El
Índice de Desarrollo Humano (IDH), parte integral del Informe
sobre Desarrollo Humano de las Naciones Unidas, clasifica a 177
países según su nivel de desarrollo humano. Durante
2004, esta clasificación reveló enormes retrocesos
en materia de ingresos, así como de esperanza de vida provocados
por el VIH/SIDA, particularmente en el África subsahariana.
El instrumento diseñado por el Programa de las Naciones
Unidas para el Desarrollo (PNUD) es, pues, una alternativa seria
que nos permite dejar de utilizar el ingreso como medida del bienestar
humano y obtener información acerca de los diferentes aspectos
del desarrollo humano. En este sentido, el IDH es un indicador
compuesto que mide los avances promedio de un país en función
de tres dimensiones básicas del desarrollo humano: una
vida larga y saludable, medida según la esperanza de vida
al nacer; la educación, medida por la tasa de alfabetización
de adultos y la tasa bruta combinada de matriculación en
educación primaria, secundaria y media superior; y un nivel
de vida digno, medido por el PIB per cápita en dólares
estadounidenses.
Esta manera de entender el desarrollo en los países, sin
embargo, es heredera de una serie de postulados que teóricos
como el chileno Sergio Boisier han sostenido tanto en sus trabajos
de investigación como en ponencias públicas ofrecidas
en el ámbito internacional y que poco a poco han encontrado
eco. Es Boisier quien ha destacado que en “los últimos
años han mostrado una saludable evolución del concepto
de desarrollo, alejándose cada vez más de su sinonimia,
iniciada en la década de los años cuarenta, con
el más elemental concepto de crecimiento. Es más
y más frecuente leer interpretaciones del desarrollo que
lo colocan en un contexto mucho más amplio que la economía,
acercándolo mucho a una suerte de constructivismo en el
que prima lo subjetivo, lo valórico, lo intangible, lo
holístico, lo sistémico, lo recursivo, lo cultural,
la complejidad, para citar sólo algunas de las características
que se atribuyen ahora a la idea de un desarrollo social”.
En un ensayo publicado en 2001, Boisier se refería al desarrollo
“como el logro de un contexto, medio, momentum, situación,
entorno, o como quiera llamarse, que facilite la potenciación
del ser humano para transformarse en persona humana, en su doble
dimensión, biológica y espiritual, capaz, en esta
última condición, de conocer y amar. Esto significa
reubicar el concepto de desarrollo en un marco constructivista,
subjetivo e intersubjetivo, valorativo o axiológico, y,
por cierto, endógeno, o sea, directamente dependiente de
la autoconfianza colectiva en la capacidad para ‘inventar’
recursos, movilizar los ya existentes y actuar en forma cooperativa
y solidaria, desde el propio territorio”.
Veinte años antes, el economista brasileño Celso
Furtado había asegurado que el desarrollo “se trata
de un proceso social y cultural, y sólo secundariamente
económico. Se produce el desarrollo cuando en la sociedad
se manifiesta una energía capaz de canalizar, de forma
convergente, fuerzas que estaban latentes o dispersas”.
Por su parte, el también chileno Luciano Tomassini ha venido
sosteniendo durante años que, en la noción de desarrollo,
“la importancia del gobierno, las mayorías electorales,
los equilibrios macroeconómicos, del producto bruto interno
y de los ingresos monetarios promedio en las sociedades es por
lo menos relativizada por la emergencia de preocupaciones en torno
a la calidad de vida, la participación en la sociedad,
la posibilidad de elegir los propios estilos de vida, la libertad
de expresarse, el respeto a los derechos, la educación,
la igualdad de oportunidades, la equivalencia en dignidad, el
papel de la juventud y el de la mujer, la seguridad ciudadana
y la vida en las ciudades que, a falta de conceptos previos, se
denominan ‘temas valóricos’”.
Esta discusión es la que hoy retoman las Naciones Unidas
con el fin de entender, primero, la situación en que hoy
se encuentran los países del mundo respecto a la satisfacción
de las necesidades más importantes de sus habitantes, discusión
que coloca a Noruega como el país del mundo con el mayor
desarrollo humano, a Sierra Leona como el de peores indicadores,
a Argentina como el mejor desarrollado entre los países
de Latinoamérica y a México en el lugar 53, uno
de los últimos que todavía alcanzan la categoría
de Desarrollo
Humano Alto.
Teóricos
como Juan María Alponte han manifestado con insistencia
que existe una diferencia muy importante entre crecimiento y desarrollo.
¿Se entiende esto más allá de los círculos
académicos, por ejemplo, en las sociedades?
Creo que se está empezando a entender. No me atrevería
a decir que haya permeado por completo, pero hay una indicación
muy significativa en el hecho de que, por ejemplo, hoy en día
los informes del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo
(PNUD) se llevan a cabo en todos los países del mundo y
aportan datos sobre el índice de desarrollo humano. Pero,
más allá de la medición y las cifras, estos
informes tienen una parte sustantiva de análisis del desarrollo
y, en efecto, marcan clarísimamente la diferencia tajante
entre crecimiento y desarrollo, pero no la independencia entre
ambos procesos.
Mal que mal, hasta San Agustín decía: “primero
comer y después filosofar”, y esto no deja de tener
algo de razón. De manera que hay un progreso –a mi
juicio– evidente, no sólo conceptual, en términos
cada vez más vinculados a la práctica y a las intervenciones
sociales.
Sucede
que los organismos internacionales plantean al mundo nociones
de desarrollo humano, pero desde la realidad de los países
de América Latina este discurso provoca la sensación
de que se encuentra muy lejano...
Por supuesto, estamos lejos de una situación ideal. Pero
si se me permite referirme a mi país, al menos en los últimos
14 años –los del restablecimiento democrático–
hemos visto que los tres gobiernos que han ocupado el cargo desde
1990 han sido enfáticos en una línea central: crecimiento
con equidad. Y, de hecho, la reducción de la pobreza y
la disminución de la indigencia en Chile han sido notables.
Entonces, en algunos casos ha sido posible mostrar que se puede
combinar las cosas, se puede crecer eliminando una parte significativa
de la pobreza.
La
tradición retoma con frecuencia lo que San Agustín
decía: “primero está el hambre que los libros”.
¿Existe algún punto donde la satisfacción
de ambas necesidades pueda converger y donde el desarrollo de
la educación no se detenga porque existe hambre?
Eso es algo sobre lo que he venido hablando. A veces la hegemonía
del pensamiento más economicista, de la alta burocracia
pública y de los ministros, tiende a introducir prioridades
que a mi juicio son equivocadas. Entonces, se dice algo que aparentemente
suena muy razonable: que los recursos que tenemos disponibles
son relativamente escasos para los próximos cinco años,
que vamos a tener que hacer algunas cosas después y que
debemos anteponer, por ejemplo, la salud a la educación.
Eso suena hasta cierto punto razonable, pero podría decir
que, a nivel muy primario de educación y salud, no se puede
hacer eso porque se tiene que trabajar las dos áreas en
forma simultánea. Una madre analfabeta, sobre todo en medios
rurales, es la mejor garantía de un hijo tarado, porque
–por ejemplo– la madre no sabe que hay que hervir
el agua y el niño va a sufrir permanentemente enfermedades
gastrointestinales, no tiene la menor idea de lo que es la estimulación
precoz y, por supuesto, no sabe leer ni escribir. Esto es un poco
duro, pero en la práctica es así: una madre analfabeta
es lo peor que le puede ocurrir a un niño, lo va a transformar
eventualmente en un tarado.
Entonces, ¿cómo vamos a priorizar una cosa sobre
otra? No se puede, hay que ejecutar las dos acciones simultáneamente:
enseñar a la madre a leer y a escribir, pero también
a hervir el agua, para ponerlo en términos muy simples.
Salud y educación van juntas.
Esta
noción de desarrollo humano –“si no es humano,
¿cómo va a ser desarrollo?”, dice usted en
uno de sus ensayos– contiene elementos que la cultura empresarial
ha despreciado por considerarlos utópicos, como si una
utopía fuera algo dañino para el hombre. ¿El
desarrollo es una utopía que debe seguir viva?
El hombre necesita utopías para poder vivir, porque si
no carece de ambición, de visión de futuro. Creo
que las utopías son imprescindibles, tanto las personales
como las sociales. Pero… me gustaría saber cuáles
son los aspectos que el criterio mercantil ha desechado.
Por
ejemplo, el teórico argentino Héctor Schmucler dice
que comunista y romántico ya no son palabras con connotación
negativa, pues para la cultura empresarial ya no existe el objeto
que pretendían denominar, se desechó, y ya no es
mala...
No estoy tan seguro de eso porque hay una revitalización
muy fuerte de los aspectos intangibles, incluso en la cultura
económica, empresarial. La inteligencia emocional, que
está de moda, es una cuestión que le interesa a
las empresas al máximo y que se trata de emociones cuyos
objetivos no son cuantificables. La responsabilidad social en
las empresas es una cosa que está aumentando, porque los
empresarios no son absolutamente imbéciles, se dan cuenta
de que, si pueden mostrar una empresa que se preocupa por su entorno,
es mejor.
Tampoco soy ingenuo y no creo que todos estén dispuestos
a meterse de lleno en cosas que son difusas, que son de largo
plazo. No creo que el mundo esté tan viciado por la economía.
Hay una anécdota a propósito de comunistas: Paulo
Coelho, político brasileño que fue gobernador de
Sao Paulo y con el que preferiría guardar prudente distancia,
fue precandidato a la presidencia de la república en Brasil.
Durante una reunión con los periodistas, alguien le preguntó:
“¿Doctor, qué piensa usted de la izquierda
y la derecha?”, y él dijo: “Mire, yo vengo
llegando de Europa y allá izquierda y derecha son señales
de tráfico”. Una respuesta astuta para decir que
estamos en otra era, que es cierto que se acabaron los metarrelatos,
la guerra fría –enhorabuena–. Yo diría
que, efectivamente, estamos en un periodo de escasas utopías
y que hay que construirlas. Eso me parece interesantísimo.
Esto
resulta alentador, pero ¿qué podemos esperar en
los países de América Latina frente a temas como
el desarrollo?
La pregunta no es qué podemos esperar, sino qué
podemos hacer. Y podemos hacer lo que queramos, colectivamente,
porque todas estas cosas suponen adquirir un poder político;
si no, estamos haciendo declaraciones románticas. La cuestión
está en cómo se puede crear o acumular poder político
favorable a un cambio. Me refiero a un cambio de estilo, porque
a un cambio de sistema no le veo ninguna posibilidad y tampoco
está en mis perspectivas personales.
Si yo pudiese instalar en América Latina un capitalismo,
por ejemplo, al estilo holandés, yo sería feliz,
porque ese capitalismo, comparado con el que practicamos, es casi
una cosa maravillosa. Entonces, la cuestión es cómo
generar poder político. Bueno, el poder político
se crea cuando dos hombres se unen. Eso es sencillo. La cultura
nuestra, tradicional, dice que la unión hace la fuerza
y ese es el asunto: cómo unirse para generar poder político.
No es una pregunta fácil de responder, se responde más
fácil al nivel micro que al nivel macro.
¿Cuántos habitantes tiene México? Aproximadamente
120 millones. Entonces, es mucho más fácil unir
a seis millones del estado de Veracruz que a 120 millones de mexicanos.
Con esto lo que quiero decir es que trabajando de abajo hacia
arriba las tareas son más fáciles, más que
si las realizáramos de arriba hacia abajo, como lo hemos
hecho tradicionalmente.
¿Esto implica que la sociedad es responsable, en
buena parte, del desarrollo?
Por cierto, yo creo en el desarrollo de los veracruzanos, porque,
insisto, no es el desarrollo de Veracruz como estado el que interesa,
sino el desarrollo de los veracruzanos, para lo cual el desarrollo
de Veracruz es una condición. Esto es más que un
juego de palabras. Y ese desarrollo no lo va a venir a hacer nadie,
sino los propios veracruzanos.
Esto
implica un cambio que, se suele decir, pasa por la mentalidad
y la manera en que uno vive su propia cultura. ¿Un cambio
de esta naturaleza qué dimensiones tiene?, porque se habla
mucho de él, pero tal vez se pierde la noción de
su justa dimensión.
Su justa dimensión temporal. Pensemos en el caso de Irlanda:
1985, tercer país más pobre de la Unión Europea,
30 por ciento de desocupación, economía esencialmente
primitiva, productos de origen rural y una guerra civil terrible.
Veamos hoy en día: tercer país con mejor ingreso
per cápita de Europa, primer exportador mundial de software,
siete por ciento de desocupación –que para Europa
es casi un chiste–, sin guerra civil. ¿Es posible
o no hacer las cosas en un espacio de tiempo perfectamente aceptable?
Es evidentemente posible.
Estos
ejemplos sugieren que las cosas en el mundo todavía pueden
ser diferentes, a pesar de que muchas veces la cultura dominante
se empeña en negarlo. ¿Quiere decir que el mundo
de sueños y utopías que se supone está muerto,
no lo está del todo?
No. A lo sumo le han puesto una inyección temporal de morfina,
pero no está muerto. Se encuentra dormido apenas.
En este sentido, sobre todo para el caso de América
Latina, ¿las instituciones que han regido la organización
social y que parecen imbatibles, resultan caducas?, ¿hay
que cambiarlas?
Hay que ser cuidadoso con el lenguaje. Uno tiene que distinguir
entre instituciones y organizaciones. Instituciones son las reglas
del juego, tanto implícitas como explícitas, vale
decir, las leyes, las costumbres, etcétera. Las organizaciones
son lo que comúnmente llamamos instituciones, porque somos
poco precisos para usar el lenguaje. Entonces, estamos hablando
de organizaciones y éstas hay que mantenerlas mientras
sean útiles, si dejan de serlo ¡adiós!, hay
que cambiarlas.
Recientemente, Peter Drucker, en uno de sus trabajos, hizo una
pregunta terrible: “¿Sobrevivirán las universidades
al siglo XXI?” Y la respuesta es no, porque ve que las universidades
son organizaciones muy rígidas, extremadamente impermeables
al cambio; por tanto, si no se modifican radicalmente, no tienen
nada que hacer en el siglo XXI. Hoy en día se puede hacer
un doctorado virtual. Puedo discutir la calidad de ese doctorado,
y podemos mejorarla, pero el hecho fundamental es que es posible
hacer un doctorado virtual.
A
riesgo de sonar ingenuo, ¿realmente es tan urgente para
las sociedades primero entender y luego lograr su desarrollo?
Es decir, ¿si no lo logran, están camino a la catástrofe?
Entender es una responsabilidad de los humanos, de los seres racionales,
y es la mejor garantía de intervenir con probabilidades
de éxito. No digo que se garantice el éxito, pero
si entendemos el problema, aumenta la probabilidad de tenerlo.
Cuando uno se enferma y va a un médico, lo primero que
queremos es tener seguridad de que el médico sabe, no queremos
que nos meta el bisturí sin darnos prueba de su conocimiento.
Si eso ocurre a nivel individual, ocurre también en el
ámbito colectivo, social. Si yo quiero una intervención,
no me importa si la hace el gobierno o los privados o si la vamos
a hacer entre todos, yo quiero que se sepa, que haya conocimiento
que permita avalar la racionalidad de esa intervención.
Pero,
¿en verdad es insostenible la manera en que vivimos?
Por supuesto. Estamos sentados en un barril de pólvora.
Por ahí lo he escrito: “no me explico cómo
no se han incendiando Bastillas a lo largo y ancho de todo el
mundo”. Me parece de una pasividad increíble. A lo
mejor yo me siento más seguro en esa pasividad, pero intelectualmente
no me convence mucho. Sin embargo, en efecto, estamos hablando
de barriles de pólvora.