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En
estos dominios, las leyes son también desconocidas.
Sobre nuestras cabezas brilla, en el centro del cielo, la estrella
del amor que nos está destinado; y todos nuestros amores
nacerán, hasta el fin, en los rayos y la atmósfera
de esta estrella. En vano elegiremos a derecha o a izquierda, en
las alturas o en las capas inferiores; en vano, para salir de ese
círculo encantado que sentimos en torno de todos los actos
de nuestra vida, violaremos nuestro instinto e intentaremos elegir
contra la elección de nuestra estrella; elegiremos siempre
la mujer bajada del astro invariable. Y si, como don Juan, abrazamos
a mil y tres, cuando llegue la noche en que los brazos se desprenden
y los labios se separan, reconoceremos que la mujer que tenemos
delante, la buena o la mala, la tierna o la cruel, la amante o la
infiel, siempre es la misma
A la verdad, nunca salimos del pequeño círculo de
claridad que nuestro destino traza en torno de nuestros pasos, y
se diría que los hombres más distantes conocen el
matiz y la extensión de ese círculo infranqueable.
Desde luego perciben el color de esos rayos espirituales, y esto
hace que nos tiendan la mano sonriendo o que la retiren con temor.
Nos conocemos todos en una atmósfera superior, y la idea
que me hago de un desconocido participa inmediatamente de una verdad
misteriosa y más profunda que la verdad material. ¿Quién
no ha experimentado esas cosas que pasan en las regiones impenetrables
de la humanidad casi astral? Si recibís una carta procedente
del fondo de una isla perdida en el gran corazón de los océanos,
y escrita por una mano cuya existencia ignoráis, ¿estáis
bien seguros de que quien os escribe es un desconocido, y no experimentáis,
en el momento de la lectura, sobre el alma que así os encuentra
sólo los dioses saben en qué esferas certezas
más infalibles y más graves que todas las certezas
ordinarias? Y, por otro lado, ¿creéis que esa alma,
que pensaba en la vuestra, al azar del espacio y del tiempo, no
tenía también certezas análogas? Hay extraños
reconocimientos por todas partes, y no podemos ocultar nuestra existencia.
Al parecer, nada arroja sobre los lazos sutiles que deben existir
entre todas las almas una luz más especial que esos pequeños
misterios que acompañan el cambio de algunas cartas entre
dos desconocidos. Es quizá una de las estrechas rendijas
miserable sin duda, pero hay tan pocas que debemos contentarnos
con los resplandores más pálidos, es quizá
una de las estrechas rendijas que existen en la puerta de las tinieblas
por donde podamos adivinar un instante lo que debe pasar en la gruta
de los tesoros que nunca fueron descubiertos. Examinad la correspondencia
pasiva de un hombre y en ella encontraréis no sé qué
unidad singular. No conozco a ninguno de los que me interrogan esta
mañana y, sin embargo, ya sé que no podré contestar
al segundo. He visto algo invisible. Y, a mi vez, si me escribe
alguno a quien nunca vi, estoy seguro de que su carta no es exactamente
la misma que hubiera escrito el amigo que me mira en este momento.
Habrá siempre una diferencia espiritual imperceptible. Es
la señal del alma que saluda invisiblemente a otra alma.
Es de creer que nos conocemos en regiones que ignoramos y que poseemos
una patria común adonde vamos, en que nos encontramos y de
donde volvemos sin trabajo.
En esa patria común es también donde elegimos a nuestras
amantes, y por esto es por lo que no nos equivocamos y por lo que
nuestras amantes tampoco se equivocan. El reino del amor es ante
todo el reino de las certezas, porque allí es donde las almas
tienen más ocios. Allí, no tienen verdaderamente nada
que hacer más que reconocerse, admirarse profundamente e
interrogarse, con lágrimas en los ojos, como jóvenes
hermanas que vuelven a encontrarse después de una separación,
mientras que los brazos se entrelazan y los labios se entrecruzan
tan lejos de ellas
Tienen en fin el tiempo de sonreírse
y de vivir un instante para sí mismas en la tregua de la
vida dura y cotidiana; y es quizá de las alturas de esa sonrisa
y de esas miradas indecibles de donde se disemina, sobre los minutos
más sosos del amor, la sal misteriosa que conserva para siempre
el recuerdo del encuentro de dos bocas
Pero no hablo aquí más que del amor predestinado y
verdadero. Cuando encontramos una de las que la suerte nos ha reservado
y ha hecho salir del fondo de las grandes ciudades espirituales
en que vivimos sin saberlo, para enviarla a la encrucijada del camino
por donde debemos pasar a la hora convenida, somos advertidos desde
la primera mirada. Algunos intentan entonces violar la suerte. Es
posible que pongamos furiosamente las manos sobre los párpados
para no seguir viendo lo que hemos tenido que ver y que, luchando
con todas nuestras pequeñas fuerzas eternas, lleguemos a
cruzar la ruta para ir hacia otra enviada que no está allí
para nosotros. Pero por más que hagamos, no conseguiremos
«agitar el agua muerta en las grandes cubas del porvenir».
No sucederá nada; la fuerza pura de las alturas no querrá
descender y esos besos y esas horas inútiles se negarán
a las horas y a los besos reales de nuestra vida
El destino cierra a veces los ojos, pero sabe muy bien que volveremos
a él antes del nuevo día, y que a él hemos
de rendirnos al fin. Puede cerrar los ojos, pero el tiempo que los
cierra es tiempo perdido.
La mujer parece más sujeta que nosostros a los destinos,
y los sufre con una sencillez mucho más grande. NO lucha
nunca sinceramente contra ellos. Está más cerca de
Dios y se entrega con menos reserva a la acción pura del
misterio. Y por eso, sin duda, todos los acontecimientos de nuestra
vida en que ella interviene parecen conducirnos hacia algo que semeja
las fuentes mismas del Destino. Es a su lado, sobre todo, donde
tenemos a veces, de paso, «un claro presentimiento»
de una vida que no siempre parece paralela a la vida aparente. Ella
nos acerca a las puertas de nuestro ser. ¿Quién sabe
si no fue en uno de esos instantes profundos en que durmieron sobre
su seno cuando los héroes conocieron la fuerza y la fidelidad
de su estrella, y si el hombre que nunca descansó sobre el
corazón de una mujer tendrá jamás el sentimiento
exacto del porvenir?
Entramos una vez más en los turbados círculos de la
conciencia superior. ¡Ah! ¡Cuán cierto es que
en esto también «la supuesta psicología es una
de esas larvas que han usurpado, en el santuario, el puesto reservado
a las verdaderas imágenes de los dioses»! Porque no
siempre se trata de la superficie; no se trata siquiera de las intenciones
ocultas más graves. ¿Creéis por ventura que
en el amor no hay más que pensamientos, actos y palabras,
y que las almas no salen de esas prisiones? ¿Necesito yo
saber si la que hoy abrazo es celosa o fiel, risueña o triste,
sincera o pérfida? ¿Os imagináis que esas míseras
palabras van a subir hasta las cúspides en que nuestras almas
están sentadas y en que nuestro destino se cumple en silencio?
¿Qué me importa que me hable de lluvia o de joyas,
de plumas o de alfileres, y que parezca no comprenderme? ¿Creéis
que yo tenga sed de una palabra sublime, cuando siento que un alma
me mira en el alma, y que no sepa que los pensamientos más
admirables no tienen derecho a levantar la cabeza en presencia de
los misterios? Me hallo siempre al borde del océano; y si
yo fuese Platón, Pascal o Miguel Ángel, y mi amada
me hablase de sus pendientes, todo lo que dijera, todo lo que ella
me dijese, flotaría con el mismo aspecto sobre las profundidades
del mar interior que contemplamos uno en otro. Mi pensamiento más
elevado no pesará en la balanza de la vida o del amor más
que las tres palabritas que la criatura que me amaba me había
dicho sobre sus sortijas de plata, sobre su collar de perlas o de
pedazos de vidrio.
Somos nosotros los que no comprendemos, por qué nos hallamos
siempre en lo más bajo de nuestra inteligencia. Basta subir
hasta las primeras nieves de la montaña, para que todas las
desigualdades se allanen bajo la mano purificadora del horizonte
que se abre. ¿Qué diferencia hay, entonces, entre
una palabra de Marco Aurelio y la frase de un niño que dice
que hace frío? Seamos humildes y sepamos distinguir el accidente
de la esencia. Es preciso que «los palos flotantes»
no nos hagan olvidar los prodigios del abismo. Los pensamientos
más bellos y las ideas más bajas no alteran el aspecto
eterno de nuestra alma, como los Himalayas o los abismos no modifican,
en medio de las estrellas del cielo, el aspecto de nuestra tierra.
Una mirada, un beso y la certeza de una presencia invisible y poderosa:
está dicho todo; y sé que estoy al lado de una igual
Pero la igual es verdaderamente admirable y extraña; y, desde
el momento que ama, la última de las mujeres posee algo que
nosotros nunca tenemos, porque, en su idea, el amor es siempre eterno.
¿Es por eso por lo que todas tienen, con los poderes primitivos,
relaciones que no están vedadas? Los mejores de entre nosotros
se encuentran siempre a grandes distancias de sus tesoros del segundo
recinto; y, cuando un momento solemne de la vida exige uno de los
joyeles de ese tesoro, no se acuerdan ya de los caminos que a él
conducen, y ofrecen en vano joyas falsas de su inteligencia a la
circunstancia imperiosa, que no se equivoca. Pero la mujer no olvida
el camino de su centro, y, tanto si la sorprendo en la opulencia
como en la miseria, en la ignorancia como en la ciencia, en el oprobio
como en la gloria; si le digo una palabra que salga realmente de
los abismos vírgenes de mi alma, ella sabrá encontrar
de nuevo las sendas misteriosas que nunca perdió de vista
y, sin vacilaciones, me traerá simplemente, del fondo de
las inagotables reservas del amor, una palabra, una mirada o un
gesto que será tan puro como el mío. Diríase
que su alma está siempre al alcance de su mano; está
pronta, día y noche, a responder a las más altas exigencias
de otra alma; y el tributo de la más pobre no se distingue
del tributo de las reinas
Acerquémonos con respeto a las más humildes y a las
más altivas, a las que están distraídas y a
las que piensan, a las que aún ríen y a las que lloran;
porque ellas saben cosas que nosotros no sabemos, y ellas tienen
una lámpara que nosotros hemos perdido. Ellas habitan al
pie mismo del Inevitable y conocen mejor que nosotros los caminos
que a él conducen. Por esto tienen certidumbres asombrosas
y gravedades admirables, y se ve que, en sus menores actos, se sienten
sostenidas por las manos seguras y fuertes de los grandes dioses.
Hace poco afirmaba yo que nos acercan a las puertas de nuestro ser,
y verdaderamente se creería que todas nuestras relaciones
con ellas tienen efecto por la abertura de esa puerta entornada
y primitiva, y en los cuchicheos incomprensibles que acompañaron
sin duda al nacimiento de las cosas, cuando aún no se hablaba
más que en voz baja, por temor de oír una prohibición
o una orden imprevista
No pasará el umbral de esa puerta, y nos espera en el interior,
donde se encuentran las fuentes. Y cuando venimos a llamar por fuera,
y ella abre, su mano no abandona jamás la llave ni la hoja
de la puerta. Guarda un instante al enviado que se acerca y, en
aquel breve momento, se ha enterado de todo lo que debe saber, y
los años futuros se han estremecido hasta el fin de los tiempos
¿Quién es capaz de decir lo que contiene la primera
mirada del amor, «esa varilla mágica hecha con un rayo
de luz roto», rayo salido del foco eterno de nuestro ser,
que ha transfigurado dos almas y las ha rejuvenecido en veinte siglos?
La puerta se abre o se cierra otra vez; no hagáis ningún
esfuerzo, porque todo está decidido. Ella lo sabe. Ella no
tendrá en cuenta vuestras acciones ni vuestras palabras ni
vuestros pensamientos, y si aún las observa, no lo hará
sino sonriendo; rechazará, sin saberlo, todo lo que no venga
a confirmar las certidumbres de aquella primera mirada. Y si creéis
inducirla a error, sabed que tiene razón contra vosotros
mismos y que sólo vosotros erráis, porque sois más
realmente lo que sois a sus ojos de lo que creéis ser en
vuestra alma, aun cuando se equivoque sin cesar sobre el sentido
de una sonrisa, de un gesto o de una lágrima
¡Tesoros ocultos, que ni siquiera tienen nombre!
Yo
quisiera que todos los que experimentaron que son malas lo proclamasen
a su vez y nos dijesen sus razones, y si esas razones son profundas,
nos sorprenderán e iremos muy lejos en el misterio. Son verdaderamente
las hermanas violadas de todas las grandes cosas que no se ven.
Son verdaderamente las parientas más próximas del
infinito que nos rodea y son las únicas que saben sonreírle
con la gracia familiar del niño que no teme a su padre. Conservan
en la tierra, como un joyel celeste e inútil, la sal pura
de vuestra alma; y si se fueran, el espíritu reinaría
sólo en un desierto. Sienten aún las emociones divinas
de los primeros días, y sus raíces penetran más
directamente que las nuestras en todo lo que nunca tuvo límites.
Compadezco verdaderamente a los que se quejan de ellas, pues no
saben en qué alturas se encuentran los besos verdaderos.
Y, sin embargo, ¡qué poca cosa parecen cuando los hombres
las miran de paso!
Las ven agitarse, en el fondo de sus pequeñas moradas; ésta
se inclina un poco; aquélla solloza; la de más allá
canta; la última borda; y ni uno solo comprende lo que hace
Vienen a visitarlas, como se visitan cosas risueñas; no se
acercan a ellas sino con el espíritu en acecho, y el alma
no puede entrar sino por una gran casualidad.
Las interrogan con desconfianza, y ellas no les dicen nada porque
ya lo saben; y ellos se van encogiéndose de hombros, persuadidos
de que ellas no comprenden
«Pero, ¿qué necesidad tienen de comprender eso,
nos contesta el poeta que siempre tiene razón; qué
necesidad tienen de comprender a esas almas bienaventuradas que
han elegido la parte mejor y que, como una pura llama de amor en
este mundo terrestre, no resplandecen sino en el remate de los templos
o en la cima de las naves errantes, en señal del fuego celeste
que inunda todas las cosas?
«Con frecuencia, esas criaturas que aman sorprenden, en horas
sagradas, admirables secretos de la naturaleza y los revelan con
una ingenuidad inconsciente.
»El sabio sigue sus huellas para recoger todas las joyas que
en su inocencia y en su alegría sembraron por los caminos.
El poeta, que siente lo que ellas sienten, ensalza su amor y procura,
con sus cantos, transplantar ese amor, germen de la edad de oro,
a otros tiempos y a otras regiones.»
Porque lo que ha dicho de los místicos se aplica sobre todo
a las mujeres que nos han conservado ahora el sentido místico
en la tierra.
Traducción
de Juan Bautista Ensenat
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