Julio-Septiembre 2003, Nueva época No. 67-69 Xalapa • Veracruz • México
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De las mujeres
Maurice Maeterlinck

 

En estos dominios, las leyes son también desconocidas.
Sobre nuestras cabezas brilla, en el centro del cielo, la estrella del amor que nos está destinado; y todos nuestros amores nacerán, hasta el fin, en los rayos y la atmósfera de esta estrella. En vano elegiremos a derecha o a izquierda, en las alturas o en las capas inferiores; en vano, para salir de ese círculo encantado que sentimos en torno de todos los actos de nuestra vida, violaremos nuestro instinto e intentaremos elegir contra la elección de nuestra estrella; elegiremos siempre la mujer bajada del astro invariable. Y si, como don Juan, abrazamos a mil y tres, cuando llegue la noche en que los brazos se desprenden y los labios se separan, reconoceremos que la mujer que tenemos delante, la buena o la mala, la tierna o la cruel, la amante o la infiel, siempre es la misma…
A la verdad, nunca salimos del pequeño círculo de claridad que nuestro destino traza en torno de nuestros pasos, y se diría que los hombres más distantes conocen el matiz y la extensión de ese círculo infranqueable. Desde luego perciben el color de esos rayos espirituales, y esto hace que nos tiendan la mano sonriendo o que la retiren con temor. Nos conocemos todos en una atmósfera superior, y la idea que me hago de un desconocido participa inmediatamente de una verdad misteriosa y más profunda que la verdad material. ¿Quién no ha experimentado esas cosas que pasan en las regiones impenetrables de la humanidad casi astral? Si recibís una carta procedente del fondo de una isla perdida en el gran corazón de los océanos, y escrita por una mano cuya existencia ignoráis, ¿estáis bien seguros de que quien os escribe es un desconocido, y no experimentáis, en el momento de la lectura, sobre el alma que así os encuentra —sólo los dioses saben en qué esferas— certezas más infalibles y más graves que todas las certezas ordinarias? Y, por otro lado, ¿creéis que esa alma, que pensaba en la vuestra, al azar del espacio y del tiempo, no tenía también certezas análogas? Hay extraños reconocimientos por todas partes, y no podemos ocultar nuestra existencia. Al parecer, nada arroja sobre los lazos sutiles que deben existir entre todas las almas una luz más especial que esos pequeños misterios que acompañan el cambio de algunas cartas entre dos desconocidos. Es quizá una de las estrechas rendijas —miserable sin duda, pero hay tan pocas que debemos contentarnos con los resplandores más pálidos—, es quizá una de las estrechas rendijas que existen en la puerta de las tinieblas por donde podamos adivinar un instante lo que debe pasar en la gruta de los tesoros que nunca fueron descubiertos. Examinad la correspondencia pasiva de un hombre y en ella encontraréis no sé qué unidad singular. No conozco a ninguno de los que me interrogan esta mañana y, sin embargo, ya sé que no podré contestar al segundo. He visto algo invisible. Y, a mi vez, si me escribe alguno a quien nunca vi, estoy seguro de que su carta no es exactamente la misma que hubiera escrito el amigo que me mira en este momento. Habrá siempre una diferencia espiritual imperceptible. Es la señal del alma que saluda invisiblemente a otra alma. Es de creer que nos conocemos en regiones que ignoramos y que poseemos una patria común adonde vamos, en que nos encontramos y de donde volvemos sin trabajo.
En esa patria común es también donde elegimos a nuestras amantes, y por esto es por lo que no nos equivocamos y por lo que nuestras amantes tampoco se equivocan. El reino del amor es ante todo el reino de las certezas, porque allí es donde las almas tienen más ocios. Allí, no tienen verdaderamente nada que hacer más que reconocerse, admirarse profundamente e interrogarse, con lágrimas en los ojos, como jóvenes hermanas que vuelven a encontrarse después de una separación, mientras que los brazos se entrelazan y los labios se entrecruzan tan lejos de ellas… Tienen en fin el tiempo de sonreírse y de vivir un instante para sí mismas en la tregua de la vida dura y cotidiana; y es quizá de las alturas de esa sonrisa y de esas miradas indecibles de donde se disemina, sobre los minutos más sosos del amor, la sal misteriosa que conserva para siempre el recuerdo del encuentro de dos bocas…
Pero no hablo aquí más que del amor predestinado y verdadero. Cuando encontramos una de las que la suerte nos ha reservado y ha hecho salir del fondo de las grandes ciudades espirituales en que vivimos sin saberlo, para enviarla a la encrucijada del camino por donde debemos pasar a la hora convenida, somos advertidos desde la primera mirada. Algunos intentan entonces violar la suerte. Es posible que pongamos furiosamente las manos sobre los párpados para no seguir viendo lo que hemos tenido que ver y que, luchando con todas nuestras pequeñas fuerzas eternas, lleguemos a cruzar la ruta para ir hacia otra enviada que no está allí para nosotros. Pero por más que hagamos, no conseguiremos «agitar el agua muerta en las grandes cubas del porvenir». No sucederá nada; la fuerza pura de las alturas no querrá descender y esos besos y esas horas inútiles se negarán a las horas y a los besos reales de nuestra vida…
El destino cierra a veces los ojos, pero sabe muy bien que volveremos a él antes del nuevo día, y que a él hemos de rendirnos al fin. Puede cerrar los ojos, pero el tiempo que los cierra es tiempo perdido.
La mujer parece más sujeta que nosostros a los destinos, y los sufre con una sencillez mucho más grande. NO lucha nunca sinceramente contra ellos. Está más cerca de Dios y se entrega con menos reserva a la acción pura del misterio. Y por eso, sin duda, todos los acontecimientos de nuestra vida en que ella interviene parecen conducirnos hacia algo que semeja las fuentes mismas del Destino. Es a su lado, sobre todo, donde tenemos a veces, de paso, «un claro presentimiento» de una vida que no siempre parece paralela a la vida aparente. Ella nos acerca a las puertas de nuestro ser. ¿Quién sabe si no fue en uno de esos instantes profundos en que durmieron sobre su seno cuando los héroes conocieron la fuerza y la fidelidad de su estrella, y si el hombre que nunca descansó sobre el corazón de una mujer tendrá jamás el sentimiento exacto del porvenir?
Entramos una vez más en los turbados círculos de la conciencia superior. ¡Ah! ¡Cuán cierto es que en esto también «la supuesta psicología es una de esas larvas que han usurpado, en el santuario, el puesto reservado a las verdaderas imágenes de los dioses»! Porque no siempre se trata de la superficie; no se trata siquiera de las intenciones ocultas más graves. ¿Creéis por ventura que en el amor no hay más que pensamientos, actos y palabras, y que las almas no salen de esas prisiones? ¿Necesito yo saber si la que hoy abrazo es celosa o fiel, risueña o triste, sincera o pérfida? ¿Os imagináis que esas míseras palabras van a subir hasta las cúspides en que nuestras almas están sentadas y en que nuestro destino se cumple en silencio? ¿Qué me importa que me hable de lluvia o de joyas, de plumas o de alfileres, y que parezca no comprenderme? ¿Creéis que yo tenga sed de una palabra sublime, cuando siento que un alma me mira en el alma, y que no sepa que los pensamientos más admirables no tienen derecho a levantar la cabeza en presencia de los misterios? Me hallo siempre al borde del océano; y si yo fuese Platón, Pascal o Miguel Ángel, y mi amada me hablase de sus pendientes, todo lo que dijera, todo lo que ella me dijese, flotaría con el mismo aspecto sobre las profundidades del mar interior que contemplamos uno en otro. Mi pensamiento más elevado no pesará en la balanza de la vida o del amor más que las tres palabritas que la criatura que me amaba me había dicho sobre sus sortijas de plata, sobre su collar de perlas o de pedazos de vidrio.
Somos nosotros los que no comprendemos, por qué nos hallamos siempre en lo más bajo de nuestra inteligencia. Basta subir hasta las primeras nieves de la montaña, para que todas las desigualdades se allanen bajo la mano purificadora del horizonte que se abre. ¿Qué diferencia hay, entonces, entre una palabra de Marco Aurelio y la frase de un niño que dice que hace frío? Seamos humildes y sepamos distinguir el accidente de la esencia. Es preciso que «los palos flotantes» no nos hagan olvidar los prodigios del abismo. Los pensamientos más bellos y las ideas más bajas no alteran el aspecto eterno de nuestra alma, como los Himalayas o los abismos no modifican, en medio de las estrellas del cielo, el aspecto de nuestra tierra. Una mirada, un beso y la certeza de una presencia invisible y poderosa: está dicho todo; y sé que estoy al lado de una igual…
Pero la igual es verdaderamente admirable y extraña; y, desde el momento que ama, la última de las mujeres posee algo que nosotros nunca tenemos, porque, en su idea, el amor es siempre eterno. ¿Es por eso por lo que todas tienen, con los poderes primitivos, relaciones que no están vedadas? Los mejores de entre nosotros se encuentran siempre a grandes distancias de sus tesoros del segundo recinto; y, cuando un momento solemne de la vida exige uno de los joyeles de ese tesoro, no se acuerdan ya de los caminos que a él conducen, y ofrecen en vano joyas falsas de su inteligencia a la circunstancia imperiosa, que no se equivoca. Pero la mujer no olvida el camino de su centro, y, tanto si la sorprendo en la opulencia como en la miseria, en la ignorancia como en la ciencia, en el oprobio como en la gloria; si le digo una palabra que salga realmente de los abismos vírgenes de mi alma, ella sabrá encontrar de nuevo las sendas misteriosas que nunca perdió de vista y, sin vacilaciones, me traerá simplemente, del fondo de las inagotables reservas del amor, una palabra, una mirada o un gesto que será tan puro como el mío. Diríase que su alma está siempre al alcance de su mano; está pronta, día y noche, a responder a las más altas exigencias de otra alma; y el tributo de la más pobre no se distingue del tributo de las reinas…
Acerquémonos con respeto a las más humildes y a las más altivas, a las que están distraídas y a las que piensan, a las que aún ríen y a las que lloran; porque ellas saben cosas que nosotros no sabemos, y ellas tienen una lámpara que nosotros hemos perdido. Ellas habitan al pie mismo del Inevitable y conocen mejor que nosotros los caminos que a él conducen. Por esto tienen certidumbres asombrosas y gravedades admirables, y se ve que, en sus menores actos, se sienten sostenidas por las manos seguras y fuertes de los grandes dioses. Hace poco afirmaba yo que nos acercan a las puertas de nuestro ser, y verdaderamente se creería que todas nuestras relaciones con ellas tienen efecto por la abertura de esa puerta entornada y primitiva, y en los cuchicheos incomprensibles que acompañaron sin duda al nacimiento de las cosas, cuando aún no se hablaba más que en voz baja, por temor de oír una prohibición o una orden imprevista…
No pasará el umbral de esa puerta, y nos espera en el interior, donde se encuentran las fuentes. Y cuando venimos a llamar por fuera, y ella abre, su mano no abandona jamás la llave ni la hoja de la puerta. Guarda un instante al enviado que se acerca y, en aquel breve momento, se ha enterado de todo lo que debe saber, y los años futuros se han estremecido hasta el fin de los tiempos… ¿Quién es capaz de decir lo que contiene la primera mirada del amor, «esa varilla mágica hecha con un rayo de luz roto», rayo salido del foco eterno de nuestro ser, que ha transfigurado dos almas y las ha rejuvenecido en veinte siglos? La puerta se abre o se cierra otra vez; no hagáis ningún esfuerzo, porque todo está decidido. Ella lo sabe. Ella no tendrá en cuenta vuestras acciones ni vuestras palabras ni vuestros pensamientos, y si aún las observa, no lo hará sino sonriendo; rechazará, sin saberlo, todo lo que no venga a confirmar las certidumbres de aquella primera mirada. Y si creéis inducirla a error, sabed que tiene razón contra vosotros mismos y que sólo vosotros erráis, porque sois más realmente lo que sois a sus ojos de lo que creéis ser en vuestra alma, aun cuando se equivoque sin cesar sobre el sentido de una sonrisa, de un gesto o de una lágrima…
¡Tesoros ocultos, que ni siquiera tienen nombre!… Yo quisiera que todos los que experimentaron que son malas lo proclamasen a su vez y nos dijesen sus razones, y si esas razones son profundas, nos sorprenderán e iremos muy lejos en el misterio. Son verdaderamente las hermanas violadas de todas las grandes cosas que no se ven. Son verdaderamente las parientas más próximas del infinito que nos rodea y son las únicas que saben sonreírle con la gracia familiar del niño que no teme a su padre. Conservan en la tierra, como un joyel celeste e inútil, la sal pura de vuestra alma; y si se fueran, el espíritu reinaría sólo en un desierto. Sienten aún las emociones divinas de los primeros días, y sus raíces penetran más directamente que las nuestras en todo lo que nunca tuvo límites. Compadezco verdaderamente a los que se quejan de ellas, pues no saben en qué alturas se encuentran los besos verdaderos. Y, sin embargo, ¡qué poca cosa parecen cuando los hombres las miran de paso!
Las ven agitarse, en el fondo de sus pequeñas moradas; ésta se inclina un poco; aquélla solloza; la de más allá canta; la última borda; y ni uno solo comprende lo que hace…
Vienen a visitarlas, como se visitan cosas risueñas; no se acercan a ellas sino con el espíritu en acecho, y el alma no puede entrar sino por una gran casualidad.
Las interrogan con desconfianza, y ellas no les dicen nada porque ya lo saben; y ellos se van encogiéndose de hombros, persuadidos de que ellas no comprenden…
«Pero, ¿qué necesidad tienen de comprender eso, nos contesta el poeta que siempre tiene razón; qué necesidad tienen de comprender a esas almas bienaventuradas que han elegido la parte mejor y que, como una pura llama de amor en este mundo terrestre, no resplandecen sino en el remate de los templos o en la cima de las naves errantes, en señal del fuego celeste que inunda todas las cosas?
«Con frecuencia, esas criaturas que aman sorprenden, en horas sagradas, admirables secretos de la naturaleza y los revelan con una ingenuidad inconsciente.
»El sabio sigue sus huellas para recoger todas las joyas que en su inocencia y en su alegría sembraron por los caminos. El poeta, que siente lo que ellas sienten, ensalza su amor y procura, con sus cantos, transplantar ese amor, germen de la edad de oro, a otros tiempos y a otras regiones.»
Porque lo que ha dicho de los místicos se aplica sobre todo a las mujeres que nos han conservado ahora el sentido místico en la tierra.


Traducción
de Juan Bautista Ensenat

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