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Hay
en la vida cotidiana algo de trágico, mucho más real,
mucho más profundo y mucho más conforme con nuestro
ser verdadero que lo trágico de las grandes aventuras. Es
fácil de sentir, pero difícil de mostrar, porque esa
tragedia esencial no es simplemente material o psicológica.
Ya no se trata aquí de la lucha determinada de un ser contra
un ser, de la lucha de un deseo contra otro deseo o del eterno combate
de la pasión y del deber. Se trataría más bien
de hacer ver lo que hay de sorprendente en el solo hecho de vivir.
Se trataría más bien de hacer ver la existencia de
un alma en sí misma, en medio de una inmensidad que no está
siempre inactiva. Se trataría más bien de hacer comprender,
por cima de los diálogos ordinarios de la razón y
de los sentimientos, el diálogo más solemne y no interrumpido
del ser y de su destino. Se trataría más bien de hacernos
seguir los pasos vacilantes y dolorosos de un ser que se acerca
o se aleja de su verdad, de su belleza o de su Dios. Se trataría
además de mostrarnos y hacernos oír mil cosas análogas
que los poetas trágicos nos han hecho entrever de paso. Pero
he aquí el punto esencial: lo que nos han hecho entrever
de paso, ¿no se podría intentar mostrarlo antes de
lo demás? Lo que se oye en El rey Lear, en Macbeth, en Hamlet,
por ejemplo, el canto misterioso del infinito, el silencio amenazador
de las almas o de los dioses, la eternidad que ruge en el horizonte,
el destino o la fatalidad que se percibe interiormente sin que pueda
decirse por qué señales se la reconoce, ¿no
se podría, mediante no sé qué interversión
de papeles, asimilarlos a nosotros mientras se alejaría a
los actores? ¿Es aventurado afirmar que la verdadera tragedia
de la vida, la tragedia normal, general y profunda, no empieza hasta
el momento en que lo que llamamos las aventuras, los dolores y los
peligros han pasado? ¿Hemos de creer que la felicidad no
tiene el brazo más largo que la desdicha y que algunas de
sus fuerzas no se acercan más que ésta al alma humana?
¿Es absolutamente necesario dar alaridos como los Atridas
para que un Dios eterno se muestre en nuestra vida? ¿No es
la tranquilidad la que es terrible cuando se reflexiona sobre ella
y los astros la vigilan? Y el sentido de la vida, ¿se desarrolla
en el tumulto o en el silencio? ¿No es al decirnos al fin
de las historias: «Fueron felices» cuando la grande
inquietud debiera hacer su entrada? ¿Qué sucede mientras
son felices? ¿Acaso la felicidad o un simple instante de
reposo no descubre cosas más serias y más estables
que la agitación de las pasiones? ¿No es entonces
cuando la marcha del tiempo y muchas otras marchas más secretas
se hacen al fin visibles y las horas se precipitan? ¿Acaso
todo eso no hiere fibras más profundas que la puñalada
de los dramas ordinarios? ¿No es cuando un hombre se crece
al abrigo de la muerte exterior cuando la extraña y silenciosa
tragedia del ser y de la inmensidad abre realmente las puertas de
su teatro? Al huir ante una espada desenvainada, ¿es cuando
mi existencia llega a su punto más interesante? ¿Es
siempre en un beso donde es más sublime? ¿No hay otros
momentos en que se oyen voces más permanentes y más
puras? Vuestra alma, ¿no florece más que en el fondo
de las noches de tormenta? Se dirá que así se ha creído
hasta ahora. Casi todos nuestros autores trágicos no ven
más que la vida de otros tiempos, y se puede afirmar que
todo nuestro teatro es anacrónico y que el arte dramático
viene retrasado del mismo número de años que la escultura.
No sucede lo mismo con la buena pintura y la buena música,
por ejemplo, que han debido mezclarse y reproducir los rasgos más
ocultos, pero no menos graves y sorprendentes de la vida de hoy.
Han observado que esta vida no había perdido en exterioridad
decorativa sino para ganar en profundidad, en significación
íntima y en gravedad espiritual. Un buen pintor no pintará
ya a Mario vencedor de los cimbrios o el asesinato del duque de
Guisa; porque la psicología de la victoria o del homicidio
es elemental y excepcional, y el ruido inútil de un acto
violento ahoga la voz más profunda, más vacilante
y discreta, de los seres y de las cosas. Representará una
casa perdida en el campo, una puerta abierta al extremo de un corredor,
un rostro o manos en reposo; y esas simples imágenes podrán
añadir algo a nuestra conciencia de la vida; lo que es un
bien que ya no es posible perder.
Pero nuestros autores trágicos, como los pintores mediocres
que se retrasan en la pintura de historia, ponen todo el interés
de sus obras en la violencia de la anécdota que reproducen.
Y pretenden divertirnos con el mismo género de actos que
regocijaban a los bárbaros habituados a los atentados, homicidios
y traiciones que en sus cuadros representan, cuando la mayor parte
de nuestras vidas pasan lejos de la sangre, de los gritos y de las
espadas, y cuando las lágrimas de los hombres se han vuelto
silenciosas, invisibles y casi espirituales
Cuando voy al teatro, se me figura que me encuentro durante algunas
horas entre mis antepasados, que tenían de la vida un concepto
simple, seco y brutal, que yo no recuerdo y en el cual ya no puedo
tomar parte. Veo un marido engañado que mata a su mujer,
una mujer que envenena a su amante, un hijo que venga a su padre,
un padre que inmola a sus hijos, hijos que hacen morir a su padre,
reyes asesinados, vírgenes violadas, burgueses encarcelados,
y toda la sublime tradición, pero, ¡ay!, ¡tan
superficial y tan material!: sangre, lágrimas exteriores
y muerte. ¿Qué pueden decirme unos seres que no tienen
más que una idea fija y que tienen tiempo de vivir porque
tienen que matar a un rival o a una amante?
Había venido con la esperanza de ver algo de la vida unida
a sus fuentes y a sus misterios por lazos que no tengo la ocasión
ni la fuerza de percibir todos los días. Había venido
con la esperanza de entrever un momento la belleza, la grandeza
y la gravedad de mi humilde existencia cotidiana. Esperaba que me
mostrara no sé qué presencia, qué poder o qué
Dios que vive conmigo en mi estancia. Esperaba no sé qué
minutos superiores que vi sin conocerlos en medio de mis horas más
miserables; y casi siempre no he descubierto más que un hombre
que me ha dicho prolijamente por qué estaba celoso, por qué
envenenaba o por qué se mataba.
Yo admiro a Otelo, pero no me parece vivir de la augusta vida cotidiana
de un Hamlet, que tiene tiempo de vivir porque no obra. Otelo es
admirablemente celoso. Pero, ¿no es quizá un viejo
error el pensar que es en los momentos en que estamos poseídos
de semejante pasión y de otras de igual violencia cuando
vivimos verdaderamente? Me ha sucedido creer que un anciano sentado
en su sillón, esperando simplemente bajo su lámpara,
escuchando sin saberlo todas las leyes eternas que reinan en torno
de la casa, interpretando sin comprenderlo lo que hay en el silencio
de las puertas y de las ventanas y en la pequeña voz de la
luz, sufriendo la presencia de su alma y de su destino, inclinando
la cabeza, sin sospechar que todas las fuerzas de este mundo intervienen
y vuelan en la estancia como servidoras atentas, ignorando que el
sol mismo sostiene sobre el abismo la mesita en que se recoda, y
no hay un astro del cielo ni una fuerza del alma que sean indiferentes
al movimiento de un párpado que baja o de un pensamiento
que se eleva, me ha sucedido creer que aquel anciano inmóvil
vivía, en realidad, de una vida más profunda, más
humana y más general que el amante que estrangula a su amada,
el capitán que alcanza una victoria o «el esposo que
venga su honor».
Se me dirá quizá que una vida inmóvil no sería
muy visible, que hay que animarla con algunos movimientos y que
estos movimientos variados y aceptables no se encuentran más
que en el corto número de pasiones empleadas hasta aquí.
No sé si es cierto que un teatro estático sea imposible.
Hasta me parece que existe. La mayor parte de las tragedias de Esquilo
son tragedias inmóviles. No hablo de Prometeo ni de Las Suplicantes
donde no pasa nada; pero toda la tragedia de Las Coéforas,
a pesar de ser el drama más terrible de la antigüedad,
patalea como un mal sueño ante la tumba de Agamenón,
hasta que el homicidio surja, como un relámpago, de la acumulación
de las plegarias que se doblan sin cesar sobre sí mismas.
Examinemos desde este punto de vista otras de las tragedias más
bellas de los antiguos: Las Euménides, Antígona, Electra,
Edipo en Colona. «Admiraron», dice Racine en su prefacio
de Berenice, «admiraron el Ayax de Sófocles, que no
es más que Ayax que se mata a causa del furor que siente
porque le han negado las armas de Aquiles. Admiraron el Filoctetes,
que tiene por todo asunto el acto de Ulises yendo en busca de las
flechas de Hércules. El mismo Edipo, aunque lleno de reconocimientos,
está menos cargado de materia que la tragedia más
sencilla de nuestros días».
¿Qué es esto sino la vida casi inmóvil? Habitualmente,
en estas obras, ni siquiera hay acción psicológica,
que es mil veces superior a la acción material y que parece
indispensable, pero que llegan, sin embargo, a suprimir o a reducir
de una manera maravillosa, para no dejar subsistir más interés
que el que inspira la situación del hombre en el universo.
Aquí ya no estamos entre bárbaros y el hombre no se
agita ya en medio de las pasiones elementales que no son las únicas
cosas interesantes que hay en él. No se trata ya de un momento
excepcional y violento de la existencia, sino de la existencia misma.
Hay mil y mil leyes más poderosas y más venerables
que las leyes de las pasiones; pero esas leyes lentas, discretas
y silenciosas como todo lo que está dotado de una fuerza
irresistible no se perciben sino en la penumbra y el recogimiento
de las horas tranquilas de la vida.
Cuando Ulises y Neoptólemo vienen a pedir a Filoctetes las
armas de Hércules, su acción en sí es tan simple
y tan indiferente como la de un hombre de nuestros días que
entra en una casa para visitar a un enfermo, de un viajero que llama
a la puerta de una posada, o de una madre que espera junto al fuego
el regreso de su hijo. Sófocles marca de paso con un rasgo
rápido el carácter de sus héroes. Pero, ¿no
puede afirmarse que el interés principal de la tragedia no
se encuentra en la lucha que en ella se ve entre la habilidad y
la lealtad, entre el deseo de la patria, el rencor y la obstinación
del orgullo? Hay otra cosa; y es la existencia superior del hombre
que se trata de hacer ver. El poeta añade a la vida ordinaria
un no sé qué que es el secreto de los poetas, y de
pronto aquélla aparece en su prodigiosa grandeza, en su sumisión
a las fuerzas desconocidas, en sus relaciones que no acaban, y en
su miseria solemne. Un químico deja caer algunas gotas misteriosas
en un vaso que no parece contener más que agua clara; y en
seguida un mundo de cristales se eleva hasta los bordes y nos revela
lo que había en suspenso en el vaso, en que nuestros ojos
incompletos no habían distinguido nada. De la misma manera,
en Filoctetes, parece que la pequeña psicología de
los tres personajes principales no forma más que las paredes
del vaso que contiene el agua clara, que es la vida ordinaria en
que el poeta va a dejar caer las gotas reveladoras de su genio
Por consiguiente, no es en los actos, sino en las palabras, donde
se encuentran la belleza y la grandeza de las hermosas y grandes
tragedias. ¿Y se encuentran solamente en las palabras que
acompañan y explican los actos? No; es preciso que haya otra
cosa, además del diálogo exteriormente necesario.
Las únicas palabras importantes de una obra son generalmente
las que de pronto parecen inútiles. En éstas se encuentra
su alma. Al lado del diálogo indispensable, hay casi siempre
otro diálogo que parece superfluo. Examinemos atentamente
y se verá que es el único que el alma escucha profundamente,
porque sólo allí es donde se le habla. Se reconocerá
también que es la calidad y la extensión de este diálogo
inútil lo que determina la calidad y el alcance inefable
de la obra. Cierto es que en los dramas ordinarios, el diálogo
indispensable no responde en manera alguna a la realidad; y lo que
constituye la belleza misteriosa de las tragedias más bellas
se encuentra justamente en las palabras que se dicen al lado de
la verdad estricta y aparente. Se encuentra en las palabras que
están conformes con una verdad más profunda e incomparablemente
más cercana del alma invisible que sostiene el poema. Hasta
se puede afirmar que el poema se acerca a la belleza y a una verdad
superior a medida que elimina las palabras que explican los actos
para reemplazar con palabras que explican no lo que se llama un
«estado de alma», sino no sé qué esfuerzos
imperceptibles e incesantes de las almas hacia su belleza y hacia
su verdad. En igual medida se acerca también a la vida verdadera.
A todo hombre, en la vida cotidiana, le sucede el tener que resolver
con palabras una situación muy grave. Reflexionemos un instante
sobre ello. ¿Es siempre en tales momentos, es siquiera ordinariamente
lo que decimos o lo que se nos contesta lo que más importa?
¿No se ponen en juego otras fuerzas, otras palabras que no
se oyen y que, sin embargo, determinan el acontecimiento? Lo que
digo, con frecuencia importa poco; pero mi presencia, la actitud
de mi alma, mi porvenir y mi pasado, lo que nacerá de mí,
lo que en mí ha muerto, un pensamiento secreto, los astros
que me aprueban, mi destino, mil y mil misterios que me rodean,
y nos circundan, he aquí lo que nos habla en ese momento
trágico y he aquí lo que me responde. En ninguna de
mis palabras y en ninguna de las de los demás hay todo esto,
y es esto sobre todo lo que vemos, y es esto sobre todo lo que oímos
a pesar nuestro. Si has venido tú, «el esposo ultrajado»,
«el amante engañado», «la mujer abandonada»,
con el intento de matarme, no serán mis súplicas más
elocuentes las que puedan detener tu brazo. Pero es posible que
encuentres entonces una de esas fuerzas inesperadas y que mi alma,
que sabe que velan en torno mío, te diga una palabra secreta
que te desarme. He aquí las esferas en que las aventuras
se deciden, he aquí el diálogo cuyo eco sería
necesario oír. Y, en efecto, este es el eco que se oye aunque
en extremo debilitado y variable, en alguna de las grandes
obras de que hablaba hace un momento. Pero, ¿no se puede
intentar el acercarse más a esas esferas en que todo pasa
«en realidad»?
Parece que se quiere intentar. Hace algún tiempo, a propósito
de un drama de Ibsen en que se oye trágicamente ese diálogo
«del segundo grado» a propósito de Solness el
Constructor, yo trataba torpemente de penetrar esos secretos. Sin
embargo, son trazos análogos de mano del mismo ciego en la
misma pared y que se dirigen también hacia los mismos resplandores.
En Solness, ¿qué es lo que el poeta ha añadido
a la vida para que nos aparezca tan extraña, tan profunda
y tan inquietante bajo su puerilidad exterior? No es fácil
descubrirlo y el viejo maestro guarda más de un secreto.
Hasta parece que lo que ha querido decir es poca cosa comparado
con lo que ha tenido necesidad de decir. Ha dado libertad a ciertas
potencias del alma que nunca habían estado libres y quizá
ha sido poseído por ellas. «¿Veis, Hilde»,
exclama Solness, «veis? Hay hechicería en vos lo mismo
que en mí. Esta hechicería es lo que hace obrar a
las fuerzas exteriores. Y es preciso ceder. Que se quiera o no,
es preciso.»
Hay hechicería en ellos como en todos nosotros. Hilde y Solness
son, creo yo, los primeros héroes que se sienten vivir un
instante en la atmósfera del alma, y esa vida esencial que
han descubierto en ellos, más allá de su vida ordinaria,
los asusta. Hilde y Solness son dos almas que han entrevisto su
situación en la vida verdadera. Hay más de una manera
de conocer a un hombre. Tomo, por ejemplo, dos o tres seres que
veo casi todos los días. Es probable que, durante mucho tiempo,
no los distinguiré más que por sus gestos, sus costumbres
exteriores o interiores, su manera de sentir, de obrar y de pensar.
Pero, en toda amistad algo análoga, llega un momento misterioso
en que vemos, por decirlo así, la situación exacta
de nuestro amigo respecto a lo desconocido que lo rodea, y la actitud
del destino para con él. A partir de ese momento es cuando
él nos pertenece verdaderamente. Hemos visto ya de qué
manera los acontecimientos se portarían con él. Sabemos
que éste en vano se retirará al fondo de sus moradas
y permanecerá tan inmóvil como pueda por temor de
agitar algo en los grandes depósitos del porvenir: su prudencia
no servirá de nada, y los acontecimientos innumerables que
le son destinados lo descubrirán donde quiera que se esconda
y llamarán sucesivamente a su puerta. Y por otra parte, no
ignoramos que este otro saldrá inútilmente en busca
de todas las aventuras: siempre volverá con las manos vacías.
Parece haber nacido sin razón una ciencia infalible en nuestra
alma el día en que nuestros ojos se abrieron así,
y estamos seguros de que tal acontecimiento que parece hallarse,
sin embargo, al alcance de la mano de tal hombre, no podrá
alcanzarlo.
Desde ese momento, una parte especial del alma reina sobre la amistad
de los seres más ininteligentes y aun de los más oscuros.
Hay una especie de transposición de la vida. Y cuando encontramos
por casualidad a uno de los que conocemos así, mientras hablamos
de la nieve que cae o de las mujeres que pasan, hay en cada uno
de nosotros una pequeña cosa que se saluda, se examina, se
interroga sin que lo sepamos, se interesa en conjeturas y habla
de acontecimientos que no nos es posible comprender
Creo que Hilde y Solness se encuentran en este caso y se ven de
esa manera. Sus palabras no se parecen a nada de lo que hasta aquí
hemos oído, porque el poeta ha intentado mezclar en una misma
expresión el diálogo interior y exterior. Reinan en
este drama sonambúlico no sé qué fuerzas nuevas.
Todo lo que en él se dice oculta y descubre a la vez las
fuentes de una vida desconocida. Y si nos asombramos por momentos,
no hay que perder de vista que nuestra alma es con frecuencia, a
nuestros pobres ojos, una fuerza muy loca, y que hay en el hombre
muchas regiones más fecundas, más profundas y más
interesantes que las de la razón o de la inteligencia
Traducción de Juan Bautista Ensenat
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