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Sabemos
que la palabra simbolista vino de la pluma de Jean Moréas
y apareció impresa en la edición del 11 de agosto
de 1885 de Le XIXe siècle. Más de un año transcurrió
antes de que Moréas reincidiera y publicara en un artículo
entregado al Supplément del Figaro del 18 de septiembre de
1886 una especie de manifiesto que no dejó contentos ni a
los simpatizantes del movimiento ni a sus adversarios. Anatole France
resumió la opinión general al respecto cuando el 26
de septiembre escribió en Le Temps: «Mi molestia proviene
sobre todo de que no sé exactamente lo que es el simbolismo».
En Gante, Maeterlinck vivía esa época en que los jóvenes
de espíritu más diversos se agitaban, todos hartos
de ver en la primera fila literaria «a los parnasianos sin
aliento, a esas gentes que, bajo el pretexto del realismo y del
naturalismo, remedaban a Balzac, a Flaubert, a Goncourt y a Zola,
y se contentaban con fotografiar la realidad, con servir episodios
de la vida real, apoyados por una pandilla de periodistas
que hacían todo, incluidos los retruécanos».
Pero en realidad no había ninguna reunión formal,
ni siquiera en los cafés, de estos jóvenes más
o menos encolerizados que querían salvar a la literatura,
particularmente a la poesía, y que, de manera a menudo muy
intelectual, volvían a las fuentes del romanticismo. André
Fontainas, simbolista convencido, señala: «Se ha pretendido
que el simbolismo fue una escuela. O las palabras han perdido su
significado o el simbolismo no presenta ninguna de las características
indispensables en la vida de una escuela
No es posible discernir,
en el conjunto del grupo simbolista, más que una sola característica
común: la restricción de no someterse a ninguna dirección
magistral y exclusiva, de expresarse por su cuenta y riesgo, cada
uno a su propia manera, de nunca verse influidos por la forma adoptada
por sus congéneres». Se entiende, así, que Maeterlinck
podía trabajar tranquilamente en su rincón, lejos
de un París que poco frecuentaba. Se entiende también
que nunca rechazó la palabra simbolista para referirse a
él, así como a sus «congéneres».
Si la palabra tuvo el éxito conocido y dio la apariencia
de cohesionar a un grupo de individualidades muy diversas, es porque
derivaba de la palabra símbolo y porque ésta designaba
el procedimiento que todos ellos usaban sin excepción.
Mientras más se ve a estos escritores intentar en vano determinar
los componentes de su movimiento, más claramente se deja
ver que intentan, a menudo con cierta pertinencia, definir la palabra
símbolo. Pero esto lleva tiempo. En 1900, el simbolismo todavía
no aparece más que como una tentativa. No constituye, de
ningún modo, un movimiento definido. Veintisiete años
más tarde, Albert Mockel todavía se pregunta sobre
la naturaleza exacta del símbolo y señala lo que le
parece importante: «En los poetas realmente dotados, hay una
operación psicológica singular en la que las imágenes
dadas por los sentidos se iluminan y resuenan hasta el alma, luego
de haberse impregnado de vida sentimental. Estas palabras que acabo
de pronunciar podrían constituir una muy justa definición
del símbolo». Las siguientes palabras son también
de Mockel, y fueron dichas el mismo año: «En el arte
de escribir hay un símbolo cuando una imagen o una sucesión
de imágenes, cuando una alianza de palabras, una caricia
musical, nos dejan entrever una idea y nos permiten descubrirla
como si naciera en nosotros mismos». Buena definición,
sin duda, pero que calla lo que Gourmont ya daba a entender en algunos
de sus textos y que Barthes iba a poner en claro: «El símbolo
no es la imagen, es la pluralidad misma de los sentidos».
Me sería muy fácil listar la mayor parte de las definiciones
que en la época se hicieron del símbolo. La lista,
nos lo imaginamos, ya se hizo. Lo único que puedo hacer es
remitir a los curiosos a la página 47 y siguientes de la
Doctrine symboliste de G. Michaud. Este recuento, sin embargo, es
bastante vano. Los oficiantes del «culto a la tinta y a la
pluma» como se expresa Henri de Régnier (lo que
recuerda, en el caso de Maeterlinck, su propia definición:
«un hombre que trabaja con pluma y papel»), estos
jóvenes escritores estaban bastante de acuerdo, a fin de
cuentas, con una definición que no hacían más
que repetir cada quien a su manera, según su temperamento
y su inclinación más o menos afirmada hacia la teorización.
Atengámonos, pues, a la de Maeterlinck, que propuso a Jules
Huret. «Sí, creo que hay dos tipos de símbolos:
uno que se podría llamar símbolo a priori; el símbolo
adrede, parte de abstracciones e intenta revestir de humanidad dichas
abstracciones. El prototipo de esa simbología, que toca muy
de cerca a la alegoría, se encontraría en el segundo
Faust y en algunos cuentos de Goethe, su famoso Märchen aller
Märchen, por ejemplo. La otra especie de símbolo sería
más bien inconsciente, tendría lugar a espaldas del
poeta, a menudo a pesar suyo, e iría, siempre así,
más allá de su pensamiento; es el símbolo que
nace de toda creación genial de humanidad; el prototipo de
esta simbología se encontraría en Esquilo, Shakespeare,
etc.»
Se constata que Maeterlinck ve las cosas desde arriba. Por fortuna,
acepta descender de las alturas. «Desde un punto de vista
más restringido, sería lo mismo para las imágenes,
que son los asientos, en cierto modo madrepóricos, sobre
los que se elevan las islas del símbolo.» Pero en esto
no hay ninguna explicación. Es un poco como si encontrara
natural que el lector hiciera la transposición, y que esta
transposición se impusiera. Casi se podría esperar
que dijera: «Vean a los poetas». No sería, a
fin de cuentas, una mala idea. Agreguemos que es mediante la intuición
que el poeta escoge, acerca, une las imágenes dispersas que
la naturaleza le ofrece, y, al hacerlo, revela el significado ideal
de las imágenes naturales. De ahí (y esto aparece
claramente en los dramas de Maeterlinck), una valoración
muy perceptible de las imágenes ofrecidas por el mar, el
bosque, los astros, el viento, etc., valoración que se encuentra
en la base, para retomar las palabras de Verlaine, de una verdad
poética, imprecisa y precisa, de una vida y una vivacidad
destacables.
No es útil, me parece, volver, mediante otra vía,
al significado general de las obras del primer teatro, en el que
la actividad del personaje sublime se ve diversamente utilizada
cuando la obra es simbólica, y se ausenta más o menos
cuando se ofrece como alegórica. En el marco de este ensayo,
me parece que resulta mucho más interesante estudiar los
medios, exactamente diversificados, empleados por Maeterlinck para,
en resumidas cuentas, hacernos soñar. No es inútil,
tal vez, traer a colación aquí la opinión de
nuestro autor en 1890 (Un théâtre dandroïdes),
opinión según la cual en «el instinto de la
muchedumbre», el teatro es «el templo del sueño»
[subrayado de MM]. En su teatro, para Maeterlinck, se trata, en
primer término, de hacer sobre todo soñar, si no a
los intelectuales, sí al menos a un público de gente
cultivada. Al respecto, resulta sin embargo destacable que haya
resistido el golpe de Cyrano de Bergerac. La razón es que
este teatro es el de una élite, y el de una élite
afirmada cuyo papel, a la postre, consiste en abrir caminos nuevos
y permitir las evoluciones del alma. Cyrano era casto en su fábula;
y la pieza, estéril en la historia de la literatura. El simbolismo
era por demás ubérrimo, y uno no puede sorprenderse
de que el primer teatro de Maeterlinck haya fecundado el espíritu
de tantos dramaturgos modernos.
Con todo, no tengo la intención de hacer un análisis
profundo de los medios que Maeterlinck empleó a lo largo
de sus obras no sólo para hacernos soñar sino, también,
para volvernos sensibles, e intelectualmente sensibles, a una realidad
que no percibe la conciencia de los personajes, y cuyo espectador
(o mejor aún: cuyo lector) sólo tiene conciencia por
mediación de la imagen. En este terreno, Maeterlinck se mostrará,
en su primer teatro, de una inventiva constante. Las soluciones
que aporta en cada caso siempre casos especiales son
siempre de una gran ingeniosidad y a menudo se acompañan
de la impronta del genio. Se trata de un genio que le nace, sin
duda, de sus dones, pero sobre todo de su trabajo. Estas pequeñas
piezas no tienen, por fortuna, nada del ruidito de Cyrano y de su
exceso verbal. Pensamos en la confidencia que Maeterlinck le hizo
a Adolfo Brisson: «Sólo me gustan [sus obras] cuando
las llevo en la mente. La concepción es delicia pura. La
ejecución es un tormento. Y luego se pasan tantos trabajos
para encontrar la expresión precisa, adecuada a la idea.
Casi siempre se está más acá o más allá.
¡Ah! ¡No es un arte fácil!» Un arte: la
palabra ha sido pronunciada. Ya lo había sido. Y lo seguirá
siendo. No buscamos, pues, en el propósito de las obras las
razones de este propósito. La obra no deja de darse ella
misma a luz. Cuesta al autor esfuerzos constantes, búsquedas
retomadas sin cesar. Si es posible compararlo con otros creadores,
será con otros artistas, y de los más grandes, y sobre
todo del Flandes de su infancia y de su juventud. Un Van Eyck, por
ejemplo, que sólo de verlo, a decir de Georgette Leblanc,
le hacía palidecer y le alteraba la voz. La misma paciencia,
la misma meticulosidad al servicio de una obra. Esta faceta artística
del personaje lo aleja marcadamente de los poetas, y particularmente
de aquellos para quienes, como Verhaeren, importa el aliento, o
de esos pintores expresionistas a los que se veía despuntar
en el horizonte de las artes y en quienes, como se sabe, la representación
de las pasiones humanas pasa por la resolución de los problemas
técnicos. Es sintomático, por otra parte, que un espíritu
ilustrado y amistoso como el de Van Lerbergh no designe a Maeterlinck
más que con la palabra artista. Sintomático también
que nada sea menos espontáneo que su poesía, en la
que lo insólito de la imagen de una imagen meditada
por su poder enciende el fuego de «la inspiración».
Imagino bastante bien a Maeterlinck como a un miniaturista al servicio
de un gran proyecto.
Aunque sea muy conocido, traigo de nuevo a colación ese texto
en el que, abriéndose al inevitable Jules Huret, Mallarmé
dijo: «Nombrar un objeto es suprimir las tres cuartas partes
del goce del poema, que está hecho de adivinar poco a poco:
sugerirlo, he aquí el sueño. Es el uso perfecto de
este misterio lo que instituye el símbolo: evocar poco a
poco un objeto para mostrar un estado de ánimo, o, a la inversa,
escoger un objeto y liberar un estado de ánimo a través
de una serie de desciframientos». En el plano de la poesía,
Mockel se hace oír: «El poeta debe buscar menos concluir
que dar que pensar, de tal suerte que el lector, colaborando a través
de lo que adivina, completa por sí mismo las palabras escritas».
Una frase casi semejante se aplica al dramaturgo, de «tal
suerte que el espectador, colaborando a través de lo que
adivina, acaba por sí mismo las palabras oídas».
Tan aparente como «el medio [del símbolo] es la sugestión».
Y Charles Morice, confiándose también a Huret, agrega:
«Se trata de dar a la gente el recuerdo de algo que nunca
han visto». Esto, sin duda, es verdad para la poesía.
En lo que respecta al teatro de Maeterlinck, no habría que
eliminar lo que aporta la palabra recuerdo, sino fundir esa aceptación
en la presencia. Podemos comprobarlo: no estamos lejos de Platón.
Antes incluso de que Pelleas et Mélisande fuera representada,
Saint-Pol-Roux había visto correctamente que el genio de
Maeterlinck era «todo sugestividad, genio que indica, no queriendo
consumar». Sugerir: todas las innovaciones de Maeterlinck
al teatro no tienen otro objetivo. Sugerencia, evidentemente, y
ante todo, del personaje sublime. Pero sugerencia igualmente de
esos sentimientos por entero inconscientes, o que comienzan a ascender
hacia la luz de la conciencia, y se afanan en ello. Estos sentimientos,
que se reducen prácticamente al solo temor y al solo amor,
estos sentimientos, una vez nacidos, intactos como el dolor de las
almas impotentes llegadas «a los confines de esa gran verdad
inmóvil que congela la energía y el deseo de vivir».
Maeterlinck adivina mejor que nadie el principal peligro al que
se expone una realidad sugerida: el de no ser comprendida. No se
hace la más mínima ilusión sobre el espectador:
incluso de buena voluntad, éste choca con un dramaturgo cuyo
mundo puede serle extraño. ¡Sólo Dios sabe si
alguna vez el espectador francés ha rezongado al afrontar
ese mundo que, sin embargo, se ofrece incluso cuando se hurta! Se
entiende fácilmente, en este terreno, el éxito de
Cyrano. ¡Pero el éxito de un flamenco! y, por encima
del mercado, ¡el de un flamenco que sugiere su propia verdad!
Este éxito, Maeterlinck sólo lo debe al hecho de que
sus obras estaban en el espíritu del tiempo, y hablo del
que respiraba una juventud idealista y algunos críticos clarividentes
en quienes muchos tuvieron confianza. Pero, al tiempo que se deplora,
es posible entender que Debussy haya soñado para Maeterlinck
una música que lo traicionara esto sin quitar nada
a la calidad intrínseca de esta música. Maeterlinck,
quien si bien tiene la cabeza en las brumas de lo inconsciente no
menos tiene sus pies de flamenco fuerte sobre la tierra, no se queda
a la zaga. Un artista es un hombre que no deja de tomar en cuenta
lo que la realidad le propone. Por más que Maeterlinck designe,
con toda razón, al dramaturgo a través de la palabra
Poeta (nótese la mayúscula), sabe también que,
más que cualquier artista, debe tener en cuenta lo posible.
Nada que ver con un artista como Bach, que escribía sus partituras
diciendo: «¡Que los intérpretes se las arreglen!».
Hay que reconocer que Maeterlinck, razonando algunas veces de este
modo, corre riesgos tan graves como un buen número de directores
prefieren evitarlos. Pero en Pélleas et Mélisande,
¿cómo escapar a la escena central, la de la cabellera
descompuesta? ¡Qué de anécdotas más o
menos chuscas al respecto! Porque el ridículo nunca está
lejos, por desgracia, y a menudo lo rozan las emociones superiores.
Es demasido fácil atravesar la frontera que los separa. Una
vigilancia estricta es sin duda necesaria, y la más estricta
disciplina en la dirección de los actores.
Maeterlinck mejor que nadie sabe en qué espacio escénico
brumoso tiene que avanzarse. Sabe que es muy difícil pedir
a los espectadores que colaboren. También ha tenido cuidado
de introducir en la acción, por aquí, por allá,
objetos alegóricos que iluminen a los espectadores pero no
a los personajes.
Un ejemplo. En LIntruse, la familia, bajo la lámpara,
espera a la hermana del padre y del tío, mientras en el piso
superior descansa la madre, recientemente salida viva de un alumbramiento
terrible. Pero no es la hermana la que entra, sino una fuerza que,
a través del juego de la alegoría, los espectadores
identifican rápidamente como la muerte: no puede entrar en
la propiedad más que a través de un bosque de cipreses
árboles, en el Flandes de la época de
los cementerios. Luego, he aquí que los ruiseñores
dejan de cantar, que los cisnes se atemorizan, que los peces se
sumergen, que los perros dejan de ladrar, que el frío entra
en la casa, que las rosas se deshojan, que la puerta se niega a
cerrarse. «Hay un silencio de muerte», dice el padre.
Esto no basta. El espectador más obtuso debe ser ilustrado.
Nueva indicación alegórica: el jardinero acaba de
segar alrededor de la casa un jardinero invisible. La
duda se hace presente.
Entre las imágenes alegóricas explícitas destacaría
la de la corona de oro de Melisanda y la de su anillo de oro. Hay
otras menos claras, pero que Maeterlinck ha tenido el cuidado de
iluminar. La última escena del cuarto acto de La Princesse
Maleine ve cometer el asesinato de la princesa. Tempestad. Tempestad
que se prolonga en la primera escena del acto siguiente. Una muchedumbre
espera en el cementerio. No ha adivinado nada del drama.
Un campesino. ¡Vean el castillo! ¡El castillo!
Otro. ¿Arde? Sí .
Un tercero. ¡No, no! ¡Hay llamas verdes en las
crestas de todos los techos!
La imagen puede parecer oscura. Maeterlinck nos da la clave: «Parecería
que el infierno está alrededor del castillo», dice
un anciano. En la escena siguiente: «Parecería que
hay una fiesta en el infierno». Y: «se creería
en los arrabales del infierno». A partir de esta explicación,
otras imágenes se aclaran: la cruz (V, 1), y luego la pequeña
torre (V, 2) se desploman en el foso y el estanque; el puente se
desfonda y aísla al castillo; los animales se refugian en
el cementerio, una ventana de la planta baja no se alumbra: la de
la habitación de Maleine asesinada; bajo esta ventana, los
cisnes levantan el vuelo repentinamente, salvo uno, que, con sangre
en las alas, flota boca arriba.
Es inútil multiplicar los ejemplos en los que se confirma
que Maeterlinck da prueba, para con los espectadores, de una mansedumbre
evidentemente interesada. Pero ocurre que se remite completamente
a su sagacidad intuitiva, al uso de símbolos, y hace uso
de ellos incluso de manera menos clara, como si deseara desorientarlos,
un poco a la manera en que el destino, del que él mismo sería
la imagen, desorienta a sus víctimas.
Si hay símbolos cuya sugestión es tan evidente como
el significado de la alegoría, otros son particularmente
abstrusos y demandan reflexión en la lectura reflexión
no siempre recompensada y de los cuales, si se les aborda
una primera vez en la representación, no se puede retener
más que el carácter de extrañeza. Es posible,
por lo demás, que Maeterlinck no haya tenido otra ambición.
Con el espectador juega un poco el juego del gato y el ratón.
Frecuentemente lo orienta, cierto, pero también lo desorienta,
y no me imagino, conociéndolo, que lo haga sin intención.
Un ejemplo uno solo puede aclarar mi afirmación,
el símbolo menos claro. Ablamore, viejo rey cuya sabiduría
es pasiva, ama a Alladine, pequeña esclava que ha traído
del fondo de la Arcadia. Llega al palacio Palomides, el novio de
su hija Astolaine. La primera mirada que intercambian Palomides
y Alladine los liga para siempre. Ablamore pierde la razón
y los desorienta en los vastos subterráneos. Caídos
al agua, no son salvados más que in extremis. En el último
acto, Maeterlinck los coloca en dos habitaciones que dan sobre cada
lado de un corredor «tan largo que sus últimos arcos
se pierden en una especie de horizonte vaporoso» corredor
que los espectadores tienen bajo sus ojos. De esas dos habitaciones,
la de Alladine se encuentra un poco más baja que la del joven
hombre. Para curarlos, un solo remedio: «[
] sería
necesario que consiguieran olvidarse uno del otro». De esta
manera, las puertas de las dos habitaciones son cerradas. Precaución
vana: Alladine y Palomides intercambian palabras de desconsuelo
y mueren. «Un silencio. Astolaine y las hermanas de Palomides
escuchan en medio de la angustia. Luego, la enfermera abre, desde
el interior, la puerta de la habitación de Palomides, aparece
en el umbral, hace un signo y todos entran en la habitación
que se cierra. Nuevo silencio. Poco después, toca el turno
a la puerta de Alladine, y se abre: la otra enfermera sale también
y, al no ver a nadie, entra en la habitación, de la que deja
la puerta abierta de par en par». La pieza finaliza.
Disposición escénica tan curiosa que no puede sino
alertar y conmover en el espectador ese espíritu que requiere
el misterio de todo lo que se sobreentiende. Es muy probable que,
en un primer momento, Maeterlinck haya apuntado otro objetivo aparte
del de dejar al espectador en esa especie de malestar tan delicioso
y a menudo tan fecundo que sigue a una representación en
la que nos ha sido dado soñar. Es posible, también,
que este malestar, para disiparse, lleve al espectador a revivir
el drama en la mente. Se distingue aquí ese doble y paradójico
movimiento al que se libra este tipo de texto: quiere librarse de
la obra, pero sólo se consigue este objetivo profundizando
en ella.
Sin duda, por poco que uno se aplique a ello, se revela «la
multiplicidad de los sentidos». Progongo uno, que algo vale.
Astolaine (y las hermanas de Palomides, personajes comparsa) entran
en la habitación del joven hombre. La puerta se cierra. El
vacío y el silencio del corredor no estarán para hacer
más sugestiva la escena final. La puerta cerrada sugeriría
que el destino de Palomides está irremediablemente separado
del de Alladine, pero Astolaine se encuentra en esa habitación:
¿no se encuentra ahí como la consagración de
una nueva unión entre ella y Palomides? No olvidemos que,
«según su espíritu», éste no había
dejado de amar a Astolaine, ni que ésta no puede tardar en
ir a encontrarlo en el más allá. («No tengo
más que una hija», dice Ablamore a Alladine. «Las
otras están muertas
La única que me queda también
iba a morir
Pero un día se encontró con alguien
a quien ya no esperaba y vi que perdió el deseo de morir
»)
En cuanto a la puerta de Alladine, al ser dejada abierta de par
en par, ¿no simboliza una espera incansable, un llamado insatisfecho?
Tan cierto como que «ellas [las mujeres] saben cosas que no
sabemos y que tienen una lámpara que hemos perdido».
¿Es útil, en el marco de esta obra, mostrar las vicisitudes
de estas imágenes, que Maeterlinck usa según sus necesidades?
Símbolos progresivos, símbolos regresivos, símbolos
que parecen evaporarse, o insisten, símbolos que giran hacia
la alegoría, alegorías que se vuelven símbolos,
imágenes-presagios, etc. No hay nada, o casi, en el espectáculo
que no pida ser interpretado y que no soporte muy bien el análisis.
Todas estas piezas son especies de habitaciones con ecos, donde
pasan, vuelven a pasar, se perfilan, desaparecen para reaparecer,
grandes sombras imperativas y, algunas veces, luces proféticas.
Se concibe que, en esas condiciones, la imagen lo que me gustaría
llamar imagen dramática deja de ser contemplada únicamente
como un procedimiento. Participa en la magia del conjunto y, algunas
veces haciendo caso omiso de su valor decorativo, nos es permitido
contemplarla como un puro objeto de contemplación.
¿Dónde encontrar estas imágenes? «Lo
difícil», ha escrito Bergson, «es dar a la palabra
su fuerza de sugestión». Cierto. En la pieza, en su
totalidad lo que puede revelarse más trabajoso,
en una escena, en un fragmento de escena. Para que la sugestión
sea posible y eficaz, precisa actuar en una atmósfera propicia.
Atmósfera que Maeterlinck alcanzará a través
del decorado. Hablar del decorado en Maeterlinck es hablar de todos
los elementos del espectáculo, con excepción de los
protagonistas. Más aún, como lo sugiero en otro lado,
se podría incluso tener reservas frente a los de La Princesse
Maleine. Basado al menos en mi experiencia de las representaciones
a las que he asistido, los mejores decorados han sido aquellos que
los directores sugerían, sobre todo a través de un
empleo a menudo ingenioso de las luces. Maeterlinck mismo, basado
en la experiencia de LIntruse y de Aveugles, muestra al respecto
la mayor sobriedad. En Pélleas et Mélisande: la puerta
de un castillo, un bosque, una sala en el castillo, frente al castillo,
etc. Un lugar a menudo designado a través de la palabra:
«¡Abran la puerta!» «Ya no puedo salir de
este bosque
» Es destacable que este decorado general
sea, las más de las veces, un decorado verbal y que baste
un mínimo de medios para sugerir ciertos aspectos. En este
terreno, Maeterlinck no es inventivo, no quiere serlo, y es por
esto por lo que no necesita serlo. La Princesse Maleine nos ofrece
casi todo el decorado del que se hará uso en ese primer teatro.
Y sobre todo el castillo, que va a ganar en vetustez, en deterioro
y en profundidad. Ya LIntruse se desarrolla en «una
sala bastante sombría de un viejo castillo». El hospicio
en el que viven los ciegos es un «viejo castillo muy sombrío
y muy miserable». En Pélleas et Mélisande: «Es
verdad», dice Golaud, «que este castillo es muy viejo
y muy sombrío
Es muy frío y muy profundo».
Es particularmente descrito en Alladine et Palomides. «No
puedo dejar de inquietarme cuando vuelvo al palacio», dice
Alladine. «Es tan grande y yo soy tan pequeña, y me
pierdo en él
Y luego todas esas ventanas abiertas al
mar
No es posible contarlas
Y los corredores que giran
sin razón; y otros que no giran y que se pierden entre los
muros
Y las salas donde no me atrevo a entrar
Se diría
que no he sido hecha para habitarlo o que no ha sido construido
para mí
Una vez, me extravié en él
Empujé treinta puertas antes de encontrar la luz del día
Y no podía salir; la última puerta se abrió
sobre un estanque
Y las bóvedas, frías todo
el verano; y las galerías que se repliegan sin cesar sobre
ellas mismas
hay escaleras que no llevan a ninguna parte y
terrazas desde donde no se percibe nada
» Es suficiente.
Otros castillos nos esperan. Esta obsesión por los castillos
debe, en la vida de Maeterlinck, concretarse a través del
castillo de Médan, que habitó de 1924 a 1930, y del
palacio de Orlamonde, donde deseó morir. Pero Saint-Wandrille,
que habitó trece años, de 1907 a 1920, era «una
inmensa morada» donde se elevaban torres esas torres
parecidas a aquellas, simbólicas la mayor parte del tiempo,
que se descubren en su primer teatro. De lo que se deduce que, en
1888, Maeterlinck no profetizaba al escribir: «Y los castillos
soñados son los únicos habitables». Esos castillos
del primer teatro son, a todas luces, la imagen del hábitat
del hombre, rey desposeído: el planeta, o el universo, impregnado
de su conciencia de ser. Y no hay que ser un gran sabio para ver
en sus salas sombrías, sus subterráneos corrompidos
y sus torres en ruina la influencia del dogma con que los jesuitas
ganteses le habrían marcado el subconsciente y la imaginación:
el del pecado original. Porque Maeterlinck, muy rápidamente,
por más que se haya sustraído a las «verdades»
de la doctrina cristiana, a la católica en particular, se
impregnó de ella hasta la médula, no conservando de
la misma, por temperamento, más que el aspecto negativo.
Y toda su obra posterior, al menos la de su madurez, no será,
a su manera, más que una forma de hacerse acogedora la vida.
Los juegos van a instaurarse en ese medio que existe entre el mar,
que libera el alma, y el bosque, siempre sentido como asfixiante,
entre la luz y la sombra, entre la pureza del espacio y los miasmas
de las cuevas o los pantanos. Se entenderá sin mayor esfuerzo
que no deja de haber interacción entre este decorado y los
destinos que ahí se agitan furtivamente. No cabe imaginar
esos personajes en un decorado de Becque o de Rostand, como tampoco
a los héroes de estos autores en los decorados de Maeterlinck.
Señalaría que si éste soñó y
concibió esos decorados (sobre todo verbales) es, en primer
lugar, porque deseaba hacer dramatizable la vida humana en lo que
tiene «de más pura, de más profunda, de más
inalterable». En segundo lugar, retrospectivamente, porque
intentaba justificar esta dramatización. Es bien conocida
la tesis de Adela Gerardino sobre el teatro de nuestro autor: «Su
verdad [la de los personajes] toca íntimamente el mundo en
el que se desarrolla el drama de su vida». Sin duda. Pero
la razón de ser de este decorado toca la manera completamente
especial en que Maeterlinck considera al ser humano. La verdad de
éste está en otra parte. Se podría sostener
que este teatro está sin cesar entre dos aguas. Se observa
el espectáculo, pero el ojo no ve más que fenómenos
cuya necesidad reside únicamente en una visión de
orden estético. En realidad, debe nacernos, a nosotros, espectadores,
un segundo par de ojos. De ojos que tienen la facultad de ver en
otra parte. («Veo algo invisible», escribe Maeterlinck
en Le Trésor des humbles).
El autor no deseaba que sus personajes fuesen delimitados con precisión.
Se empeñaba en hacerles perder de esta manera la poca nitidez
que hubiera podido darles el haberlos colocado en ciudades holandesas
bien especificadas. Esta es la razón, escribe Max Nordau
con justeza pero no sin exageración, por la que «deben
llevar vestido, tener nombre y ocupar rangos humanos, y no ser,
sin embargo, al mismo tiempo, más que sombras y nubes».
Señalemos, con todo, que existe otra razón más
prosaica: es porque, en un drama poco desarrollado, era difícil,
bajo pena de caer en la oscuridad y la confusión, hacer hablar
entre ellos a los personajes sin que un nombre les fuera dado. Para
Maeterlinck, lo ideal hubiera consistido, como en ciertos textos
modernos, en no dar ningún nombre a sus personajes. Su sola
presencia los hubiera identificado suficientemente: su silueta,
sus hábitos, sus voces, su manera propia de hablar. Era inútil
soñar con ello en una obra larga, pero la corta era propicia
para este tipo de empresa, y se puede decir que Maeterlinck tuvo
éxito. El padre, el tío, la hija, la segunda ciega
de nacimiento, la ciega más vieja, la joven ciega, el anciano,
el extraño, he aquí algunas maneras de designar personajes.
Se sabe en Intérieur que la hija mayor se llama Úrsula:
aquí era una cuestión más bien superflua. Debe
haber una razón para este empleo, ¿pero quién
puede darla con exactitud? En cuanto a las dos hermanas de Intérieur,
sus nombres, que nos remiten a la escena evangélica, nos
iluminan sobre su carácter e influyen, como es posible sospecharlo,
sobre una visión tal vez demasiado prudente, demasiado atrozmente
prudente, de la existencia.
Que se me permita, aquí, traer a mención una historia
de la que me enteré a través de un hombre de letras,
miembro de la Academia de la Lengua y de Literatura Francesa de
Bélgica, de quien les daría voluntariamente el nombre
si, justamente, no me hubiera pedido guardar una discreción
absoluta.
«En esa época, veamos, esa fecha, me parece, de 1936,
o 1937, discúlpeme, no estoy muy seguro del año, a
menudo me encontraba con Georgette Leblanc, por la simple razón
de que la ayudaba a escribir su Machine à courage. Le hablaría
de ella con gusto. Pero, en este caso, no tendría importancia.
Una noche me detiene y se franquea conmigo en estos términos:
No le diría nada nuevo si le dijera que encontré
a Maurice en 1895. El año siguiente vio la aparición
de Douze Chansons. Ahí dejé una huella visible, que
quiero mostrarle. La encontrará en la canción Las
siete hijas de Orlamonde, de las que, a petición mía,
hizo la séptima. La séptima: vea ahí lo que
quiera, pero ahí hay algo que ver. Es sobre la palabra Orlamonde
que llamo su atención. La forjamos juntos. Usted me sabe
normanda, y Maurice conocía bien a Maupassant. Conocía,
mejor que yo misma, lo he confesado, ese cuento titulado Le Horla.
Recuerde, por favor, el mundo terrible y misterioso de donde viene
esa entidad menos fantástica de lo que usted podría
creer. Releí el cuento y le hice la observación de
que recordaba a aquél en el que se agitaban sus marionetas.
Haga saltar la H inicial, le dije, esto lo hará más
francés. Sonrió y me concedió el favor.
Piense ahora en esas siete hijas que vivían en el mundo de
Orla
¡Orlamonde! [¡Orlamundo!]. Entiendo que haya
bautizado con esta palabra su ridículo palacio nizardo. Me
han contado que se sentaba, durante la noche, con un arma en las
rodillas. Es verdad, es cierto, no lo sé, pero es probable.
Espera al monstruo como puede. Lo compadezco, verdaderamente, sí,
por vivir así, en ese mundo abominable.
Mi académico también sonríe. «La querida
mujer, dice pasándose la mano sobre su rostro lampiño.
El mundo de (H) Orla
Usted sabe: la acción de La Princesse
Maleine se sitúa en Ysselmonde, en otras palabras, en la
desembocadura mundo, ¿no es cierto?, en holandés,
en la desembocadura del Yssel. Todo el llano país está
estrellado, si se puede decir, de lugares en mundo, en otras palabras,
de localidades que se encuentran en la desembocadura de los ríos.
El mundo de (H) Orla, es chistoso
».
Es necesario decir que toda la historia es de mi invención,
con la excepción de que mi académico conoció
bien a Georgette Leblanc y, al menos de creerle, la ayudó
en la redacción de su última obra. Sin embargo, no
conté esta historia sin razón. Es porque llegó,
a mi mesa de trabajo, un texto de Antoine Vitez, quien, como sin
duda todos saben, es uno de los genios indiscutibles de la escena
actual. Los entrego a sus reflexiones geniales a propósito
de Pelléas et Mélisande, durante una escenificación
de la ópera en la Scala de Milán. Léalo con
atención, y respeto, por favor. «El sueño de
los belgas es, en realidad, unir en un lugar único a la montaña,
al bosque de Ardenne y al mar. Pelléas et Mélisande
reúne de manera muy fina esos elementos. El lugar de la obra
es exactamente Bélgica, pero es también un lugar imposible.
Es una utopía en el sentido etimológico del término.
Pelléas es la Bélgica imaginaria, la idea de Bélgica.
Soñadora Bélgica. Además de que, desde el punto
de vista de la civilización, este lugar reúne a dos
pueblos, los valones en Ardenne y los flamencos en la costa. Y Bélgica
en sus dos pueblos reunidos es Maeterlinck, perfectamente flamenco
y perfectamente francés. Es un lugar en el que hay agua y
bosque. Y el país de Allemonde es eso: Al= todo
en holandés y monde [mundo] en francés. Y estas dos
palabras reunidas significan: todo el mundo».
¿Qué? ¿Hay que reír o hay que llorar?
Aquí está, a todas luces, una manera perfecta de interpretar
como una tonta la veneración de un público no enterado.
Y sobre todo, de una intelectual catedrática de las letras
de la que prefiero callar su nombre y quien, luego de este texto
genial, escribe: «La historia o más bien las
historias, ya que el análisis de las actas ha mostrado el
policentrismo de una pieza conflictiva en la que la voz de un sujeto
no alcanza a imponerse, dejando lugar al diálogo, o más
exactamente al dialogismo
». Basta
Se podría,
sin embargo, hacerle oír las palabras, traídas a cuento
por Adolphe Brisson en Le Temps del 25 de julio de 1896, palabras
que Bélgica inspira a Maeterlinck: «Es un país
completo, en el que los aspectos más diversos de la humanidad
están representados. Es muy venerable y muy joven; la fe
supersticiosa de la Edad Media choca con el ateísmo revolucionario.
El pasado y el futuro se codean. Ahí me encuentro bien y
no tengo el proyecto de dejarlo».
Traducción de Agustín del Moral Tejeda
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