En
su libro La universidad necesaria en el siglo XXI (editorial
ERA, 2001), el investigador emérito y ex rector de la Universidad
Nacional Autónoma de México (UNAM), Pablo González
Casanova, parte, de acuerdo con el comentario de José Guadalupe
Gandarilla, “de la consideración del proceso de imposición
de lo privado sobre lo público (en un sentido general)
y del proyecto privatizador (en el sentido efectivo del término)
del neoliberalismo y el ‘empresariato’ que amenaza
con apropiarse no sólo la educación (superior),
sino también el conjunto de servicios sociales que aún
quedan en manos del Estado”.
A lo largo del libro, González Casanova enmarca los más
recientes problemas de las universidades públicas mexicanas
–como la huelga de la UNAM en el año 2000–
“dentro del proceso de privatización del sector público
que en México y el mundo entero promueve ‘el adelgazamiento
del Estado en su función social’ y la apertura de
nuevos espacios para la obtención del beneficio privado.
Este proyecto es impulsado globalmente por fuerzas económicas
y políticas que integran el complejo de macroempresas multinacionales
cuyo centro hegemónico se localiza en los países
más avanzados de la OCDE, encabezados por los Estados Unidos”.
De esta manera, González Casanova reafirma su de por sí
conocida postura frente a la dicotomía que representa la
valoración de las universidades públicas frente
a las privadas y que ha sido, en los últimos años,
pasto de comentarios, lo mismo manifestados en el seno de las
cámaras de representantes que en los medios de comunicación
y, por supuesto, en los corredores de las instituciones de educación
superior de todo el país.
Sin embargo, al discurso promovido desde las cúpulas del
empresariado que denuesta la pertinencia de la universidad pública
e, incluso, su mera existencia, se ha contrapuesto otro que presenta
los argumentos de la educación superior sostenida por el
Estado, ya no como instituciones que permiten la formación
profesional de quienes no pueden pagar la formación privada,
sino como motores de múltiples transformaciones sociales
de nuestro país.
El rector de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM),
Luis Mier y Terán Casanueva, expresó en noviembre
de 2003 que la escasa inversión en educación había
impactado negativamente a la universidad pública y, con
ello, «no sólo ha agravado las diferencias internas
del México contemporáneo, sumando a la desigualdad
económica la inequidad en la distribución de los
beneficios y oportunidades vitales que aporta la educación
a las personas y a la sociedad en su conjunto, sino que ha profundizado
abismalmente la brecha que nos separa, en distancias estructurales
de desarrollo, del resto del mundo”.
En la siguiente entrevista, el investigador y filósofo
Alejandro Tomasini Bassols, uno de los expertos en las obras del
inglés Bertrand Russell y del austriaco Ludwig Wittgenstein
más connotados y de los especialistas en educación
que con mayor ahínco aportan argumentos a favor de la educación
pública, hace suyos distintos elementos que han caracterizado
el debate acerca de la universidad pública y que van de
las políticas públicas a la vida íntima,
por llamarle de alguna manera, de las instituciones de educación
superior pública de nuestro país.
En
contraste con el discurso de algunos años atrás
en el que la universidad privada parecía ser la solución
a la demanda de educación superior nacional, hoy existe
un discurso que nuevamente vota por la universidad pública.
¿Esto tiene que ver con un fallo de las privadas?
Yo creo que, entre otras cosas, sí tiene que ver con eso,
pero más que nada con el fracaso de los últimos
programas de gobierno en las últimas administraciones de
México. Todo este proyecto de privatización y despojo
de la riqueza nacional que afectó a las universidades y
escuelas primarias, todo el sector educativo, está empezando
a mostrar sus fallas en todos los sentidos, y esto inclina la
balanza, poco a poco y cada vez más porque así son
estos procesos, a favor de la educación pública
y la educación nacional. Lo estamos viendo en todos los
contextos, dentro y fuera de las universidades. Es cierto, entonces,
que hay un rebote de la opinión pública a favor
de la educación nacional y de las universidades públicas,
lo cual es algo que hay que reforzar con todo.
Ese
efecto de rebote en la opinión acerca de las universidades
públicas, ¿podría reflejarse en los presupuestos
que se otorgan a la educación pública?
Estos procesos son lentos. Los procesos sociales no tienen la
velocidad de los individuales. Primero, la opinión pública
empieza a despertar, a moverse, a tener influencia y, entonces,
es cuando vienen los cambios. Eso es algo que va a llevar tiempo.
Pero no es nada más un asunto de dinero, de presupuesto.
De hecho, me atrevo a pensar, por lo menos en el plano de la educación
superior, que las cosas no están tan mal para muchos investigadores
o profesores de tiempo completo: hay siempre mecanismos de apoyo,
como el Sistema Nacional de Investigadores, por ejemplo.
En este país, los más desfavorecidos no son los
profesores universitarios ni los que realizan las cargas más
pesadas. Todo mundo siempre quiere más de lo que tiene
y lo que recibe, y no sé si es legítimo de manera
sistemática, pero lo podemos entender. Me parece que podría
estar peor la situación, habría que comparar el
estatus, las facilidades, los ingresos de los profesores universitarios
nacionales con los de otros países. Por ejemplo, en la
Universidad de Buenos Aires, que es muy fuerte y cuenta con grandes
publicaciones y profesores de primer nivel, no tienen las condiciones
que tenemos en la UNAM. Por todo ello, pienso que habría
que tomar las quejas de los profesores con más cuidado.
Quienes sí requieren un apoyo más palpable son los
profesores de educación básica, dado que su situación
no es la misma, es más delicada.
El
quid del asunto, entonces, no sólo es el dinero, ¿cuáles
son los otros elementos que deberían atenderse?
Creo que como un efecto retardado de políticas nacionales
desorientadas, antinacionalistas, lo que se ha generado es un
desinterés en el trabajo real del profesorado en muchos
sectores. Claro, siempre habrá excepciones, pero estamos
hablando de ello como un fenómeno masivo en donde la gente
perdió, no quiero emplear la palabra “mística”,
pero sí el interés por su profesión y ven
la carrera universitaria como una opción para ganarse la
vida y no como algo que tiene un interés propio, que representa
algo valioso en sí mismo. Creo que es algo que hay que
renovar y volver a infundir en la educación superior.
Lo
que menciona recuerda aquello que se llegó a decir durante
la huelga del año 2000 en la UNAM. En lugar de que su lema
rezara “Por mi raza hablará el espíritu”,
decía “Por mi raza hablará la lana”...
Coincido con eso. Quizá hasta sería más exacto
decir «el espíritu de la lana». Eso es una
desgracia, pero creo que hay que entender el fenómeno a
distancia y de manera global. Eso es el reflejo de algo que está
pasando en otros ámbitos. Lo que pasa en las universidades
no es ajeno a lo que pasa en otros sectores del país: estamos
metidos en una situación impulsada por un gobierno que
nos obliga a buscar, cada quien por su cuenta, lo que más
le conviene y punto. Y esa es la perspectiva que aparentemente
es la correcta, pero los resultados los estamos viendo tanto en
este sector como en muchos otros.
Acaso
esto tenga relación con la tendencia a diseñar e
impartir, en las universidades, programas académicos que
respondan a las demandas del mercado. ¿Qué opinión
le merece esta propensión?
Me parece despreciable. Creo que deberíamos echar un vistazo,
por lo menos, a lo que sucede en los países más
avanzados. Francia, Alemania e Inglaterra son países cuyos
sistemas de educación no están sujetos a negociación.
Ahí no hay nada de que si este año la orientación
ideológica cambió, entonces cambian los programas
o se le cede a la Iglesia espacio en ciertos sectores. Ellos saben
que la educación nacional es como la columna vertebral
del país y con eso no se transige.
En Francia, el 99 por ciento de la población tiene estudios
de bachillerato. Es una población en la que todos tienen
entre 12 y 13 años de escuela. Puede ser que no todos lleguen
a las universidades, pero es una población culta. Nosotros,
en cambio, tenemos una población de segundo o tercero de
primaria, por lo tanto, México resulta un país débil,
endeble, porque no ha reforzado eso. ¿Y por qué
no? Porque, entre otras cosas, se negocia con la educación,
con los libros de texto, con los contenidos.
Hubo un proceso de revisionismo antipatriótico impulsado
por supuestos intelectuales, gente como Enrique Krauze, que quieren
revisar la historia de México y renegar de héroes
y procesos nacionales para favorecer a los que están a
la moda y a los que el mercado impone. Eso debemos denostarlo
y denunciarlo.
¿Todavía
hoy podemos decir que, en la educación superior, se siente
la presencia de líneas ideológicas propuestas por
el partido del mandatario o es algo que pertenece a otras generaciones?
Creo que en la universidad es menos fácil la manipulación
porque ya hay gente formada, que tiene intereses propios, que
sabe cuál es su tarea, por eso los peligros son menores.
Aunque también eso existe, la prueba es la proliferación
de universidades privadas.
¿Entonces,
incide la ideología gubernamental en la educación
superior?
Por supuesto. De esta manera, las universidades privadas en México
prácticamente no hacen investigación, porque esta
labor cuesta. Lo que hay en ella son facultades de Derecho, Diseño,
Historia del Arte, Comunicación y nada más, pero
los grandes laboratorios de Física, de Química,
de Matemáticas, no los tienen, no los ofrecen.
En ese sentido, el mercado académico queda reducido por
la influencia del mercado comercial, cuando de lo que se trata
es de impulsar la investigación en todos los sectores y,
a partir de ahí, abrir los mercados y conectarse con la
vida pública. Sin embargo, es mucho más fácil
limitarse a cosas que son de relativa urgencia, y lo mismo pasa
en otros sectores de la vida productiva. Por ejemplo, dada la
estructura de la vida comercial en México, de las leyes
arancelarias y del trafique de cosas, a un comerciante mexicano
le conviene más importar suéteres de Corea que producirlos
aquí y venderlos. Sencillamente, la industria textil está
desmantelada.
No es casualidad que haya un resurgimiento del interés
por la educación pública y por otros valores, pues
estamos viendo que los que han prevalecido en México durante
los últimos 20 años están llevando al país
al desastre.
Esto
nos llevaría a replantearnos, acaso, el papel de la universidad.
¿A quiénes o a qué debe responder?
Los planes de estudio –concentrándonos en las universidades–
responden a intereses propios de los temas que se abordan en la
sociedad. Hay una investigación mundial, temas que están
en discusión en el ámbito global, y son éstos
los que deben marcar la pauta para orientar la educación.
Los planes de estudio, además, tienen una motivación
interna, tienen que ver con los objetivos y problemas que existen
en el lugar donde surgen, no de factores externos a la educación.
Nadie va a elaborar planes de estudio que no respondan a los requerimientos
teóricos que están en boga o que se requiere abordar.
Lo que podría suceder con las consideraciones externas
sería restringir las investigaciones en algún sentido,
pero los planes mismos difícilmente podrían modificarse.
Hay cosas muy establecidas. No podría haber un plan de
estudios en filosofía que no estudiara a Platón,
a Marx o Kant, sería ridículo. Hay ciertos temas
por los que cualquier estudiante tiene que pasar, y estos son
temas inherentes a los problemas de la filosofía.
Existe
también un discurso que dice que las universidades deben
actuar para su comunidad pero, al mismo tiempo, responder a las
demandas del mundo globalizado. En esta relación, donde
se atiende simultáneamente las esferas local y global,
¿cómo deben entender las universidades su tarea?
Las universidades deberían tener la mirada puesta en los
requerimientos locales o nacionales, porque en función
de lo efectivo que sea su trabajo, sus resultados podrán
convertirse en productos de exportación. Es decir, en la
medida en que tengamos investigadores de punta que consiguen buenos
resultados, una clase de profesores de primera, estudiantes esforzados
que escriben, que hacen investigación, que redactan…
en esa medida, los ojos del mundo se van a fijar en lo que se
esté haciendo aquí. Pero lo que hay que evitar es
tratar de emular, copiar, limitarse a importar cosas y nada más.
Lo que hay que hacer es desarrollar las potencialidades de las
universidades nacionales y atender las necesidades de nuestro
país.
Acerca
de los estudiantes se ha dicho que el mexicano ha perdido el espíritu
que, en años anteriores, lo hizo protagonista de la vida
social y política del país. ¿Se trata de
una exageración o hay razón en decirlo?
De nuevo esto es un hecho, es innegable, y es el resultado de
muchos otros factores, como los que ya mencionamos. Al estudiante
mexicano, al universitario, se le ha pervertido. Se le han puestos
las cosas a veces muy difíciles
–para entrar a las universidades o por las condiciones de
vida, por ejemplo– y a veces muy fáciles ya dentro
de las universidades: el pase automático, la no exigencia
de exámenes, la falta de rigor, el no poder reprobar. Con
estas prácticas bajan los niveles de calidad y el afectado
es el estudiante. Al final, terminamos produciendo egresados que,
sencillamente, no van a poder competir en el mercado de trabajo.
Es un error pensar que las exigencias académicas son contra
el estudiante; al contrario, es un impulso, y al hacerle fácil
las cosas sencillamente lo debilitamos. No hay más que
ver esto: un estudiante de cuarto año de la licenciatura
en Humanidades redacta como un muchacho de secundaria en Francia,
en el mejor de los casos. Ahora pensemos, ¿qué estructura
de pensamiento tiene un individuo que no sabe redactar? Eso indica
taras y deficiencias graves y eso se refleja en su trabajo y en
su incapacidad para desarrollar investigación, para competir
en un plano internacional. Pero este problema viene desde abajo
y en la universidad es donde cuaja y se ve claramente.
Pero todo esto está concatenado: se requiere una reforma
radical y global de programas de estudio desde la primaria, reforzar
valores nacionales e impulsar el rigor. Parecería que estamos
empeñados en hacer lo posible para convertir a nuestros
estudiantes en malos alumnos. Si de eso se trata, hemos tenido
éxito absoluto.
Esta
concatenación a la que alude es muy recurrida: los maestros
de universidad culpan a los de preparatoria y éstos a los
de secundaria y éstos a los de primaria y así hasta
el jardín de niños. Eso suena a que el sino maldito
de los estudiantes mexicanos se escribe en el jardín de
niños...
Naturalmente es una falacia, pues en todos los niveles se contribuye
de alguna manera. Digamos que son ingredientes diferentes. Aquí
yo preguntaría para qué ha servido la Universidad
Pedagógica de México, y la pedagogía en general,
que se ha limitado a importar modelitos de educación de
escuelas extranjeras para homogeneizarlas aquí. Es lo que
nos venden y es lo que los mexicanos compran. Como decíamos,
hay países que no negocian la educación: hay cosas
que toda persona tiene que saber. Punto. Hay cierta disciplina
que tiene que interiorizar. Punto. Eso no es de negociación,
pero aquí todo se negocia y el resultado está a
la vista.
¿Esto
podría tener relación con la presencia de numerosos
grupos extra-académicos que intervienen en la vida de las
universidades?
Esos intervienen en el funcionamiento de las instituciones más
que en los programas mismos. Ahí es donde inciden. Entorpecen
la vida institucional. Es obvio que si un sindicato para tres
meses una universidad –por razones de negociación
del contrato colectivo– destruye la investigación,
los experimentos, el trabajo en muchos sectores de la universidad.
Habrá quienes se salven, que no requieran de la infraestructura
universitaria, pero habrá muchos que no.
Usted
mencionaba que el hecho de que estemos formando estudiantes malos
imposibilita que éstos signifiquen competencia en el mercado.
¿Podemos estar frente a un panorama que privilegia la preparación
de alumnos para colocarse en una de las opciones que el sistema
ofrece, contrapuesta a una visión integral, humana, de
las universidades?
Coincido con eso. Hay que pensar en que es muy fácil convertir
a las universidades en meros instrumentos de producción
de trabajadores. La universidad es más que eso, sirve para
preservar valores, tradiciones, para generar orgullo nacional
–una gran universidad es motivo de orgullo, de la misma
manera que la selección nacional–, pero si se pierde
eso, incluso si se ganan buenos técnicos para el mercado,
se pierde mucho. La universidad, entonces, no es un asunto tan
simple como para aprender a arrancar muelas y a curar encías.
No. Debes tener una visión de tu país y saber para
qué estás trabajando, y estas cosas son las que
se han perdido de vista.
El deber ser de la universidad tiene dos facetas. Hay que preparar
gente competente en lo suyo, desde luego, es fundamental y no
está en juego. Pero debe ser gente ubicada; es necesario
que el personal académico se asuma como contribuyente en
una labor nacional, que trabaja para su pueblo, su país.
Puede sonar ridículo hablar así, pero es porque
nos han obligado a pensar sólo en términos de mercado
y de inversiones. Creo que nos han pauperizado ideológicamente
y eso es algo contra lo que hay que luchar.
En
la universidad han desaparecido muchos discursos, como el nacionalismo
al que se refería, que no se tratan de meras palabras.
¿Cuáles de ellos se recuerdan?
Todos de los que hemos hablado. Con raras excepciones o en porcentaje
mínimo, el profesor, el investigador, el universitario,
desafortunadamente, se ve a sí mismo sólo como una
persona que trabaja y trata de sacarle el mayor provecho a la
institución. Por ejemplo, el presupuesto universitario
es considerable, pero ¿dónde está el fallo?
En el reparto del presupuesto, ahí es donde empiezan las
trampas, la rapiña, el esfuerzo por estar en todos los
programas de apoyo para sacar la mayor cantidad de boletos que
se pueda para tener más dinero.
Han convertido al universitario en un ave de rapiña que
sólo se dedica a ver cómo le hace para vivir mejor,
precisamente porque se perdió la otra dimensión.
En cambio cuando ésta (la otra dimensión) existe,
la satisfacción económica se regula de otra manera.
No se trata de que luchemos contra nuestros propios intereses,
nadie está pidiendo absurdos, pero sí de recrear
un espíritu que impulsaría las cosas de una manera
diferente y le daría otra dirección. Es decir, si
la gente que trabaja en la universidad estuviera consciente de
que tiene obligaciones hacia sus alumnos, de que tiene compromiso
con la institución y el país, de que tiene que cumplir
con ciertas cosas valiosas y no tiene derecho a traicionarlas
ni a ser indiferente, no estaría tan empeñada en
ver cuánto dinero saca para hacer una casa en Cuernavaca.
Todo esto está relacionado con los niveles de vida. Si
baja el nivel de vida del profesorado, pues lo obligan a que busque
tres, cuatro, cinco trabajos –hay verdaderos campeones de
tiempo completo.
He confrontado la situación mexicana con la de universidades
de otros países y son notorias tanto la falta de interés
por las disciplinas como la perspectiva de usar la universidad
para beneficio económico personal. En la UNAM, donde somos
privilegiados, lo somos al modo mexicano: ni los estadounidenses,
ni los ingleses tienen privilegios como tener una secretaria que
paga los estados de cuenta del investigador o su tarjeta de crédito,
ni tienen cubículos como los nuestros. En Argentina, por
ejemplo, en la Universidad de Buenos Aires, la gente del mismo
nivel académico que nosotros comparte cubículos,
y tienen una computadora para tres personas, pero esa situación,
incómoda hasta cierto punto, se compensa porque les interesa
lo que hacen. Si a la persona no le importa su tema, es natural
que se fije en las condiciones materiales. Por ello, considero
que se requiere toda una transformación radical.
¿Qué
opina del lugar común que exhibe a los universitarios como
taxistas, que dice que somos demasiados en las universidades aunque
sólo el uno por ciento de la población lo sea?
Es deplorable. Esto indica que las universidades no están
asimilando a gente que produce, que no hay trabajo académico,
que la gente se tiene que ir; aunque habría que preguntarse
si estas personas sólo cursaron uno o dos años de
la carrera. Gente que acaba un grado, que logra cursar un posgrado,
difícilmente la vamos a encontrar de taxistas u oficinistas.
Pero esto indica que hay una ruptura en el proceso de formación
de profesionistas y que en algún momento el famoso mercado
no está sirviendo para nada.
El mercado quedó como amo supremo que maneja el destino
de las personas, y el Estado se lava las manos, cuando es parte
del Estado regular la vida social en su conjunto. Si se ve que
hay huecos en algún tema, hay que intervenir para llenarlos
y no dejar que las leyes del mercado –que hasta ahora nadie
ha enunciado– regulen la vida del país, porque el
mercado, por sí solo, conduce a la destrucción social.
El mercado debe estar regulado de alguna manera. Aunque haya habido
experiencias que quedaron rebasadas no quiere decir que el Estado
no debe intervenir. Los Estados Unidos son prueba de ello: si
hay alguien que interviene constantemente con políticas
de impuestos y aranceles y, por lo tanto, regula a través
de subvenciones, es ese país. No sé por qué
no se hace en México. Y esto está relacionado con
una mala inversión en la educación: tenemos profesores
para legiones de alumnos que no terminan y se van a trabajar a
otros sectores y eso es como tirar el dinero, despilfarrarlo.
El Estado invierte en estudiantes que terminan trabajando en sectores
para los que no era necesaria tal inversión. Entonces,
se necesita regulación, intervención, políticas
–me atrevo a emplear una palabra en desuso– nacionalistas,
preocupadas por la población mexicana, y eso es lo que
no hay.