Con
Juan Luis Cebrián no se puede desperdiciar la oportunidad
de hablar de la historia de la transición democrática
española, de la fundación de El País en aquel
preciso momento y de su papel en el proceso. Cebrián ha
sido un protagonista de la vida pública española
en todo el sentido del término. En su condición
de periodista, de escritor y de promotor empresarial de la cultura,
ha concitado
en torno suyo al poder político, pero también el
reconocimiento de una parte importante de la opinión pública
española.
Con él conversamos en Madrid, en su oficina de prisa, el
consorcio que tiene entre uno de sus activos importantes al diario
El País, del cual Cebrián es el Consejero Delegado.
Fue una plática con cámara de televisión
al frente. De un tirón, sin interrupciones y sin mediar
muchas palabras antes de que corriera la grabación. Tal
como fue, se les entrega a ustedes un fragmento de esa entrevista.
Quizá
una de las preguntas que debe ser un tópico acerca de la
historia de un periódico como El País, que ha constituido
un ejemplo de lo que debe hacerse en materia editorial y, sobre
todo, por su impacto en la vida pública de España,
inclusive en Iberoamérica, es su papel en el proceso político
que transformó una sociedad como la española, ¿cuál
fue realmente?
El País salió justo después de la muerte
de Franco, al comienzo de la transición política,
en una etapa en la que los partidos políticos, los sindicatos,
las asociaciones en general estaban prohibidas todavía.
Había mucha confusión. Seguían vigentes las
leyes de la dictadura, y fue una época en la que precisamente
la prensa –la radio y la televisión estaban en manos
del gobierno– sirvió de tribuna o de escenario del
debate político que iba a alumbrar a la democracia.
Por lo tanto, los periódicos en general y El País,
que era un periódico nuevo que no tenía pasado,
que no había elogiado nunca al franquismo porque no existía
durante ese periodo, ocuparon un lugar central, hasta el punto
de que durante unos cuantos años la buena salud de El País
en cuanto a circulación, número de lectores y también
desde el punto de vista económico era un índice
o una demostración de la buena salud del proceso democrático.
Pero
hay una indudable vinculación entre la sociedad española
de aquel tiempo, en los años setenta, una sociedad emergente,
ávida de conocer más, que estrecha su relación
con El País. ¿Cuáles son las claves periodísticas
que permiten ese encuentro entre el diario y la sociedad, a tal
grado que se dice, incluso, que hay “paisadictos”?
En realidad lo que pasó fue que, en primer lugar, El País
era un esfuerzo colectivo –de muchas personas, de mil accionistas
y ninguno tenía la mayoría– por crear un periódico
de calidad en España y, además, por hacer una publicación
que ayudara a la construcción de la democracia y a la incorporación
de España a las instituciones europeas. O sea, que ya desde
su fundación, de alguna manera, bebía de la tradición
liberal de la gran prensa española (nuestro presidente
era hijo de José Ortega y Gasset: José Ortega Spottorno
y nos reclamábamos un poco de la tradición orteguiana
tanto en la política como en la cultura).
Todo esto contribuyó de alguna manera a hacer de El País
ese símbolo, o ese epítome del proceso de transición
política. Al mismo tiempo, al no tener nada de qué
arrepentirnos, porque no habíamos dicho antes, al ser un
periódico sin pasado, estábamos en una circunstancia
extraordinaria para poder construir el futuro. En ese momento
nos dirigíamos fundamentalmente a la generación
de jóvenes. Hay que tener en cuenta que la transición
política en España fue en gran medida el fruto de
un cambio generacional, no sólo en el poder político,
y logramos conectar precisamente con esos jóvenes, con
base en la disolución de los tabúes, de las prohibiciones,
y en busca de un mundo más libre y unas formas de expresión
mucho más modernas que las que hasta entonces habían
imperado en la prensa española.
Hay
de todas maneras un ingrediente personal del director que tenía
30 años cuando llegó...
30 años no. 31.
Pero
usted entre los 20 y los 30 tuvo experiencias formidables en términos
periodísticos; además, hay una salida suya de España
que le permite ver un mundo completamente distinto, una realidad
europea donde hay un clima de libertades y, de alguna manera,
olfatea que el mundo está cambiando. ¿Eso pasa a
ser parte de su comportamiento como fundador y director del periódico,
eso le orilla a hacer una política editorial acorde con
ese tiempo que se estaba colando por los intersticios de la sociedad
española?
Sí, pertenezco vitalmente a la generación de los
sesenta. Soy un poco más viejo que los del 68, aunque viví
el mayo de 1968 en París, en La Sorbona, y mi generación
se caracteriza por la sensación de haber vivido en un ghetto.
España, durante los años cuarenta y cincuenta, cuando
yo era un niño, un adolescente, era un país aparte
del mundo, verdaderamente encerrado en sí mismo, que sólo
con la llegada del turismo en la década de los sesenta
y la salida a Europa, que era una migración de ida y vuelta,
no como el éxodo hacia América, empieza a relacionarse
con el exterior.
Esta sensación de aislamiento que teníamos los españoles
pesó fundamentalmente en mi generación. Teníamos
un hambre, por así decirlo, de internacionalizar el país,
de aprender de fuera, de conectar a la nación con las experiencias
vecinas y, fundamentalmente, con Europa. Naturalmente, en mí
también pesó, como en el grupo de fundadores del
periódico y en el equipo de redactores que se incorporó
al periódico a primera hora. Por ello, decidimos darle
una importancia muy grande a la política
internacional.
Muchos se asombran todavía en Europa y Estados Unidos del
que un periódico de gran tirada como El País abra
su edición con una decena o docena de páginas de
información internacional, gran parte de ella dedicada
a América Latina. Esto ha sido un distintivo del diario
desde el comienzo, y creo que permitió que la publicación
adquiriera prestigio y relevancia en las cancillerías extranjeras
y se convirtiera, como de hecho es, en el periódico de
referencia de la política española fuera de nuestro
país.
En
aquella época de cambios políticos en España
le tocó tratar a los llamados presidentes de la transición;
incluso, hubo una relación fuerte, a veces contradictoria,
con Adolfo Suárez, con Calvo Sotelo y con el propio Felipe
González. ¿Qué experiencia tuvo de ese encuentro
con el poder político español?
Hay que tener en cuenta que era un poder político en transformación.
La transición española en realidad es la reconciliación
entre los vencedores y vencidos de la Guerra Civil, entre los
hijos de los vencedores y los hijos de los vencidos, porque de
hecho España vivió en Guerra Civil hasta la muerte
de Franco, puesto que él se ocupó de mantener ese
espíritu de victoria durante toda su etapa de gobierno.
O sea que los políticos de la transición estaban
inmersos en un mundo en el que el diálogo, la reconciliación,
el olvido, el perdón, el consenso y la búsqueda
de acuerdos eran una base fundamental para todos ellos: Suárez
era un viejo falangista del que se conocía su etapa con
el anterior régimen; Calvo Sotelo estaba emparentado con
una de las familias más epónimas y más simbólicas
del régimen franquista, puesto que el asesinato de un tío
suyo perpetrado en Madrid fue un poco la mecha que encendió
la Guerra Civil; Felipe González es un típico fruto
de la generación de los sesenta, que es también
la generación del rey. Hijo de una familia de clase media
emigrante de Cantabria a Andalucía, casado con la hija
de un coronel médico del ejército, él representaba
a los jóvenes que querían modernizar a España
(tenía ya otro talante).
Pero los tres –igual que Carrillo, que también fue
muy importante durante la transición, y que el Rey–,
se esforzaron por el espíritu de diálogo y de comprensión,
lo cual hizo que durante mucho tiempo hubiera una relación
muy intensa entre políticos y periodistas, en general,
y entre políticos y el país, en particular, cosa
que no es buena necesariamente siempre: los periodistas presumimos
de estar fuera del palacio, aunque nos gusta estar por lo menos
en los pasillos.
La convivencia con los políticos es siempre difícil
y contradictoria, y en esas contradicciones yo me tuve que sentar
más de 200 veces ante los jueces, muchas de ellas por orden
del fiscal general del Estado, durante las etapas de Suárez
y de Calvo Sotelo, pero durante el periodo de Felipe González
fue su propio ministro del Interior el que me envió a los
tribunales por mis críticas a la política antiterrorista.
Por
supuesto que esto tuvo momentos que fueron determinantes para
el desarrollo del país, según entiendo. Uno de ellos
fue el golpe del 23-F (23 de febrero) en 1981, etapa en que había
que sacar al país a como diera lugar. ¿Había
la posibilidad, incluso la amenaza de que se cerrara el periódico?
¿Qué le lleva en ese momento a la determinación
de sacar la publicación?
Era evidente que si el golpe triunfaba, el periódico tenía
que cerrar, o sería cualquier otra publicación.
En cualquier caso, yo no lo habría seguido dirigiendo.
Es más, parece que había una lista de 10 o 15 personas,
fuera de los líderes políticos, que los militares
querían represaliar (sic), decían que el número
dos de la lista era yo. No lo sé.
Cuando sucedió tal acontecimiento, me vino a la cabeza
el golpe o la invasión checoslovaca en 1968 –yo entonces
era subdirector de un periódico en Madrid que se llamaba
Informaciones–, y me acordé de forma muy genuina de
la aparición de un locutor de la televisión checa
que decía: “nos están invadiendo, ayúdenos”.
Era la época de la Primavera de Praga, con el eurocomunismo
incipiente de los checos.
Esa imagen me había dejado impresionado y pensé
que eso era lo que tenía que hacer el periódico.
Por un lado, movilizar a la gente en la protesta, defender la
Constitución con las armas que teníamos, que eran
las palabras, y por otro lado solicitar ayuda a los demócratas.
Por lo cual, enseguida nos decidimos por las dos cosas: sacar
el periódico a la calle para tratar de movilizar las conciencias
y demostrar que efectivamente había un resistencia civil,
no armada ni violenta, pero sí una resistencia civil de
unos ciudadanos dispuestos a no soportar impunemente aquel crimen,
y también abrimos líneas telefónicas con
los principales periódicos y televisoras del mundo, con
Nueva York, Londres, París…
Durante horas estuvimos en contacto con el New York Times, con
Le Monde, con la nbc, con la bbc, informándoles sobre lo
que pasaba en España. Nuevamente esa necesidad de unión
con el extranjero, de abrirse y buscar fuera de España
las raíces y los lazos que puedan permitir desarrollar
la democracia española fue lo que nos movió a hacer
esto, y tuvimos mucho éxito y mucha suerte porque de hecho
en cierta medida contribuimos a desalentar a los golpistas. Supieron
que El País salió a las calles; incluso, había
una columna de blindados que iba a ocupar el periódico,
pero no llegó nunca, puesto que el golpe se desarticuló
mientras ellos se dirigían hacia nuestras oficinas. No
obstante, hay que decir que ocuparon Televisión Española
y un par de emisoras de radio, o sea que, efectivamente, la voluntad
de los militares rebeldes de tomar por la fuerza los medios de
comunicación era real.
En
la decisión de sacar el periódico ese día,
lógicamente había la idea de encontrar consensos
para la democracia. Su visión actual sobre el resultado
de esa búsqueda de consensos me interesa conocerla, porque
se habla de una primera transición con la llegada de los
socialistas al poder, pero también de una segunda y una
tercera transición. Usted mismo ha opinado sobre eso. ¿Cuál
es para usted el resultado de ese esfuerzo? ¿Valió
la pena esa labor para que España llegara a la modernidad
y se convirtiera en un país democrático? ¿Qué
piensa de este momento de la vida
española?
Sin duda alguna el esfuerzo valió la pena. España
es un país democrático, inscrito en el universo
general de las democracias occidentales, se ha desarrollado económica
y culturalmente, es decir, ésta es una nación completamente
diferente a la que me enseñaron en la escuela. En ella
me dijeron que España era pobre, católica y rural.
Pero ni es pobre, ni católica –digan lo que digan
los curas–, ni rural. Es un país completamente distinto
de aquel que me enseñaron en las aulas.
Ahora, transición sólo hay una, que es la de la
dictadura a la democracia, pero le llamamos transición
como en otros países porque se hace mediante un proceso
evolutivo de cambios, sin necesidad de que medie una etapa revolucionaria,
violenta y conflictiva; todo lo demás son alternativas
de gobierno, cambios en el gobierno. O sea, que eso de segunda
transición que se inventó José María
Aznar era una solemne tontería.
Luego ha pasado otra cosa: el regreso de la derecha al poder,
sobre todo la que tiene la mayoría absoluta, por razones
de la propia derecha española, pero también por
un movimiento neoconservador que podemos ver en el mundo y que
se refleja en la política de Bush, en el aumento del poder
del Papado, o por el incremento de los fundamentalismos en Oriente
Medio y en los países árabes, pues ha generado un
receso o un regreso en el uso de las libertades.
Estamos en un mundo con más miedo y, por lo tanto, más
conservador que el de los años setenta y ochenta, que el
mundo de la transición española. Vivimos en un planeta
en el que, como el caso de España, las jóvenes generaciones
no aprecian el valor de la democracia (piensan que todo ha sido
siempre así) y en el que además la democracia se
está ideologizando peligrosamente, comunicándola
con un universo cerrado de valores, cuando la democracia es un
método de gobierno: la democracia no garan-tiza que vamos
a tener gobiernos buenos; lo que garantiza es que los vamos a
elegir nosotros, que es algo completamente diferente.
En España sí se está produciendo este proceso
peligrosísimo que llamo, y que por primera vez llamé
así en una conferencia en Guadalajara, México, el
fundamentalismo democrático, que es aquel que profesan
los nuevos conversos a la democracia que piensan que ésta
es una ideología cerrada, es casi una religión que
hay que imponer incluso por la fuerza, como lo que se ha querido
hacer en Irak.
Me
llama la atención que haya un intento por recuperar la
memoria histórica de lo que ocurrió durante el proceso
inicial de la democracia en España, cuando justo en aquella
época les importaba un poco menos lo que había pasado.
¿No resulta tardío este deseo de rescatar dicha
memoria para que los jóvenes entiendan verdaderamente el
valor de la democracia?
Creo que en la transición se hizo lo que se pudo. Hay que
considerar que la transición la dirigieron los franquistas,
y muchos de ellos conversos a la democracia. Había mucho
miedo, por parte de la izquierda y por parte de los herederos
del régimen, a una nueva confrontación civil, a
una etapa de violencia, de terrorismo, y hubo algunas cuestiones
pendientes en la transición. Yo diría que dos de
ellas son el debate sobre la estructuración territorial
de España, que está ahora recuperándose,
y el debate sobre el conocimiento de los crímenes del franquismo;
también de la izquierda, pero de la izquierda no los habían
contado. Incluso una causa general organizada por el fiscal general
del franquismo en los años cuarenta que trataba de mostrar
la cantidad de crímenes y de torturas en el bando republicano.
Claro, éste ha sido un país que ha querido procesar
a Pinochet, con gran aplauso de la opinión pública
española, por los 3 000 desaparecidos en Chile, y que no
sabe dar lecciones a la Argentina por sus 30 000 desaparecidos.
Hubo más de 60 000 o 70 000 fusilados después de
la Guerra Civil en España y es algo de lo que todavía
no se ha hablado; es más, las cunetas de las carreteras
españolas están llenas de fosas comunes.
Yo no participo de la necrofilia habitual de la cultura española,
pero me parece justo que las familias y los nietos, los bisnietos
de los fusilados quieran recuperar los cuerpos. Y si estamos horrorizados
con las fosas comunes de Chebrenika o estamos horrorizados con
las matanzas y las crueldades que se han cometido en otros sitios,
creo que la democracia española debe ser suficientemente
fuerte como para absorber y asimilar ese pasado no tan lejano
de crueldad, odio y rencor entre nuestros ciudadanos. Por lo tanto,
no entiendo la polémica esta que se ha hecho respecto de
la apertura o no de fosas. Me parece lamentable que el gobierno
no quiera ayudar con fondos públicos ni con funcionarios
públicos para realizar esa tarea, y considero inconcebible,
por ejemplo, que la familia de García Lorca se rehúse
a que su cuerpo sea exhumado, porque el cuerpo de García
Lorca es patrimonio universal, no sólo de los españoles,
sino de todos los que hablan, aman y sueñan en castellano.
Juan
Luis, en relación con lo que llamaría, con cierto
eufemismo, su tentación por la literatura, que ha producido
y ha vendido una trilogía, quiero preguntarle: ¿a
qué se debió esta circunstancia nueva de su vida?
Primero, yo siempre he pensado que el periodismo es un género
de la literatura, no todo, pero sí determinado periodismo.
No sólo el siglo xx sino también el xix están
plagados de ejemplos. Para comenzar, Charles Dickens, quien fue
el fundador de la novela moderna, se desempeñó como
director de un periódico, como conferenciante, publicista
y agitador durante mucho más tiempo que como novelista.
Incluso, la gente se olvida de que los documentos póstumos
del Club Pockwick, de Dickens, se publicaron con ilustraciones
gráficas, que en realidad eran fumetis o tebeos de la época,
nada menos que dibujados por el pintor Savor y guionizados, por
así decirlo, por Dickens.
O sea, que hay una relación intensa entre periodismo y
literatura, y yo siempre la he vivido desde muy joven y desde
muy pequeño. Por lo tanto, cuando pude combinar mis dos
actividades lo hice. Ya hace veintitantos años que publiqué
mi primera novela, la Francomuribundia es mi cuarta novela publicada,
a ellas debemos sumar más de una docena de libros de ensayo.
En esto me he comportado siempre un poco recordando los versos
de Machado: “al cabo nada os debo; me debéis cuanto
escribo”. Yo creo que el escritor se desempeña como
tal casi por un acto de amor o de amistad. García Márquez
dice que escribe para que los amigos le quieran más, aunque
también Norman Mailer decía y dice que escribe para
ganar dinero. Quiero decir que hay muchas motivaciones para escribir.
El acto de crear, de escribir, pintar, incluso el de crear en
el mundo de la empresa, y me atrevería a decir que en el
mundo de la política, es un acto siempre de generosidad
y de entrega a los demás, al tiempo que es un acto muy
egoísta porque es muy íntimo, muy solitario y un
poco onanista en ese sentido.
Lo
que sucede es que hay vías para acceder a la felicidad.
A través de la escritura, ¿ha logrado ese placer
que se produce cuando lo dice tal como usted lo desea?
Sí. Creo que cualquier artista o cualquier creador sabe
que la felicidad de la creación se produce en el acto mismo,
luego genera un gran desasosiego; es un poco como el acto amoroso,
como la tristeza post coito. En realidad, a los escritores nos
cuesta mucho releer nuestras obras; es un martirio corregir las
pruebas. Pero una vez que se han escrito y publicado normalmente
no quiere uno saber ya nada de ellas, no es que sea un martirio.
Cada autor con su obra tiene una relación bastante esquizofrénica,
paranoica, llena de amores y odio; es una relación muy
preocupante. La satisfacción o la búsqueda de la
felicidad se encuentran en la soledad, en el acto de crear. Cuando
ese libro sale a los escaparates, o cuando ese cuadro se cuelga
en un museo o en una exposición, es algo que pertenece
ya a los demás, no es tuyo. Además, tiendo a mirarlo
como tal, incluso no me siento tan comprometido con ello.
Digamos
que, como dijo una vez en su conversación, habla de “la
mirada diferente” a todo, es decir: ver diferente a las cosas,
observarlas de manera distinta, ¿tiene una significación
especial para usted como creador?
Creo que para todo creador. En un libro sobre Marcel Duchamp se
explicaba por qué un rastrillo, o una tabla de retrete,
o una rueda de bicicleta, lo que hizo Duchamp, puede ser una obra
de arte. ¿Qué diferencia hay entre ese rastrillo
o esa tabla de retrete puesta por Marcel Duchamp? La diferencia
está en la mirada del artista y en el hecho de que éste,
al mirar de forma diferente, nos obliga a mirar también
de manera diferente.
Machado lo dice: “El ojo que ves no es ojo porque tú
lo veas; es ojo porque te ve”. La mirada del otro sobre la
realidad o sobre uno mismo y esa mirada que recupera tu propia
mirada de una forma diferente es lo que genera el acto de crear
y, por lo tanto, el acto de amar.
Un poco en la misma perspectiva, ¿no hay una cierta contradicción
en ser, en esta búsqueda personal de uno mismo, un conservador
de izquierdas?
Todos estamos llenos de contradicciones en la vida, que es algo
que los fundamentalistas islámicos o cristianos o de cualquier
otro género no entienden. El hombre no es unidimensional:
tenemos una enorme cantidad de facetas, a veces contrapuestas
y distintas. Cuando yo digo que soy un conservador de izquierdas,
quiero decir que efectivamente me alineo con los que aman el progreso,
y quiero ese progreso. Me gusta la disidencia. Pienso en la necesidad
de que los pueblos, la gente se rebele contra el poder. Creo que
todo eso son valores de la izquierda, como lo es la solidaridad
con los más desprotegidos.
Al mismo tiempo, aprecio los valores de la tradición, y
de la cultural sobre todo, de las raíces de los pueblos
y de la gente, y creo que el progreso debe basarse en esos valores;
no es necesario destruirlos todos, sino transformarlos, acoplarlos
y acomodarlos al futuro inmediato.
Nos
consta a los mexicanos que El País, que ahora se publica
en México, dedica una parte importante a la información
acerca de América Latina, especialmente sobre México,
de tal manera que hay una relación muy estrecha entre el
periodismo que se hace en España y lo que pasa en nuestro
suelo. ¿Cómo ve el proceso latinoamericano? ¿Cuál
es su visión de lo que está pasando en la región?,
porque hay fenómenos importantes, como los casos específicos
de México y de Brasil.
Estamos en un periodo, salvo Brasil quizá, de excepción
respecto de algunos de los procesos iniciales de hace una década.
Creo que había un enorme entusiasmo por el proceder y el
desarrollo de las nuevas democracias latinoamericanas, incluso,
desde el punto de vista económico. Los sucesos de Argentina
y de Venezuela son de naturaleza diferente, las propias dificultades
del gobierno de la concertación en Chile, las elecciones
en Ecuador, la permanencia de la guerra civil en Colombia, son
todos ellos fenómenos que han ido tiñendo de decepción,
de desesperanza y de un mayor desencanto, del que yo no participo,
porque creo que América Latina es una región con
mucho futuro.
En todo ello ha habido dos procesos muy significativos. Uno es
la transición política en México que, para
decirlo, creo que comenzó ya con las últimas presidencias
del pri, es decir, ha sido una transición bastante elaborada
en ese sentido, y que desde mi punto de vista es exitosa. Soy
visitante anual, o de cada tres o seis meses, de México
desde hace más de 20 años, y la transformación
que el país ha experimentado es formidable. Pienso que
muchos mexicanos no se dan cuenta de ello, como tampoco de los
beneficios del tlc en este sentido. La integración en una
relación económica más próspera e
importante siempre beneficia a los débiles.
Y
que, en muchos sentidos, no hemos sabido aprovecharla…
Eso siempre sucede. En España, la integración en
Europa supuso también beneficios muy similares. Por lo
tanto, México, un país enormemente activo y dinámico,
está pasando una etapa de decepción política
respecto de sus gobernantes, quizá porque llegaron con
demasiadas promesas, pero en su conjunto está experimentando
una transición política exitosa, hasta el punto
que el antiguo pri puede volver al poder por las elecciones, y
eso es la democracia: la posibilidad de alternancia sin necesidad
de convulsiones políticas. Esto independientemente de los
problemas de todo género que pueda tener el país.
Es una nación muy grande, superpoblada, con unas diferencias
sociales todavía inmensas. Pero en conjunto es admirable
el devenir de México en los
últimos 20 años.
Brasil tiene un desafío muy similar pero multiplicado por
no sé cuanto. En primer lugar, son casi 200 millones de
habitantes. En este caso, la cohesión territorial brasileña
es todavía inferior a la de México. Las diferencias
sociales son mucho mayores y ha subido alguien al poder que de
alguna manera representa todas las esperanzas y las utopías
de los desheredados. Hay que decir que Lula está llevando
el proceso con mucho tiento, con mucho acierto, y que efectivamente
se está produciendo una simbiosis entre lo que diríamos
la derecha racional, a los liberales moderni-zadores, junto con
la izquierda sensata, por llamarla de alguna manera.
De todas formas, es preciso esperar porque Brasil no es un país
fácil, tiene muchas tensiones internas, algunas de ellas
territoriales. En cualquier caso, Lula constituye una gran esperanza
y es, en este momento, un símbolo de la esperanza de América
Latina. Además, hasta que la situación de Argentina
no se aclare –allí el proceso político es un
poco más complicado– la sombra de inestabilidad recorrerá
todavía la imagen de América Latina.
Finalmente,
quisiera hacer una pregunta un poco anticlimática, pero
no me quiero quedar sin que nos dé una respuesta Juan Luis
Cebrián. Es una pregunta muy personal: ¿Por qué
su deseo ahora, y que estás experimentándolo ya,
de hacer poesía?
Eso de hacer poesía no es de ahora. Cuando uno hace poesía
es en la adolescencia. Ahora estoy preparando un libro de poemas
muy difícil, porque es sobre dibujos de Chillida, en colaboración
con la viuda de este artista, quien me ha ofrecido los dibujos
de las manos, dado que es un libro que habla acerca de las manos
y de su papel en las relaciones humanas. Es un libro un poco conceptual,
y la poesía que yo había hecho hasta entonces es
de amor y de la guerra. Para entender esto, estoy preparando una
antología de Miguel Hernández, que va a publicar
El País en su colección de clásicos del siglo
xx.
¿Cuándo
publicará la tercera novela?
Debe salir en 2004, a finales, o a principios de 2005. Debo escribirla
porque cometí el error
de anunciar la trilogía. Nadie debe anunciar lo que va
a hacer, sino que debe hacerlo y luego
anunciarlo.
Es
como la culminación del proceso, ¿no?
Estoy decidiendo precisamente en estas fechas, siguiendo el ejemplo
de Carlos Fuentes, y en vez de llegar hasta el 2020 llego hasta
el 2040.