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Pieza
en tres actos representada en París en el teatro de L´Oeuvre
el 17 de mayo de 1902.
Personajes
Guido Colonna, comandante de la guarnición pisana.
Marco Colonna, padre de Guido.
Prinzívalo, capitán mercenario de Florencia.
Trivulzio, comisario de la República Florentina.
Borso, lugarteniente de Guido.
Torello, secretario de Prinzívalo.
Giovanna (Juana) (Monna Vanna), mujer de Guido.
Señores, soldados, campesinos, hombres y mujeres del pueblo,
etc.
El primero y tercer actos en Pisa; el segundo frente a la ciudad
(fin del siglo xv).
Acto
primero
(Sala en el Palacio de Guido Colonna)
Escena
primera
(Guido y sus lugartenientes Borso y Torello, cerca de una ventana
abierta por donde se divisa la campaña pisana).
Guido:
La extremidad a que estamos reducidos ha
obligado al Consejo* a confesarme los de-
sastres que nos había ocultado. Los dos ejércitos
que Venecia enviaba a nuestra ayuda, los han sitiado ya los florentinos,
en Bibiena al primero, al otro en Elci. Las gargantas de la Vernia,
de Chiusi y Montalone, Arezzo y todas las salidas del Casentino
están en poder del enemigo. Nos hallamos aislados del resto
de la tierra, y estamos sin defensa a merced de los odios de Florencia,
que no perdona nunca si no tiembla. Los soldados y el pueblo todavía
ignoran estos males; mas son cada momento más serios y alarmantes
los rumores. ¿Qué harán cuando conozcan lo
que pasa? Su ira y su terror desesperado caerán sobre nosotros
y el Consejo
Ya su exasperación llega al delirio por
tres meses de sitio, de inútil heroísmo, de hambre
y sufrimientos como pocas ciudades han sufrido. La única
esperanza que aún mantiene su irritada obediencia, pronto
va a desplomarse sobre ellos; vendrá la rebelión,
el enemigo
y luego el fin de Pisa
Borso: Mis hombres nada tienen; ni una flecha les queda, ni una
bala, y en vano volcarían en los sótanos todos los
toneles para encontrar alguna pólvora.
Torello: Ayer lancé nuestra última metralla contra
las baterías de San Antonio y de la torre de Stampace; y,
como sólo tienen sus espadas, los mismos estradiotas se niegan
a acercarse a las murallas.
Borso: Mirad de aquí la brecha que han abierto las balas
de Prinzívalo en los muros que defendían los auxiliares
venecianos
Tiene cincuenta brazas; un rebaño completo
de carneros podría pasar por ella
¿Quién
puede resistir? Los romañoles, esclavos y albaneses me han
declarado ya que están resueltos a desertar en masa, si no
capitulamos esta noche.
Guido: El Consejo, en los últimos diez días, ha enviado
a tres ancianos del colegio para capitular; ninguno ha vuelto
Torello: Sin duda que Prinzívalo no quiere perdonarnos la
muerte de su lugarteniente Antonio Breno, que en nuestras calles
pereció a manos de los enfurecidos campesinos; y de ello
Florencia se aprovecha para ponernos fuera de la ley y tratarnos
como a bárbaros.
Guido: Envié a mi propio padre a que explicara el error de
una turba enfurecida que no habríamos podido contener. Era
un rehén sagrado, y aún no vuelve
Borso: Va más de una semana que tenemos abierta la ciudad
por todas partes, que todo se halla en ruinas y están nuestros
cañones en silencio. ¿Por qué no da Prinzívalo
el asalto? ¿Quizás teme algún lazo? ¿Le
hace falta valor o ha recibido órdenes misteriosas de Florencia?
Guido. Toda orden de Florencia es misteriosa siempre, mas sus designios
claros. Desde hace mucho, Pisa es de Venecia aliada no remisa, y
da a las poblaciones de Toscana un ejemplo que alarma
Fuerza
es que esta República perezca
Poco a poco, hábil
y astutamente se ha ido envenenando esta campaña, provocando
inauditas crueldades y perfidias para justificar una venganza. No
sin razón sospecho que fueron emisarios florentinos quienes,
contra de Reno, impulsaron a nuestros campesinos. Tampoco sin razón,
contra nosotros, ha lanzado al más bárbaro entre sus
mercenarios, al salvaje que en el saqueo siniestro de Placencia,
después de exterminar, dicen que por error, a todos cuantos
portaban alguna arma, a cinco mil mujeres puso en venta, cual si
fuesen esclavas.
Borso: Sí, hay en eso un error, pues no ha sido Prinzívalo,
sino los comisarios de Florencia, quienes han ordenado tal matanza
y tal venta. Yo no he visto jamás a Prinzívalo, pero
uno de mis hermanos lo conoce. Es de origen bárbaro; su padre,
que era vasco o bretón, según parece, había
abierto una platería en Florencia. Es, en verdad, de bajo
nacimiento; pero nunca el salvaje que se piensa. Dicen que es impetuoso,
libertino, peligroso y extraño, pero leal; yo, sin temor
ninguno, le entregaría mi espada.
Guido: No vayas a entregarla, mientras ella te pueda defender. Pronto
tendremos ocasión de verlo, y sabremos entonces de quién
es la razón. Entre tanto, nos falta ensayar, el último
recurso de los que no consienten dejarse degollar sin erguir fieramente
la cabeza y levantar el brazo. Conviene desde luego comunicar a
los soldados, a los ciudadanos, a los aldeanos refugiados, la verdad
completa. Que todos ellos sepan que no se nos ofrece la capitulación;
que no se trata de esas guerras pacíficas en que luchaban
antes dos ejércitos, desde el amanecer hasta la noche, dejando
sobre el campo de batalla unos cuantos heridos; ni de uno de esos
sitios fraternales donde era regular que pronto fuera el vencedor,
el huésped del vencido y aun su mejor amigo. Es una lucha
horrenda, sin merced, donde sólo la vida y la muerte se miran
frente a frente, y en que nuestras mujeres, nuestros hijos
Escena
II
Los mismos, Marco
(Entra Marco. Guido lo ve y corre a su encuentro para abrazarlo).
Guido: ¡Mi padre! ¿Por qué ventura en nuestra
gran desgracia, por qué feliz milagro habéis venido
cuando ya la esperanza había perdido? ¿No os encontráis
herido? Os miro andar con pena
¿Os han atormentado?
¿Os habéis escapado? ¿Qué os han hecho?
Marco: ¡Nada! ¡Gracias a Dios! Si no son bárbaros.
Me han acogido como se acoge a un huésped venerado. Prinzívalo
ha leído mis escritos; me habló de los tres diálogos
platónicos que descubrí hace tiempo y que traduje.
Si me muevo con pena, se debe a mi vejez y a volver de tan lejos.
¿Sabéis a quién he hallado en la tienda de
Prinzívalo?
Guido: Me lo imagino: los crueles comisarios de Florencia.
Marco: Sí, es verdad; a ellos también; o a uno de
ellos; pues no he visto más que uno
Pero el primero
que me fue presentado fue Marcelo Ficino, el maestro venerado que
reveló a Platón. ¡Ficino, te aseguro, es la
misma alma del inmortal Platón que ha vuelto a aparecer sobre
la tierra! Diez años de mi vida, por verle, hubiera dado
antes de irme donde se van todos los hombres. Parecíamos
como dos hermanos que se encuentran al cabo. Nos hablamos de Hesiodo,
de Homero y de Aristóteles. Él había descubierto
en un bosque de olivos, junto al campo, a la margen del Arno y hundido
en la arena, el torso de una diosa tan raramente bella, que, con
sólo mirarlo, olvidaríais la guerra. Ahondamos más
delante, y él se encontró un brazo; yo también,
a mi vez, desenterré dos manos, tan puras y tan finas, que
parecían formadas para crear sonrisas, esparcir el rocío
y acariciar la aurora
Una de ellas tenía la curva que
toman los dedos ligeros al rozar un seno; la otra retenía
el mango de un espejo, todavía
Guido: Padre, no hay que olvidar que un pueblo muere de hambre,
y que no quiere manos ni torsos de bronce.
Marco: Es un torso de mármol.
Guido: Sea, mas hablemos más bien de las treinta mil vidas
que un ligero retardo, la menor imprudencia pueden exterminar, o
que una palabra hábil, una buena noticia van a salvar quizás
No fue por ese torso, no fue por esas manos por lo que allá
habéis ido
Decid ¿qué habéis sabido?
¿Qué suerte nos deparan Prinzívalo o Florencia?
¿Qué esperan?
Hablad pronto. ¿No escucháis
a esos míseros que gritan al pie de las ventanas? Se están
arrebatando la yerba que ha nacido entre las piedras
Marco: Es justo. Me olvidaba que os encontráis en guerra
cuando la primavera reflorece, cuando el cielo es feliz como un
rey que despierta, cuando el mar se levanta como copa de luz que
una diosa cerúlea tiende a los dioses del azur, ¡cuando
aparece tan hermosa la tierra y ama tanto a los hombres! Mas vosotros
tenéis vuestros goces: demasiado hablo yo de los míos.
Y sí, tenéis razón; desde luego debí
haberos dicho la noticia que traigo. Salva treinta mil vidas atormentando
una, mas a ésta le ofrece una ocasión muy noble de
cubrirse de gloria, de una gloria más pura que todas esas
glorias de la guerra homicida. Amar a un solo ser es muy bueno y
laudable; mas sin duda es mejor el amor que se eleva. El pudor,
la constancia, son muy buenas virtudes; mas hay días que
parecen pequeñas, pensando
Mirad
Mirad
Mas no aturdidamente vayáis a las primeras palabras a perderos,
a cerraros la puerta, a hacer esas protestas que encadenan la razón
y le impiden, aunque ella lo pretenda, volver sobre sus pasos
Guido: (Haciendo un ademán a los oficiales de que se retiren).
Dejadnos.
Marco: No, quedaos. Es la suerte de todos la que va a decidirse.
Antes mirar quisiera esta sala en que estamos desbordando de víctimas
que podemos salvar; y que los infelices, por todas las ventanas,
sacaran la cabeza ávidos de escuchar la salvadora nueva:
porque es la salvación la que yo os traigo, si la razón
la acepta; pero diez mil razones balancearán apenas un error
muy pesado, tanto más que yo mismo
Guido: Os ruego, padre mío, que os dejéis ya de enigmas.
¿Qué cosa nos exigen para tantas palabras? En nuestra
situación todo podemos oírlo sin sorpresa.
Marco: Pues bien, he visto yo a Prinzívalo y le he hablado.
¡Qué engañosa y extraña es la figura
que de un hombre nos dan quienes lo temen! Iba yo como Príamo
a la tienda de Aquiles. Esperaba encontrar una especie de bárbaro,
arrogante y estúpido, siempre ebrio o cubierto de sangre;
una especie de loco, tal como nos lo pintan, que dispone en los
campos de batalla de rayos destructores que le vienen no se sabe
de dónde
Yo esperaba encontrarme al demonio infernal
de los combates, ciego, incoherente, cruel y vanidoso, pérfido
y libertino
Guido. Y asimismo es Prinzívalo, con excepción de
pérfido.
Borso: Justamente; es leal aunque sirva a Florencia: lo ha probado
dos veces.
Marco: Pues bien, yo encontré un hombre que se inclinó
ante mí como un discípulo que, lleno de emoción,
se inclina ante el maestro. Es letrado, elocuente, sumiso a la cordura
y ávido de la ciencia. Sabe escuchar con calma, y se muestra
sensible a todas las bellezas. Sabe sonreír inteligentemente;
es humano y tranquilo; no le gusta la guerra. Le agrada investigar
la causa de las cosas y la de las pasiones. Sabe mirar en su interior.
Su pecho lleno está de conciencia y de sinceridad. Sirve
de mala gana a la desleal república. Los trances de la vida
o, tal vez, el destino lo han vuelto hacia las armas, y aun lo tienen
sujeto a una gloria que detesta, y rehúye, y quiere abandonar;
más no sin haber antes satisfecho un deseo, un funesto deseo,
como suelen tenerlo ciertos hombres nacidos quizás al influjo
del astro peligroso de un amor irrealizable y único
Guido: Padre, no os olvidéis cuán pesada es la espera
a los que mueren de hambre. Dejaos de enumerar esas virtudes inútiles
por hoy, y al fin oigamos la prometida frase salvadora.
Marco: Es verdad, la retardo, y tal vez sin motivo; pues aunque
será cruel a los dos seres que más amo en la tierra
Guido: Yo soy sin duda una, ¿pero quién es el otro?
Marco: Oíd, voy a decirlo
Cuando hacia acá volvía,
muy extraño y difícil lo creía; pero por otra
parte, será la salvación tan prodigiosa
Guido: ¡Hablad!
Marco: Ha resuelto Florencia aniquilarnos. Esto, los decenviros
de la guerra lo juzgan necesario, y el decreto aprobó la
Señoría. La sentencia está dada; mas Florencia,
hipócrita y prudente, no quisiera llevar ante los ojos del
mundo a quien admira y civiliza, la censura de una victoria cruel
y sanguinaria. Sostendrá, pues, que Pisa ha rechazado la
capitulación que le ofrecía. Pisa será tomada
por asalto. Lanzarán contra ella mercenarios hispanos y alemanes,
a quienes es superfluo dar órdenes expresas si se trata de
violación, pillaje, incendio o muerte
Basta que sea
impotente la vara de sus jefes, y sus jefes ya cuidarán muy
bien de parecerlo. Tal suerte nos aguarda; y si el desastre resultare
más cruel de lo que esperan, Florencia, la ciudad del lirio
rojo, será la que primero lo deplore; lo atribuirá
a imprevista indisciplina de tropas reclutadas al acaso, y las dará
de baja con disgusto, después que nuestra ruina le permita
deshacerse de toda esa canalla
Guido: Reconozco a Florencia.
Marco: He aquí las instrucciones verbales y secretas que
los comisarios de la República han transmitido a Prinzívalo.
Hace ocho días lo apremian al asalto, que él retarda
con diversos pretextos. Por otra parte, ha interceptado cartas en
que los comisarios, que espían todos sus actos, lo acusan
de traición a la República. Destruida Pisa y concluida
la guerra, le esperan en Florencia la tortura y la muerte, lo mismo
que se ha hecho con otros generales peligrosos. Conoce, pues, su
suerte.
Guido: ¿Y qué es lo que propone?
Marco: Él hasta donde es posible que se pueda responder
de salvajes inconstantes responde de una parte de sus propios
arqueros, enganchados por él. En todo caso, tiene seguridad
en una guardia, compuesta de cien hombres para formar el grueso
de su tropa, que no vacilarían en serle fieles. Propone,
pues, hacer pasar a Pisa, para defenderla del ejército que
él abandonará, a todos los hombres que quieran seguirlo.
Guido: No faltan aquí hombres, ni conviene aceptar peligrosos
auxiliares. Que nos den balas, víveres y pólvora
Marco: ¡Bien! Él tiene previsto que podéis rechazar,
por sospechosa, la oferta que os propone. Por lo mismo, promete
introducir trescientos carros, que acaban de llegarle bien cargados
de munición y víveres.
Guido: ¿Y cómo podrá hacerlo?
Marco: Lo ignoro. Yo no entiendo de artimañas de guerra y
de política. Mas sé que él hace siempre lo
que quiere. No obstante los enviados de Florencia, a él solo
obedece el campamento; él es el jefe único, de suerte
que no se han atrevido a revocarlo. La Señoría, sin
duda, no lo retiraría en vísperas de un triunfo, en
medio de un ejército que tiene ya su presa y confía
en él. Debe, pues, esperar hasta el momento
Guido: Ya, ya. Comprendo que nos salva para salvarse él mismo
y anticipar con ello su venganza. Pero pudiera hacerlo de un modo
más grandioso y más hábil. ¿Qué
interés tiene en aprovisionar a su enemigo? ¿A dónde
irá después? ¿Qué pide en cambio?
Marco: ¡Llegó el momento, hijo, de las palabras crueles
y más graves! Llegó el momento, hijo, en pocas palabras,
tomando de repente la fuerza del destino, de escoger a sus víctimas.
Tiemblo sólo al pensar que el tono de mi voz, el modo de
decirlas, puede ser el motivo de causar tantas muertes o salvar
tantas vidas.
Guido: No adivino
¿Mas qué pueden las más
crueles palabras aumentar lo espantoso de los males presentes?
Marco: Os lo he dicho: Prinzívalo parece hombre prudente,
razonable y humano
¿Mas qué hombre no tiene
su locura? ¿Quién es el hombre bueno que nunca ha
alimentado una monstruosa idea? A la derecha están la razón,
la piedad, la justicia; a la izquierda, ¡oh! ya es otra cosa:
el deseo, la pasión, ¿qué sé yo? La
demencia en que caemos sin cesar
Yo mismo ya he caído,
y vosotros caeréis, y yo caería de nuevo
El
hombre así está hecho
Un dolor está a
punto de alcanzaros, dolor que no debiera ser un pesar humano
Y yo que veo tan claro que no es proporcionado al mal que representa,
he hecho por mi parte una promesa más loca todavía
que el inmenso dolor que os heriría
Esa loca promesa
será insensatamente sostenida por mí, que con anhelo
de sensato, en nombre de la razón os hablo
He prometido,
si desecháis la oferta, volver al campamento. ¿Y qué
me espera allí? Probablemente la tortura y la muerte serán
la recompensa de una lealtad estúpida
Y, sin embargo,
iré
Por más que pienso que mi resolución
es resto de locura que yo visto de púrpura, he de hacer la
locura que censuro, pues aun la fuerza de obeceder a mi razón
me falta
Mas no os he dicho... ¡Ah! mirad, me divago,
entrelazo las frases, acumulo palabras sólo para retardar
el punto decisivo! ¡Mas tal vez hago mal en dudar de vosotros!
¡Pues bien! Ese convoy, los víveres que he visto, todos
aquellos carros desbordantes de trigo, y otros llenos de vino, de
legumbres y frutas; rebaños de carneros y manadas de bueyes,
que alimentar podrían, aun por meses enteros todo el pueblo
de Pisa, y toneles de pólvora y lingotes de plomo para luchar
con honra y vencer a Florencia, todo, esta misma noche, entrar aquí
veremos, si enviar queréis en cambio, para darla a Prinzívalo
por una sola noche, porque él la dejará cuando asome
la aurora; pero exige, en señal de victoria y conquista,
vaya sola, desnuda y envuelta en un manto
Guido: ¿Quién? ¿Quién debe ir?
Marco: Giovanna
Guido: ¿Quién?
¿Mi mujer?
¿Mi
Vanna?
Marco: Sí, tu Vanna. ¡Lo he dicho!
Guido: Pero ¿por qué mi Vanna?
Hay aquí
mil mujeres
Marco: Porque es la más hermosa, y la ama.
Guido: ¿La ama?
¿Pero dónde la ha visto?
Nunca la ha conocido
Marco: La ha visto, la conoce; mas no quiso decirme desde cuándo
ni cómo
Guido: ¿Y ella lo habrá visto? ¿Dónde
pudo ser eso?
Marco: Ella nunca lo ha visto, ni se acuerda de nada.
Guido: ¿Y cómo lo sabéis?
Marco: Porque ella me lo ha dicho.
Guido: ¿Cuándo?
Marco: Antes que aquí viniese.
Guido: ¿Y vos le habéis contado?
Marco: Todo.
Guido: ¿Todo?
¿Qué?
¿Esa
propuesta infame? ¿Os habéis atrevido?
Marco: Sí.
Guido: ¿Y qué os ha respondido?
Marco: Nada me respondió. Oyó, se puso pálida
y se alejó en silencio.
Guido: ¡Oh, lo prefiero! ¡Pudo haberos saltado, escupiros
al rostro o caer de rodillas! Prefiero lo que hizo
¡Palidecer
y huir! Los ángeles como ella también hubieran hecho
Reconozco a mi Vanna
Nada tenía ella que decir, ni
nosotros tampoco
Nos pondremos de nuevo al pie de las murallas,
y si es fuerza morir, moriremos siquiera sin manchar la derrota
Marco: Hijo mío, te comprendo; y tan trágica es para
mí la prueba como lo es para ti, pero el golpe está
dado. Démosle tiempo a la razón, y ella sabrá
dar al deber y a nuestra pena el lugar que mejor les corresponda.
Guido: Sólo hay un deber ante esa oferta odiosa y si la reflexión
más la contempla, más grande horror inspira
Marco: Pregúntate a lo menos si tienes el derecho de entregar
a la muerte a un pueblo entero, por retardar algunas tristes horas
un mal inevitable, pues Giovanna quedará a la merced del
enemigo luego que la ciudad fuere tomada.
Guido: No
Yo sabré qué hacer
Marco: Bien; ¿mas no parece mucho dar millares de vidas?
Es quizás demasiado, y sin duda no es justo. Si sólo
vuestra dicha dependiera de eso, elegirías la muerte, lo
comprendo, aunque yo, al fin ya de una vida que ha visto muchos
hombres, y, por lo mismo, muchas amarguras humanas, creo que nunca
hay cordura en preferir la muerte, la muerte horrible y fría,
con su eterno silencio, a no importa qué pena física
o bien moral, que pueda retardarla
Pero ahora se trata de
millares de vidas, se trata de compañeros de armas, de mujeres
y niños
Haz lo que ese insensato solicita, y lo que
ves monstruoso, heroico, lo verán los que se salven y quienes
miren tu acto con ojos más serenos, con mirada más
firme, justiciera y humana. Créeme, no hay sacrificio en
salvar una vida, y todas las virtudes, todos los ideales de los
hombres, y todo lo que se llama honor, fidelidad, ¿qué
sé yo? sólo es juego pueril junto de aquello
Pretendes quedar puro ante la horrible prueba y sucumbir cual héroe;
pero es erróneo creer que el heroísmo no tiene más
alteza que la muerte. El acto más heroico es el que más
nos duele: la muerte es a menudo menos cruel que la vida.
Guido: ¿Sois vos mi padre?
Marco: Y me jacto de serlo. Al luchar contra ti, lucho contra mí
mismo; y te quisiera menos si cedieses muy pronto
Guido: ¡Ah, sí! Vos sois mi padre, y la prueba habéis
dado, pues iréis a la muerte; y como yo rechazo tan execrable
pacto, os volveréis al campo para sufrir la suerte que Florencia
os reserva
Marco: De eso no hay que ocuparse. Yo soy un viejo inútil
ya de sobra en la vida, que no le importa a nadie. Por esto mismo
digo que no vale la pena combatir seriamente una vieja locura y
luchar demasiado para poner de acuerdo lo que más me convenga
con lo que sea prudente. Yo no sé por qué iré
Mi alma se conserva muy joven todavía dentro de mi viejo
cuerpo; e hijo soy de una época lejana, muy lejana de la
razón triunfante. Deploro que las fuerzas del pasado me impidan
quebrantar una promesa loca
Guido: Seguiré vuestro ejemplo.
Marco: ¿Qué me quieres decir?
Guido: Que obraré como vos, que fiel seré a esas fuerzas
del pasado que os parecen absurdas, pero que, por fortuna, os dominan
aún
Marco: Ellas no me dominan cuando se trata de otros, y si fuere
preciso para alumbrarte el alma, el pobre sacrificio de mi vieja
palabra, yo renuncio de grado a cumplir mi promesa, e hicieres lo
que hicieres, ya no iré al campamento.
Guido: Basta ya, padre mío; no me obliguéis siquiera
a decir lo que nunca debe decir un hijo a su padre extraviado.
Marco: Puedes decirme, hijo, todo cuanto en tu pecho la indignación
inspire. Yo acogeré tus frases como pruebas seguras de tu
justo dolor. No depende de lo que tu alma, mientras tú me
maldices, la razón, la piedad, la justicia entren a reemplazar
a tus injurias
Guido: Basta ya, basta. No quiero escuchar más. Reflexionad
un poco; figuraos lo que queréis que yo haga. Vos sois quien
carecéis en este instante de razón, de razón
alta y noble, y el temor de la muerte perturba vuestro espíritu.
Mas yo miro a la muerte con más indiferencia; conservo en
la memoria las lecciones de valor que vos mismo me disteis antes
de que los años, antes que el vano estudio de los libros
os hubiesen debilitado el vuestro. Solos estamos. Ninguna ha presenciado
vuestra vacilación, pues mis lugartenientes conmigo guardarán
un secreto que muy poco tendremos que guardar. Quede todo sepultado
en nuestros corazones y ahora hablemos sólo de la última
lucha
Marco: No, hijo mío, no hay que sepultar nada, pues los años
y los vanos estudios me enseñaron a no permitir que por ningún
motivo se sepulte la vida de un solo hombre. Si piensas que me falta
el valor que tú honras, tengo otro todavía menos brillante
acaso y menos celebrado por los hombres, pues éstos aman
lo que sufrir les hace, y mi valor no daña
Él
me permitirá cumplir lo que me falta.
Guido: ¿Y qué os falta?
Marco: Acabar lo que en vano he comenzado. Tú eres un juez,
pero no eres el único, y todos los demás cuya vida
se decide a esta hora, tienen pleno derecho a conocer su suerte
y de lo que depende su existencia.
Guido: No comprendo
Espero no comprender aún
¿Qué decís?
Marco: Que al salir de esta sala iré a dar parte al pueblo
de la oferta que te hacen y que tú has rechazado.
Guido: ¡Ah!, ya comprendí bien. Lamento las palabras
inútiles que hemos dicho hasta ahora; lamento que vuestro
desvarío me obligue de este modo a faltar al respeto que
debo a vuestras canas. Pero el deber de un hijo lo obliga a proteger
contra sí mismo al padre que se engaña. Por lo demás,
mientras Pisa esté en pie, yo soy el amo y el guardián
de su honor. Borso, Torello, os entrego a mi padre; velaréis
sobre él entretanto su conciencia se aclara. Nada ha pasado
aquí, ni sabrá nadie nada. Padre, os perdono. Vos
me perdonaréis cuando la última hora os despierte
el recuerdo de aquellos días lejanos en que vos me enseñasteis
a ser hombre sin temor ni flaqueza voluntaria.
Marco: Yo te perdono antes de la última hora. Yo hubiera
hecho lo mismo que tú haces. Tú me aprisionarás,
pero ya es tarde. Mi secreto está libre: ya nada puede apagarme
la voz.
Guido: ¿Qué decís?
Marco: Que en este mismo instante está la Señoría
deliberando sobre la propuesta de Prinzívalo.
Guido: ¿La Señoría?
¿Quién
le ha dado parte?
Marco: Yo mismo, hace muy poco.
Guido: ¡No! Es imposible que el temor de la muerte ni que
la vejez misma os pusieran tan loco que fueseis a entregar mi felicidad
única, todo mi amor, toda la alegría y toda la pureza
de nuestra doble vida, a unas manos extrañas que la irán
a pesar, a medirla fríamente como pesan la sal, ¡como
miden aceite en sus tiendas inmundas! No lo creo todavía,
necesitaría verlo. Y cuando lo haya visto, yo os miraré,
yo os miraré, a vos, mi anciano padre, a quien he amado tanto,
y creía conocer, y quería parecerme, ¡yo os
miraría con más grande sorpresa, con tanto horror
como a ese monstruo obsceno, cobarde, vil, que nos hunde en esta
villanía!
Marco: Es verdad, hijo mío, tú ya no me conoces: me
acuso de esa culpa. Venía la vejez, y no te daba parte de
lo que me enseñaba cada día sobre la vida, el amor,
el sufrimiento y la felicidad humana. Vivimos a menudo cerca de
los que amamos sin decirles lo único que interesa decir.
Nos dejamos mecer por el pasado; creemos que con nosotros todo va
transformándose; y cuando una desgracia nos despierta, miramos
con asombro cuán lejos nos hallamos unos de otros
Si
yo te hubiera dicho todo lo que cambiaba dentro mi corazón,
todas la vanidades que se iban desprendiendo una tras otras, todas
las realidades que en su lugar se abrían, hoy no me encontraría
en tu presencia como un desconocido infortunado que a punto estás
de odiar
Guido: Soy feliz de haberos conocido tan tarde. Tanto peor. Sé
de antemano lo que resolverá la Señoría. Es
tan fácil salvarse así a expensas de un solo hombre;
y es una tentación a que pechos más nobles que el
de esos mercaderes que lamentan sus pérdidas, no podrían
resistir. Mas yo no les debo eso. ¡Yo no debo eso a nadie!
Les he dado mi sangre y mis vigilias; todas las fatigas, todos los
sufrimientos del prolongado sitio; y eso basta, eso es todo. Lo
demás es lo mío; me acordaré que aún
mando, y no obedeceré. Me quedan, por lo menos, trescientos
estradiotas que sólo oyen mi voz y que jamás escuchan
consejos de cobardes!
Marco: Te engañas, hijo mío. La Señoría
de Pisa, esos industriales que desprecias aun antes de saber lo
que resuelvan, han dado en la desgracia un admirable ejemplo de
noble dignidad, pues no han querido deber la salvación que
les ofrecen, al sacrificio impuesto al pudor y al amor de una inocente;
y cuando los dejé para venir a verte llamaban a Giovanna,
en cuyas manos decidieron poner la triste suerte de la ciudad.
Guido: ¡Qué! ¡Se atrevieron! ¡Y no estando
yo allí se han atrevido acaso a repetir ante ella las inmundas
palabras de ese villano sátiro! ¡Vanna mía!
¡Cuando pienso en su tierno semblante que una sola mirada
sonroja, donde van los pudores y vienen refrescando su inmensa belleza!
Mi Vanna ante esos viejos de miradas brillantes, ante mercaderes
paliduchos de sonrisas hipócritas, que sentían miedo
de ella cual de una mujer santa. Y ellos van a decirle: Ve
allá sola y desnuda como te lo han pedido
Ve
a entregarle ese cuerpo que nunca rozó nadie, ¡tan
virgen parecía!, ni con sólo el aliento de un deseo,
ese cuerpo, que yo, que soy su esposo, nunca lo descubría
sin rogar a mis manos, suplicar a mis ojos ser puros y ser castos
por temor de quitarle el esplendor de ángel con prohibidas
caricias
Y mientras aquí hablo, ellos le están
diciendo
Ellos, firmes y nobles; ellos, que no la obligan
a partir sin su gusto
¿Cómo lo pedirían
si yo estuviera allí? Ellos sólo le piden dar su consentimiento
Y mi consentimiento, ¿quién me lo pidió antes?
Marco: ¿No he sido yo, hijo mío? Puesto que no lo
obtuve, ya vendrán a su vez
Guido: No tienen ésos a qué venir aquí. Vanna,
por mí y por ella, les habrá contestado.
Marco: Así lo espero, si aceptas su respuesta.
Guido: ¡Su respuesta!
¿Acaso dudáis de
ella? Y vos la conocéis, la habéis visto de diario
desde el primer momento que, cubierta de flores, con la ingenua
sonrisa de su único amor, ha pasado el umbral de esta sala
donde hoy venís vos a venderla, y a dudar de la sola respuesta
que pueda ella darle a un padre que se olvida de su deber de padre
hasta desear que su hija
Marco: Hijo, cada quien ve en los seres lo que mira en sí
mismo; cada quien los conoce de diferente modo y a la altura de
su propia conciencia.
Guido: Es verdad, y sin duda por lo mismo, yo os conocía
tan mal
Pero si por dos veces se me abrieran los ojos para
ver dos errores tan amargos, ¡Dios mío, preferiría
cerrarlos para siempre!
Marco: Se abrirían, hijo mío, a claridad más
grande
Y te hablo así porque he mirado en ella una
especie de fuerza que no has visto, y me hace no dudar de su respuesta
Guido: Si no dudáis de ella, yo no dudo tampoco. Acepto su
respuesta desde aquí, de antemano, ciega, obstinadamente,
de un modo irrevocable. Y si acaso no fuere la que he dado yo mismo,
será que nos habremos engañado uno y otro desde el
primer momento hasta el último día. ¡Será
que todo nuestro amor era una gran mentira que ahora se derrumba,
será que todo lo que adoraba en ella sólo existía
aquí, en esa pobre cabeza demasiado crédula que se
volvería loca, en este infortunado corazón que tenía
sólo esa ventura y habría amado un fantasma!
Escena
III
Los mismos, Vanna
(Se oye el rumor de una multitud que repite fuera el nombre de Monna
Vanna. Se abre la puerta del fondo y Vanna, sola y pálida,
se adelanta en la sala, mientras en el umbral se apiñan,
esforzándose en ocultarse unos con otros, hombres y mujeres
que no se atreven a entrar).
Guido: (Al ver a a Vanna, se lanza a su encuentro, le coge las manos,
la acaricia en el rostro y la besa con ardor febril). ¡Vanna
mía! ¿Qué te han hecho? ¡No, no, no me
repitas las cosas que te han dicho! Déjame ver tu frente,
sumergirme en tus ojos.
¡Ah!, todo te ha quedado leal,
puro cual agua que ha bañado a los ángeles
¡No
han podido manchar nada de lo que amo, y todas sus palabras cayeron
como piedras que se lanzan al cielo sin turbar un momento su claridad
azul! Al mirar estos ojos, no habrán podido nada. Nada estoy
cierto, nada: su luz les respondía. Es un inmenso lago de
luz, de amor: un infranqueable lago entre tu pensamiento y sus deseos
Mas ora ven aquí, acércate más, mira
Aquí se encuentra un hombre que se llama mi padre. ¿Lo
ves? Baja la frente, sus venerables canas ocultan su mirada
Es fuerza perdonarlo; es anciano y se engaña.
Debemos
ser piadosos; hay que hacer un esfuerzo; tus ojos no podrían
disuadirlo, tan lejos está ya de nosotros
Él
ya no nos conoce; nuestro amor ha caído sobre su vejez ciega,
como lluvia de abril sobre rocas porosas. Jamás ha vislumbrado
ninguno de sus rayos; jamás ha sorprendido un solo beso nuestro.
Piensa que nos amamos como los que no aman
Necesita palabras
para comprender bien. Que oiga tu respuesta. Ve, dale tu respuesta.
Vanna: (Acercándose a Marco). Iré esta noche, padre.
Marco: (Besándola en la frente). Hija mía, lo sabía.
Guido: ¿Qué? ¿Qué has dicho?
¿Hablas
por mí o por él?
Vanna: Por ti también, mi Guido. Obedeceré hoy.
Guido: ¿Mas a quién? Eso es todo, yo no comprendo
aún
Vanna: Iré esta noche al campo de Prinzívalo.
Guido: ¿Para entregarte a él como lo pide?
Vanna: Sí.
Guido: ¿Para morir con él?
¿Para matarlo?
¡Ah! yo no había pensado
Así, al menos
así, ya lo comprendo todo
Vanna: Yo no lo mataré, la ciudad pagaría
Guido: ¿Cómo?
¿Eres tú?
¿Pero lo amas? Lo amabas.
¿Y desde cuándo
lo amas?
Vanna: Nunca lo he conocido ni lo he visto.
Guido: ¿Pero sabes cómo es?
Sin duda te lo han
dicho
Te habrán dicho que era
Vanna: Alguien me acaba de decir que es viejo; eso sé y nada
más.
Guido: ¡Pues no es un viejo! Es joven y es hermoso. Es más
joven que yo. ¡Mas por qué no ha pedido otra cosa!
Por salvar la ciudad, yo hubiera ido a implorarlo a su tienda, de
rodillas y juntas las manos. Solo me hubiera ido, solo y pobre con
ella, para errar para siempre, pidiendo limosna por caminos desiertos
¡Pero este infame sueño de ese bárbaro!
Jamás en ningún tiempo ni en historia ninguna, el
vencedor hubiera
(Acercándose a Vanna y abrazándola).
¡Oh! ¡Vanna! ¡Vanna mía!
¡Yo
no puedo creerlo!
¡No eres tú la que hablas!
Nada habré oído yo, todo queda olvidado
Fue
la voz de mi padre que salió de la tierra. Dime tú
que me engaño, dime que nuestro amor, dime que tu pudor decían
no, no, gritaban ¡no! ¡al tener que afrontar semejante
vergüenza! Lo que acabo de oír es un eco lejano
Es un silencio virgen el que vas a romper. Mira, todos escuchan;
ninguno sabe nada; tú debes pronunciar la primera palabra.
Dila pronto, mi Vanna, para que te conozcan; dila pronto, mi Vanna,
para que todos sepan cuán grande es nuestro amor, y se disipe
el sueño
¡Diles la que yo espero y que debes
decirles, y podré sostener cuanto en mí se derrumba!
Vanna: Bien sé, Guido, que llevas la carga más pesada
Guido: (Apartándola instintivamente). ¡La llevo solo!
¡El que ama se lleva todo el peso! Tú nunca me has
amado. Qué puede costarle eso a quien carece de alma. Es
algo inesperado
¡es quizás una fiesta! ¡Ah!
¡mas aquí estoy yo para impedir la fiesta! ¡Soy
todavía el amo por más que hagan y digan! ¿Qué
te parecería que yo me rebelase? ¿Si yo aquí
te encerrara en una buena cárcel, en la prisión bien
casta de calabozos frescos que están bajo esta sala, si pusiera
a las rejas mis fieles estradiotas; a esperar que tu fuego se hubiese
calmado, hasta que tu heroísmo fuera menos ardiente? Vamos,
prendedla, he dicho, ordeno que la prendan
Vamos, obedece.
Vanna: Guido, bien sabes
Guido: ¿No me obedecen? ¿Nadie la prende?
Tú,
Borso, Torello, ¿tenéis brazos de piedra?
Y
vosotros, vosotros que escucháis en las puertas, ¿no
oís mi voz?
¡Mis gritos romperían las
rocas! ¡Entrad, tomadla, es vuestra, la entrego a todo el
mundo!
Comprendo, tienen miedo
¡Es que quieren
la vida! ¡Ellos viven, yo muero! ¡Ah! ¡Señor!
¡Es tan fácil! ¡Uno solo contra ellos!
¡Uno solo que ha de pagar por todos! ¿Por qué
yo y no vosotros? ¡Todos tenéis mujeres! (Sacando a
medias la espada y acercándose a Vanna). ¿Y si yo
prefiriese la muerte a la vergüenza?
Tú no lo
habías pensado
Y sí, sí, mírame
Un ademán me basta
Vanna: Guido, puedes hacerlo si el amor te lo ordena.
Guido: ¡Si el amor te lo ordena!
¡Habla, pues,
del amor que tú no has conocido! ¡Tú no has
amado nunca! Te estoy mirando más seca que un desierto que
ha absorbido mi vida. ¡Nada! ¡Ni siquiera una lágrima!
Yo fui sólo un refugio que tú necesitabas
Si
durante un minuto
Vanna: Guido, tú lo ves bien, no puedo hablar siquiera
Mira mi rostro
Estoy rígida, muero
Guido: (Tomándola bruscamente en sus brazos). Ven a mis brazos.
Vanna, aquí debes vivir.
Vanna: (Apartándose y poniéndose rígida). No,
no, no, Guido
Sé
No puedo decir nada
Toda
mi fuerza acaba si digo una palabra
No puedo
Quiero
Mira, he reflexionado, te amo, te debo todo
Tal vez parezco
horrible
Y sin embargo, ¡iré!, ¡iré!,
¡iré!
Guido: (Rechazándola). Bien, vete, vete, aléjate,
vete, yo lo doy todo; vete, yo te abandono.
Vanna: (Asiéndolo de las manos) Guido
Guido: (Rechazándola). ¡Ah! Ya no me detengas con tus
manos aleves, ardorosas y blandas. Tenía razón mi
padre, te conocía mejor. Hela aquí, padre mío.
Ved aquí vuestra obra. ¡Acabdla, llegad de una vez
hasta el término! Conducidla a la tienda. Yo permaneceré
aquí; yo os miraré alejaros. ¡Mas no penséis
siquiera que tomaré mi parte del pan y de la carne que ella
a pagarle va! Aún me queda una cosa, y muy pronto sabréis
Vanna: (Asiéndose a él). Mírame, Guido
No me apartes los ojos
Es la sola amenaza
Mira
Yo quiero ver
Guido: (Mirándola y apartándola más fríamente).
Mira
Retírate, yo ya no te conozco. El tiempo apremia,
se acerca ya la noche y él te espera
No temas, nada
temas. ¿Tengo acaso los ojos de un hombre que se entrega
a las locuras? No muere uno así nunca sobre el amor que se
hunde. Sólo mientras amamos nuestra razón vacila.
La mía está ya firme. Amor y pudor, todo lo he mirado
hasta el fondo. Nada que agregar tengo. ¡No, no! Abre los
dedos
No podrán detener un amor que se escapa
Todo, todo acabó. Ya no quedan ni huellas. ¡Ah! Sí,
estos pequeños dedos, estos ojos tan puros y estos labios
Creí en ellos a tiempo
Ya no me queda nada
(Rechazando
cada una de las manos de Vanna). Nada, ya nada, menos que nada.
Adiós, Vanna, ve, adiós
¿Vas siempre
allá?
Vanna: Sí.
Guido: ¿Y volverás?
Vanna: Sí.
Guido: Veremos
¡Ah! Bien está
¡Veremos!
¿Quién hubiera creído que mi padre la conocía
mejor? (Vacila y se apoya en una de las columnas de mármol).
(Vanna sale con lentitud y sola, sin mirarle).
Fin
del acto primero
Traducción
rítmica de Balbino Dávalos.
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