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Gérard
de Nerval, que era como el viajante de comercio de París
a Munich…
Esta apreciación parece sorprendente hoy, cuando se está
de acuerdo en proclamar a Sylvie como una obra maestra. Sin embargo,
tengo que confesarlo, se admira hoy a Sylvie tan torcidamente a
mi modo de ver, que casi habría preferido para ella el olvido
en que la sumió Sainte-Beuve, del que al menos podía
salir intacta y con su maravillosa lozanía. Es cierto que,
cuando una fiel interpretación le devuelve su belleza no
ha de tardar en salir una obra maestra incluso de ese olvido que
la deteriora, que la desfigura bajo colores que no tiene. La escultura
griega quizá se ha visto más desprestigiada por la
interpretación de la Academia, o la tragedia de Racine por
los neoclásicos, que hubiera podido estarlo por un olvido
total. Mejor hubiera sido no leer a Racine que ver en él
a Campistron. Pero hoy ha quedado liberado de esa vulgaridad y se
nos muestra tan original y nuevo como si hubiera sido desconocido.
Lo mismo ocurre con la escultura griega. Y es un Rodin, es decir,
un anticlásico, quien señala eso.
Hoy se está conforme en que Gérard de Nerval era un
escritor retrasado de finales del siglo XVIII y que el romanticismo
no influyó en un galo puro, tradicional y local que brindó
en Sylvie un cuadro ingenuo y delicado de la vida francesa idealizada.
He aquí lo que se ha hecho de este hombre, que a los veinte
años traducía el Fausto, iba a ver a Goethe a Weimar,
proveía al romanticismo de toda su inspiración extranjera,
se hallaba desde su juventud sometido a ataques de locura, estuvo
finalmente recluido, sentía la nostalgia del Oriente, y acabó
por marchar hacia él, y se le encontró ahorcado en
la poterna de un patio inmundo, sin que, dado lo extraño
de sus amistades y su conducta, a donde le habían llevado
la excentricidad de su carácter y el trastorno de su cerebro,
haya podido decidirse si se quitó la vida en un arrebato
de locura, o fue asesinado por uno de sus compañeros habituales,
pareciendo las dos hipótesis igualmente plausibles. Loco,
pero no de una locura puramente orgánica, por así
decirlo, que no influía en nada en la esencia de su pensamiento,
como esos locos que hemos conocido que fuera de sus crisis tenían
casi demasiada cordura, un carácter casi demasiado razonable,
demasiado positivo, atormentado sólo por una melancolía
sólo física. En Gérard de Nerval la incipiente
locura y aún no declarada no consiste más que en una
especie de subjetivismo excesivo, de importancia mayor, por así
decirlo, atribuida a un sueño, a un recuerdo, a la cualidad
personal de la sensación, que a lo que esta sensación
supone de común a todos, de perceptible a todos, la realidad.
Y cuando esta disposición artística, la disposición
que, según la expresión de Flaubert, conduce a no
considerar la realidad más que “para utilizar una ilusión
en describir” y a hacer de las ilusiones que se encuentran
la recompensa por describir una especie de realidad, acaba convirtiéndose
en locura, esta locura representa hasta tal punto el desenvolvimiento
de su originalidad literaria en lo que tiene de esencial que la
describe a medida que la va experimentando, al menos mientras sigue
siendo descriptible, como un artista advertiría al dormirse
las etapas de conciencia que conducen de la vigilia al sueño,
hasta el momento en que el sueño hace imposible el desdoblamiento.
Y es también en esta época de su vida cuando escribió
sus admirables poemas en donde se hallan, quizá, los versos
más bellos de la lengua francesa, pero tan oscuros como los
de Mallarmé, tan oscuros, ha dicho Teófilo Gautier,
que vuelven claro a Lycophron:
Soy el tenebroso… y a tantos otros…
Ahora bien, no existe en absoluto solución de continuidad
entre Gérard el poeta y el autor de Sylvie. Incluso cabe
decir —y es evidentemente uno de los reproches que se le pueden
formular, una de las cosas que indican en él al autor, si
no de segunda fila, cuando menos sin un talento verdaderamente decidido,
que crea su forma de arte a la vez que su pensamiento— que
sus versos y sus cuentos no son (como los Petits poèmes en
prose de Baudelaire, y Les Fleurs du Mal, por ejemplo) más
que diferentes intentos de expresar lo mismo. En tales genios la
visión interior es muy certera, muy poderosa. Pero, defecto
de la voluntad o ausencia de instinto decidido, predominio de la
inteligencia que señala las distintas vías antes que
pasar por una, se intenta en verso, y luego para no perder la primera
idea se escribe en prosa, etc.
Se ven versos que expresan casi lo mismo. Así como en Baudelaire
encontramos un verso:
Le ciel pur où frémit l’éternelle chaleur1
que en los Petits poèmes en prose encuentra su correspondencia:
Un ciel pur où se perd l’éternelle chaleur,2
asimismo, habrá reconocido usted en este verso que citaba
hace un instante:
Et la treille où le pampre à la rose s’allie3
la ventana de Sylvie: où le pampre s’enlace aux rosiers4
y pronto en cada casa que aparece en Sylvie vemos cómo se
unen las rosas a las viñas. Jules Lemaitre, a quien no se
ha aludido (me explicaré dentro de poco), citó en
su Racine este comienzo de Sylvie: “Danzaban muchachas en
círculo sobre el césped cantando viejas tonadas que
conocían por sus madres, y en un francés tan naturalmente
puro que se convencía uno de que había nacido en ese
antiguo país de Valois, en donde durante más de mil
años ha latido el corazón de Francia.” ¿Tradicional,
muy francés? No lo considero así en absoluto. Es preciso
situar esa frase donde se halla, en su verdadera luz. Es en una
especie de sueño: “Volví a mi cama y no pude
hallar el reposo. Sumido en una semisomnolencia, mi juventud toda
volvía a pasar por mis recuerdos. Ese estado en que la mente
se resiste todavía a las extravagantes amalgamas del sueño,
permite muchas veces ver hacinarse en unos minutos los cuadros más
destacados de un largo periodo de existencia.” Habrá
reconocido usted inmediatamente esta poesía de Gérard:
Il est un air pour qui je donnerais…5
Así pues, lo que hallamos aquí es uno de esos cuadros
de un color irreal que no vemos en la realidad, que incluso las
palabras no evocan, pero que en ocasiones sí vemos en el
sueño, o que la música evoca. A veces, en el instante
de conciliar el sueño, se les percibe, se quiere fijar y
definir su forma. Se despierta uno entonces, y ya han desaparecido,
se abandona uno y antes de que se los haya podido concretar se queda
uno dormido, como si la inteligencia no estuviese autorizada para
verlos. Incluso los seres que aparecen en cuadros semejantes no
son más que sueños.
Une femme que dans une autre existence peut-être J´ai
vue et dont je me souviens…6
¿Qué hay menos raciniano que eso? Que el objeto mismo
del deseo y del sueño sea precisamente ese encanto francés
en que vivió Racine y que expresó por lo demás
sin sentirlo, es muy posible, pero es como si se descubriera que
un vaso de agua fresca y una persona febril son cosas absolutamente
iguales, porque él lo desea, o la inocencia de una joven
y la lubricidad de un viejo porque lo primero constituye el sueño
del segundo. Lemaitre, y digo eso sin que altere en nada mi profunda
admiración por él, sin que ello quite nada a su libro
maravilloso, incomparable, sobre Racine, ha sido el inventor, en
esta época en que hay tan poca, de una crítica muy
propia de él, que constituye toda una creación, y
en donde, en los fragmentos más característicos y
que perdurarán porque son completamente personales, le gusta
sacar de una obra una cantidad de cosas que manan entonces de ella
con profusión, como si se tratara de juegos malabares.
Pero, en realidad, no hay nada de todo eso en Phèdre ni en
Bajazet. Si por cualquier razón aparece en un libro la palabra
Turquía, en el caso de que, por otro lado, no se tenga de
ella ninguna idea, ninguna impresión, ningún deseo,
no se puede decir que esté Turquía en ese libro. Racine
solar, rayos del sol, etc. En arte sólo importa lo que se
ha expresado o sentido. Decir que Turquía no está
ausente de una obra, es tanto como decir que la idea de Turquía,
la sensación de Turquía, etcétera.
Sé muy bien que hay del amor hacia determinados lugares otras
formas de expresión distintas al amor literario, formas menos
conscientes, pero quizá tan profundas. Sé que hay
hombres que no son artistas, jefes de oficina, pequeños o
grandes burgueses, médicos que, en lugar de poseer un lindo
apartamento en París o un coche, o ir al teatro, invierten
una parte de sus ingresos en gozar de una casita en Bretaña,
en donde se pasean por la noche, inconscientes del placer artístico
que experimentan, y que como máximo lo expresan diciendo
de cuando en cuando: “Hace buen tiempo, qué buen tiempo”,
o “qué agradable es pasearse por la noche”. Pero
nada nos indica siquiera que eso se diera en Racine, y de cualquier
modo no hubiera tenido esa índole nostálgica, el color
de sueño de Sylvie, En la actualidad toda la escuela que
a decir verdad ha sido útil, frente a la logomaquia abstracta
imperante, ha impuesto al arte un nuevo juego que aquélla
cree recogido de la antigüedad, y se empieza por convenir que
para no lastrar la frase no se le hará expresar nada en absoluto,
que para hacer más nítido el perfil del libro se prohibirá
la expresión de cualquier impresión difícil
de expresar, todo pensamiento, etc., y para que la lengua conserve
su carácter tradicional, habrá que contentarse constantemente
con frases ya existentes, hechas, sin tomarse ni siquiera la molestia
de volver a pensarlas. No hay gran mérito en que el tono
sea muy rápido, la sintaxis de buena ley, y un aire bastante
desenvuelto. No es difícil recorrer el camino a la carrera
si antes de partir se comienza por desembarazarse de todos los tesoros
que estaba uno encargado de llevar. Sólo que la rapidez del
viaje y la comodidad de la llegada son bastante indiferentes, puesto
que nada se trae cuando se llega.
Es un error creer que un arte semejante ha podido considerarse heredero
del pasado. De cualquier forma no debe, y menos que a nadie, invocar
a Gérard de Nerval. Lo que se lo ha hecho creer es que les
gusta limitarse en sus artículos, sus poemas o sus novelas
a describir una belleza francesa “moderada, con claras arquitecturas,
bajo un cielo plácido, con collados e iglesias como los de
Dammartin y Ermenonville”. Nada más lejos de Sylvie.
* * *
Si
cuando Barrès nos habla de los cantones de Chantilly, de
Compiegne y de Ermenonville, cuando nos habla de atracar en las
islas del Valois, o de ir a los bosques de Chââlis o
de Pontarné, experimentamos esa turbación deliciosa,
se debe a que estos nombres los hemos leído en Sylvie, que
no están forjados con recuerdos de tiempo real, sino con
esa placentera frescura, pero con un fondo de inquietud, que sentía
este “loco delicioso” y que creaba para él, de
esas mañanas en esos bosques o, mejor aún, su recuerdo
“soñado a medias”, un hechizo lleno de turbación.
L’Ile de France, país de moderación, de encanto
mediano, etc. ¡Ay! qué lejos está de eso, cuánto
existe de inexplicable, más allá del frescor, más
allá de la mañana, más allá del buen
tiempo, más allá de la evocación del pasado
mismo, ese algo que hacía saltar, erguirse y cantar a Gérard,
pero no con alegría sana, y que nos transmite esa turbación
infinita cuando pensamos que esos países existen y que podemos
ir a pasear por el país de Sylvie. Por eso, ¿qué
hace Barrès para sugerirlo? Nos dice esos nombres, nos habla
de cosas que tienen aire tradicional y cuyo sentimiento, el hecho
de complacerse en ellos, es muy del día, muy poco prudente,
muy poco “encanto mediano”, muy poco “Ile de France”,
según Hallays y Boulanger, como la divina dulzura de los
cirios vacilantes en pleno día en nuestros entierros, y las
campanas en la bruma de octubre. Y la prueba mejor reside en que
algunas páginas después puede leerse la misma evocación,
la hace para Vogüé, que se queda en la Turena en los
paisajes “hechos a nuestro gusto”, en la rubia Loire.
¡A cuántas leguas se halla eso de Gérard! En
efecto, recordamos la embriaguez de esas primeras mañanas
de invierno, el deseo del viaje, el encantamiento de las lejanías
soleadas. Pero nuestro placer está hecho de turbación;
la gracia mesurada del paisaje es la materia, pero él va
más allá. Este más allá es indefinible.
En el caso de Gérard será un día de locura.
Mientras tanto no tiene nada de mesurado, de francés genuino.
El talento de Gérard ha impregnado esos nombres, esos lugares.
Creo que toda persona con una sensibilidad aguda puede dejarse sugestionar
por ese ensueño que nos produce una especie de inquietud,
“pues no hay inquietud más punzante que la del Infinito”.
Pero no se nos proporciona la turbación que nos da nuestra
querida hablando del amor, sino diciendo esas pequeñas cosas
que pueden evocarlo, el pliegue del vestido, su nombre. Así
pues, todo eso no significa nada, son las palabras Chââlis,
Pontarmé, islas de l’Ile-de-France, las que exaltan
hasta la embriaguez el pensamiento de que en una hermosa mañana
de invierno podemos marchar a ver esos países de ensueño
por los que se paseó Gérard.
Por eso todos los elogios que se nos pueda hacer de los países
nos dejan fríos. Y desearíamos tanto haber escrito
esas páginas de Sylvie. Pero como dice Baudelaire, no se
puede ser rico y gozar del cielo al mismo tiempo. No se puede haber
construido con la inteligencia y el gusto un paisaje, ni siquiera
como Victor Hugo, ni siquiera como Heredia, en el vacío,
y haber impregnado un país de ese ambiente de sueño
que dejó Gérard en Valois, porque fue de su sueño
de donde lo extrajo. Se puede pensar sin turbación en el
admirable Villequier de Hugo, en la admirable Loire de Heredia.
Se estremece uno cuando lee en una guía de ferrocarriles
el nombre de Pontarmé. Hay en él algo de indefinible,
que se transmite, que por espíritu calculador se querría
tener sin experimentarlo, pero que es un elemento original que entra
en la composición de esos genios y no existe en la composición
de los demás, y que es algo más, como en el hecho
de estar enamorado existe algo más que la admiración
estética y el gusto. Eso es lo que hay en ciertas iluminaciones
del sueño, como el que se produce ante un castillo Luis XIII,
y aunque se sea tan inteligente como Lemaitre, se yerra cuando se
lo cita como modelo de gracia mesurada. Es un modelo de obsesión
enfermiza… Recordar ahora lo que su locura tenía de
inofensivo, de casi tradicional y de antiguo llamándolo un
“loco delicioso”, es por parte de Barrès una
muestra de gusto encantador.
¿Volvió a ver Gérard el Valois para componer
Sylvie? Claro que sí. La pasión se crea su objeto
real, el amante en sueños de un país quiere verlo.
Sin ello, no sería sincero, Gérard es ingenuo y viaja.
Marcel Prévost se dice: quedémonos en casa, es un
sueño. Pero a fin de cuentas, no es más que lo inexplicable,
lo que se creyó que no se sería capaz de incluir en
un libro, lo que permanece en él. Es algo vago y obsesivo
como el recuerdo. Es una atmósfera. La atmósfera azulada
y purpúrea de Sylvie. Esa cosa inexpresable, cuando la hemos
sentido, nos hace pensar que nuestra obra valdrá tanto como
la de quienes lo han sentido, ya que en definitiva las palabras
son las mismas. Sólo que eso no está en las palabras,
no está expresado, está entre las palabras, como la
bruma de una mañana de Chantilly.
* * *
Si
un escritor completamente opuesto a las claras y fáciles
acuarelas, ha intentado definirse laboriosamente a sí mismo,
captar, perfilar oscuros matices, leyes profundas, impresiones casi
inaprensibles del alma humana, es Gérard de Nerval en Sylvie.
Esta historia que llamáis la pintura ingenua, es el sueño
de un sueño, recordadlo. Gérard intenta recordar a
una mujer a la que amó al mismo tiempo que a otra, que preside
así determinadas horas de su vida y que todas las noches
lo ocupa a determinada hora. Y evocando ese tiempo en un marco onírico
le asalta el deseo de partir hacia ese país, sale de su casa,
se hace abrir la puerta, y coge un coche. Y traqueteando hacia Loisy,
se acuerda y empieza a contar. Llega luego aquella noche de insomnio,
y lo que ve entonces, separado, por así decirlo de la realidad
por aquella noche de insomnio, por aquella vuelta a un país
que representa para él más bien un pasado que existe
al menos tanto en su corazón como en el mapa, está
tan estrechamente mezclado a los recuerdos que él continúa
evocando, que se ve uno obligado en todo instante a volver las páginas
que anteceden para ver dónde se encuentra, si en el presente
o en el recuerdo del pasado.
Los mismos seres son como una mujer de los versos que habíamos
citado, “que he visto en otra existencia y a la que recuerdo”.
Esta Adriana que él cree la comediante, lo que hace que se
enamore de la comediante, y que no era ella, esos castillos, esos
nobles personajes que le parece que viven preferentemente en el
pasado, esa fiesta que tiene lugar el día de San Bartolomé
y que no está en absoluto seguro de que haya tenido lugar
y no haya sido un sueño, “el hijo del guarda estaba
embriagado”, etcétera, tengo razón al decir
que en todo eso hasta los seres no son más que las sombras
de un sueño. La mañana divina en el camino, la visita
a la casa de la abuela de Sylvie, eso sí es real… Pero
recuerde usted: aquella noche, todavía no ha dormido más
que un momento al sereno, y sumido en un extraño sueño
en el que aún percibía las cosas, porque se levanta
con el repiquetear del ángelus que no ha llegado a oír,
en el oído.
Si se quiere, semejantes mañanas son reales. Pero existe
en ellas esa exaltación según la cual la menor belleza
nos embriaga y casi nos da, aunque la realidad no puede habitualmente
hacerlo así, un placer de sueño. El color exacto de
cada cosa nos conmueve como una armonía, se desea llorar
al ver que las rosas son rosas o, si nos hallamos en invierno, al
ver en los troncos de los árboles bellos colores verdes casi
emitiendo destellos, y si un poco de luz viene a incidir sobre esos
colores, como por ejemplo a la puesta del sol cuando la lila blanca
hace cantar su blancura, se siente uno inundado de belleza. En las
moradas en donde el aire vivo de la naturaleza todavía nos
excita, en las moradas campesinas o en los castillos, esa exaltación
es tan intensa como lo era en el paseo, y un objeto antiguo que
nos trae un motivo de sueño aumenta esa exaltación.
A cuántos pragmáticos dueños de castillos he
debido asombrar con la emoción de mi gratitud o de mi admiración,
sólo al ascender por una escalera cubierta de una alfombra
de colores diversos, o contemplando durante el almuerzo el pálido
sol de marzo que hacía brillar los verdes colores transparentes
con que aparecen cubiertos de pátina los troncos del parque
y venía a calentar su pálido rayo en la alfombra próxima
a la gran chimenea, mientras que el cochero llegaba a recibir órdenes
para el paseo que íbamos a emprender. Así son esas
mañanas benditas, quebrantadas por un insomnio, el desquiciamiento
nervioso de un viaje, una embriaguez física, una circunstancia
excepcional, labrada en la dura piedra de nuestros días,
y conservando milagrosamente los colores deliciosos, exaltados,
el encanto que los aísla en nuestro recuerdo como una gruta
maravillosa, mágica y multicolor en su atmósfera singular.
El color de Sylvie es un color púrpura, de una rosa púrpura
de terciopelo púrpura o violáceo, pero en absoluto
los tonos acuarelados de la Francia moderada de ellos. Esta evocación
del rojo vuelve a aparecer en todo momento, tiros, pañuelos
de seda rojos, etc. Y ese mismo nombre purpúreo con sus dos
i: Sylvie, la verdadera Hija del Fuego. A mí, que podría
enumerar esas leyes misteriosas del pensamiento que muchas veces
ha deseado expresar y que hallo expresadas en Sylvie —creo
que podría contar hasta cinco y seis— me asiste el
derecho de decir que cualquiera que sea la distancia que una ejecución
perfecta (que lo es todo) señale entre una simple veleidad
de carácter y una obra maestra, o entre los escritores llamados
jocosamente pensadores y Gérard, son ellos quienes sin embargo
pueden invocarle y no aquellos a quienes no les resulta difícil
la perfección de la obra, puesto que en realidad nada hacen.
Desde luego, el cuadro que presenta Gérard es deliciosamente
sencillo. De ahí el éxito único de su genio.
Esas sensaciones tan subjetivas, si no decimos más que el
motivo que las provoca, no aportamos precisamente lo que les da
valor a nuestros ojos. Pero además, si analizando nuestra
impresión intentamos transmitir lo que tiene de subjetivo,
provocamos la desaparición de la imagen y el cuadro. De suerte
que por desesperación alimentamos nosotros mucho más
nuestras ensoñaciones con lo que nombra nuestro sueño
sin explicarlo, con las guías de ferrocarril, los relatos
de viajes, los nombres de los comerciantes y de las calles de un
pueblo, los apuntes de Bazin en donde se clasifica cada especie
de árbol, que con un Pierre Loti demasiado subjetivo. Pero
Gérard ha encontrado el medio de no hacer más que
pintar y prestar a su cuadro los colores de su sueño. Probablemente
exista todavía excesiva inteligencia en su relato…
Traducción
de José Cano Tembleque
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