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El
tema que nos convoca nos anima a tejer nuevos horizontes de sentido
que ponen en el centro a individuos y colectivos como sujetos de
derechos y responsabilidades en su calidad de ciudadanos, esto es,
de miembros activos de su comunidad política y social. El
tema de la ciudadanía es central y controvertido en nuestras
sociedades actuales. Su resignificación no se puede limitar
a la atención de molestas o atractivas coyunturas, ni responde
a una moda pasajera o a pretextos para crear adhesiones emotivas.
Por el contrario, alude a la recuperación de la política
como capacidad propia de los ciudadanos, es decir, a la capacidad
de generar proyectos transformadores de la realidad.
Atreverse a pensar en la política, “en la conflictiva
y nunca acabada construcción del orden deseado” (1)
significa, entre otras cosas, preguntarse sobre el papel de la cultura,
especialmente de la educación, en los procesos de constitución
de las subjetividades contemporáneas y sobre los problemas
que forman parte de la vida cotidiana de nuestras sociedades (violencia,
exclusión, corrupción, pobreza, miedos). En otras
palabras, atreverse a pensar en la política y la educación
ciudadana supone adentrarse en lo cultural, en el lugar de la construcción
del sentido de la vida, y trascender las urgencias del presente
y el debate centrado en los ropajes democráticos y en las
situaciones políticas coyunturales, para hablar con libertad
y explorar la misma esencia de lo político y su importancia.
Se trata de asomarse al futuro y preguntarse por la clase de mundo
que se quiere construir y por lo que cabe esperar.
Pensar en la política, la democracia y la educación
implica, desde mi punto de vista, colocarnos en el eje de los derechos
ciudadanos desde su integralidad y reivindicar la educación
como derecho social desde la ciudadanía, no sólo desde
la condición social de los habitantes de un territorio determinado.(2)
Supone, asimismo, introducirnos en la dimensión subjetiva
de la política y considerar que las personas y los grupos
sociales no son simplemente moldeados por las condiciones estructurales,
sino que ellos dan sentido propio a las condiciones que estructuran
sus vidas en multiplicidad de situaciones. Significa, pues, concebir
que la ciudadanía no se restringe a un status jurídico
o condición jurídico-política básica
del individuo dentro de un Estado, sino que es también una
práctica social, esto es, una práctica de compromiso
orientada a la participación en el ámbito público
que demanda una mayor implicación de los ciudadanos en la
esfera política.
Ahora bien, una concepción amplia e integral de la ciudadanía
supone contar con un concepto amplio de democracia y evitar su acotamiento
electoral. La integralidad radica en el reconocimiento, promoción,
ejercicio y exigibilidad del conjunto de derechos ciudadanos: los
civiles, los político-electorales y los económicos,
sociales y culturales. Desde esta perspectiva, los derechos político-electorales
no pueden entenderse como separados de las otras constelaciones
de derechos, pues el ejercicio pleno de un tipo de derechos depende
de la efectividad de los otros. En otras palabras, los derechos
políticos cobran total sentido en su interdependencia con
todos los derechos ciudadanos, los cuales no se entienden ni se
ejercen de manera aislada y su ejercicio conlleva la exigibilidad
de otros derechos fundamentales.
La emergencia de la ciudadanía, como bien apunta López
Jiménez, supone un cambio en la perspectiva de la relación
fundamental entre gobernantes y gobernados(3). Éstos desarrollan
un conjunto de derechos y responsabilidades; el Estado los reconoce
como sujetos de derechos (en sus constituciones, leyes e instituciones)
y ha de garantizar su ejercicio, lo que significa un cambio en las
relaciones de autoridad en lo político, cultural, jurídico,
ético, económico y social. Pero el problema ahora
no radica en el fundamento de los derechos, sino en la garantía
de su ejercicio, o sea, en su traducción efectiva en prácticas
ciudadanas.
Todo proceso político, particularmente los procesos de democratización,
está sometido a distintas tensiones entre el pasado (duración)
y el futuro (construcción del mañana); el manejo de
lo necesario y de lo posible; el conflicto y el consenso; una dimensión
normativa e ideal de democracia y la experiencia concreta de las
prácticas ciudadanas reales; el reconocimiento universal
de los derechos ciudadanos y el ejercicio limitado de los mismos,
entre otras tensiones propias de la política.
Lo cierto es que la democracia que tenemos es nuestra y exige una
evaluación democrática para empujarla hacia delante,
a partir de una concepción de la democracia basada en la
ciudadanía. Para hablar de calidad de la democracia hay que
preguntarnos por la ciudadanía, por sus condiciones de vida
que hacen o no posible el ejercicio pleno de sus derechos –de
todos sus derechos–, particularmente a la educación.
El orden democrático aparece ahora asociado no solamente
a mejores reglas de representación política, sino
también a resultados sociales, lo que revela una conexión
estrecha entre democracia y equidad social.
En efecto, hoy los ciudadanos descubrimos que la democracia puede
ser aplicada en otros campos de los tradicionalmente esperados,
como el electoral; generamos nuevas aspiraciones y expectativas
sobre su funcionamiento y la valoramos con base en nuestra experiencia
cotidiana como ciudadanos. En este sentido, más allá
de lo electoral, incluso más que un atributo general de todo
el sistema político, la calidad de la democracia tiene que
ver con el efecto acumulado del desempeño institucional y
de la actividad de los ciudadanos en múltiples áreas
y esferas públicas.
En la actualidad, es imposible referirnos a los temas de la calidad
de la democracia, de la educación y de la política
sin considerar el contexto en el que ocurren los procesos de democratización
social y política. Para efectos prácticos, de intervención
educativa dirigida a la formación del capital social que
requiere la democracia para gestarse, sostenerse y profundizarse,
es necesario trascender los abordajes abstractos para arribar a
consideraciones contextuales y empíricas, a las realidades
que expresan situaciones de discriminación, exclusión,
desigualdad, marginación y negación de los derechos
fundamentales, en las que operan las categorías de la diferencia
social.
Asimismo, la realidad nos obliga a considerar los distintos circuitos
en los que se construyen y funcionan las instituciones de la democracia
y tienen lugar las complejas relaciones entre ellas y la sociedad.
No podemos ignorar, pues, que son los escenarios concretos los que
permiten observar y transformar el vínculo y las relaciones
específicas entre los ciudadanos y el sistema político,
identificar las singularidades y posibilidades de las instituciones
políticas y dar cuenta de los procesos de democratización
en la sociedad, en su temporalidad y espacialidad.
Frente al actual panorama de una política desarraigada de
sus implicaciones cotidianas, vitales y grupales, a lo que Norbert
Lechner se refería como pérdida de la centralidad
de la política y erosión de los mapas interpretativos
de la realidad, emergen preocupaciones e interrogantes en torno
a la construcción de la ciudadanía del presente y
del futuro de México. Se entrelazan y acumulan percepciones,
datos, reflexiones teóricas y constataciones empíricas
poco alentadoras, sobre todo cuando apostamos por el orden democrático
y el ejercicio pleno de las ciudadanías: el “analfabetismo
democrático”; la decadencia de los partidos políticos;
la ruina del capital social y el debilitamiento de los vínculos
sociales y del compromiso cívico; el desencanto hacia la
política y los políticos; el malhumor y el descrédito
de la política junto con el déficit pedagógico
y de socialización.
En esta época de desencanto frente a la política y
de dificultades, la ciudadanía nos exige, en primer lugar,
reconocer que la desafección hacia la democracia tiene que
ver con las formas de hacer política, las cuales a su vez
derivan, en buena medida, de los modos de pensar la política;
en segundo lugar, priorizar los temas de la cultura política
democrática, las prácticas ciudadanas y la formación
de la voluntad ciudadana, sobre todo cuando pensamos en la consolidación
de la democracia en nuestro país y, por tanto, en la exigencia
de ciudadanos participativos que den sentido.
La dimensión subjetiva de la política importa y mucho;
ofrece a los ciudadanos la oportunidad de reconocer su experiencia
cotidiana como parte de la vida en sociedad y la vinculación
entre la biografía personal (intereses, creencias, emociones
e imágenes) y la política. En suma, esta dimensión
refiere la imbricación de la experiencia subjetiva y el orden
político. Sin embargo, observamos que la dimensión
de lo público aparece como un universo ajeno y poco confiable,
junto con múltiples e inquietantes déficit asociados
con el atraso cívico y cultural que existe en nuestro tejido
social.
Desde este nexo complejo entre política, democracia y educación,
comparto la idea de que la educación es un hecho político
que puede contribuir a la transformación social y cultural
y que, como proceso dinámico, desborda los límites
de los aprendizajes formales para vincularse prácticamente
a la realidad social y política con una intencionalidad transformadora.
Lo cierto es que la educación se mueve fundamentalmente en
el terreno de la producción simbólica, esto es, de
la cultura; en esa medida, juega un papel crucial en el proceso
de construcción de las ciudadanías y le corresponde
dotar de densidad simbólica a la política, es decir,
de símbolos para crear y fortalecer lazos de pertenencia
e identificación con la democracia.
Por otra parte, el vínculo entre la política, la democracia
y la educación exige abordar la relación existente
entre la ciudadanía y la desigualdad social, y valorar el
papel clave de la educación en la disminución de las
desigualdades, de las desigualdades que produce la misma ciudadanía
al tratar de homogeneizar las diferencias de diverso tipo para imponer
su universalidad. Se precisa, pues, considerar las formas en que
la desigualdad determina un acceso diferenciado a los derechos y
a las prácticas ciudadanas.
El proceso de construcción de la democracia tiene que ver
con los niveles de construcción de la ciudadanía,
no sólo con el perfeccionamiento de las leyes que rigen los
espacios políticos. Por sus mismos fundamentos, la democracia
requiere de las energías de los ciudadanos para que contribuyan
a su sostenimiento y profundización. Dicho en otras palabras,
no hay democracia que se sostenga con firmeza y permanencia sin
una base ciudadana enterada e interesada en la «cosa pública»,
es decir, en sus instituciones, actores, problemas, proyectos y
aspiraciones.
La construcción de ciudadanías demanda una tarea educativa
forjadora de ciudadanos interesados y responsables, de personas
que comprendan que los problemas sociales son de todos y nos afectan
a todos. Es necesario formar a la ciudadanía no sólo
en el conocimiento de sus derechos, sino sobre todo en la participación
y en el ejercicio de la razón y la deliberación asociada
a lo público, de manera que se pueda ligar el ejercicio de
los derechos ciudadanos con el compromiso de los individuos y grupos
con el destino de la sociedad.
Hay que tener en cuenta que, como todo concepto, la ciudadanía
es una construcción social y en esa medida es importante
conocer las ideas que la fundan y las condiciones materiales e institucionales
que la soportan. Como práctica, y referido al ciudadano que
ejerce sus derechos, la ciudadanía también implica
un proceso de formación que arranca en las primeras etapas
de socialización política del individuo y se desarrolla
durante la vida en común.
El hecho democrático pasa, de manera obligada, por la formación
y la acción de ciudadanos capaces de asumir un papel activo
en la sociedad. De ahí que se requiera de un trabajo cívico
que asuma que lo cívico siempre hace referencia al reino
de lo público y que garantice que los derechos ciudadanos
se conviertan en una realidad social palpable. Desde mi punto de
vista, en sintonía con las reflexiones previas, es indispensable
impulsar estrategias de educación cívica basadas en
el desarrollo de competencias y de capacidades de los ciudadanos
y futuros ciudadanos para actuar en el contexto de una esfera pública
plural, que:
· Promuevan y construyan condiciones que alienten y favorezcan
una participación ciudadana intensa, responsable, informada
y crítica en torno a los asuntos de interés público.
Se trata de la formación de ciudadanos que contribuyan al
funcionamiento de la democracia, con capacidad de intervenir e influir
efectivamente en ella y con un interés sostenido por la vida
pública en el curso del tiempo.
· Formen ciudadanos dispuestos y capaces tanto de formular
y gestionar sus demandas por los cauces institucionales como de
resolver conflictos en el marco del Estado de derecho.
· Contribuyan a transformar la información en conocimiento
y el conocimiento en acción, en una sociedad en la que su
pluralidad exige el tolerante tratamiento de la diversidad y de
las diferencias.
· Recuperen la dimensión creativa del ser humano,
uno de los rasgos que nos hacen sentir la excelencia de sus capacidades
y la magnitud de sus posibilidades, y logren conjugar la acción
política y la acción pedagógica en el terreno
de la innovación.
· Habiliten a las personas para ejercer sus derechos ciudadanos
y responsabilidades públicas, esto es, para participar en
las decisiones y proyectos que se asumen desde la vida política
y social.
· Pongan a dialogar la dimensión de los derechos y
la dimensión de las responsabilidades ciudadanas.
· Generen conocimientos renovados, susceptibles de ser incorporados
con éxito en la agenda de la educación cívica.
· Recuperen la política como capacidad propia de los
ciudadanos.
La
formación de la ciudadanía, en un proceso siempre
inacabado, acompaña necesariamente las transformaciones democráticas
y la renovación de nuestra cultura política. No sólo
es deseable, sino que recae en el apremiante y exigente campo de
las necesidades, el desarrollo y la afinación de las capacidades
de intervención de los ciudadanos en la esfera pública.
«Nosotros» y los «otros» son un asunto de
la democracia, de la política y de la educación, de
la convivencia democrática y del régimen democrático.
En esto radica su sentido: en la naturaleza de lo diferente, en
la recreación de la pluralidad y en el reconocimiento de
la diversidad.
Notas
1. Norbert Lechner, Las sombras del mañana. La dimensión
subjetiva de la política, LOM ediciones, Santiago deChile,
2002, p. 8.
2. Los derechos sociales tienen que ver con la participación
en el bienestar producido por la colectividad.
3. Sinesio López Jiménez, Ciudadanos reales e imaginarios.
Concepciones, desarrollo y mapas de la ciudadanía en el Perú,
Instituto de Diálogo y Propuestas, Lima, 1997.
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