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Introducción
¿Puedo
llamar novela a este libro? Es quizá menos y mucho más,
la esencia misma de mi vida recogida sin poner en ella nada ajeno,
en esas horas desperdigadas en que transcurre. Este libro no ha
sido nunca hecho, ha sido cosechado.
Había
ido con un amigo mío a pasar el mes de septiembre en Kerengrimen,
que entonces (en 1895) no era más que una granja lejos de
todo pueblo, en los manzanares, a orillas de la bahía de
Concarneau. Muchos parisienses y muchos ingleses iban a pasar allí
el verano, exactamente igual que en un hotel. Pero el dueño,
el tío Buzaret, le había dejado el nombre de granja
y también las apariencias, siguiendo los consejos de pintores
que habían descubierto el lugar, que volvían todos
los años, se quedaban allí hasta ya muy vencida la
estación, le dejaban cuadros cuando no podían pagarle,
habían intimado con él más que los otros clientes
y se propusieron enriquecerle haciéndole hombre de buen gusto.
Mientras no llegaba el mal tiempo —entonces se comía
en un comedor con un buen fuego—, se hacían al aire
libre, en mesas de casa de labranza, frente al mar, unas comidas
dignas de ser servidas entre las columnas de mármol de los
grandes hoteles suizos. Pues a veces nos encontramos, muy asombrados,
con abstracciones realizadas: ver a la prostituta sentimental que,
por desconfianza de la literatura, imaginábamos peor, exactamente
como la literatura la pintaba, y lo mismo con el jardinero que ama
sus flores y habla de ellas de una manera esmaltada de imágenes,
y el rural que siente el encanto de su granja y no la estropearía
con embellecimientos de mal gusto. A un pintor le sorprende encontrar
de pronto su mismo tipo de inteligencia en un labriego, en un marinero,
de la misma manera que, en una carta en la que nuestra lavandera
nos comunica la muerte de su hijo, vemos una delicadeza digna de
nuestro corazón y de la que carecen muchas personas de nuestro
mundo. Un lenguaje de hoy reconocido en un canto de la Iliada y
la similitud de una crisis de la historia de Egipto con los acontecimientos
actuales acaban de demostrarnos que una sustancia que constituye
el fondo de la humanidad, a veces invisible y como interrumpida,
no muere, sin embargo, y la encontramos donde menos lo esperábamos.
Charlando
una tarde con el dueño, me enteré de que una de las
personas que se sentaban no lejos de nosotros, en una de las mesas
grandes, y en la que, tengo que confesarlo para mi vergüenza,
no había reparado nunca, era C., el escritor que, entre los
vivos, poníamos entonces mis amigos y yo por encima de todos
los demás. Mi amigo había ido de pesca. Yo esperaba
impaciente su regreso para darle aquella gran noticia. Por fin,
volvió y vio en seguida, ante mi alegría, que acababa
de hacer un gran descubrimiento. Ya no faltaba mucho para la cena.
Hicimos varios borradores de cartas y los fuimos quemando, hasta
que, ya al filo de la hora de cenar, hubimos de conformarnos con
el último, que entonces nos pareció el peor y nos
hizo arrepentirnos de haber quemado los demás. Quizá
lo habríamos hecho mejor al día siguiente, pero no
podíamos esperar, no podíamos soportar que C. siguiera
una hora más en la ignorancia, aunque en ella parecía
haber vivido tan a gusto hasta entonces, de la proximidad en que
se hallaba de dos admiradores tan fervientes. Como nuestros nombres,
que eran entonces y siguen siendo muy desconocidos, no decían
gran cosa, por no parecer demasiado intrigantes y por valorar más
nuestra admiración, aludimos de refilón a una duquesa
con la que nos tratábamos mucho y que nos había dicho
que le conocía muy bien. Nos pareció que podíamos
decir sin mentir que era allí donde le habíamos visto
la primera vez. Mi amigo llevó la carta a la sirvienta, que
prometió entregársela cuando volviera.
Mientras él hacía esta diligencia, a mí me
palpitaba ya el corazón. Naturalmente, nuestro nerviosismo
fue mayor aún cuando nos dirigimos a la mesa, y hasta que
nos dimos cuenta de que el escritor no estaba aún allí.
Cada vez que se abría la puerta, nos preparábamos
igualmente a un abrazo como a un cartel de desafío.
Entonces se nos aparecían todas las faltas de nuestra carta.
Por fin entró nuestro hombre: parecía muy contento,
lleno de barro, y se sentó alegremente entre dos damas inglesas
con las que parecía en muy buenas relaciones. De pronto,
la sirvienta le trajo la carta; desde este momento estuvimos con
la nariz metida en el plato, temblando cada vez que oíamos
que alguien se levantaba. Por fin salió con las damas inglesas.
Entonces quedamos convencidos de que recibía a todas horas
cartas como la nuestra y no les prestaba la menor atención.
Nos vimos pequeñísimos. Hasta tal punto ignora nuestro
amor propio lo mismo la certidumbre de esa pequeñez que cualquiera
de nuestras facultades. ¿Quién no ha hecho de sí
mismo un juicio favorable cuando obtiene un premio en un concurso,
quién no se desprecia el día que fracasa en el bachillerato?
Y, sin embargo, en nuestra carta había frases buenas.
Volvió C. Nos disponíamos a levantarnos: no, venía
a coger un cigarro. Mas por el movimiento giratorio que hizo después,
comprendimos que venía hacia nosotros. No nos consultamos,
nos levantamos y nos dirigimos a su encuentro. No le dijimos nada
de lo que queríamos decirle, pero sí varias cosas
que después nos parecieron estúpidas. No nos habló
de la duquesa. Últimamente nos enteramos de que la duquesa
le había confundido con otro y de que él no había
estado nunca en casa de la duquesa. De suerte que no hubiéramos
podido encontrar nada que le inspirase tanta desconfianza hacia
nosotros. Sin embargo, no nos la manifestó y seguramente
no sintió ninguna, hasta tal punto las cosas a las que damos
importancia tienen, en realidad, muy poca. Le preguntamos sobre
todo lo que entonces nos interesaba más, especialmente sobre
la región en que nos encontrábamos. Como nos dijo
que a él le gustaba, nos inspiró el deseo de encontrarlo
bello. Le arrancamos nombres de lugares, que se transformaron en
metas de excursiones, casi de peregrinaciones. Cuando él
decía que algo le parecía encantador, algún
epíteto más preciso, al darnos la razón de
un gusto tan prestigioso a nuestros ojos, daba algo más definido
a las simpatías por mil cosas que despertaba en nosotros
con una palabra sincera. Como lo hacen los jóvenes en presencia
de un maestro al que admiran, le preguntábamos sobre todas
las cosas de que él no hablaba en sus libros. Cuando se fueron
dispersando los otros habitantes del hotel, le vimos más
a menudo, y al marcharse, a su vez, las dos damas inglesas, a las
que acompañó hasta Quimper, nos tocó comer
a su lado, pero rara vez con él, pues llegaba siempre muy
tarde, cuando todo el mundo había terminado de comer.
A fuerza de preguntarle, y de preguntar a los demás sobre
él, habíamos acabado por saber cuándo trabajaba.
Paseaba mucho tiempo por los acantilados, siempre subiendo, seguramente
exaltándose cada vez más en sus pensamientos, pues
desde abajo le veíamos caminar cada vez más deprisa,
correr, sacudir la cabeza, hasta que llegaba a la casita de un torrero,
situada en un lugar por el que no pasaba nunca nadie. Y allí,
en aquel paraje verdaderamente sublime, seguía con los ojos
las nubes, escrutaba el vuelo de los pájaros que pasaban
sobre el mar, escuchando el viento, mirando al cielo, a la manera
de los antiguos augures, no como un presagio del futuro, sino más
bien, según yo lo entendí, como una rememoración
del pasado: pues unas gotas de agua que empezaban a caer, un rayo
de sol que reaparecía, bastaban para recordarle otoños
lluviosos, veranos soleados, épocas enteras de su vida, horas
oscuras de su alma que entonces se iluminaban, hasta embriagarle
de recuerdo y de poesía. Cuántas veces, escondidos
mi amigo y yo, le divisamos. Parecía mirar enfrente algo
que no comprendía bien. Y, con una serie de movimientos enérgicos
y delicados, sobre todo de las manos, que se cerraban fuertemente
cuando levantaba la cabeza, todo su cuerpo parecía imitar
el esfuerzo de su pensamiento. Después, de pronto, parecía
gozoso, dispuesto a escribir. Entonces entraba en la casita del
torrero, donde se había refugiado un día de lluvia,
y adonde, desde entonces, volvió todos los días. Al
marcharse entregaba a aquel hombre una pequeña cantidad,
tan importante para aquel lugar que los primeros días no
se atrevía a aceptarlo, y que nos confirmó en la idea
de que C. era de una generosidad que, a mi parecer, procedía,
tanto como de su deseo de complacer, de su ignorancia de las cosas
de dinero, de la necesidad de que los que vivían a su lado
tuviesen buena opinión de él. Solía pasar mucho
tiempo escribiendo. El torrero y su mujer se iban a la otra habitación
para no hacer ningún ruido. A veces, cuando el escritor se
marchaba y el hombre se había ido al mar, la mujer corría
por los caminos para acurriar las ocas que, espantadas por los ladridos
del perro, se habían ido hasta el mar, donde a veces se ahogaba
una, pues nadaban muy mal. Una vez, mi amigo y yo, espiando desde
una roca el trabajo de C., le vimos entretenerse, después
de asegurarse de que el torrero y su mujer no podían verle,
en echar las ocas hasta el mar. Cuando la mujer volvió y
no encontró sus ocas, empezó a gritar. C. hizo como
si sólo entonces se diera cuenta de que no estaban delante
de la casa. Pero debía de reírse interiormente, lo
que demuestra que no era tan bueno como aquella gente le creía.
La mujer se disgustó mucho por la huida de sus gansos, pues
no pudo recuperarlos a todos. Aquel día estaba el mar bastante
nervioso: dos ocas se ahogaron y a otra la estrelló una ola
contra una roca.
Por otra parte, un matrimonio que estaba entonces en Kerengrimen,
y que era la segunda vez que allí iba, nos habló muy
mal del carácter de C. Le habían conocido el año
anterior, habían comido siempre con él y habían
tenido ocasión de hacerle importantes favores. Cuando volvió
a París, ni siquiera fue a verlos, ni contestó a dos
invitaciones que, a pesar de esto, le hicieron. Nos dijeron también
que se acostaba con la criada de la hostería. Debo decir
que, en cuanto a cartas de amistad, me dijo un día que no
las escribía nunca. Para él eran como una especie
de pararrayos que sacan del entendimiento toda su electricidad y
no permiten que se acumule hasta esas verdaderas tormentas interiores
donde puede brotar, y sólo en ellas, el verdadero relámpago
del genio, donde la palabra humana adquiere un poder que la hace
retumbar lejos como el trueno.
En
el tiempo que la princesa de X. pasó en su castillo de Kercaradec,
que no está lejos de Kerengrimen, con numerosa y brillante
compañía, vimos un nuevo C. Muy elegantemente vestido,
iba al castillo y a veces no volvía en varios días,
y nunca con el aire contento como cuando volvía de casa del
torrero. Tanto que un día en que salió para el castillo
me aventuré a decirle: «Monsieur, sería mejor
que fuera al faro, pues sabe que volverá más contento
del faro y que al menos habrá escrito algo bueno».
C. frunció el entrecejo como alguien a quien le ponen el
dedo en la llaga, pero no por eso dejó de ir al castillo,
y durante unos días estuvo más reservado. Después
la princesa se fue de Kercaradec. C. pasaba los días como
voy a decir.
Por la mañana, cuando no había estado toda la noche
en el mar, salía con un grumete a su exclusivo servicio y
se iban a pescar. Como era muy fuerte, le gustaba el tiempo tormentoso
más que ningún otro, y muchas veces se desnudaba,
se tiraba del barco y le seguía a nado durante horas. Por
la noche solía mandar a la sirvienta a despertar al grumete,
que estaba ya durmiendo en su cama y le hacía levantarse
para preparar la barca, cosa que a algunos les parecía muy
dura. Es que le había gustado el tiempo, bien porque hubiera
luna o bien al contrario, porque había mal tiempo. Frecuentemente
se pasaba toda la noche en el mar. Y en el mar dormía mejor
que en tierra, donde tenía el sueño tan ligero que
había dado a todos los criados de la granja zapatillas muy
gruesas para que no le despertaran al andar. Ya he dicho cómo
pasaba el tiempo por la tarde, trabajando en casa del torrero, hombre
seguramente muy tranquilo, pues los dos anteriores se habían
vuelto locos, porque en el invierno, cuando había tempestad,
el mar saltaba sobre el faro con sus olas furiosas, haciendo tal
ruido que, según parece, la razón apenas puede resistirlo.
Anochecía. C. casi no veía las letras que trazaba,
pero, llevado por la necesidad de seguir con la pluma la velocidad,
muy grande entonces, de su pensamiento, seguía escribiendo.
El hombre del faro, sin hacer ruido, entraba a encender una mala
lámpara. Y como C. no podía escribir mientras el torrero
estuviera allí, y para darle a entender, parándose,
que no debía permanecer mucho tiempo, posaba la pluma y dejaba
caer sobre él su mirada feliz que, por otra parte, parecía
sorprendida de contemplar en aquel momento la cara roja y tranquila
del torrero.
Cuando llegaba un navegante a ver al guarda del semáforo
y saludaba con un saludo llano que hacía levantar la cabeza
a C., y se llevaba la mano a la gorra, el torrero se levantaba y
le llevaba a otra estancia, donde se ponían a fumar sin hablarse,
cruzando de vez en cuando unas palabras en voz baja, y así
pasaban horas. Por lo demás, lo mismo ocurría en la
hostería, donde el hostelero entraba a veces en su cuarto
y lo cerraba sin ruido. A veces, mientras se vestía, la muchacha,
que en aquel momento estaba arreglando la habitación, mientras
hablaba con él observaba de pronto que contestaba distraídamente,
se ponía a pasear de extremo a extremo, todavía con
la esponja o las botas en la mano, pero seguramente pensando en
otra cosa y habiendo olvidado lo que quería hacer, pues se
paseaba así, con la esponja o con las botas, sin servirse
de ellas. Entonces la sirvienta dejaba de hablar, seguía
arreglando lo que estaba inmediatamente bajo su mano y desaparecía
en silencio. A veces ni siquiera la oía salir, otras le dirigía
sin hablar, como por miedo a que se echara a volar algo, una sonrisa
de agradecimiento. Otras veces, por el contrario, cuando la muchacha
entraba, él acababa de trabajar, o de leer, o de despertarse.
C. hablaba a la sirvienta más de lo que era necesario para
lo que necesitaba, preguntándole con simpatía si había
dormido bien, y con respeto si le había gustado el sermón
que había oído en la iglesia, pidiéndole noticias
del litigio del panadero, de la salud de la vaca, de la pesca de
la víspera, extendiendo con gusto su vida a la vida de todas
aquellas vidas situadas junto a la suya. Estos días la muchacha
se daba muy bien cuenta de que el señor quería hablar,
se quedaba con él, que muchas veces estaba bajo las mantas
sorbiendo mientras tanto su café con leche y partiendo un
croissant a la vez que hablaba, hasta que, de pronto, la sirvienta
se acordaba del guiso que se iba a quemar, de que se le había
olvidado ordeñar la vaca. Y era un gran placer para C. que
la muchacha se quedara aquellos días, pues me imagino que
las mañanas en que el sol, librándose sonriendo de
las nieblas matinales, dirige a la naturaleza su largo y afectuoso
saludo, es para él un placer acariciar a la mar, desierta
todavía, calentar la playa, jugar entre las ramas agitadas
por la brisa de la madrugada y posar ligeramente su mirada de simpatía
en el marinero que salió al alba en su barca hasta embriagarle
de calor, de bienestar, de alegría, hasta sacarle de la frente
una gota de sudor, y antes de llegar a esto, ver cómo responde
a su cordialidad la serenidad del cielo que recibe, todo él,
su luz, y cómo las pequeñas nubes no se oponen a su
humor comunicativo, no toman un aire preocupado y no caminan con
gesto sombrío por el horizonte, como si las reclamaran asuntos
más serios, o cómo otras no llamadas no vienen a tomar
al asalto el cielo como para emplearlo en otras cosas y obligar
al sol a guardar su luz para él, pero permaneciendo en mitad
del cielo, bogando acaso, pero tan despacio que, de la misma manera
que las marsopas, cuando emergen de las olas en tiempo tranquilo,
parecen más bien flotar y como si hubieran de permanecer
allí indefinidamente. De suerte que lo único que el
poeta puede pedir a los demás cuando quiere y mientras lo
quiere, que se marchen y se callen, y otras veces que hagan eco
a su contento y correspondan a su simpatía, y lo que los
poetas han buscado hasta ahora inútilmente en la protección
de los reyes, en la adoración del mundo, en la compañía
de los otros poetas, en el cariño de la familia, C. lo había
encontrado muy fácilmente en aquella pequeña hostería
de Bretaña. No encuentra su oriente la perla en los palacios
donde sirve de ornamento, lo encuentra bajo un polípero embrionario,
a centenares de leguas en el fondo de los mares. Por mi parte, sentía
el mismo placer cuando veía al pescador, en la simplicidad
de su respeto y en la seguridad de su instinto, retirarse de puntillas
o quedarse, cuando era necesario, hablando con C., y ayudar así
inconscientemente a la eclosión tan delicada de una obra
que él ignoraría siempre.
Cuando C. se marchaba, decía adiós al torrero y a
su mujer, que estaban cenando en la estancia donde sólo había
una gran brújula sujeta al suelo por un pie de madera y un
pequeño hornillo encendido junto al cual comían en
una mesita. El resplandor del hornillo y de una vela no alumbraba
toda la estancia, pero la claridad que concentraba sobre la pared
era sedante y tan llena de la calma de la vida cuyas escenas más
tranquilas alumbraba cada noche, a la hora en que han terminado
los trabajos, que C., ya bajando el acantilado en el viento de la
noche, se volvía varias veces para mirar a los dos guardas
que estaban cenando, y cuando se encontraba ya demasiado lejos para
verlos, para mirar la pequeña luz a cuyo color parecían
haber pasado la calma de aquellas ocupaciones, la sencillez de aquellos
corazones, la comodidad de aquel reducto, la dulzura de aquella
vida. Volvía, y, notando que llegaba retrasado, y con frío
además, caminaba deprisa y llegaba a cenar cuando mi amigo
y yo solíamos ser los únicos que le esperábamos,
al menos desde que las dos damas inglesas se marcharon. Parecía
contento de lo que había hecho, comía deprisa, fijando
ante él en el vacío unas miradas llenas de pensamientos,
y muchas veces permanecía varios minutos sin decir palabra.
De vez en cuando se quitaba los lentes, se enjugaba la frente, se
echaba hacia atrás con la mano el pelo rojizo y que ya griseaba,
peinado en cepillo, y se reía sin decir por qué. A
su lado, debajo de un plato que los sujetaba, estaban unos papeles
que nosotros suponíamos que eran los que había escrito
en el día. Como la estación mala echara sucesivamente
a todos los demás habitantes del hotel, nos quedamos solos
con él y le preguntamos si querría, después
de leernos todo lo suyo que no conocíamos, ofrecernos cada
noche la lectura de lo que había escrito por la tarde. Después
de unas palabras de confusión sobre la lata que nos infligiría,
nos lo prometió, y después de leernos una tarde todo
el comienzo de la novela que estaba escribiendo, todas las noches,
cumpliendo lo convenido, terminada la cena, cogía los papeles
que estaban a su lado, debajo de un plato, y se ponía a leérnoslos,
pero previas tantas precauciones oratorias y entreverando la lectura
con tantas autocríticas destinadas a impedir las del auditor,
a la manera de la gente de letras, que muchas veces nos veíamos
obligados a interrumpirle y hacerle volver a empezar.
A
veces nos parecía que en la novela de C. figuraban algunas
palabras del hostelero, alguna salida de la sirvienta. Pero nunca
encontramos en él la menor huella del sentimiento que tantos
escritores, cuando su ilustre personalidad condesciende a pintar
personas de poco más o menos, no pueden menos de expresar
exclamando: Al buen marinero que en este momento prepara en silencio
la sopa de la noche le sorprendería mucho saber que estamos
hablando de él, que su figura tan desconocida, su vida tan
oscura están durante unos momentos en la primera página
de este periódico, que ocupan la atención del ministro,
del riquísimo banquero, de la mujer de moda. Nunca le dijo
al hostelero: «Está usted aquí», mostrándole
aquellas páginas, y cuando Felicidad le decía: «Ya
que escribe usted sobre tantas cosas, ¿por qué no
escribe nunca sobre Felicidad, sobre su corbata, que Felicidad tiene
que ponerle para que no salga en camisa? Seguro que más de
una vez eso haría reír a la gente más que muchas
cosas que se escriben», C. se limitaba a sonreír y
a decirle: «Sí, claro, de seguro». Y es que,
en realidad, no podía decir a nadie, a nada, desde la princesa
hasta Felicidad, desde sus insomnios hasta la playa: «Sois
mi libro». Pues de sobra sabía que no tenían
la menor intervención en la iluminación que él
había recibido muchas veces en su presencia.
Apenas si, en un momento, en la mesita de la cocina del hostelero
a la que a veces iba a sentarse, le habían encontrado un
aire distraído, y tan bueno. Por no molestarle, el hostelero,
el pescador habían dejado de hablar y bebían en silencio
mientras la pequeña seguía en el suelo jugando con
el perro y Felicidad llegaba con las fuentes, como en el cuadro
de Rembrandt que representa los peregrinos de Emaús. En este
momento habían cambiado el agua sin que ellos intervinieran
para nada.
A decir verdad, en estos momentos de profunda iluminación,
cuando el espíritu desciende al fondo de todas las cosas
y las ilumina como el sol desciende al mar; cuando el movimiento
de la pequeña que, esperando que su compañero esté
dispuesto, balancea indolente la raqueta con su brazo desnudo; cuando
las quejas de las innumerables hojas de la lila que gimen suavemente
sostenidas por un tronco lánguido; cuando el ligero alzarse
de las cejas del hombre que espera en el café su vaso, queriendo
demostrar su desdén por la compañía y marcando
lo mucho que se cuida de su opinión, como esos trujamanes
de comedia a quienes se encomiendan las más halagüeñas
palabras y que repiten despropósitos ridículos, son
seguidos con igual encanto por la mirada, para la que, entonces,
una sombra un poco iluminada, una curva que se acentúa, no
son ya unos signos jeroglíficos más, sino caracteres
que hablan expresando la verdad más grata y que bastan ellos
solos para darle sin fatiga esa embriaguez que los demás
hombres buscan en los venenos sólo para expiarla en el sufrimiento,
una embriaguez que no es ya la embriaguez estéril, que sólo
sirve para ver durante una hora las mismas cosas de una manera agradable,
sino que hace ver otra cosa que perdura una vez disipada la imagen;
el poeta agradece ciertamente todas esas cosas que entonces le han
prestado su apoyo y su encanto, como la pobre recién parida
agradece al médico que tan bien la ha asistido y guarda un
buen recuerdo del pescado cuyo frescor fue tan grato a su boca seca
y de las golondrinas que le gustaba ver volar en círculos
frente a su ventana mientras, en su seno, se cumplía un trabajo
misterioso. Mandará una fotografía de su hijo a ese
médico que fue el primero en cuidarle, como C. mandaba al
hostelero un ejemplar de la novela que había escrito en Kerengrimen,
como copiaba de su puño y letra para la princesa de X. unos
versos que había compuesto un día paseando solo por
su parque. Quizás hasta llegaría a dar a su hijo,
en el bautismo, el nombre que recuerda esas cosas que asistieron
bondadosamente a su nacimiento; y hasta, cuando le llame Teodoro
creyendo darle el nombre de ese médico, de ese extraño
tan bueno, el verdadero sentido de la palabra dirá: regalo
de los dioses. Pero no puede hacer más, sabe que de lo que
es verdaderamente él no puede ella disponer para éste
o para el otro; que sólo en su sonrisa, en el color de sus
ojos, en su alegría, en su valor, depende de ella; que sólo
en un momento tuvo en sí la guarda de su vida, y que ahora,
a su pesar, se la da a todos los hombres, a los que reportará
el bien o el mal, eso no lo sabe, a toda la naturaleza que vendrá
a experimentar en él la dulzura de todos sus rayos, la perfidia
de todos sus miasmas, a la vida en fin, y a la muerte. Igual con
su libro: C. podía dedicarlo a un amigo, lo daba a todos
los hombres.
Pero a veces, cuando acababa de trabajar, C. se entretenía
en mostrar a Felicidad algo de ella, la descripción de su
gorro, la transcripción de algunas palabras suyas. Felicidad
no podía creerlo, podía verlo, y como ante un cuadro
para el cual hubiera posado, decía reconociéndose:
«Pues sí que es eso. ¡Y mi gorro! Qué
dirán al verlo, querrán conocer a esa Felicidad de
la que usted habla tanto, a la que muchas veces ha hecho rabiar,
hay que decirlo. —Yo la quiero bien, Felicidad», decía
C. levantándose y posando el manuscrito. Por su parte había
hecho lo que había podido; era el momento de dar gracias
a los dioses y a los hombres. Entonces bajaba, bebía con
el hostelero, con el pescador, paseaba, se entretenía en
tirar a los gorriones, en reírse con Felicidad mientras llegaba
la hora del almuerzo. De suerte que a Felicidad y a aquel hombre
tan pensativo les gustaba sobre todo contar que era tan amigo como
cualquier otro de bromear, que era buena persona, como se dice con
gusto de un santo sacerdote que no desdeña la buena mesa
y conoce los buenos vinos. Ya sea que estas curiosas inteligencias,
estos nobles caracteres, rehabiliten para nosotros nuestros más
humildes goces entregándose a ellos y les den para nosotros
mismos como un encanto nuevo, un bautismo de inocencia, o bien que
mientras sólo conocemos el alma, por noble, por elevada que
sea, mientras no conocemos la materia, no sabemos bien a qué
especie pertenece, si a la nuestra, si es una especie viva y sin
embargo admiramos su elevación, la nobleza, la verdad es
que sólo sentimos verdadero placer ante la perfecta semejanza
de la vida.
Aquella
tarde, cuando volvimos para la cena, encontramos en el jardín
a C., que estaba corrigiendo el cuaderno de francés de la
hija del hostelero.
—Esta noche no tendré nada que leerles —dijo—,
hacía tan buen tiempo que he estado todo el día en
el mar y no he trabajado. Pero miren qué mal enseñan
el francés a esta pequeña. Miren lo que aprende de
memoria: Un buen padre viejo tiene doce hijos, estos doce hijos
tienen más de trescientos, estos trescientos tienen más
de mil, éstos son blancos, aquéllos son negros. Cuatro
fuentes llanas en cuatro fuentes hondas, cuatro fuentes hondas en
cuatro fuentes llanas. Y les dan a leer Le bourgeois gentilhomme:
la niña no entiende, pero le dicen que de todos modos tiene
que seguir. Me ha señalado por dónde iba. Va por las
coplas turcas, muftí, cadir, berir, y la niña lo lee
atentamente creyendo que aprende palabras francesas.
Pero la pequeña, que tenía mucha más confianza
en la ciencia de la dueña de su pensión que en la
de C., no parecía muy contenta con aquel entrometimiento
en sus trabajos y le dijo en bretón:
—Más vale que se ponga a escribir lo que tiene que
escribir —y echando a correr por el jardín moviendo
el cuerpo y los brazos de derecha a izquierda, movimiento que seguían
fielmente las cintas rosas que llevaba en el pelo, se llevó
su lista de palabras francesas y se puso a recitar en voz baja—:
«le avril, la biquette, la dure, la erreur, le messager, le
monsieur, le toc-toc, le trisaïeul, le tuf, la vermine, le
vilain, le vis-à-vis, le volé, le zèle, le
zouave…»1 De vez en cuando se interrumpía, nos
miraba; quería enviarnos la sonrisa pacífica de la
costumbre, muy contenta de que no la perturbaran antes de volver
a empezar a recitar: «le avril, la biquette», con el
ardor y la serenidad de la fe.
Subimos
un momento a nuestra habitación y cuando bajamos, C. estaba
hablando con mucha vivacidad en bretón con el hostelero y
con el pescador. Explicaba que había tenido una disputa con
el nuevo peluquero, que le parecía demasiado caro. Hablaba
muy volublemente, y se veía que bromear en bretón
le producía el placer de un niño que empieza a saber
nadar lo bastante bien para hacer algunos movimientos graciosos
como los verdaderos nadadores. Parecía insistir sobre todo
en que había sido muy duro con el peluquero y en que no quería
de ninguna manera pagar tan caro, como si quisiera valorar más
ante el pescador y el hostelero la gran bondad, la suma generosidad
que tenía con ellos. Y concluyó esta conversación
mandando descorchar una botella de vino y yendo a beberla con ellos.
En este momento bajamos nosotros. Traidoramente, bajamos también,
mi amigo Le curé de village de Balzac, yo La Chartreuse de
Parme de Stendhal, pues como estábamos leyendo estos libros
con la pasión que suscita una obra nueva y bella, sobre todo
cuando no se ha terminado, no pensábamos más que en
esto y estábamos impacientes por saber la opinión
de C. sobre tales libros. Por eso, aunque no teníamos tiempo
de leer antes de la cena, los bajamos con nosotros, pensando que
nos preguntaría qué era aquello que traíamos.
Pero queríamos preguntarle nosotros primero si había
visto la puesta del sol aquella tarde, que nos había entusiasmado
hasta hacernos olvidar, a mi amigo Le curé de village, a
mí La Chartreuse de Parme, y esperábamos que quizá
nos dijera su impresión con unas palabras que aclararan la
nuestra y nos darían mayor certidumbre. Pero nos dijo que
no la había visto, que ya había vuelto a casa.
—También nosotros habíamos vuelto —dije
yo tímidamente—, pero vimos en el cielo unos colores
tan bellos que no pudimos menos de ir a ver lo que prometían
sobre el mar. ¡El color es cosa tan bella!
Me daba cuenta a mi pesar de que hablaba como él, como si
quisiera intentar, iniciando a medias una tonada, animarle y pedírsela
entera.
—Las puestas del sol más hermosas que yo he visto ha
sido en Douarnenez —nos dijo.
Mi amigo y yo decidimos en seguida interiormente ir a Douarnenez.
—¿Se puede ir fácilmente desde aquí?
—le preguntamos.
—Se lo voy a decir —contestó, y se fue a su cuarto
a buscar las horas de barco y de tren.
Nos desconcertó que se tomara por nosotros un trabajo que
habría podido tomarse cualquier otra persona, y nos decepcionó
que nos dijera una cosa que habría podido decirnos todo el
mundo. Es la decepción de un neurópata que quisiera
arrancar al médico alguna palabra profunda sobre su mal,
y el médico se contenta con hablar de otras cosas y dice:
«Pero tápese, por favor, se va a enfriar», o:
«Que coma bien, buen viaje». O de un snob a quien una
duquesa manda frutos de su huerta en vez de una invitación
para su baile. Esperamos charlando con el hostelero, que se preparaba
para las grandes pescas de salmón que empezaban en aquellos
días y a las que salía todas las noches. Tuvimos que
confesar que aquello era un poco duro para nosotros y que no nos
aventuraríamos a ello.
—Desde luego —dijo el hostelero— suelen ser pocos
los que vienen. Monsieur C. viene todos los años. ¡Ah!,
por nada del mundo se perdería una, habría que verle
si yo no le avisara el día que empieza. Pero él, al
cabo de diez años de vivir aquí ocho meses de doce,
es un verdadero marino.
C. bajó con nuestras horas de barco y nos las leyó.
Hicimos como que las entendíamos por darle gusto. Hablamos
de la pesca del salmón.
—¡Oh!, sí, es muy bonito —dijo—.
Pero aunque no lo fuera yo lo haría de todos modos, porque
me he acostumbrado aquí. Si fuera profesor de filosofía
en una pequeña ciudad de provincias, cosa que sería
muy propia para mí, iría todas las noches a jugar
a las cartas y a tomar cerveza al café. Ya sé que
muchos piensan que este es el peligro de la provincia y que la mente
no lo resiste. Balzac ha pintado esa vida como el último
término de la decadencia, del embotamiento a que puede llegar
una inteligencia que acaso en París resultara brillante.
Es posible, pero yo no soy de esa opinión. Al menos para
mí, y ya es difícil poder hablar de sí mismo
—dijo con el dulce tono de voz al que tanto encanto encontrábamos—,
no sé para los demás. Quizás hay mentes que
necesitan distracciones más intelectuales. Pero ¿qué,
el teatro, la sociedad? No digo que no, pero a mí, personalmente,
eso me hace daño: yo veo las cosas menos a fondo, esa manera
superficial que se tiene en sentirlas se extiende al resto de mi
tiempo, con una excitación estéril que me perturba
para trabajar. No, la verdad es que no puedo hablar mal de la vida
que llevo aquí.
Se calló, pero seguía moviendo la cabeza, mirando
con aire indeciso, como un instrumento de pedal que después
de tocar una pieza sólo vuelve al silencio prolongando cada
vez más indistintamente los últimos sonidos y, durante
un instante, sigue aún tan impregnado de la armonía
que acaba de emitir, y que creemos casi que ya no la oímos,
que si en ese momento quisiéramos sacar inmediatamente una
diferente, resultaría un disonancia.
Pasado un momento, mi amigo le mostró Le curé de village.
—¿Ha leído usted esto? —le preguntó.
—¡Ah, sí!, hace tiempo, es bueno, ¿verdad?
La novela empezaba con unos crímenes espantosos en el fondo
de la ciudad, y el alma de los personajes se iba elevando, subía
las cuestas, se paraba en el pueblo y acababa a gran altura en una
especie de campo idílico estilo Fénelon, donde los
crímenes de la heroína eran perdonados, mientras que
saneaba el país roturando tierras. Pero no recuerdo bien.
Se calló.
—¿Podría usted seguir hablándonos de
esto? —preguntó mi amigo en un tono de voz tímido
y suplicante.
—No, ya le digo que no lo recuerdo bien. No puedo hablarle
mucho de Balzac, no le conozco bien. Y ya sabe usted que a Balzac
hay que conocerle. Parece una ingenuidad que la gente a quien preguntan
qué es lo que hay que leer de Balzac diga: «Todo».
Bueno, pues es verdad, la belleza no está en un libro, está
en el conjunto. Cada novela leída por separado no es muy
buena, y sin embargo los personajes que se encuentran en todas están
verdaderamente muy bien. Es curioso, ¿verdad? No me explico
bien esto. No, las personas a quienes hay que hacer hablar de Balzac
son las que le conocen bien, no quiero decir sobre todo personas
del oficio. No, más bien toda una cierta generación,
ya me entiende, viejos prefectos, financieros un poco lectores antes
de ser financieros, cuando tenían tiempo, militares inteligentes.
Mire, el general De S. conoce admirablemente a Balzac. En casa de
la princesa de T., que le conoce muy bien, los oigo a veces hablar
de él, y me gusta oírlos.
—Pero no deben de tener gusto en literatura —dijo mi
amigo con vivacidad.
—Hombre, no digo que lo tengan, claro —dijo C.—,
pero tratándose de Balzac sí, es así, es una
potencia, desde luego, sólo que es una potencia un poco material:
gusta a más gente y nunca gustará tanto a los artistas.
Pero ya sabe usted que, de todos modos, también les gusta.
Y en el fondo es muy curioso, pues parece que debería parecernos
de lo más bajo. Pues en el fondo, siempre resulta que no
es por el arte por lo que nos atrae. Es un placer verdaderamente
no muy puro. Quiere cogernos por una serie de cosas malas, como
la vida, y se le parece.
Para
estas lecturas, nos quedábamos en el comedor, muy caliente
—el tiempo ya no permitía nunca comer fuera—,
y muchas veces, cuando la lectura era demasiado larga, veíamos
aparecer en la puerta la figura de la sirvienta, que tenía
prisa de que nos fuéramos para irse ella a la cama. Pero
C. se interrumpía, le prometía no tardar mucho, para
que no se quedara allí, porque esto le molestaba. A veces
se interrumpía el relato con algunas reflexiones en que el
autor expresa su opinión sobre ciertas cosas, a la manera
de ciertos novelistas ingleses que le habían gustado mucho
en otro tiempo. Estas reflexiones, a menudo muy aburridas para el
lector, porque cortan el interés y quitan la ilusión
de la vida, era lo que nosotros escuchábamos con más
placer, tan ávidos como estábamos de conocer su propio
pensamiento que era todavía demasiado para nosotros cuando
se velaba en el carácter de un personaje. Sabíamos
por él, y a no dudarlo, que las cosas que escribía
eran rigurosamente verídicas. Se disculpaba diciendo que
no tenía ninguna invención y no podía escribir
más que lo que había sentido personalmente —una
excusa muy graciosa, pues los acontecimientos de su novela son tan
corrientes hoy, hasta en lo que pueden tener en sí de extraordinario,
que no necesitaba un gran don de invención para imaginarlos—.
Pero ¿en qué medida estaba él en lo que había
escrito? ¿Había conocido al duque de Réveillon,
podríamos, yendo al Marne, ver aquel molino de que habla
y cuya viña virgen había decorado la rueda y la había
reducido a la inmovilidad? Y sobre todo aquel Juan que, con algunos
de los defectos de C., acaso con más cualidades, sobre todo
de sensibilidad y hasta de corazón, pero también con
una salud mucho más enclenque, a diferencia de C., ¿había
sufrido tantas desdichas y había tenido tanto talento para
ningún arte? Estos problemas que ya no nos atrevíamos
a plantearle, porque la primera vez nos había desanimado
con una respuesta bastante seca, nos interesaban más que
nada. Pensábamos que consagrando toda nuestra vida a resolverlos
no la empleábamos mal, pues sería toda ella para conocer
cosas que amábamos por encima de todo, y que comprenderíamos
cuáles son las relaciones secretas, las metamorfosis necesarias
que existen entre la vida de un escritor y su obra, entre la realidad
y el arte, o más bien, como entonces pensábamos, entre
las apariencias de la vida y la realidad misma que hacía
de aquélla un fondo duradero y que el arte ha revelado.
Pero lo que parece más importante en un momento de la vida
en que, por una feliz ilusión, no dudamos que esa importancia
debe parecernos igual hasta el final de nuestros días, pasa
un poco de tiempo y ya no pensamos en ello. Reclamados en París
por un asunto a principios de noviembre, nos despedimos de C., con
el que tratamos mucho en los últimos tiempos y que, desde
que nos leía cada noche sus escritos, parecía interesarse
verdaderamente por nosotros dos. Pareció sentir nuestra marcha,
pero no nos acompañó hasta Quimper, como acompañó
a las dos damas inglesas. Tenía que volver a París
a principios de diciembre. Prometimos ir a verle tan pronto como
regresara, y mi amigo y yo pensábamos que, hasta entonces,
el tiempo iba a parecernos muy largo. Pero en cuatro años
no fuimos ni una vez, como tampoco a Kerengrimen, donde teníamos
que haber vuelto al otoño siguiente. Llenos de remordimiento,
prometiéndonos cada noche hacerlo y olvidándolo cada
mañana, acabamos sin embargo por escribirle, pero no nos
contestó. Una vez que pasamos cerca de Kerengrimen, pensamos
ir a verle, pero estábamos tan avergonzados de nuestro cambio
con respecto a él, que no nos atrevimos a presentarnos ante
sus ojos, testigos de los entusiasmos de una devoción tan
poco duradera.
El
verano siguiente, vino a mi casa S., que hacía ya años
que yo no veía (el mismo amigo con el que había estado
en Bretaña).
—C. se está muriendo —me dijo—. Tiene algo
que decirnos, ha mandado a buscarme y ha dicho que vengas tú
conmigo. Está en Saint-Cloud. El interno que le asiste está
abajo.
En el camino nos enteramos de que C. se moría de una tisis
galopante que le dejaba todo el conocimiento. No se hacía
sobre su estado ninguna ilusión ni le apenaba. Llegamos a
una casita cuyas ventanas abiertas daban a un jardín.
—Les he hecho venir muy lejos y a un lugar que no pensarían,
ustedes que conocían mi enfermedad —nos dijo con una
sonrisa, aludiendo a esa fiebre llamada fiebre del heno que no le
permitía nunca ir al campo—. ¡Al campo! Yo que
tanto lo he amado y que creía no poder vivir nunca en él,
y ahora ya no me hace daño.
Seguramente es un poco tarde, pero es conveniente que hayamos podido
así reconciliarnos antes de que yo muera, como lo hacen las
personas separadas por un equívoco, pero que, en el fondo,
habían nacido para entenderse. De todos modos, por mucho
daño que me haya hecho el campo, ¿no me ha hecho aún
mayor bien, puesto que lo amaba? En fin, ya ve usted —añadió
dirigiéndose a mí—, usted que pretendía
encontrarme un remedio para la fiebre del heno, y yo que contestaba
que no lo había, ya me ve curado por el único médico
en el que no hemos pensado. Ya sabe que los griegos lo decían:
la Muerte es el gran médico, porque sólo ella nos
cura de nuestros males. Creo que nuestros médicos, por lo
que yo conozco de sus libros, lo entienden también en el
sentido patológico. Y Felicidad (era su sirvienta) es de
su opinión, pues esta mañana me decía (ya sabe
usted que me quiere, pero que, como buena hija del pueblo, gusta
de inquietarme, como si algo pudiera todavía sacarme de mi
reposo): «Estos días todavía tenía esperanza,
pero cuando vi al señor venir al campo y no estornudar ni
ahogarse, fui y me dije: ‘esta vez se acabó, no llegará
lejos’.» De modo que, para mí, ya no hay más
palabra verdadera que morirnos dijo—. Desde ayer mañana
las costumbres que nada pudo nunca quitarme se han ido, como esos
pájaros que, por una especie de presentimiento, huyen de
la casa de un muerto. Y me figuro que se han ido para no volver.
Por primera vez desde la edad de veinticinco años, he podido
dormirme sin tener la ventana abierta, y la naturaleza ha hecho
en un momento lo que en veinte años no pudo conseguir mi
madre rezando cada día. Eso es lo que siempre me ha parecido
tan hermoso en la naturaleza, la facilidad con que puede atar y
desatar. Yo, que temía tanto la muerte, por esa imposibilidad
que siempre tuve en los buenos tiempos de mi vida de aceptar a los
contrarios, ella, la muerte, ha sabido hacérmela muy grata
enviándome a sus ministros, las penas, los sufrimientos.
Tan bien me han preparado que hoy la deseo. Nunca hubiera llegado
a esto por mí mismo. En esto sobre todo la he admirado, cuando
producía en mí tales cambios. Un día ya no
se sufre por una pena que habíamos sentido inconsolable,
toleramos sin pensar en él un sufrimiento que creíamos
intolerable. Yo he sufrido los tormentos de los celos por una persona
a la que amé en otro tiempo. Y al cabo de dos años
sin veda, como aquellos tormentos no me perdonaron ni un día,
estaba seguro de que era un mal que me acompañaría
hasta la muerte. Era como los niños que creen que la noche
no terminará nunca. Al final de aquel segundo año
me curé y desde entonces no volví a sufrir de tales
celos. En estas curaciones admiro yo a la naturaleza: ¡son
tan milagrosas y tan sencillas! A decir verdad, creo que, a semejanza
de estos médicos que dan opio bajo diferentes nombres de
calmantes, sus remedios son siempre a base de olvido, o más
bien de costumbres, que es el verdadero nombre, pues ya saben ustedes
que el olvido no es más que una variedad. No sé si,
en el fondo de esas bellas leyes que nos encaminan a otra condición,
hay piedad, aunque sean tan dulces, pero lo que sí hay es
grandeza.
A los pocos días, los periódicos dieron la noticia
de que había muerto. Y como en los papeles hallados en su
casa no se habló de la novela cuya copia teníamos
nosotros, he decidido, pues mi amigo tiene otros asuntos, publicarla.
Traducción
de Consuelo Berges
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