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En
medio de nuestros cuidados intelectuales, conviene ocuparnos a veces
en las aptitudes de nuestro cuerpo y especialmente en los ejercicios
que más aumentan su fuerza, su agilidad y sus cualidades
de hermoso animal sano, temible y dispuesto a hacer frente a todas
las exigencias de la vida.
A este propósito, recuerdo que hablando recientemente de
la espada, en el entusiasmo de mi asunto, estuve bastante injusto
respecto a la única arma específica que la naturaleza
nos ha dado: el puño. Y deseo reparar aquella injusticia.
La espada y el puño se completan y pueden hacer, si así
cabe expresarse, buenas migas juntos. Pero la espada no es o no
debiera ser más que un arma excepcional, una especie de ultima
et sacra ratio. No debería recurrirse a ella sino con solemnes
precauciones y un ceremonial equivalente al que rodea los procesos
que puedan conducir a una condena a muerte.
Por el contrario, el puño es el arma de todos los días,
el arma humana por excelencia, la única orgánicamente
adaptada a la sensibilidad, a la resistencia, a la estructura tanto
ofensiva como defensiva de nuestro cuerpo.
Efectivamente, si nos examinamos bien, debemos colocarnos, sin vanidad,
entre los seres menos protegidos, más desnudos, más
frágiles, más quebradizos y más flojos de la
creación. Comparémonos, por ejemplo, con los insectos,
tan formidablemente armados para el ataque y tan fantásticamente
acorazados. Ved, entre otros, a la hormiga sobre la cual podéis
acumular diez o veinte mil veces el peso de su cuerpo sin que al
parecer sufra por ello. Ved el saltón, el menos robusto de
los coleópteros, y pesad lo que puede llevar sin que se rompan
los anillos de su vientre, sin que ceda el broquel de sus élitros.
En cuanto a la resistencia del caracol, puede decirse que no tiene
límites. Somos, pues, comparados con ellos, nosotros y la
mayor parte de los mamíferos, seres no solidificados, todavía
gelatinosos y muy próximos al protoplasma primitivo. Nuestro
esqueleto, que es como el esbozo de nuestra forma definitiva, es
el único que ofrece alguna resistencia. Pero ¡cuán
miserable es este esqueleto, que parece construido por un niño!
Considerad nuestra espina dorsal, base de todo el sistema, cuyas
vértebras mal articuladas no se sostienen sino por milagro;
y nuestra caja torácica que no ofrece más que una
serie de puntos en falso que apenas se atreve uno a tocar con la
punta del dedo. Pues bien, contra esta floja e incoherente máquina,
que parece un ensayo equivocado de la naturaleza; contra este pobre
organismo del que la vida tiende a escaparse por todas partes, hemos
imaginado armas capaces de aniquilarnos aunque poseyéramos
la fabulosa coraza, la prodigiosa fuerza y la increíble vitalidad
de los insectos más indestructibles. Hay que convenir en
que hay aquí una curiosa y desconcertante aberración,
una locura inicial, propia de la especie humana, que, lejos de corregirse,
va creciendo de día en día. Para entrar en la lógica
natural que siguen todos los demás seres vivientes, si nos
es dado usar armas extraordinarias contra nuestros enemigos de un
orden diferente, deberíamos, entre nosotros, los hombres,
no servirnos más que de medios de ataque y defensa proporcionados
por nuestro propio cuerpo. En una humanidad que se conformara estrictamente
al deseo evidente de la naturaleza, el puño, que es al hombre
lo que el cuerno al toro y al león la garra y el diente,
bastaría para todas nuestras necesidades de protección,
de justicia y de venganza. So pena de crimen irremisible contra
las leyes esenciales de la especie, una raza más sensata
prohibiría todo otro modo de combate. Al cabo de algunas
generaciones se llegaría a propalar así y a poner
en vigor una especie de respeto pánico de la vida humana.
¡Y qué selección pronta y en el sentido exacto
de las voluntades de la naturaleza resultaría de la práctica
intensiva del pugilato, donde se concentrarían todas las
esperanzas de la gloria militar! La selección es, después
de todo, lo único realmente importante con que debemos preocuparnos;
es el primero, el más vasto y el más eterno de nuestros
deberes para con la especie.
*
* *
Mientras
tanto, el estudio del boxeo nos da excelentes lecciones de humildad
y arroja sobre la decadencia de algunos de nuestros instintos más
preciosos una luz bastante inquietante. Pronto notamos que, en todo
lo concerniente al uso de nuestros miembros: agilidad, destreza,
fuerza muscular, resistencia al dolor, hemos venido a parar al último
orden de los mamíferos o de los batracios. Desde este punto
de vista, en una jerarquía bien comprendida, tendríamos
derecho a un modesto lugar entre la rana y el carnero. La coz del
caballo, como la cornada del toro o la dentellada del perro son
mecánica y anatómicamente imperfectibles. Sería
imposible mejorar, por medio de las más sabias lecciones,
el uso instintivo de sus armas naturales. Pero nosotros, los más
orgullosos de los primates, no sabemos dar un puñetazo. Ni
siquiera sabemos cuál es exactamente el arma de nuestra especie.
Antes que un profesor nos lo haya enseñado laboriosa y metódicamente,
ignoramos por completo la manera de poner en obra y de concentrar
en nuestro brazo la fuerza relativamente enorme que reside en nuestro
hombro y en nuestro bacinete. Observad dos carreteros, dos campesinos
que se pelean: nada más miserable. Después de una
copiosa y dilatoria sarta de injurias y de amenazas, se agarran
por el pescuezo y por los cabellos, ponen en juego pies y rodillas,
al azar; se muerden, se arañan, se enredan en su rabia inmóvil,
no se atreven a soltar presa, y si uno de ellos logra tener un brazo
libre, da con él a ciegas, y a menudo en el vacío,
pequeños golpes precipitados, exiguos, barbotados; y el combate
no acabaría nunca si la navaja felona, evocada por la vergüenza
del espectáculo incongruo, no surgiese de pronto casi espontáneamente,
de uno u otro bolsillo.
Contemplad por otra parte dos boxeadores: nada de palabras inútiles,
nada de tanteos, nada de cólera; la calma de dos certidumbres
que saben lo que hay que hacer. La actitud atlética de la
guardia, una de las más hermosas del cuerpo viril, pone lógicamente
en valor todos los músculos del organismo. Ninguna partícula
de fuerza que desde la cabeza hasta los pies pueda extraviarse.
Cada uno de ellos tiene su polo en uno u otro de los dos puños
macizos recargados de energía. ¡Y qué noble
sencillez en el ataque! Tres golpes, ni uno más, fruto de
una experiencia secular, agotan matemáticamente las mil posibilidades
inútiles a que se aventuran los profanos. Tres golpes sintéticos,
irresistibles, imperfectibles. Desde el momento que uno de ellos
alcanza francamente al adversario, la lucha ha terminado a satisfacción
completa del vencedor que triunfa tan incontestablemente que no
tiene el menor deseo de abusar de su victoria, y sin peligroso daño
para el vencido simplemente reducido a la impotencia y a la inconsciencia
durante el tiempo necesario para que todo rencor se evapore. Momentos
después, ese vencido se levantará sin avería
duradera, porque la resistencia de sus huesos y de sus órganos
es estricta y naturalmente proporcionada a la fuerza del arma humana
que lo hirió y derribó.
Puede parecer paradójico, pero es fácil de observar
que el arte del boxeo, donde generalmente se practica y cultiva,
se convierte en una garantía de paz y de mansedumbre.
Nuestra nerviosidad agresiva, nuestra susceptibilidad en acecho,
la especie de perpetuo quién vive en que se agita
nuestra vanidad recelosa, todo esto dimana, en el fondo, del sentimiento
de nuestra impotencia y de nuestra inferioridad física, que
se esfuerza en imponerse, con una máscara altiva e irritable,
a los hombres a menudo groseros, injustos y malévolos que
nos rodean.
Cuanto más desarmados nos sentimos en presencia de la ofensa,
más nos atormenta el deseo de manifestar a los demás
y de persuadirnos a nosotros mismos de que nadie nos ofende impunemente.
El valor es tanto más susceptible, tanto más intratable,
cuanto más el instinto asustado, agazapado en el fondo del
cuerpo que recibirá los golpes se pregunta con angustiosa
ansiedad de qué manera acabará la algarada.
¿Qué hará ese pobre instinto prudente, si la
crisis toma mal giro? Con él se cuenta, a la hora del peligro.
Destinados le están los cuidados del ataque y de la defensa.
Pero en la vida cotidiana se le alejó tantas veces de los
negocios y del consejo supremo, que al llamamiento de su nombre
sale de su retiro como un cautivo envejecido, súbitamente
deslumbrado por la luz del día.
¿Qué resolución tomará? ¿Dónde
habrá que dar? ¿En los ojos, en el vientre, en la
nariz, en las sienes, en el cuello? ¿Y qué arma escoger?
¿El pie, los dientes, la mano, el codo o las uñas?
No sabe: vacila en su pobre morada que van a deteriorar, y mientras
se atolondra y las tira de la manga, el valor, el orgullo, la vanidad,
la altivez, el amor propio, todos los grandes señores magníficos,
pero irresponsables, enconan la querella recalcitrante, que para
al fin, después de innumerables y grotescos rodeos, en el
inhábil cambio de porrazos chillones, ciegos, híbridos
y llorones, lastimosos y pueriles e indefinidamente impotentes.
Por el contrario, el que conoce la fuente de justicia que posee
en ambas manos cerradas no tiene nada de qué persuadirse.
Una vez para siempre sabe lo que sabe saber.
La longanimidad, como una flor apacible, emana de su victoria ideal
pero segura.
El más grosero insulto no puede alterar su sonrisa indulgente.
Espera, pacífico, las primeras violencias, y puede decir
con calma a todo el que lo ofende: «No pasaréis de
ahí.»
Un solo gesto mágico, en el momento necesario, detiene al
insolente. ¿A qué hacer ese gesto? Su eficacia es
tan segura, tan rápida, que ni siquiera se piensa en él.
Y con la misma vergüenza que causaría pegar a un niño
indefenso, en el último extremo se decide al fin a levantar
contra el bruto más fuerte una mano soberana que siente anticipadamente
su victoria demasiado fácil.
Traducción
de Juan Bautista Ensenat
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