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En
el umbral de la colmena
I
El poder de los muertos
En
un librito que es una especie de extraña obra maestra, La
villa encantada, una novelista inglesa, mistress Oliphant, nos muestra
a los muertos de una villa provinciana que, de pronto, indignados
por la conducta y las costumbres de los que habitan la ciudad que
ellos fundaran, se rebelan, invaden las casas, las calles y las
plazas públicas, y mediante la presión de su multitud
innumerable, omnipotente, aunque invisible, hacen retroceder a los
vivos, les arrojan fuera de las puertas de la villa, y, montando
la guardia, no les permiten volver a traspasar los muros sino después
que un tratado de paz y de penitencia ha purificado los corazones,
reparado los escándalos y asegurado un porvenir más
digno.
Hay sin duda ninguna bajo esta ficción, que nos parece llevada
un poco lejos, porque no vemos sino las realidades materiales y
efímeras, una gran verdad. Los muertos viven y se mueven
entre nosotros mucho más real y más eficazmente de
lo que sabría pintarlo la imaginación más aventurera.
Es muy dudoso que permanezcan en sus tumbas. Cada vez va pareciendo
más cierto que jamás se dejaron encerrar en ellas.
No hay bajo las losas que creemos les aprisionan otra cosa que un
poco de ceniza que ya no les pertenece, que han abandonado sin pesar,
y de la cual, probablemente, ya no se dignan acordarse. Todo cuanto
fue ellos permanece entre nosotros.
¿Bajo qué forma, de qué manera? Después
de tantos millares, tal vez millones de años, aún
no lo sabemos, y ninguna religión ha podido decírnoslo
con certidumbre satisfactoria, aunque todas hayan tenido empeño
en hacerlo; mas se puede, por ciertos indicios, esperar aprenderlo.
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Sin
considerar más una verdad poderosa, pero confusa, que, por
ahora es imposible precisar ni hacer sensible, atengámonos
a lo que es incontestable.
Como ya lo he dicho en otra parte, sea cual fuere nuestra fe religiosa,
hay en todo caso un lugar en el que nuestros muertos no pueden perecer,
en el que continuarán existiendo tan real y a veces más
activamente que cuando estaban en la carne. Esa morada viva, y ese
lugar consagrado que para aquellos a quienes hemos perdido se convierte
en paraíso o en infierno, según nos acerquemos o nos
alejemos de sus pensamientos y de sus votos, se encuentra en nosotros
mismos.
Y sus pensamientos y su votos son siempre más altos que los
nuestros. Así, pues, iremos hacia ellos, elevándonos.
Nosotros debemos dar los primeros pasos; ellos ya no pueden descender,
mientras que a nosotros siempre nos es posible subir, porque los
muertos, hayan lo que hayan sido en su vida, llegan a ser mejores
que los mejores de entre nosotros. Los menos buenos, al despojarse
de su cuerpo, se han despojado de sus vicios, de sus mezquindades,
de sus flaquezas, que también desaparecen muy pronto de nuestra
memoria, y sólo permanece el espíritu, que es puro
en todo hombre y no puede querer sino el bien. Y no hay muertos
malos, porque no hay almas malas. Por eso, a medida que nos purificamos,
volvemos a dar la vida a los que ya no eran y transformamos en cielo
nuestro recuerdo en el cual habitan.
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Y
lo que fue siempre verdad para todos los muertos lo es mucho más
hoy cuando sólo los mejores están elegidos para la
tumba.l En la región que nos figuramos subterránea,
a la cual llamamos el reino de las sombras, y que es, en realidad,
la región etérea y el reino de la luz, ha habido perturbaciones
tan profundas como las que hemos experimentado en la superficie
dc nuestra Tierra. Los jóvenes la han invadido por todas
partes y, desde el origen de este mundo, nunca fueron tan numerosos
ni estuvieron tan llenos de fuerza y de ardor. Mientras que, en
el curso habitual de los años, la morada de los que nos dejan
no recoge sino existencias cansadas y agotadas, no hay uno solo
en esta multitud incomparable que, repitiendo la expresión
de Pericles, no haya salido de la vida en lo más fuerte
de la gloria. No hay uno solo que haya no descendido, sino
subido hacia la muerte, cubierto del sacrificio más grande
que el hombre puede ofrendar a una idea que no puede morir. Sería
menester que todo lo que hemos creído hasta este día,
todo lo que hemos intentado alcanzar más allá de nosotros
mismos, todo lo que nos ha hecho ascender hasta el punto en que
estamos, todo lo que ha superado los días malos y los malos
instintos de la naturaleza humana, no hubiese sido más que
ilusiones y mentiras para que tales hombres, tal amontonamiento
de mérito y de gloria, se anonadasen realmente, desa pareciesen
para siempre, quedasen para siempre inútiles y sin voz, para
siempre sin acción sobre un mundo por el cual han dado la
vida.
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* *
Es
apenas posible que sea así desde el punto de vista de la
supervivencia exterior de los muertos, pero es absolutamente seguro
que no lo es desde el punto de vista de su supervivencia en nosotros
mismos. Aquí nada se pierde y nadie perece. Nuestros recuerdos
están hoy poblados de multitud de héroes caídos
en la flor de la edad y muy diferente de la pálida cohorte
de antaño, casi únicamente compuesta de ancianos que
ya, antes de salir de la tierra, no existían. Debemos decirnos
que ahora, en cada una de nuestras casas, en nuestras ciudades como
en nuestros campos, en el palacio como en la más sombría
choza, vive y reina un joven muerto en todo el esplendor de su fuerza.
Llena con una gloria, que jamás se hubiese atrevido a soñar,
la morada más pobre y más negra. Su presencia constante,
imperiosa e inevitable, esparce en ella y conserva una religión
y pensamientos que en ella no se conocían; consagra cuanto
la rodea, obliga a los ojos a mirar más alto y al espíritu
a no volver a bajar, purifica el aire que allí se respira,
las palabras que se pronuncian y las ideas que se van forjando.
Y pasando de cada uno al que está más cerca, como
nunca se había tenido ejemplo tan vasto, ennoblece, exalta
y levanta a todo un pueblo.
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* *
Muertos
semejantes tienen un poder tan fecundo como la vida y menos precario
que ella. Es terrible haber debido pasar por esta experiencia, porque
es la más implacable y la primera en masas tan enormes que
la humanidad haya soportado; mas ahora que la prueba ha pasado,
pronto recogeremos los más inesperados frutos. No tardaremos
en ver ensancharse las diferencias y divergir los destinos entre
las naciones que han adquirido todos esos muertos y toda esa gloria
y las que estuvieron privadas de ellos y de ella y se comprobará
con asombro que, las que conservan su riqueza y sus hombres, son
las que más han perdido. Hay pérdidas que son ganancias
inestimables y ganancias en las cuales se pierde el porvenir. Hay
muertos que los vivos son incapaces de reemplazar y cuyo pensamiento
hace cosas que los cuerpos no pueden realizar. Hay muertos cuyo
empuje sobrepasa la muerte y vuelve a encontrar la vida y, en esta
hora, casi todos somos mandatarios de un ser más grande,
más noble, más grave, más cuerdo y más
vivo que nosotros. Con todos aquellos que le acompañan será
nuestro juez, si es verdad que los muertos pesan el alma de los
vivos y que de su sentencia depende nuestra felicidad. Será
nuestro guía y nuestro protector, porque es la primera vez
desde que la Historia nos revela sus desdichas que el hombre siente
volar sobre su cabeza y hablar dentro de su corazón tal multitud
de muertos semejantes.
Traducción
de María Martínez Sierra
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