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El
salón de S. A. I. la princesa Matilde Un día que el
príncipe Luis Napoleón, actualmente general del ejército
ruso, expresaba por centésima vez a varios íntimos,
en el salón de la calle de Berri, su deseo de ingresar en
el ejército, su tía, la princesa Matilde, apenada
por esa vocación que había de quitarle al más
querido de sus sobrinos, exclamó, dirigiéndose a los
presentes:
—¿Se dan cuenta ustedes? ¡Qué obstinación!
— Pero, desdichado, no es motivo el que hayas tenido un militar
en tu familia…
“Haber tenido un militar en su familia”. Ha de confesarse
que es difícil recordar con menos énfasis el parentesco
con Napoleón I.
El rasgo más sobresaliente de la fisonomía moral de
la princesa Matilde es, tal vez, en efecto, la sencillez con que
habla de todo lo atingente al nacimiento y a la clase.
—¡La Revolución Francesa! —le oí
decir a una dama del barrio de Saint-Germain—. ¡Sin
ella estaría yo vendiendo naranjas en las calles de Ajaccio!
Esta altiva humildad y la franqueza, la lozanía casi popular
con que se traduce, dan a las palabras de la princesa un sabor original,
algo crudo que resulta delicioso. Nunca olvidaré con qué
tono ingenioso y brutal contestó a una mujer que le planteaba
la pregunta siguiente:
—Que Su Alteza se digne decirme si las princesas tienen las
mismas sensaciones que nosotras, sencillas burguesas.
—No lo sé, señora, contestó la princesa;
a mí no debe preguntárseme eso. Yo no soy de derecho
divino…
Esta aspereza algo viril, se templa, por lo demás, en la
princesa con una infinita dulzura que brota de sus ojos, de su sonrisa,
de su todo. ¿Pero por qué analizar el encanto de ese
recibimiento? Prefiero tratar de hacéroslo sentir, enseñándoos
a la princesa cuando recibe.
Seguidme hasta la calle de Berri y no tardemos demasiado, porque
la velada no empieza tarde.
Han comido temprano. No tanto quizás como en la época
en que llegó Alfred de Musset, por única vez en su
vida, a comer a casa de la princesa. Lo esperaron una hora. Cuando
llegó, promediaba la comida. Estaba totalmente ebrio. No
separó los labios y se fue en cuanto se levantó de
la mesa. Es el único recuerdo que de él conserva la
princesa. Pero aún hoy es una de las pocas casas de París
a la que invitan a comer a las siete y media.
Después de la comida, la princesa se sienta en el saloncito,
en un sillón grande que se descubre a la derecha, llegando
desde afuera, pero al fondo de la habitación. Viniendo del
hall grande, ese sillón estaría ubicado, por el contrario,
a la izquierda y hace frente a la puerta de la pequeña pieza
donde dentro de un instante se han de servir los refrescos.
Hasta ese momento los invitados de la noche no han llegado aún.
Únicamente están las personas que han comido. Al lado
de la princesa, una o dos de las asiduas de sus comidas de la calle
de Berri, la condesa de Benedetti, tan espiritualmente bonita y
tan bonitamente espiritual; la señorita Rasponi; la señora
de Espinasse, dama de honor de la princesa; la señora de
Ganderax, esposa universalmente querida y apreciada, del eminente
director de la Revue de Paris.
¿Es la Revue de Paris la que está hojeando en ese
mismo momento el señor Ganderax, en la mesa colocada a la
izquierda de la princesa? Unos lentes severos mitigan la fina expresión
de sus ojos buenos y su larga barba negra es muy majestuosa.
¿Es su propia revista, la Revue Britannique, la que acaba
de abrir el señor Pichot, cuyo monóculo ha tomado
una posición inquebrantable que revela en quien lo lleva
la firme voluntad de enterarse de un artículo antes de que
comience la reunión?
En esa misma mesa, se vio a menudo, en la hora de recreo que sigue
a la comida y antecede al recibo, a un pequeño anciano muy
viejo, que parecía muy joven, con sus mejillas de una frescura
infantil, sus cortos, cabellos de plata, su atuendo excesivamente
cuidadoso y la atenta cortesía de su vigilante acogida. Era
el conde Benedetti, padre del actual conde y ex embajador de Francia
en Berlín (aquel mismo que estaba en 1870). Era hombre de
verdadera inteligencia, de perfecta disposición y cuya muerte,
acaecida hace dos años, causó un profundo pesar a
la princesa, junto a la cual iba a pasar varios meses todos los
años, ya en París, ya en Saint-Gratien.
También había, en esa época, entre los íntimos
de la princesa una persona que la visitaba escasamente y que alegraba
a todos a sus expensas, a tal punto era simple de espíritu
—lo que no le impedía ser, llegado el caso, el hombre
más bueno del mundo. Llevada a semejante grado, la candidez
se hace cómica y la de ese amigo de la princesa les valía,
a las personas finas que solicitaban su conversación, unos
desahogos deliciosos a su manera.
—Querido amigo —le decía la princesa a uno de
sus amigos, después de la comida, una noche de nevada—,
ya que usted quiere irse de todos modos, llévese, por lo
menos, un paraguas. Ya no nieva, pero puede volver a nevar.
—Es inútil, no nevará más, princesa —interrumpió
la persona de marras, porque intervenía de buenas ganas—.
Ya no nevará.
—¿Cómo lo sabe usted? —preguntó
la princesa.
—Yo lo sé, princesa, ya no nevará… No
puede seguir nevando. Han echado sal…
Todos se sonrieron y el amigo dijo: —Hasta pronto, princesa,
mañana telefonearé a Vuestra Alteza para saber cómo
está.
—¡Ah, el teléfono! ¡Qué lindo invento!
—exclama el brillante interruptor—. Es el descubrimiento
más hermoso que se haya hecho… (conteniéndose
por temor a haber faltado a la verdad) desde las mesas giratorias,
se entiende.
No sé si ese amable cómico, ese involuntario ocurrente,
algo retirado de la sociedad en la actualidad, estará esta
noche en casa de la princesa.
Pero en tiempos en que descollaba, ¡con qué dulce alegría
satisfacía a todos los invitados por lo imprevisto de sus
interrupciones y los hallazgos de sus reflexiones! Había
que oírlo afirmando que Flaubert tenía tanta estima
por él que un día le había leído Bouvard
et Pécuchet.
La princesa, fastidiada por tanta inverosimilitud, protestó
con cierta vivacidad. El confidente de Gustave Flaubert insistió,
duplicando su seguridad.
—Se confunde usted…
—No, estoy seguro —y al ver que parecían sonreír,
hizo esta confesión—: Ah, es verdad, princesa, me equivoco
ligeramente. Me confundía. Me leyó “Bouvard”,
de eso estoy seguro. Pero tiene usted razón, no me leyó
“Pécuchet”.
Pero basta de recuerdos. Ya la puerta del salón de la princesa
se abre a medias y permanece entreabierta mientras la dama que está
por entrar —nadie sabe aún de quién se trata—
ajusta su vestido por última vez; los caballeros han abandonado
la mesa en donde hojeaban las revistas. Se abre la puerta: es la
princesa Juana Bonaparte, a la que sigue su marido, el marqués
de Villeneuve. Todos se levantan.
Cuando la princesa Juana está a mitad de camino de la princesa,
ésta se levanta y recibe a la vez a la princesa Juana y a
la duquesa de Trévise, que acaba de entrar con la duquesa
de Albufera.
Cada dama que entra hace una reverencia, besa la mano de la princesa,
que la ayuda a levantarse y la abraza o le devuelve su reverencia
si la conoce menos.
He aquí al señor Straus, el abogado tan conocido,
y la señora Straus —Halévy de soltera—,
a quien su ingenio y belleza confieren una potencia única
de seducción. El señor Louis Ganderax, el conde de
Turenne, el señor Pichot se afanan diligentes en torno a
ella, mientras que el señor Straus mira alrededor de sí,
con expresión maliciosa.
La puerta se abre una vez más; son el duque y la duquesa
de Gramont, luego la familia bonapartista por excelencia, la familia
de todos los bellos títulos de imperio, la familia Rívoli,
es decir: el príncipe y la princesa de Essling, con sus hijos;
el príncipe y la princesa Eugenio y Joaquín Murat,
el duque y la duquesa de Elchigen, el príncipe y la princesa
de la Moskowa.
He aquí al señor Gustave Schlumberger, al señor
Bapts, al señor du Bos y señora, al conde y la condesa
Paul de Pourtales, al príncipe Giovanni Borghese, un erudito,
un filósofo que es a la vez conversador brillante; el señor
Bourdeau, el marqués de la Borde, el señor Georges
de Porto-Riche y señora.
El saloncito está tan repleto ya de gente que los más
antiguos asiduos señalan el camino del hall donde los menos
íntimos admiran con cierta timidez, como escolares la vista
del maestro, los tesoros de arte allí reunidos…
Hay quien se detiene frente al retrato del príncipe imperial
por Madaleine Lemaire, el retrato de la princesa por Doucet, el
retrato de la princesa por Hébert, aquel en que tiene ojos
tan hermosos, perlas tan suaves…
Bonnat lo mira con esos ojos buenos que brillan delante de la pintura
de calidad e intercambia reflexiones de técnico con Charles
Ephrussi, el director de la Gazette des Beaux-Arts, el autor del
hermoso libro sobre Alberto Durero, pero en voz tan baja que apenas
se les oye.
La princesa ya no se sienta. Se acerca a uno y a otro recibiendo,
a los recién llegados, incorporándose a cada grupo,
y tiene para cada cual la palabra particular, individual, que dentro
de un instante, cuando vuelva a su casa, le hará creer que
era el centro de la reunión.
Cuando uno piensa que ese salón (tomamos aquí la palabra
“salón” en su significado abstracto, porque,
materialmente el salón de la princesa estaba en la calle
de Courcelles antes de la calle de Berri) ha sido uno de los hogares
literarios de la segunda mitad del siglo XVIIII; que Mérimée,
Flaubert, Goncourt, Sainte-Beuve lo frecuentaron cada día,
en una intimidad verdadera, una familiaridad tan entera que la princesa
llegaba de improviso, pidiéndoles que le dieran de almorzar;
que ellos no tenían secretos literarios para ella y ella
ninguna reserva principesca para ellos, que les prestó servicios
hasta el final —no sólo los pequeños favores
de cada día (Sainte-Beuve decía: “Su casa es
algo así como el ministerio de las gracias”) sino los
favores grandes y brillantes que impiden ciertas persecuciones,
disipan algunas prevenciones; facilitan el trabajo, secundan el
éxito, endulzan la vida, cambian un destino —no puede
uno dejar de creer que ciertos poderes sociales pueden tener, a
pesar de todo, una influencia fecunda sobre la historia literaria
y pocas mujeres hicieron tan noble uso de semejantes poderes como
la princesa.
—La princesa tiene un gusto clásico, decía Sainte-Beuve.
Lo tienen todos los príncipes.
Uno puede pensar si no se equivocaba Sainte-Beuve y si era propio
de una clásica elegir a Flaubert, distinguir a Goncourt en
el momento en que lo hizo —por lo que se hallaba muy adelantada
con respecto al gusto de sus contemporáneos y al del mismo
Sainte-Beuve.
Pero es posible que haya que ver en su conducta con ellos, la fidelidad
de una amiga delicada para dos hombres de corazón antes que
una verdadera predilección por el genio de uno y el talento
del otro.
¡Cuántos grandes escritores desconocidos en vida, no
han debido así, a sus cualidades de corazón, a su
encanto social, unas amistades preciosas que retrospectivamente
creemos que les valía su genio!
De cualquier modo, el nombre de la princesa permanece grabado en
las Tablas de oro de la literatura francesa. Un volumen íntegro
de Mérimée, Lettres à la Princesse; numerosas
cartas de Flaubert, un “Lunes” de Sainte-Beuve, tantas
páginas mejor intencionadas que diestras del Diario de los
Goncourt, dan de la princesa la idea más favorable y la más
elevada.
Taine, Renan, cuántos otros también fueron amigos
suyos. Se disgusta con Taine, al final de su vida, debido a la publicación
de su Napoleón Bonaparte. Él le había dicho:
—Lo leerá y me dirá lo que piensa.
Se lo envió. Ella leyó esas páginas independientes
y terribles en que Napoleón aparece como una especie de condottiere.
Al día siguiente le enviaba su tarjeta a Taine, o mejor dicho,
dejaba su tarjeta en casa de la señora de Taine, a quien
le debía una visita, con estas iniciales: “P. P. C.”
Era su respuesta y significaba que no volvería ya a su casa.
Poco después, se irritó contra el escritor que tan
mal había hablado de su tío ilustre. José María
de Heredia, que estaba presente, tomó la defensa de Taine
con un calor que disgustó a la princesa y así se lo
demostró con cierta vivacidad.
—Su Alteza hace muy mal, dijo Heredia. Por el contrario, al
ver que tomo, aun en contra de ella, el partido de un amigo ausente,
debía comprender que se puede —que Ella puede especialmente—
contar con mi fidelidad.
La princesa sonrió y le oprimió afectuosamente la
mano.
Por lo demás, un tono de gran libertad reina entre la princesa
y sus amigos, perfectamente señalado en el vocabulario, por
el nombre de “princesa” con que la llaman, cuando el
protocolo exigiría “señora”. No se privan
de contradecirla y de resistirla. Por eso asombra un poco leer en
Sainte-Beuve frases como ésta: “Ella y su hermano —el
príncipe Napoleón— son parecidos en esto, si
se permitiese uno ser observador al oírlos”.
¿Y por qué no había uno de permitírselo?
La princesa sólo puede ganar si se la observa finamente,
y aunque no saliese ganando ¿qué importa? Amicus Plato
sed magis amica veritas…
Un artista sólo ha de servir a la verdad y no debe tener
ningún respeto por la clase. Sólo debe tenerlo en
cuenta en sus pinturas, en tanto sea principio de diferenciación,
como por ejemplo, la nacionalidad, la raza, el medio. Toda condición
social posee su interés y puede ser tan curioso para el artista
mostrar los modales de una reina como las costumbres de una costurera.
La princesa se disgustó con Taine y con Sainte-Beuve. Otro
académico se reconcilió con ella, al final de su vida.
Quiero hablar del duque de Aumale.
Tratada en forma admirable por la familia real en 1841, cuando volvió
a Francia, nunca había olvidado lo que le debía y
no permitió, en ningún momento, que se dijese delante
de ella cualquier cosa hiriente para los Orleáns.
Pero el gobierno del Imperio no obró en la misma forma: los
bienes de los príncipes fueron confiscados, a pesar de una
diligencia de la princesa Matilde y de la duquesa de Hamilton. Más
tarde, a consecuencia de un discurso pronunciado por el príncipe
Napoleón, se recuerda la carta espantosa, admirable, que
le escribiera el duque de Aumale.
Después de ello, pareciera que la princesa nunca habría
de volver a ver al duque de Aumale. Vivieron, efectivamente, alejados
uno del otro, durante largos años. Luego el tiempo esfumó
el resentimiento sin disminuir la gratitud y también algo
así como cierta admiración recíproca que experimentaban
el uno por el otro esas dos naturalezas tan similares, los dos príncipes
impares, que no sólo eran los primeros por su nacimiento;
que no eran, ni muy orleanista él, ni muy bonapartista ella
y tenían los mismos amigos, los grandes “intelectuales”
de entonces.
Durante algunos años éstos repitieron, de uno a otro,
las palabras corteses que pronunciaba el príncipe acerca
de la princesa y ella acerca de él. Luego, por fin, tuvo
lugar un día la entrevista en el taller de Bonnat, preparada
por Alejandro Dumas hijo.
Hacía más de cuarenta años que no se veían.
Eran en aquel entonces bellos y jóvenes. Seguían siendo
bellos pero ya no eran jóvenes.
Presa de cierta conmovida coquetería, se quedaron en un principio
lejos uno del otro, en la sombra, no atreviéndose ninguno
a mostrar al otro cuánto había cambiado. Esos matices
fueron señalados, por una y otra parte, con una precisión
de tono y un sentido de la medida exquisitos. Siguió a ello
una verdadera intimidad que duró hasta la muerte del príncipe.
La princesa Matilde, que de quererlo, hubiera podido casarse con
su primo, el emperador Napoleón, o su primo, el hijo del
emperador de Rusia, se casó a los veinte años con
el príncipe Demidoff.
Cuando llegó a Rusia, como princesa Demidoff, el emperador
Nicolás, su tío, que la había querido como
nuera, le dijo:
—No he de perdonároslo nunca.
Odiaba a Demidoff, prohibió que se pronunciara su nombre
delante de él y cuando de tiempo en tiempo iba a comer de
improviso en casa de su sobrina, ni siquiera miraba al marido.
Cuando la supo desdichada, le dijo:
—Cuando me necesitéis, siempre me encontraréis;
dirigíos directamente a mí.
Cumplió su palabra: la princesa no lo olvidó nunca.
Cuando volvió a Francia, como prima del emperador, no tuvo
deber más urgente que escribirle al emperador Nicolás.
Él le contestó (10 de enero de 1853): “Me causó
gran placer, querida sobrina, recibir vuestra carta, buena y amable.
Demuestra unos sentimientos tan honorables para vos, como agradables
para mí; ya que, de acuerdo a vuestra expresión, la
nueva fortuna de Francia ha ido a buscaros, gozad de sus favores;
no sabrían estar mejor invertidos que en unas manos tan agradecidas
como las vuestras. Me alegra haber podido prestaros mi apoyo en
otros tiempos…”
Pero he aquí que estalla la guerra de Crimea. Dividida entre
su patriotismo de princesa francesa y la gratitud hacia su tío
y bienhechor, la princesa escribió al emperador Nicolás
una carta conmovedora en la que nada hubiera podido objetar el chauvinismo
más suspicaz. El emperador contestó en esta forma
(9 de febrero de 1854):
“Os agradezco muy sinceramente, mi querida sobrina, los nobles
sentimientos que expresa vuestra carta. Un corazón como el
vuestro no había de cambiar de acuerdo a las fases móviles
de la política. Tenía yo esa certeza pero en la situación
actual, debía experimentar una satisfacción particular,
al recibir palabras buenas y amistosas que me llegan desde un país
en el que en estos últimos tiempos Rusia y su soberano no
han dejado de ser objeto de las acusaciones más hostiles.
Como vos, deploro la suspensión de las buenas relaciones
entre Rusia y Francia que acaba de acaecer a pesar de todos mis
esfuerzos para abrir las vías de un amistoso entendimiento.
Con el advenimiento del Imperio en Francia, me complacía
suponer que el retorno de ese régimen podía no acarrear,
como consecuencia inevitable, la de una lucha de rivalidades con
Rusia y de un conflicto a mano armada entre ambos países.
¡Quiera el cielo que la tormenta a punto de estallar pueda
disiparse aún! Después de un intervalo de más
de cuarenta años, ¿Europa estaría destinada
a ser nuevamente el teatro de los mismos dramas sangrientos? ¿Cuál
sería esta vez su desenlace? A la clarividencia humana no
le es dado averiguarlo. Pero lo que puedo aseguraros, querida sobrina,
es que en todas las conjeturas posibles, no dejaré de tener
por vos los sentimientos afectuosos que os he conservado.
Estas dos cartas no son inéditas. Pero lo que es completamente
inédito y hasta completamente desconocido (como por lo demás
todo lo que ha constituido el tema de este artículo) son
los pocos detalles con los que vamos a terminar.
El afecto que tenía el emperador Nicolás I por la
princesa Matilde fue tradicional en la familia imperial y Nicolás
II no dejó de demostrárselo, pero con el matiz de
deferencia y de respeto que no le ordenaba sino que le aconsejaba
su juventud.
Se sabe que en el transcurso de las fiestas que señalaron
la primera visita del joven emperador a París, hubo una ceremonia
en los Inválidos.
La princesa recibió del gobierno una invitación, para
una tribuna muy honorable, pero ella —tan sencilla y que tan
poco caso hacía de los privilegios de su clase, como lo hemos
visto— descubre intacta su altivez napoleónica en cuanto
la misma prerrogativa de los Napoleones está en juego.
Hizo contestar que no necesitaba ninguna invitación para
ir a los Inválidos, puesto que tenía “sus llaves”
e iba de ese modo, el único que convenía a la sobrina
de Napoleón, cuando le parecía oportuno. Que si querían
que fuese en esa forma, iría, y si no, no.
Pero decir que iría “con sus llaves” implicaba
la pretensión de dirigirse a la misma tumba de su tío,
que el emperador Nicolás debía visitar…
No se atrevieron a tanto; pero, la misma mañana del día
en que el emperador iba a orar ante la tumba de Napoleón,
un amigo de la princesa, el almirante Duperré, según
creemos, acudió a su casa muy temprano, para anunciarle que
habían sido allanadas las últimas dificultades y quedaba
autorizada a ir a los Inválidos, “con sus llaves”,
si le parecía.
La visita debía tener lugar pocos instantes más tarde.
La princesa tuvo apenas tiempo de prepararse, de llevar consigo
a una amiga que desempeñó ese día funciones
de dama de honor (ya no recordamos si era la señorita Rasponi
o la vizcondesa Benedetti) y recibida con todos los honores debidos
a su rango, penetró en la bóveda en la que sólo
ella pudo entrar con su dama de honor.
Pocos instantes más tarde se le reunía el zar, dándole
todas las pruebas del más respetuoso de los afectos.
Estaba acompañado de Félix Faure, presidente de la
república, quien se hizo presentar a la princesa, le besó
la mano y no dejó, ese día como los demás,
de dar pruebas de ese tacto perfecto que sabía unir tan bién
a la más elevada firmeza republicana y al patriotismo
más probado.
Traducción
de Marcelo Menasché
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