los asuntos debían arreglarse
aquí. Acompañé a mi padre muchas veces a hacer
antesalas en oficinas burocráticas, siendo director del Hospital
General de Veracruz, a ver a políticos que lo hacían
esperar horas o lo dejaban plantado. La parte agradable de Xalapa,
además de su belleza, era la zona universitaria y el ambiente
estudiantil, pero la grilla política que hay aquí,
nos molestaba profundamente, yo la sigo detestando. Nos acordábamos
de Martí cuando le escribe a su amigo mexicano Manuel Mercado:
“Mientras más cerca toco las cosas políticas,
más repugnancia me inspiran” (8 de marzo de 1878).
Decidí que Xalapa era imposible y me inscribí en la
Escuela de Leyes de la unam, desgraciadamente no resistí
la novatada y la hostilidad a las pocas mujeres que había
entre el alumnado y me cambié a estudiar Historia Universal
a la Facultad de Filosofía y Letras de la unam, donde he
pasado más de 50 años.
Uno de los recuerdos importantes que guardo de mis años de
estudiante en Veracruz es la Biblioteca del Pueblo, rica en libros
antiguos, pintados a mano y dorados, muchos en pergamino; había
también miles de ediciones, revistas y periódicos.
Siendo estudiante en México para la materia de Historia de
los Estados Unidos hice en el primer semestre un trabajo sobre la
intervención norteamericana del 47, el cual investigué
en esa biblioteca. Para el segundo semestre hice una indagación
oral y entrevisté a algunos de los testigos del bombardeo
del 14, empezando por mi madre, mi abuela, mis tíos, mi nana
y mis amigos de la Huaca. Cuando quise consultar las páginas
de El Dictamen encontré que el cajón en donde se guardaban
estaba lleno de agua, las hojas se deshacían. Empezaba el
desastre. En los años cincuenta, la Biblioteca del Pueblo
fue desmantelada y los libros, documentos y periódicos, saqueados;
lo que restó de ese vandalismo fue amontonado en el patio
y en el último piso de un edificio en ruinas. Casi todo lo
más valioso se perdió. Todavía años
después, en el sexenio de López Portillo, un familiar
con carta de la esposa del presidente se llevó lo que quedaba
de las fundaciones de los conventos e iglesias de Veracruz.
En el antiguo convento franciscano, junto al Faro de Juárez,
en donde se había ubicado por muchos años la Biblioteca,
se hizo el llamado recinto de la Reforma con estatuas solitarias
que nadie visita. Lo poco que quedó de esa maravillosa Biblioteca
fue catalogado y reunido en una bella casona del siglo xvii restaurada
siendo gobernador Don Fernando Gutiérrez Barrios y yo directora
del Instituto Veracruzano de Cultura. Es hoy el Archivo y Biblioteca
Históricos.
Cuando ingresé a la Facultad de Filosofía y Letras
de la unam, la polémica entre los historiadores, científicistas
y positivistas y el nuevo enfoque historicista estaba en su apogeo.
En el Departamento de Historia, el doctor Edmundo O´Gorman
encabezaba el cambio y en Historia del Arte, el maestro Justino
Fernández era pionero.
Para O´Gorman, el elemento más bello y fecundo de la
historia es la pasión. La historiografía, hecha hasta
entonces por los historiadores mexicanos del siglo xix hasta sus
días, era para el maestro una historia muerta, servil al
documento pero carente de reflexiones e interpretaciones. “los
textos deben ser interrogados”, afirmaba. El historiador debe
de conocer tanto el pensamiento filosófico como la historia
del desarrollo de la propia historia. Unos años después,
la cátedra de Historia de la Historia fue introducida por
él en el programa de estudios universitarios y marcó
un avance fundamental para la carrera del historiador, así
como su otra gran aportación en México: la comprensión
de la historia como historia de las ideas y de la cultura.
La soledad cultural en que se encontraban por esos años los
jóvenes historiadores fue enriquecida con la llegada de los
intelectuales exiliados españoles. Los que se incorporaron
a la vida académica de la Facultad de Filosofía y
Letras reafirmaron a los nuevos catedráticos de Historia
que el rumbo que estaban tomando era el adecuado. Las clases de
José Gaos eran espectaculares; brillantes sus exposiciones
de Ortega y Gasset, de Dilthay, de Cassirer, de Weber. El pensamiento
de Martín Heidegger era transmitido por el filósofo
español inmediatamente después de ser expuesto en
la Universidad de Friburgo por el filósofo alemán.
Los historiadores mexicanos y sus alumnos, por primera vez podíamos
estar al día en las aportaciones más lúcidas
del pensamiento universal.
De las lecturas obligadas en los seminarios de O´Gorman recuerdo
La formación de la conciencia burguesa, de Grothuysen; Del
paganismo al cristianismo y Reflexiones sobre la Historia Universal,
de Burckard; Homo ludens y el Otoño de la Edad Media, de
Huitzinga, Paidea y Los ideales de la cultura griega, de Jeager;
e Historia de la Cultura, de Weber.
El director de mis dos tesis, la de Maestría y la de Doctorado,
fue el maestro O’Gorman. Una idea de cómo era la guerra
entre las dos posturas históricas que se vivía en
la Facultad de Mascarones puede mostrarse en esta anécdota:
Para mi examen profesional, el maestro O´Gorman me había
aleccionado aconsejándome que si no sabía algún
dato o fecha concreta que me preguntaran, debía contestar
a los sinodales: que para eso estaban las bibliotecas. El maestro
Martínez del Río me hizo una pregunta de ese tipo,
no recuerdo cual, pero yo quise actuar la consigna y sin más
me levanté de la silla, corrí a la puerta y dije:
Maestro, ahorita vuelvo con la respuesta, está en la biblioteca.
Los sinodales me detuvieron con gritos de alarma y el público
con carcajadas. Al examen, para mi espanto, había acudido
un numeroso público. Era la primera tesis dirigida por O´Gorman
y se esperaba que fuera el triunfo del nuevo método de análisis
historicista. Después del examen fuimos a cenar Gaos, Justino,
Edmundo y el pintor José Clemente Orozco. Mi pueril desplante
los hacía reír cada vez que recordaban las espantadas
caras de los sinodales a los que, según ellos, había
dejado en ridículo. Sentían que la batalla estaba
ganada. Es posible que este episodio haya contribuido a que al poco
tiempo O´Gorman me propusiera matrimonio. Nos casamos un año
después, pero esta es otra historia de la historia.
Cuando entré a trabajar al Instituto de Investigaciones Estéticas,
hace 50 años, éste era el único organismo cultural
donde se ejercía como disciplina fundamental la historia
del arte que, no obstante, era considerada exclusivamente bajo la
servidumbre de la historia, pero ya se estaba luchando por ampliar
su campo de acción, sus perspectivas, las nuevas herramientas,
en suma, que tuviera una metodología propia. Los únicos
que ejercían la crítica de arte junto con los historiadores
eran casi todos literatos y poetas como Luis Cardoza y Aragón
y Octavio Paz. Las bases de los estudios específicos y exprofesos
de historia del arte como disciplina autónoma nacieron en
México con la fundación del Laboratorio del Arte,
que poco más tarde cambió su nombre por el que lleva
actualmente Instituto de Investigaciones Estéticas, de la
unam. Desde los años treinta y en gran medida gracias al
sentimiento nacionalista acrecentado en esas décadas, la
producción popular, tanto artesanal como musical y dancística,
comenzó a interesar y a ser estudiada con herramientas nuevas
y eficaces. La consideración artística de la producción
artesanal ha sido y sigue siendo una larga lucha.
Las repercusiones y lecturas de los clásicos historiadores
del arte europeos fueron las pautas que se siguieron en México
para el desarrollo de esta disciplina que es la historia del arte.
Para el maestro Justino Fernández, decisivo en mi carrera,
las lecturas de las críticas de Diderot, Stendhal y sobre
todo Baudelaire eran obligadas. El sentimiento, la imaginación,
la subjetividad, la parcialidad, agregadas al documento y su historia
eran las bases de un desarrollo que abarcara en su totalidad al
objeto artístico. Para Justino, hacer historia del arte entre
otras muchas cosas, era hacer patria. Manuel Gamio había
clavado en el pecho de los integrantes de esa generación
la estaca del nacionalismo pero, con el movimiento estudiantil del
68, a muchos maestros y estudiantes ese tipo de nacionalismo se
nos derrumbó.
Influencias fundamentales para mi generación y las subsecuentes,
fueron los aportes metodológicos de Ernst Cassirer y Erwin
Panofsky. Las obras de arte ya no serían sólo documentos
históricos sino además formas simbólicas con
profundas significaciones dentro de la historia de las imágenes:
la iconografía. Para la historia más profunda de las
ideas humanistas, culturales, poéticas, económicas,
sociales, en suma históricas, había que valerse de
la iconología.
Cuando comencé en 1957 a dar clases en la Facultad de Filosofía
y Letras, trasladada ya a la Ciudad Universitaria, el historicismo
comenzaba a ponerse en entredicho. A mí misma me parecía
insuficiente, ya que en la interpretación del arte, el público
y la sociedad no estaban presentes. El arte era una entidad aislada
de la sociedad; el objeto y las producciones artísticas estaban
encerradas en un globo de cristal.
Las ideas marxistas comenzaron a entrar en la Universidad. Aunque
nunca tuve la oportunidad de tomar clases con el maestro Sánchez
Vásquez, leía sus libros. Muchos de mis alumnos eran
a la vez discípulos del autor de Las ideas estéticas
de Marx y realmente a través de ellos, sobre todo de los
que tomaron mis seminarios en aquellos años y que se convirtieron
en mis mejores amigos, fue que comencé a interesarme en los
historiadores del arte social.
Arnold Hauser se volvió el historiador del arte imprescindible
y ejemplar. Su Sociología del arte y la Historia social de
la literatura y el arte transmitían el método que
aspirábamos a seguir en nuestras investigaciones.
En las décadas de los sesenta y setenta, estudiantes y maestros
de izquierda leíamos las traducciones y los libros de Adolfo
Sánchez Vásquez, Althusser, Gramsci y, desde luego,
Marx, Lenin, Mao, Fidel y el Che. Aunque hoy en día estas
lecturas están en descrédito, es imposible negar que
abrieron una brecha novedosa en la historia del arte que puso en
entredicho al historicismo y que para muchos de nosotros estarán
siempre vigentes. Hoy en día nadie que quiera hacer un buen
trabajo de análisis de un artista, una obra, un estilo o
un movimiento estético puede prescindir del estudio social,
ideológico y político.
En los últimos años los historiadores del arte usan
gran variedad de metodologías y algunos son proclives a aplicar,
como siempre se ha hecho, los métodos de moda conforme van
surgiendo y que afinan los exámenes y análisis. Por
ejemplo, unos dan mayor énfasis al acto creativo y las motivaciones
psicológicas, otros toman un solo objeto, que les sirva para
establecer múltiples relaciones tejiendo una red de refinados
análisis; otros, aplican estudios de semiótica. Como
en casi todas las investigaciones científicas y humanísticas,
el trabajo en equipo se ha vuelto indispensable y cada vez cobra
mayor validez y amplitud.
Las aproximaciones a una obra de arte y su desciframiento ideológico,
estético, en suma cultural, en la actualidad se han visto
enriquecidas por el apoyo de múltiples disciplinas, como
la psicología, la economía, la sociología,
la antropología, la técnica y, desde luego, la filosofía.
La metodología del arte está echando mano de las más
diversas ramas, incluyendo la tan de moda, actualmente, técnica
detectivesca de Giovanni Morelli y su mejor exponente Carlo Ginzburg.
Hoy en día es válido cualquier instrumento científico
que pueda ser útil para profundizar, situar y tratar de aprehender
la producción simbólica del hombre.
He tenido la fortuna en la unam de ser compañera o maestra
de la mayor parte de los que se dedican a la historia del arte en
México, lo que me ha hecho ser testigo de los avances de
esta disciplina. Hoy, el Instituto de Investigaciones Estéticas,
con sus viejos integrantes hasta la muy joven generación
de nuevos investigadores, está produciendo estudios sobre
el fenómeno artístico que pueden compararse con lo
mejor que se publica en el mundo acerca de las obras de arte como
realidades históricas y sociales.
La historia del arte en nuestro país no sólo ha mejorado
en el vasto instrumental que se maneja, en la profundidad que se
alcanza, en la claridad y precisiones teóricas, en el profesionalismo
en el trabajo, sino también ha crecido en número de
investigadores. Hoy los estudios de historia del arte se imparten
en muchas universidades de la capital y son pilar importante de
esta uv. Este fenómeno en gran medida obedece a las ofertas
laborales que han aumentado considerablemente en los últimos
años.
La gran cantidad de museos oficiales y privados con que cuenta el
país, el crecimiento de publicaciones, libros y revistas
especializadas, la proliferación de exposiciones colectivas,
temáticas, retrospectivas, individuales, etcétera,
solicitan especialistas cada vez mejor formados.
Aunque no todos los egresados se dediquen a la investigación
son requeridos como museógrafos, curadores, archivistas,
subastadores, restauradores y muchas especialidades más para
las que el conocimiento de la disciplina de la historia del arte
es imprescindible.
En los años sesenta y setenta, en mis clases de la Facultad
de Filosofía y Letras, los estudiantes aumentaban cada semestre.
Llegué a tener grupos de más de 80 alumnos. Aunque
muchos eran oyentes, gran cantidad pensaba dedicarse a la historia
del arte y ejercer profesionalmente la carrera. Yo me atemorizaba
pensando que tantos no podrían encontrar trabajo.
Hoy la amplitud del mercado del arte parece que da para todos y,
contrariamente a lo que pensaba entonces, hacen falta investigadores,
críticos, historiadores y restauradores, sobre todo en los
estados de la República.
Para la formación de esos cuadros es imprescindible la investigación
teórica y práctica de maestros capacitados con las
más renovadoras metodologías en los estudios de historia
del arte.
Para mí, la enseñanza aunada a la investigación
han sido fundamentales. No imagino mi vida sin la docencia y sin
la aplicación práctica de los conocimientos. Concibo
la función social de la historia como un instrumento para
el mejoramiento moral y espiritual de los seres humanos. Sin la
proyección teórica y práctica y sin una ética
absoluta, el trabajo del historiador no estará completo.
La razón por la que acepté fundar el Instituto Veracruzano
de Cultura (1987-1993), al que dediqué seis años de
mi vida, fue justamente la posibilidad práctica de trabajar
en la sociedad. Me enteré por una nota de La Jornada que
usted, señor Rector, propuso en el foro del 60 Aniversario
de la Universidad Iberoamericana nuevas estrategias de desarrollo
que acaben con, lo cito, “la abismal desigualdad de niveles
y oportunidades de desarrollo individual y colectivo y que la educación
superior debe desarrollar un paradigma alternativo, basado en la
distribución social del conocimiento”. Lo felicito por
este propósito y espero se pueda llevar a cabo en nuestro
país.
El proyecto del que hemos hablado usted y yo, de hacer una carrera
en Arte Popular, colocaría a la uv como pionera de este tipo
de estudio. He querido con mi trabajo público saldar la cuenta
de lo mucho que debo al pueblo veracruzano y aquí estoy,
cada vez más segura de que sin la cercanía con la
realidad social y sin el propósito de incidir en ella, aunque
sea de mínima manera, tratando de modificarla en pro de la
educación y la justicia social, la vida, por lo menos para
mí, no tiene mucho sentido.
En el artículo “El año nuevo y la historia oculta”,
del doctor Pablo Latapí, una autoridad de México en
educación, dice: “En este año regreso a mi reflexión
sobre la doble historia del país: la visible que protagonizan
los actores políticos y la oculta que construyen muchos ciudadanos
anónimos con sus acciones cotidianas: maestros que forman
valores diferentes en las siguientes generaciones, pensadores y
críticos sociales, artistas que imaginan otros mundos posibles,
lideres de opinión, que concientizan e impulsan procesos
de cambio. ¿Qué mueve a la historia oculta?”,
se pregunta y él mismo se responde: “Si hubiéramos
de ir a la raíz última, tendríamos que señalar
el deseo como la fuerza fundamental que anima la actividad incesante
de los seres humanos y le da sentido”.
Yo me siento parte de esa historia oculta porque mi vida ha sido
un deseo continuo por cambiarme y cambiar. Recibo este gran honor
en nombre de mis padres que me enseñaron amar a Veracruz,
de mis queridísimos hijos y nietos, de mi familia y amigos,
muchas gracias. A ustedes debo todo.
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