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¿Pertenece
usted a la escuela joven?» preguntan a todos los estudiantes
que hacen literatura los caballeros de cincuenta que no la practican.
«Yo confieso que no comprendo; hay que estar iniciado…
Por lo demás, nunca hubo más talento; hoy casi todos
tienen talento.»
Al tratar de desprender de la literatura contempo- ránea
algunas verdades estéticas que estoy tanto más seguro
de percibir cuanto que ella misma las señala al negarlas,
voy a exponerme a la acusación de haber querido desempeñar
antes de la edad, el papel del caballero de cincuenta años:
no diré, sin embargo, sus palabras. Creo, en efecto, que
como todos los misterios, la Poesía nunca ha podido ser penetrada
por entero sin iniciación y hasta sin elección. En
cuanto al talento que nunca fue muy común, pareciera que
pocas veces ha existido menos que en el día. Verdad que si
el talento consiste en cierta retórica ambiente que enseña
a hacer «versos libres», como otra enseñaba a
hacer «versos latinos», cuyas «princesas»,
las «melancolías» «de codos» o «sonrientes»
y los «berilos» pertenecen a todo el mundo, puede decirse
que todo el mundo tiene talento. Pero todo eso no son que más
vanas caparazones, sonoras y huecas, trozos de madera podrida o
chatarras oxidadas que la marejada ha arrojado sobre el ribazo y
que el primero que llega puede apropiarse si le gusta y si al retirarse
la generación no se los ha llevado. Pero qué hacer
con madera podrida, a menudo vestigios de una hermosa flota antigua
—imagen irreconocible de Chateaubriand o de Hugo…
Mas ya es tiempo de llegar al error de estética que he querido
señalar aquí y que me parece desposeer de talento
a tantos jóvenes originales, si el talento es, en efecto,
algo más que la originalidad del temperamento, quiero decir
el poder de reducir un temperamento original a las leyes generales
del arte, al genio permanente de la lengua. Ese poder le hace falta,
ciertamente, a muchos, pero otros, bastante dotados para adquirirlo,
parecen no pretenderlo sistemáticamente. La doble oscuridad
que resulta de sus obras, oscuridad de las ideas y de las imágenes,
por una parte, oscuridad gramatical por la otra, ¿es justificable
en literatura? Voy a tratar de examinarlo aquí.
Los poetas jóvenes (en verso o en prosa) tendrían
un argumento preliminar para eludir mi pregunta. «Nuestra
oscuridad, podrían decirnos, es esa misma oscuridad que se
le reprochaba a Hugo, que se le reprochaba a Racine. En el idioma
todo lo que es nuevo resulta oscuro. ¿Y cómo no había
de ser nuevo el idioma, cuando el pensamiento, cuando el sentimiento
no son ya los mismos? Para permanecer viva, la lengua debe cambiar
con el pensamiento, prestarse a sus necesidades nuevas, como las
patas que adquieren membranas en los pájaros que han de volar
sobre el agua. Gran escándalo para aquellos que sólo
habían visto andar o volar hasta entonces a los pájaros;
pero, cumplida la evolución, uno se sonríe de que
haya chocado. Un día, el asombro que os causamos, asombrará,
como asombran actualmente las injurias con que el clasicismo claudicante
saludó los comienzos del romanticismo.»
Eso es lo que nos dirían los jóvenes poetas. Pero,
habiéndolos felicitado ante todo por esas palabras inge-
niosas, les diríamos: Sin querer aludir, sin duda, a las
escuelas «preciosistas», habéis jugado con la
palabra «oscuridad», haciendo remontar tan arriba la
nobleza de la vuestra. Es por el contrario, muy reciente en la historia
de las letras. Otra cosa son las primeras tragedias de Racine y
las primeras odas de Víctor Hugo. Y el sentimiento de la
misma constancia, de la misma necesidad de las leyes del universo
y el pensamiento, que me prohibe pensar, a la manera de los niños,
que el mundo cambiará a la medida de mis deseos, me impide
creer que las condiciones del arte, súbitamente modificadas,
las obras maestras serán ahora lo que nunca fueron en el
transcurso de los siglos: aproximadamente incomprensibles.
Pero los jóvenes poetas podrían contestar: «Os
asombráis de que el maestro se vea obligado a explicar sus
ideas a sus discípulos. Pero ¿no es acaso lo que sucedió
siempre en la historia de la Filosofía, en que los Kant,
los Spinoza, los Hegel, tan oscuros como profundos, no se dejan
penetrar sin muy grandes dificultades? Os habréis equivocado
acerca del carácter de nuestros poemas: no son fantasías,
son sistemas.»
El novelista, rellenando de filosofía una novela que será
valiosa a los ojos del filósofo tanto como del literato,
no comete un error más peligroso que el que acabo de atribuir
a los jóvenes poetas y que no sólo han puesto en práctica,
sino erigido en teoría.
Olvidan, como ese novelista, que si el literato y el poeta pueden
llegar, en efecto, a tal profundidad en la realidad de las cosas
como el mismo metafísico, es por otro camino y que la ayuda
del razonamiento, lejos de fortificarla, paraliza el único
impulso que puede llevarlas al corazón del mundo. No es por
un método filosófico, es por una suerte de potencia
instintiva que Macbeth es, a su manera, una filosofía. El
fondo de una obra semejante, como el mismo fondo de la vida de la
que es imagen, aun para el espíritu que la ilumina cada vez
más, sigue oscuro sin duda.
Pero es una oscuridad de un género muy distinto, fecundo
para profundizar y en la que se desdeña hacer imposible la
acción por la oscuridad de la lengua y del estilo.
Al no dirigirse a nuestras facultades lógicas, el poeta no
puede beneficiarse con el derecho que tiene todo filósofo
profundo de parecer oscuro ante todo. ¿Se dirige a él,
al contrario? Sin llegar a hacer metafísica, que requiere
una lengua mucho más rigurosa y definida, deja de hacer poesía.
Ya que se nos dice que no se puede separar la idea del lenguaje,
aprovecharemos para hacer notar aquí que si la filosofía,
en que los términos tienen un valor más o menos científico,
debe hablar un lenguaje especial, la poesía no puede hacerlo.
Las palabras no son puros signos para el poeta. Los simbolistas
serán sin duda los primeros en concedernos que lo que guarda
cada palabra, en su apariencia o en su armonía, del encanto
de su origen o de la grandeza de su pasado, tiene sobre nuestra
imaginación y sobre nuestra sensibilidad una potencia evocativa
por lo menos tan grande como su potencia de estricta significación.
Son esas afinidades antiguas y misteriosas entre nuestro idioma
materno y nuestra sensibilidad, que, en lugar de un lenguaje convencional
como son los idiomas extranjeros, hacen de él una especie
de música latente que el poeta puede producir en nosotros
con una dulzura incomparable. Rejuvenece una palabra, tomándola
en una acepción antigua, oscila entre dos imágenes
disjuntas de las armonías olvidadas, en todo momento nos
hace respirar con deleite el perfume de la tierra natal. Ahí
reside para nosotros el encanto natal del habla de Francia —lo
que parece significar en el día el habla de Anatole France,
puesto que es uno de los pocos que aún quieren o saben utilizarla.
El poeta renuncia a ese poder irresistible de despertar tantas bellas
durmientes dentro de nosotros, si habla un idioma que no conocemos,
en que unos adjetivos, si no incomprensibles, por lo menos demasiado
recientes para no permanecer mudos para nosotros, suceden a unos
adverbios intraducibles, a unas proposiciones que parecen traducidas.
Con ayuda de vuestras glosas, llegaré tal vez a comprender
vuestro poema, como un teorema o como un jeroglífico. Pero
la poesía exige algo más de misterio y la impresión
poética, que es totalmente instintiva y espontánea,
no se producirá.
Pasaré casi en silencio el tercer motivo que podrían
alegar los poetas, quiero decir el interés de las ideas o
de las sensaciones oscuras, más difíciles de expresar,
pero también más raras que las sensaciones claras
y corrientes.
Sea lo que resulte de esta teoría, es demasiado evidente
que si las sensaciones oscuras son más interesantes para
el poeta, es a condición de iluminarlas. Si recorre la noche,
que sea, como en el Angel de las tinieblas, llevando una luz.
Llego por fin al argumento más a menudo invocado por los
poetas oscuros en favor de su oscuridad, a saber, el deseo de proteger
sus obras contra los ataques del vulgo. Aquí lo vulgar no
me parece residir donde se supone. Aquel que se hace de un poema
un concepto tan candorosamente material para creer que puede ser
alcanzado de otro modo que por el pensamiento y el sentimiento (y
si el vulgo pudiera alcanzarlo en esa forma, no sería vulgo)
tiene de la poesía la idea infantil y grosera que precisamente
puede reprochársele al vulgo. Esta precaución contra
los ataques del vulgo es por lo tanto inútil para las obras.
Toda mirada hacia atrás en dirección al vulgo, ya
sea para halagarlo con una expresión fácil, ya sea
para desconcertarlo con una expresión oscura, le ha hecho
errar para siempre el blanco al divino arquero. Su obra conservará
implacablemente el rastro de su deseo de gustar o disgustar a la
muchedumbre, deseos igualmente mediocres, que encantarán,
lamentablemente, a lectores de segundo orden…
Que me sea permitido decir además, del simbolismo, del que
en resumen se trata aquí especialmente, que al pretender
descuidar «los accidentes de tiempo y espacio» para
mostrarnos sólo verdades eternas, desconoce otra ley de la
vida, que es la de realizar lo universal o eterno, pero solamente
en los individuos. En las obras como en la vida, los hombres por
generosos que sean, deben ser fuertemente individuales (Cf. La Guerra
y la Paz, El molino sobre el Floss) y puede decirse de ellos, como
de cada uno de nosotros, que cuanto más ellos mismos, más
ampliamente realizan el alma universal.
Las obras puramente simbólicas corren, pues, el riesgo de
carecer de vida y por ende de profundidad. Si, además, en
lugar de conmover al espíritu, sus «princesas»
y sus «caballeros» ofrecen un sentido impreciso y difícil
a su perspicacia, los poemas que deberían ser unos símbolos
vivientes, ya no son sino frías alegorías.
Que los poetas se inspiren más en la naturaleza, en donde
si el fondo de todo es uno y oscuro, la forma de todo es clara e
individual. Con el secreto de la vida les enseñará
ella el desdén de la oscuridad. ¿Acaso la natu- raleza
nos oculta el sol o los millares de estrellas que brillan sin velos,
deslumbrantes e indescifrables a los ojos de casi todos? ¿Acaso
la naturaleza no nos hace tocar, ásperamente y al desnudo,
la potencia del mar o del viento del oeste? A cada hombre le permite
expresar claramente durante su tránsito por la tierra, los
misterios más profundos de la vida y de la muerte. ¿Quedan
por ello penetrados por lo vulgar, a pesar del vigoroso y expresivo
lenguaje de los deseos y de los músculos, del sufrimiento,
de la carne podrida o florecida? Y debería mencionar especialmente,
porque es la verdadera hora de arte de la naturaleza, el claro de
luna, en que para los iniciados solamente, aunque luzca tan dulcemente
para todos, la naturaleza, sin un solo neologismo desde tantos siglos,
hace luz con la oscuridad y toca la flauta con el silencio.
Tales son las observaciones que he creído útil exponer
con respecto a la poesía y a la prosa contemporáneas.
Su severidad hacia la juventud que uno querría, cuanto más
la quiere, verla proceder mejor, las hubiera hecho más adecuadas
en la boca de un anciano. Que se disculpe su franqueza, más
meritoria quizás en boca de un joven.
Traducción de Marcelo Menasché
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