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Es
una cosa, me dijo una tarde un sabio que yo había encontrado
por casualidad a la orilla del océano que apenas se oía,
es una cosa que no se percibe y sobre la cual nadie parece contar;
y, sin embargo, creo que es una de las fuerzas que conservan a los
seres. Los dioses de quienes hemos nacido se manifiestan en nosotros
de mil maneras diversas; pero esa bondad secreta que nadie ha notado
y de la cual nadie habló bastante directamente es quizá
el signo más puro de su vida eterna. No se sabe de dónde
procede. Está ahí simplemente, sonriendo en el umbral
de nuestras almas; y aquellos en quienes sonríe más
profundamente o con más frecuencia, nos harán sufrir
día y noche si quieren, sin que nos sea posible dejar de
amarlos
No es de este mundo y, sin embargo, se mezcla con la mayor parte
de nuestras agitaciones. No se toma siquiera el trabajo de mostrarse
en una mirada o en una lágrima. Se oculta por razones que
no se adivinan. Se diría que teme hacer uso de su poder.
Sabe que sus movimientos más involuntarios harán nacer
en torno de ella cosas inmortales; y somos avaros de las cosas inmortales.
¿Por qué, pues, tememos agotar el cielo que hay en
nosotros? No nos atrevemos a obrar según el Dios que nos
anima. Tenemos lo que no se explica por medio de un gesto o una
palabra; y cerramos los ojos sobre lo que hacemos a pesar nuestro
en el imperio en que las explicaciones son superfluas. ¿Cuál
es, pues, el origen de la timidez de lo divino en los hombres? Se
diría que a medida que un movimiento del alma se acerca a
lo divino, cuidamos más de disimularlo a las miradas de nuestros
hermanos. ¿Acaso el hombre no es más que un dios que
tiene miedo? ¿O nos está prohibido hacer traición
a poderes superiores? Todo lo que no pertenece a este mundo demasiado
visible tiene la tierna humildad de la niña lisiada a quien
su madre no llama cuando entran extraños en la casa. Por
esto nuestra bondad secreta no ha pasado nunca hasta ahora las silenciosas
puertas de nuestra alma. Vive en nosotros como una prisionera a
quien se ha prohibido que se acerque a la reja. Bien que no debe
acercarse a ella. Basta que esté allí. Por más
que se oculte, tan pronto como levanta la cabeza, o cambia de sitio
un eslabón de su cadena, o abre la mano, la cárcel
se ilumina, los respiraderos se entreabren a la presión de
las claridades interiores, hay de pronto un abismo lleno de ángeles
agitados entre las palabras y los seres, todo calla, las miradas
se vuelven un instante y dos almas se abrazan llamando en el umbral
No es una cosa procedente de la tierra que habitamos, y todas las
descripciones no servirían de nada. Es preciso que los que
quieran comprenderme tengan también en sí mismo el
mismo punto sensible. Si no habéis sentido nunca en la vida
el poder de vuestra bondad invisible, no vayáis más
lejos; sería inútil. Pero, ¿habrá alguno
que no haya experimentado ese poder? Y los peores de nosotros, ¿no
fueron jamás invisiblemente buenos? No sé; ¡hay
en este mundo tantos seres que no piensan más que en desalentar
lo divino en su alma! Basta un momento de tregua, sin embargo, para
que lo divino se alce, y ni aun los más malos están
siempre en guardia; por eso, sin duda, hay tantos malos que son
buenos sin que se vea, al paso que hay muchos santos que no son
invisiblemente buenos
He hecho sufrir más de una vez, añadió mi sabio,
como todo ser hace sufrir en torno suyo. He hecho sufrir porque
estamos en un mundo en que todo se enlaza por medio de hilos invisibles,
en un mundo en que nadie está solo, y porque el gesto más
dulce de la bondad o del amor ¡lastima a menudo a tanta inocencia
a nuestro lado! He hecho sufrir también, porque los mejores
y los más tiernos necesitan a veces buscar no sé qué
parte de sí mismos en el dolor ajeno. Hay semillas que no
germinan en nuestra alma sino bajo la lluvia de las lágrimas
que se vierten a causa de nosotros y, sin embargo, esas semillas
producen buenas flores y saludables frutos. ¿Qué le
haremos? Es una ley que no hemos establecido nosotros; y no sé
si me atrevería a querer a un hombre que no hubiese hecho
llorar a nadie. Con frecuencia, los que más amaron fueron
los que hicieron sufrir más, pues no se sabe qué crueldad
tierna y tímida suele ser la hermana inquieta del amor. El
amor busca en todas partes pruebas del amor, y esas primeras pruebas,
¿quién no propende a encontrarlas desde luego en las
lágrimas de la amada?
La misma suerte no bastaría para tranquilizar al amante si
ésta se atreviese a escuchar las exigencias del amor; porque
el instante de la muerte parece demasiado breve a la íntima
crueldad del amor; más allá de la muerte, hay todavía
espacio para un mar de dudas, y los que mueren juntos quizá
no mueren sin inquietudes. Aquí se necesitan largas y lentas
lágrimas. El dolor es el primer alimento del amor; y todo
amor que se ha alimentado con un poco de dolor puro, muere como
el recién nacido a quien se quisiera alimentar como se alimenta
a un hombre. ¿Amarás del mismo modo a la que siempre
te hizo sonreír y a la que a veces te hizo llorar? ¡Ay!
Es necesario que el amor llore muy a menudo. En el momento en que
se elevan los sollozos es cuando las cadenas del amor se forjan
y se templan para la vida
He hecho sufrir así porque amaba, prosiguió; he hecho
sufrir así porque no amaba ya. Pero, ¡qué diferencia
entre los dos dolores! Aquí, las lentas lágrimas del
amor desgraciado parecían saber ya, en el fondo de sí
mismas, que regaban en nuestras dos almas juntas algo de indecible,
y allí esas pobres lágrimas sabían por su parte
que caían solas en un desierto. Pero en esos momentos en
que el alma es verdaderamente todo oídos o más bien
todo alma es cuando reconocí el poder de una bondad invisible,
que sabía conceder a las desgraciadas lágrimas del
amor que moría las ilusiones divinas del amor que va a nacer.
¿No habéis tenido jamás uno de esos tristes
momentos en que los besos sin esperanza no podían ya sonreír
y en que el alma comprendía al fin que se había engañado?
Las palabras ya sólo sonaban con gran dificultad en el aire
frío de la separación definitiva; ibas a alejarte
para siempre, y las manos casi inanimadas se tendían hacia
el adiós de las partidas sin regreso, cuando el alma, de
pronto, hacía sobre sí misma un movimiento imperceptible.
El alma vecina despertaba al instante en las cúspides del
ser, nacía algo muy por encima del amor de los amantes fatigados,
y por más que los cuerpos se separasen, las almas no iban
a olvidar jamás que se habían mirado un instante por
cima de las montañas que nunca habían visto, y que,
un momento, habían sido buenas, con una bondad que aún
no conocían
¿Qué movimiento misterioso es, pues, ese de que no
hablo aquí sino a propósito del amor, pero que puede
efectuarse en las más pequeñas circunstancias de la
vida? ¿Es no sé qué sacrificio o qué
abrazo interior, el profundísimo deseo de ser alma para un
alma, o el sentimiento siempre tierno de la presencia de una vida
invisible e igual a la nuestra? ¿Es todo lo que hay de admirable
y triste en el solo hecho de vivir, y el aspecto de la vida una
e indivisible que en tales momentos inunda todo nuestro ser? Lo
ignoro, pero entonces es cuando sentimos verdaderamente que hay
en alguna parte una fuerza desconocida, que somos los tesoros de
un Dios que lo ama todo, que ni un gesto de ese Dios pasa inadvertido,
y que nos encontramos al fin en la región de las cosas que
no engañan
La verdad es que desde el nacimiento hasta la muerte no salimos
nunca de esa región definitiva, pero vagamos en Dios como
pobres sonámbulos, o como ciegos que buscan desesperados
el templo en que se encuentran. Estamos aquí, en la vida,
hombre contra hombre, alma contra alma, y los días y las
noches se pasan sobre las armas. No nos vemos ni nos tocamos. Nunca
vemos más que broqueles y cascos, y no tocamos más
que hierro y bronce. Pero si una pequeña circunstancia procedente
de la sencillez del cielo hace caer un instante las armas, ¿no
hay siempre lágrimas bajo el casco, sonrisas infantiles detrás
del broquel, y no se descubre otra verdad?
Mi sabio reflexionó otra vez, y repuso luego más tristemente:
Una mujer, creía decirte hace poco, una mujer a quien hice
sufrir a pesar mío pues los más atentos, sin
saberlo derraman sufrimiento en torno suyo, una mujer a quien
hice sufrir a pesar mío, me reveló un día el
poder soberano de esa invisible bondad. Es necesario haber sufrido
para ser bueno; pero quizá es preciso haber hecho sufrir
para volverse más bueno todavía. Aquel día
lo experimenté. Me sentía solo en esa triste zona
de los besos en que parece que se visita ya las cabañas de
los pobres, cuando la amante retrasada sonríe aún
en los palacios de los primeros días. El amor según
los hombres se moría entre nosotros como un niño atacado
de un mal que viene no se sabe de dónde y que no puede tener
piedad. No nos dijimos nada. Ni siquiera podría yo recordar
en qué pensaba en tan grave momento. Sin duda en cosas insignificantes.
En la última persona encontrada, en la temblorosa claridad
de un farol que alumbra una esquina desierta y, sin embargo, todo
pasó en una luz mil veces más pura y mil veces más
alta que si todas las fuerzas de la piedad y del amor de que dispongo
en mis pensamientos y en mi corazón hubiesen intervenido.
Nos separamos sin decir nada, pero comprendimos al mismo tiempo
nuestro pensamiento inexpresable. Sabemos ahora que nació
otro amor que no tiene necesidad de las palabras, de los pequeños
cuidados ni de las sonrisas del amor ordinario. No nos hemos vuelto
a ver, ni volveremos a vernos quizás en muchos siglos. «Sin
duda necesitaremos olvidar muchas cosas y aprender otras muchas,
a través de todos los mundos por los cuales tendremos que
pasar», antes de encontrarnos en el mismo movimiento de alma
que tuvo efecto aquel día; pero tenemos tiempo de esperar
Por esto, desde aquel día, he saludado en todas partes, y
hasta en el fondo de los momentos más rudos, la bienhechora
presencia de ese poder maravilloso. Basta haberla visto claramente
una vez, para que su imagen no se aparte nunca de nosotros. La verás
sonreír con frecuencia en los últimos refugios del
odio y hasta en el fondo de las lágrimas más crueles.
Y, sin embargo, no se muestra a los ojos de nuestro cuerpo. Tan
pronto como se manifiesta por un acto exterior, cambia de naturaleza;
y ya no estamos en la verdad según el alma, sino en una especie
de mentira según los hombres. La bondad y el amor que no
se ignoran no ejercen ninguna acción sobre las almas porque
han salido de los reinos en que viven; pero mientras son ciegos
podrían enternecer al mismo Destino. He conocido a más
de un hombre que cumplía todas las obras de bondad y de misericordia
sin llegar a ninguna alma; y he conocido a otros que parecían
vivir en la mentira y en la injusticia sin alejar a esas mismas
almas y sin hacer concebir un solo instante la idea de que no fuesen
buenos. Hay más; aun aquellos que no se conocen y a quienes
se refieren simplemente tus actos de bondad y tus obras de amor,
si no eres bueno según la bondad invisible, sospecharán
algo, y no serán nunca impresionados en las profundidades
de su ser. Como si hubiese en alguna parte un sitio en que todo
se pesa en presencia de los espíritus; o bien, allá,
al otro lado de la noche, un depósito de certezas, donde
el mudo rebaño de las almas va a beber cada mañana.
Quizá no se sabe aún lo que significa la palabra amar.
Hay en nosotros vidas en que amamos sin saberlo. Amar así
no es solamente tener piedad, sacrificarse interiormente, querer
ayudar y hacer feliz a alguien, es una cosa mil veces más
profunda, que las palabras humanas más suaves, más
ágiles y más fuertes no pueden alcanzar. Se diría
por momentos que es un recuerdo furtivo, pero en extremo penetrante,
de la gran unidad primitiva. Hay en ese amor una fuerza a la cual
nada puede resistir. ¿Quién de nosotros, si interroga
por el lado de las luces que de ordinario no mira, quién
de nosotros no encuentra en sí mismo el recuerdo de ciertas
obras extrañas de esa fuerza? ¿Quién de nosotros
no ha sentido sobrevenir de pronto, al lado de un ser, quizás
indiferente, algo que nadie llamaba? ¿Era el alma o bien
la vida que se volvía sobre sí misma como un durmiente
que despierta? No sé; tampoco lo sabían ellos y nadie
hablaba del tema; pero no se separaban como si nada hubiese sucedido.
Amar así es amar según el alma; y no hay alma que
no responda a ese amor. Porque el alma humana es un convidado hambriento
desde hace siglos; y nunca hay necesidad de llamarla dos veces al
festín nupcial.
Todas las almas de nuestros hermanos vagan sin cesar en torno nuestro
en busca de un beso, y no esperan más que una señal.
Pero ¡cuántos seres hay que nunca se han atrevido a
hacer una de esas señales en su vida! Es la desgracia de
toda nuestra existencia el vivir así aislados de nuestra
alma y tener miedo de sus menores movimientos. Si le permitiéramos
sonreír francamente en su silencio y en su luz, viviríamos
ya de una vida eterna. Basta considerar un instante lo que logra
hacer en los raros minutos en que no nos acordamos de encadenarla
como a una loca; en el amor, por ejemplo, en que a veces la dejamos
asomar a las rejas de la vida exterior. Y en la vida, según
la verdad primera, ¿no deberían todos los seres sentirse
en presencia nuestra como la amada en presencia del amante?
Esa invisible y divina bondad de la cual hablo aquí únicamente
porque es uno de los signos más seguros y más próximos
de la incesante actividad de nuestra alma, esa invisible y divina
bondad ennoblece de un modo definitivo todo lo que ha tocado sin
saberlo. Que todos los que se quejan de su ser desciendan en sí
mismos y se pregunten si fueron buenos jamás en presencia
de ese ser. Por lo que a mí toca, nunca encontré una
sola persona a cuyo lado sintiera conmoverse mi bondad invisible
que no se volviese en el acto mejor que yo mismo. Sé bueno
en las profundidades y verás que los que te rodean se volverán
buenos hasta las mismas profundidades. Nada responde más
infaliblemente al grito secreto de la bondad que el grito secreto
de la bondad vecina. Mientras seas bueno activamente en lo invisible,
todos los que se te acerquen harán, sin saberlo, cosas que
no podrían hacer al lado de otro hombre. Hay ahí una
fuerza que no tiene nombre, una rivalidad espiritual que es irresistible.
Se diría que es exactamente aquí donde se encuentra
el punto sensible de nuestras almas; porque hay almas que parecen
haber olvidado que existen y haber renunciado a todo lo que eleva
su ser; pero cuando se las hiere en ese punto, se levantan todas;
y en los divinos campos de la bondad secreta, la más humilde
de las almas no soporta la derrota.
Y sin embargo, es posible que nada cambie en la vida que se ve;
pero ¿es eso lo único que importa, y no existimos
realmente más que por actos que pueden tomarse en la mano,
como los guijarros del camino? Si te preguntas, como nos dicen que
es necesario preguntarnos cada noche: «¿Qué
he hecho de inmortal hoy?», ¿necesitas buscar siempre
desde luego por el lado de las cosas que se pueden contar, pesar
y medir sin error? Es posible que derrames lágrimas extraordinarias,
que llenes un corazón de certidumbres inauditas, y que des
la vida eterna a un alma sin que nada cambie; que nadie lo note,
sin que tú mismo lo sepas. Es posible que a la prueba todo
se derrumbe y que esa bondad ceda al menor temor. No importa. Se
ha operado algo de divino; y nuestro Dios debe haber sonreído
en alguna parte. ¿No es quizás el fin supremo de la
vida el hacer renacer así lo inexplicable en nosotros?; y
¿sabemos acaso lo que añadimos a nosotros mismos cuando
despertamos una pequeña parte de lo incomprensible que duerme
en todos los rincones? Aquí has despertado al amor que no
vuelve a dormirse. El alma que tu alma ha mirado y que ha vertido
contigo las santas lágrimas del júbilo solemne que
no se ve, no te guardará rencor en medio de los tormentos.
Ni siquiera tendrá necesidad de perdonar. Está tan
segura de no sé qué, que ya nada podrá borrar
o atenuar su sonrisa interior; porque nada podrá separar
dos almas que durante un instante «han sido buenas juntas».
Traducción
de Juan Bautista Ensenat
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