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Hay
personas que viven, por decirlo así, sin tener fuerzas, como
hay personas que cantan sin tener voz. Son las más interesantes;
han reemplazado la materia de que carecen, por la inteligencia y
el sentimiento. La abuela de Rozière, que entierran hoy en
el Malzieu, no era otra cosa que inteligencia y sentimiento. Consumida
por la inquietud permanente que es un gran amor que dura toda la
vida (su amor por el nieto) ¡cómo hubiera podido tener
buena salud! Pero tenía esa salud peculiar de los seres superiores
que no la tienen y que se llama vitalidad. Tan frágil, tan
ligera, sobrenadaba siempre sobre los más espantosos saltos
de la enfermedad y en el momento en que se la creía aplastada,
se la advertía, rápida, siempre en la cumbre y siguiendo
de cerca a la barca que conducía a su nieto a la celebridad
y a la dicha, no para que recayese nada sobre ella, sino para comprobar
si no carecía de nada, si no necesitaría algo aún
de los cuidados de abuela, lo que en el fondo esperaba. ¡Es
necesario que la muerte sea de veras muy fuerte para que haya podido
separarlos!
Yo, que había visto sus lágrimas de abuela —sus
lágrimas de chiquilla— cada vez que Robert de Flers
realizaba un viaje solo, no dejaba de pensar sin inquietudes por
ella en que un día Robert se casaría. Decía
a menudo que deseaba casarlo, pero creo que lo decía sobre
todo para endurecerse. En el fondo, tenía aún más
miedo de ese vencimiento fatal de su casamiento como había
temido su ingreso al colegio y su partida para el ejército.
Y sólo Dios sabe —porque uno es valiente cuando siente
ternura— lo que había sufrido en esos dos momentos.
¿Lo diré? Su ternura por el nieto no me parecía,
una vez casado Robert, sólo fuente de tristeza para ella:
pensaba en la que se convertiría en su nieta… Una ternura
tan celosa no siempre es dulce con aquellos con quienes se debe
compartir… La mujer que se casó con Robert de Flers
cumplió con una divina sencillez el milagro de convertir
ese casamiento tan temido en una era de dicha sin mezclas para la
señora de Rozière, para ella misma y para Robert de
Flers. Los tres no se separaron ni se disgustaron un solo día.
La señora de Rozière decía, eso sí,
que por discreción no seguiría viviendo con ellos
y viviría separada, pero no creo que ni ella ni Robert ni
nadie haya podido encarar eso seriamente como posible. Sólo
pudieron llevarla en un ataúd.
Otra cosa me había parecido que no podía marchar sin
dificultades muy grandes, lo que gracias al espíritu y al
delicioso corazón de Gastón de Caillavet y de su mujer,
pasó lo más sencillamente y lo más felizmente
del mundo. A partir de cierto momento, Robert tuvo un colaborador.
¡Un colaborador! ¿Pero, en verdad, qué necesidad
de colaborador podía tener su nieto, él que poseía
más talento por sí solo que todos los escritores que
habían aparecido sobre la tierra? Por lo demás, eso
carecía de importancia; era seguro que en las obras escritas
en colaboración, todo lo bueno sería de Robert y si
por casualidad, algo no resultara tan bien, sería del otro,
del audaz… Y bien, nada fue “menos bien” y sin
embargo ella declaró que no todo era de Robert. No llegaré
a decir que en los triunfos incesantes que señalaron esa
colaboración, estimaba que toda la gloria debía corresponder
a Caillavet, pero él hubiera sido el primero en no soportarlo.
Y en el triunfo armonioso, ella supo hacer la parte de los dones
distintos que sabían unirse admirablemente. Es que ante todo
era maravillosamente inteligente y eso es todavía lo que
nos hace más justos. Sin duda, por ello la inteligencia,
que es tan grande fuente de males, se nos aparece sin embargo como
tan bienhechora y tan noble: es que bien advertimos que sólo
ella sabe honrar y servir a la justicia. “Son dos dioses poderosos.”
No dejaba su lecho o su cuarto, como Joubert, Descartes, como otras
personas más, que creen necesario a su salud permanecer mucho
tiempo en cama, sin tener por ello la delicadeza de ingenio de uno
ni la potencia de espíritu del otro. No es por la señora
de Rozière que lo digo. Chateaubriand decía de Joubert
que permanecía constantemente acostado, con los ojos cerrados,
pero que nunca estaba tan agitado y se cansaba tanto como en esos
momentos. Por el mismo motivo, nunca pudo Pascal seguir los consejos
que le prodigó en ese punto Descartes. Sucede así
con muchos enfermos a quienes se recomienda el silencio, pero —como
la juventud al nieto de Mme. de Sévigné— “su
pensamiento les hace ruido”. Se enfermaba tanto al cuidarse
que quizás hubiera hecho mejor en decidirse muy sencillamente
a estar sana. Pero eso estaba por encima de sus fuerzas. En los
últimos años, sus ojos magníficos que tenía
del color del jacinto, al tiempo que reflejaban cada vez más
lo que sucedía en ella, dejaron de enseñarle lo que
pasaba en su entorno: estaba casi ciega. Por lo menos, lo aseguraba
así. Pero yo bien sé que si Robert sólo tenía
mala cara, era siempre la primera en descubrirlo. Y como no necesitaba
ver más allá de él, era feliz. Nunca amó
nada, para utilizar la expresión de Malebranche, que en él.
Era su dios.
Siempre fue indulgente con sus amigos y severa también, porque
nunca le parecían dignos de él. Con ningu- no fué
más indulgente que conmigo. Tenía un modo de decirme:
“Robert lo quiere como a un hermano” que significaba
a un tiempo “No hará usted mal si trata de merecerlo”
y “lo merece usted, a pesar de todo, un poquito”. Llevaba
la ceguera en lo que me conciere hasta reconocerme talento. Se decía
sin duda que alguien que tanto había frecuentado su nieto
no había podido dejar de sustraerle algo.
Amistades tan perfectas como la que unía a Robert de Flers
con su abuela no debieran terminar nunca. ¿Cómo? Dos
seres tan íntegramente correspondidos que nada existía
en uno que no encontrase en el otro su razón de ser, su meta,
su satisfacción, su explicación, su tierno comentario;
dos seres que parecían la traducción uno del otro,
aunque cada cual fuese un original, ¿esos dos seres no habrían
hecho más que encontrarse un instante, por casualidad en
el infinito de los tiempos, donde ya no serán más
nada uno para el otro, nada más particular que lo que son
a millares de otros seres? ¿Hay que pensarlo, verdaderamente?
¿Todas las letras de ese libro ingenioso y apasionado que
era la señora de Rozière se han hecho de pronto unas
letras que no significan nada, que ya no forman ninguna palabra?
Los que como yo han adquirido demasiado prematuramente la costumbre
de gustar la lectura de libros y corazones, nunca podrán
creerlo del todo.
Estoy convencido de que desde hace tiempo Robert y ella, sin decírselo
jamás, debían pensar en el día en que se separarían.
También estoy convencido de que a ella le hubiera gustado
que él no sufriera… Será la primera satisfacción
que él le habrá negado…
He querido, en nombre de los amigos de Robert de Flers —los
amigos jóvenes de ella—, decirle lo que no puedo llamar
un adiós postrero, porque siento que le diré muchos
más y además porque para hablar con exactitud nunca
se despide uno de veras de los seres que se han amado, porque nunca
se los abandona del todo.
Nada dura, ni siquiera la muerte. La señora de Rozière
no está aún en la tierra y ya empieza a dirigírseme
con bastante vivacidad como para que no pueda dejar de hablar de
ella. Si puede parecer que lo hice, por momentos con una sonrisa,
no vaya a creerse por ello que tenía menos ganas de llorar.
Nadie me habrá comprendido mejor que Robert. Hubiera hecho
lo que yo. Sabe que uno nunca piensa en los seres que ha amado más,
en el momento en que más se los llora, sin dirigirles apasionadamente
la más tierna sonrisa de que seamos capaces. ¿Es para
tratar de engañarlos, de tranquilizarlos, de decirles que
pueden estar tranquilos, que tendremos valor, para hacerles creer
que no somos desdichados? ¿No será acaso que esa sonrisa
no es más que la forma del beso interminable que les damos
en lo Invisible?
Traducción de Marcelo Menasché
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