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De
acuerdo con distintos informes y reportes sobre el estado de la
democracia en América Latina, una de las mayores dificultades
de nuestras democracias es la llamada crisis de la representación
política. Entendemos por ella la creciente separación
e, incluso, el amargo divorcio entre los ciudadanos comunes y corrientes
y las redes partidarias de representación política,
situación que debilita las estructuras regulares de mediación
de intereses entre la sociedad civil y el Estado, lo cual produce
desconfianza en el sistema democrático, acciones de confrontación
para plantear demandas, así como crisis de gobernabilidad.
Si bien este es un fenómeno general en la región,
la crisis de la representación es mucho mayor en sociedades
con sistemas políticos frágiles como los de los países
andinos, donde incluso la propia existencia de la organización
jurídica estatal está puesta en cuestión. Al
respecto, basta mencionar las recurrentes crisis y caídas
de presidentes en Ecuador y Bolivia en los últimos años,
así como la extrema desconfianza y crisis de legitimidad
de los partidos y líderes políticos en el Perú.
Frente a esta situación, las preguntas aquí son cómo
entender esta crisis y cuáles son las salidas que se vislumbran.
Hasta el momento son dos las principales explicaciones que circulan
en medios académicos y políticos: por un lado, aquella
que explica la crisis de representación vinculada directamente
con la insatisfacción de los ciudadanos por los pobres resultados
de las políticas económicas neoliberales implementadas
por los gobiernos democráticos –con el consiguiente
agravamiento de los niveles de desigualdad, pobreza y exclusión
social–, insatisfacción que se agrava aún más
con las incumplidas promesas electorales de enfrentar estos problemas.
Por otro lado, están quienes, influidos por la perspectiva
del “Nuevo Análisis Institucional”, identifican
las causas de la crisis en la ausencia de reglas claras de juego,
en el incumplimiento impune de las mismas por parte de los poderosos
y en los endebles diseños de las instituciones de representación
política, situación que habría dado lugar a
una distancia entre un orden legal formal y un orden consuetudinario
y que es la que en la práctica funciona dentro del sistema
político con una lógica de clan, de familia y de pequeño
grupo.
Sin duda, ambos enfoques hacen importantes aportes al entendimiento
de la crisis y sus probables caminos de salida, pero no creemos
que la crisis de la representación política –un
problema tan complejo y agudo en nuestros países– pueda
superarse sólo con cambios en la política económica
o con cambios en la normatividad y en el funcionamiento institucional
de los partidos y el gobierno: el problema parece ser mucho más
profundo.
Pensamos que la crisis de la representación hay que ubicarla
en la relación, en los vínculos cambiantes entre representantes
y representados, en un contexto de profundos cambios socioeconómicos
ocurridos en la región en las últimas décadas.
Por lo tanto, no se trata sólo de ver qué es lo que
hacen o dejan de hacer los representantes políticos, sino
también cómo, en una sociedad civil fragmentada por
la violencia política y el autoritarismo neoliberal, los
ciudadanos han visto debilitarse sus formas tradicionales de organización
de intereses, al mismo tiempo que han formado nuevas organizaciones
con intereses y demandas sectoriales (regionales, locales, laborales,
étnicas, de género, etcétera), sin que éstas
hasta el momento puedan ser representadas políticamente por
los partidos y el Estado de manera regular. La crisis ocurre precisamente
cuando las redes de representación de los partidos, también
debilitadas por la violencia política y el autoritarismo
antipolítico, no pueden canalizar políticamente estas
nuevas organizaciones de intereses sectoriales, como tampoco a los
que recién se incorporan a la vida política (jóvenes,
mujeres, indígenas). Con esto se incumple uno de los principios
básicos de la representación política, que
es dar cuenta de la diversidad de intereses existente en una sociedad.
La crisis del sistema de representación tiene como una de
sus expresiones más nocivas la separación entre partido
y proyecto político doctrinario. En efecto, los partidos
teóricamente responden a proyectos políticos, entendidos
éstos como una serie de ideas o nudos doctrinarios que cohesionan
sus distintas vertientes, y orientan la acción política
de los individuos que los forman. Sin embargo, en la práctica
se observa que unos pocos partidos aún mantienen esta característica
e, incluso, hacen esfuerzos por actualizarlos, pero en otros casos,
lamentablemente en la mayoría de partidos que ahora dominan
el poder Legislativo y el Gobierno, la dimensión del proyecto
político está ausente. Estos últimos son partidos
que buscan sólo reproducirse como grupo en el poder de manera
oportunista, sin preocuparse por construir estructuras de intermediación
de intereses con la ciudadanía.
El penoso espectáculo de los “tránsfugas”
–como se denomina a aquellos parlamentarios que, persiguiendo
intereses particulares, cambian de afiliación partidaria
una y otra vez en busca de mejores condiciones de negociación
personal– no hace sino debilitar aún más el
vínculo partido-ciudadano.
En este contexto, no es casual que en los últimos años
se hayan desarrollado otros criterios de representación fuera
de los partidos, basados sobre todo en intereses y reivindicaciones
de naturaleza sectorial. No conocemos con precisión las distintas
formas de representación que han emergido en los últimos
años y esto es una tarea pendiente. Sin embargo, sí
podemos decir que la creciente densidad organizativa de la sociedad
civil y los nuevos espacios de participación ciudadana presentes
en distintos ámbitos de la vida pública han producido
una importante transformación de los vínculos representativos,
donde los partidos han perdido el monopolio de la intermediación
con el Estado, un rol que ahora es reclamado no sólo por
la sociedad civil, sino también por los medios de comunicación
que argumentan la necesidad de incorporar en la esfera pública
los intereses de los actores excluidos de la representación
formal. Asimismo, desde el propio mercado emergen otros actores
civiles con otras estrategias y lenguajes en defensa de los derechos
de los consumidores y los usuarios de servicios que igualmente no
están siendo incorporados en los análisis representativos.
La emergencia de estas “nuevas” formas de representación
muchas veces colisiona con el recelo de algunos partidos que las
consideran una competencia política desleal o una forma engañosa
de encubrir opositores. Las redes partidarias de representación
no se articulan con las redes de activistas de la sociedad civil
y, por tanto, continúa la falta de estructuras de intermediación
de intereses entre una y otra esfera de actividad. La situación
se agudiza más todavía porque, desde la propia sociedad
civil, tampoco existen criterios de representación claramente
establecidos; por el contrario, se observan criterios distintos
para definir a los representantes civiles que forman parte de las
experiencias participativas, incluyendo nivel de profesionalización
o conocimiento técnico, la pertenencia a alguna organización
de la sociedad civil y la confianza o cercanía con los promotores
estatales. Cada uno de estos criterios tiene distinto grado de legitimidad
y fragilidad e, incluso, no todos son democráticos. Además,
en algunos casos existe la tentación antipolítica
de pensar que los partidos no son necesarios y que la participación
ciudadana es antagónica con la representación política
partidaria, concepciones equivocadas que sólo agudizarán
la crisis de nuestra democracia.
Nos acercamos inexorablemente a un nuevo ciclo político y
es necesario ver de qué manera se puede fortalecer la endeble
democracia en la región. En este sentido, creemos que es
fundamental reconectar o revincular de manera organizada los múltiples
intereses sociales y culturales que existen en la sociedad civil
con las redes y estructuras de representación política.
La democracia necesita de la participación ciudadana como
un complemento que acerca a los ciudadanos a las decisiones gubernamentales.
En esta tarea de reconexión se abren oportunidades de renovación
para aquellos partidos que hagan el esfuerzo por incorporar de manera
programática y organizada la amplia gama de intereses que
existe en la sociedad y, con ello, tratar de reconstituir sus vínculos
de representación con la ciudadanía.
Sin embargo, para hacer esto hay que ampliar el marco conceptual
tradicional de lo que es la representación política;
esto hoy aparece como un problema mucho más complejo, pues
los vínculos representativos se han transformado y las fronteras
entre lo político partidario y lo político civil se
han vuelto en la práctica cada vez más difíciles
de separar; incluso, hay algunos actores y activistas que cruzan
con frecuencia ambas fronteras, mientras otros permanecen completamente
al margen de esta dinámica. De la manera en que se cumpla
o no esta tarea dependerá la estabilidad futura de nuestra
democracia.
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