Julio-Septiembre 2003, Nueva época No. 67-69 Xalapa • Veracruz • México
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La bondad invisible
Maurice Maeterlinck

 

Es una cosa, me dijo una tarde un sabio que yo había encontrado por casualidad a la orilla del océano que apenas se oía, es una cosa que no se percibe y sobre la cual nadie parece contar; y, sin embargo, creo que es una de las fuerzas que conservan a los seres. Los dioses de quienes hemos nacido se manifiestan en nosotros de mil maneras diversas; pero esa bondad secreta que nadie ha notado y de la cual nadie habló bastante directamente es quizá el signo más puro de su vida eterna. No se sabe de dónde procede. Está ahí simplemente, sonriendo en el umbral de nuestras almas; y aquellos en quienes sonríe más profundamente o con más frecuencia, nos harán sufrir día y noche si quieren, sin que nos sea posible dejar de amarlos…
No es de este mundo y, sin embargo, se mezcla con la mayor parte de nuestras agitaciones. No se toma siquiera el trabajo de mostrarse en una mirada o en una lágrima. Se oculta por razones que no se adivinan. Se diría que teme hacer uso de su poder. Sabe que sus movimientos más involuntarios harán nacer en torno de ella cosas inmortales; y somos avaros de las cosas inmortales. ¿Por qué, pues, tememos agotar el cielo que hay en nosotros? No nos atrevemos a obrar según el Dios que nos anima. Tenemos lo que no se explica por medio de un gesto o una palabra; y cerramos los ojos sobre lo que hacemos a pesar nuestro en el imperio en que las explicaciones son superfluas. ¿Cuál es, pues, el origen de la timidez de lo divino en los hombres? Se diría que a medida que un movimiento del alma se acerca a lo divino, cuidamos más de disimularlo a las miradas de nuestros hermanos. ¿Acaso el hombre no es más que un dios que tiene miedo? ¿O nos está prohibido hacer traición a poderes superiores? Todo lo que no pertenece a este mundo demasiado visible tiene la tierna humildad de la niña lisiada a quien su madre no llama cuando entran extraños en la casa. Por esto nuestra bondad secreta no ha pasado nunca hasta ahora las silenciosas puertas de nuestra alma. Vive en nosotros como una prisionera a quien se ha prohibido que se acerque a la reja. Bien que no debe acercarse a ella. Basta que esté allí. Por más que se oculte, tan pronto como levanta la cabeza, o cambia de sitio un eslabón de su cadena, o abre la mano, la cárcel se ilumina, los respiraderos se entreabren a la presión de las claridades interiores, hay de pronto un abismo lleno de ángeles agitados entre las palabras y los seres, todo calla, las miradas se vuelven un instante y dos almas se abrazan llamando en el umbral…
No es una cosa procedente de la tierra que habitamos, y todas las descripciones no servirían de nada. Es preciso que los que quieran comprenderme tengan también en sí mismo el mismo punto sensible. Si no habéis sentido nunca en la vida el poder de vuestra bondad invisible, no vayáis más lejos; sería inútil. Pero, ¿habrá alguno que no haya experimentado ese poder? Y los peores de nosotros, ¿no fueron jamás invisiblemente buenos? No sé; ¡hay en este mundo tantos seres que no piensan más que en desalentar lo divino en su alma! Basta un momento de tregua, sin embargo, para que lo divino se alce, y ni aun los más malos están siempre en guardia; por eso, sin duda, hay tantos malos que son buenos sin que se vea, al paso que hay muchos santos que no son invisiblemente buenos…
He hecho sufrir más de una vez, añadió mi sabio, como todo ser hace sufrir en torno suyo. He hecho sufrir porque estamos en un mundo en que todo se enlaza por medio de hilos invisibles, en un mundo en que nadie está solo, y porque el gesto más dulce de la bondad o del amor ¡lastima a menudo a tanta inocencia a nuestro lado! He hecho sufrir también, porque los mejores y los más tiernos necesitan a veces buscar no sé qué parte de sí mismos en el dolor ajeno. Hay semillas que no germinan en nuestra alma sino bajo la lluvia de las lágrimas que se vierten a causa de nosotros y, sin embargo, esas semillas producen buenas flores y saludables frutos. ¿Qué le haremos? Es una ley que no hemos establecido nosotros; y no sé si me atrevería a querer a un hombre que no hubiese hecho llorar a nadie. Con frecuencia, los que más amaron fueron los que hicieron sufrir más, pues no se sabe qué crueldad tierna y tímida suele ser la hermana inquieta del amor. El amor busca en todas partes pruebas del amor, y esas primeras pruebas, ¿quién no propende a encontrarlas desde luego en las lágrimas de la amada?
La misma suerte no bastaría para tranquilizar al amante si ésta se atreviese a escuchar las exigencias del amor; porque el instante de la muerte parece demasiado breve a la íntima crueldad del amor; más allá de la muerte, hay todavía espacio para un mar de dudas, y los que mueren juntos quizá no mueren sin inquietudes. Aquí se necesitan largas y lentas lágrimas. El dolor es el primer alimento del amor; y todo amor que se ha alimentado con un poco de dolor puro, muere como el recién nacido a quien se quisiera alimentar como se alimenta a un hombre. ¿Amarás del mismo modo a la que siempre te hizo sonreír y a la que a veces te hizo llorar? ¡Ay! Es necesario que el amor llore muy a menudo. En el momento en que se elevan los sollozos es cuando las cadenas del amor se forjan y se templan para la vida…
He hecho sufrir así porque amaba, prosiguió; he hecho sufrir así porque no amaba ya. Pero, ¡qué diferencia entre los dos dolores! Aquí, las lentas lágrimas del amor desgraciado parecían saber ya, en el fondo de sí mismas, que regaban en nuestras dos almas juntas algo de indecible, y allí esas pobres lágrimas sabían por su parte que caían solas en un desierto. Pero en esos momentos en que el alma es verdaderamente todo oídos o más bien todo alma es cuando reconocí el poder de una bondad invisible, que sabía conceder a las desgraciadas lágrimas del amor que moría las ilusiones divinas del amor que va a nacer. ¿No habéis tenido jamás uno de esos tristes momentos en que los besos sin esperanza no podían ya sonreír y en que el alma comprendía al fin que se había engañado? Las palabras ya sólo sonaban con gran dificultad en el aire frío de la separación definitiva; ibas a alejarte para siempre, y las manos casi inanimadas se tendían hacia el adiós de las partidas sin regreso, cuando el alma, de pronto, hacía sobre sí misma un movimiento imperceptible. El alma vecina despertaba al instante en las cúspides del ser, nacía algo muy por encima del amor de los amantes fatigados, y por más que los cuerpos se separasen, las almas no iban a olvidar jamás que se habían mirado un instante por cima de las montañas que nunca habían visto, y que, un momento, habían sido buenas, con una bondad que aún no conocían…
¿Qué movimiento misterioso es, pues, ese de que no hablo aquí sino a propósito del amor, pero que puede efectuarse en las más pequeñas circunstancias de la vida? ¿Es no sé qué sacrificio o qué abrazo interior, el profundísimo deseo de ser alma para un alma, o el sentimiento siempre tierno de la presencia de una vida invisible e igual a la nuestra? ¿Es todo lo que hay de admirable y triste en el solo hecho de vivir, y el aspecto de la vida una e indivisible que en tales momentos inunda todo nuestro ser? Lo ignoro, pero entonces es cuando sentimos verdaderamente que hay en alguna parte una fuerza desconocida, que somos los tesoros de un Dios que lo ama todo, que ni un gesto de ese Dios pasa inadvertido, y que nos encontramos al fin en la región de las cosas que no engañan…
La verdad es que desde el nacimiento hasta la muerte no salimos nunca de esa región definitiva, pero vagamos en Dios como pobres sonámbulos, o como ciegos que buscan desesperados el templo en que se encuentran. Estamos aquí, en la vida, hombre contra hombre, alma contra alma, y los días y las noches se pasan sobre las armas. No nos vemos ni nos tocamos. Nunca vemos más que broqueles y cascos, y no tocamos más que hierro y bronce. Pero si una pequeña circunstancia procedente de la sencillez del cielo hace caer un instante las armas, ¿no hay siempre lágrimas bajo el casco, sonrisas infantiles detrás del broquel, y no se descubre otra verdad?
Mi sabio reflexionó otra vez, y repuso luego más tristemente: Una mujer, creía decirte hace poco, una mujer a quien hice sufrir a pesar mío —pues los más atentos, sin saberlo derraman sufrimiento en torno suyo—, una mujer a quien hice sufrir a pesar mío, me reveló un día el poder soberano de esa invisible bondad. Es necesario haber sufrido para ser bueno; pero quizá es preciso haber hecho sufrir para volverse más bueno todavía. Aquel día lo experimenté. Me sentía solo en esa triste zona de los besos en que parece que se visita ya las cabañas de los pobres, cuando la amante retrasada sonríe aún en los palacios de los primeros días. El amor según los hombres se moría entre nosotros como un niño atacado de un mal que viene no se sabe de dónde y que no puede tener piedad. No nos dijimos nada. Ni siquiera podría yo recordar en qué pensaba en tan grave momento. Sin duda en cosas insignificantes. En la última persona encontrada, en la temblorosa claridad de un farol que alumbra una esquina desierta y, sin embargo, todo pasó en una luz mil veces más pura y mil veces más alta que si todas las fuerzas de la piedad y del amor de que dispongo en mis pensamientos y en mi corazón hubiesen intervenido. Nos separamos sin decir nada, pero comprendimos al mismo tiempo nuestro pensamiento inexpresable. Sabemos ahora que nació otro amor que no tiene necesidad de las palabras, de los pequeños cuidados ni de las sonrisas del amor ordinario. No nos hemos vuelto a ver, ni volveremos a vernos quizás en muchos siglos. «Sin duda necesitaremos olvidar muchas cosas y aprender otras muchas, a través de todos los mundos por los cuales tendremos que pasar», antes de encontrarnos en el mismo movimiento de alma que tuvo efecto aquel día; pero tenemos tiempo de esperar…
Por esto, desde aquel día, he saludado en todas partes, y hasta en el fondo de los momentos más rudos, la bienhechora presencia de ese poder maravilloso. Basta haberla visto claramente una vez, para que su imagen no se aparte nunca de nosotros. La verás sonreír con frecuencia en los últimos refugios del odio y hasta en el fondo de las lágrimas más crueles. Y, sin embargo, no se muestra a los ojos de nuestro cuerpo. Tan pronto como se manifiesta por un acto exterior, cambia de naturaleza; y ya no estamos en la verdad según el alma, sino en una especie de mentira según los hombres. La bondad y el amor que no se ignoran no ejercen ninguna acción sobre las almas porque han salido de los reinos en que viven; pero mientras son ciegos podrían enternecer al mismo Destino. He conocido a más de un hombre que cumplía todas las obras de bondad y de misericordia sin llegar a ninguna alma; y he conocido a otros que parecían vivir en la mentira y en la injusticia sin alejar a esas mismas almas y sin hacer concebir un solo instante la idea de que no fuesen buenos. Hay más; aun aquellos que no se conocen y a quienes se refieren simplemente tus actos de bondad y tus obras de amor, si no eres bueno según la bondad invisible, sospecharán algo, y no serán nunca impresionados en las profundidades de su ser. Como si hubiese en alguna parte un sitio en que todo se pesa en presencia de los espíritus; o bien, allá, al otro lado de la noche, un depósito de certezas, donde el mudo rebaño de las almas va a beber cada mañana.
Quizá no se sabe aún lo que significa la palabra amar. Hay en nosotros vidas en que amamos sin saberlo. Amar así no es solamente tener piedad, sacrificarse interiormente, querer ayudar y hacer feliz a alguien, es una cosa mil veces más profunda, que las palabras humanas más suaves, más ágiles y más fuertes no pueden alcanzar. Se diría por momentos que es un recuerdo furtivo, pero en extremo penetrante, de la gran unidad primitiva. Hay en ese amor una fuerza a la cual nada puede resistir. ¿Quién de nosotros, si interroga por el lado de las luces que de ordinario no mira, quién de nosotros no encuentra en sí mismo el recuerdo de ciertas obras extrañas de esa fuerza? ¿Quién de nosotros no ha sentido sobrevenir de pronto, al lado de un ser, quizás indiferente, algo que nadie llamaba? ¿Era el alma o bien la vida que se volvía sobre sí misma como un durmiente que despierta? No sé; tampoco lo sabían ellos y nadie hablaba del tema; pero no se separaban como si nada hubiese sucedido.
Amar así es amar según el alma; y no hay alma que no responda a ese amor. Porque el alma humana es un convidado hambriento desde hace siglos; y nunca hay necesidad de llamarla dos veces al festín nupcial.
Todas las almas de nuestros hermanos vagan sin cesar en torno nuestro en busca de un beso, y no esperan más que una señal. Pero ¡cuántos seres hay que nunca se han atrevido a hacer una de esas señales en su vida! Es la desgracia de toda nuestra existencia el vivir así aislados de nuestra alma y tener miedo de sus menores movimientos. Si le permitiéramos sonreír francamente en su silencio y en su luz, viviríamos ya de una vida eterna. Basta considerar un instante lo que logra hacer en los raros minutos en que no nos acordamos de encadenarla como a una loca; en el amor, por ejemplo, en que a veces la dejamos asomar a las rejas de la vida exterior. Y en la vida, según la verdad primera, ¿no deberían todos los seres sentirse en presencia nuestra como la amada en presencia del amante?
Esa invisible y divina bondad de la cual hablo aquí únicamente porque es uno de los signos más seguros y más próximos de la incesante actividad de nuestra alma, esa invisible y divina bondad ennoblece de un modo definitivo todo lo que ha tocado sin saberlo. Que todos los que se quejan de su ser desciendan en sí mismos y se pregunten si fueron buenos jamás en presencia de ese ser. Por lo que a mí toca, nunca encontré una sola persona a cuyo lado sintiera conmoverse mi bondad invisible que no se volviese en el acto mejor que yo mismo. Sé bueno en las profundidades y verás que los que te rodean se volverán buenos hasta las mismas profundidades. Nada responde más infaliblemente al grito secreto de la bondad que el grito secreto de la bondad vecina. Mientras seas bueno activamente en lo invisible, todos los que se te acerquen harán, sin saberlo, cosas que no podrían hacer al lado de otro hombre. Hay ahí una fuerza que no tiene nombre, una rivalidad espiritual que es irresistible. Se diría que es exactamente aquí donde se encuentra el punto sensible de nuestras almas; porque hay almas que parecen haber olvidado que existen y haber renunciado a todo lo que eleva su ser; pero cuando se las hiere en ese punto, se levantan todas; y en los divinos campos de la bondad secreta, la más humilde de las almas no soporta la derrota.
Y sin embargo, es posible que nada cambie en la vida que se ve; pero ¿es eso lo único que importa, y no existimos realmente más que por actos que pueden tomarse en la mano, como los guijarros del camino? Si te preguntas, como nos dicen que es necesario preguntarnos cada noche: «¿Qué he hecho de inmortal hoy?», ¿necesitas buscar siempre desde luego por el lado de las cosas que se pueden contar, pesar y medir sin error? Es posible que derrames lágrimas extraordinarias, que llenes un corazón de certidumbres inauditas, y que des la vida eterna a un alma sin que nada cambie; que nadie lo note, sin que tú mismo lo sepas. Es posible que a la prueba todo se derrumbe y que esa bondad ceda al menor temor. No importa. Se ha operado algo de divino; y nuestro Dios debe haber sonreído en alguna parte. ¿No es quizás el fin supremo de la vida el hacer renacer así lo inexplicable en nosotros?; y ¿sabemos acaso lo que añadimos a nosotros mismos cuando despertamos una pequeña parte de lo incomprensible que duerme en todos los rincones? Aquí has despertado al amor que no vuelve a dormirse. El alma que tu alma ha mirado y que ha vertido contigo las santas lágrimas del júbilo solemne que no se ve, no te guardará rencor en medio de los tormentos. Ni siquiera tendrá necesidad de perdonar. Está tan segura de no sé qué, que ya nada podrá borrar o atenuar su sonrisa interior; porque nada podrá separar dos almas que durante un instante «han sido buenas juntas».

Traducción
de Juan Bautista Ensenat