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1.
Política
Inicio con un episodio digno de recordar. El 27 de abril, luego
del desafuero a Andrés Manuel López Obrador que presagiaba
su inhabilitación, el Presidente de la República apareció
en cadena nacional para dar un breve pero importante mensaje. Enunció
una premisa: “Siempre será mejor para nuestro México
nuestra disposición al diálogo y no al desafío;
nuestro propósito de conciliar y no de dividir”. Y
a continuación informó sobre tres asuntos: 1) “He
decidido aceptar la renuncia que me ha presentado el Procurador”,
2) “La Procuraduría revisará de manera exhaustiva
el expediente de consignación del Jefe de Gobierno del DF”,
3) “He decidido enviar a la consideración del Congreso
una iniciativa para resguardar los derechos de los ciudadanos sujetos
a juicio, en tanto no se dicte sentencia final y definitiva”.
Lo que le permitió extraer una conclusión que por
supuesto resultó un compromiso: “Mi gobierno a nadie
impedirá participar en la próxima contienda federal”.
Luego de lo cual, lo que parecía una espiral de desencuentros,
con saldos abrumadoramente negativos para la consolidación
democrática del país, empezó a revertirse.
Cuando la eventual inhabilitación de un muy probable candidato
a la Presidencia de la República no sólo polarizaba
artificialmente a la sociedad, sino que además proyectaba
su sombra sobre los comicios del próximo año y restaba
credibilidad a nuestra germinal democracia, la política volvió
a reorientar el rumbo. El episodio ilustra las potencialidades enormes
del quehacer político y permite un elogio de esa actividad
tan inercialmente minusvaluada o despreciada.
Con algunas de las herramientas de la política (el discurso,
los compromisos públicos) se modificó el sentido de
los acontecimientos, con su utilización se despejó
un buen número de nubes cargadas de malos presagios, con
su invocación se abrió de nuevo un cauce para la coexistencia
ordenada de la diversidad. Y ello fue posible porque sólo
la política (no la ciencia, no la moral, no el derecho, no
la magia) está en condiciones de hacerse cargo de la convivencia
contradictoria de la pluralidad que cruza una determinada sociedad.
El uso de la política construyó una solución
posible y venturosa a la mitad de un conflicto espectacular, “vistoso,
pero altamente desgastante de las premisas fundadoras de nuestro
arreglo democrático: la inclusión de todas las corrientes
políticas relevantes, su competencia regulada y la decisión
última en manos de la comunidad de electores”.
Escribió Bernard Crick: “La política surge de
la aceptación de limitaciones. El carácter de esta
aceptación puede ser moral, pero más a menudo es simplemente
prudente; es el reconocimiento del poder de otros grupos e intereses
sociales, la consecuencia de la incapacidad de gobernar en solitario,
sin mayor violencia o riesgo del que nuestro estómago es
capaz de soportar...” (En defensa de la política. Tusquets,
IFE, México, 2001, p. 22). Es decir, la política digna
de tal nombre tiene entre sus principales méritos el reconocer
la existencia de los otros, y parte de la realidad esencial de que
ningún actor se encuentra solo en el escenario, de tal suerte
que el primer deber del auténtico estadista es buscar las
fórmulas para la convivencia a partir de «la aceptación
de limitaciones». Porque buscar la erradicación, el
aplastamiento, la marginación extrema del contrario, lo único
que puede desatar son mecánicas de desencuentro que en no
pocas ocasiones fomentan la violencia. Y desde esa perspectiva,
la política es la antítesis de la violencia. Es más,
suele suceder que cuando la política fracasa lo que se siembra
es la semilla de la pólvora.
Otra vez Crick: “la política puede ser definida como
la actividad mediante la cual se concilian intereses divergentes...”,
con lo que se suele alcanzar dos bienes altamente valorados: la
estabilidad y un “orden razonable”. Y ”cada acto
de conciliación cumple su objetivo... si en el momento de
su realización hace posible en alguna medida el ejercicio
de un gobierno pacífico” (p.23).
En el caso de la intervención del presidente Fox del 27 de
abril, se rectificó una línea política (algo
que no suele ser fácil, porque en la ruta anterior se tejen
compromisos y se ponen en acto fuerzas y dinámicas que no
resulta sencillo reorientar), se buscó la armonía
y no el fomento del conflicto, se atendió un problema que
inexplicablemente se generaba desde el gobierno, se trató
de incluir y no de excluir, se vio más allá de la
coyuntura, y el Presidente pasó de asumir una posición
facciosa a tutelar el conjunto de las relaciones políticas.
En ese sentido, la política fue por un momento la “ciencia
de las ciencias” a la que se refería Aristóteles,
“no porque incluya o explique todas las demás ciencias,
sino porque establece unas prioridades y un orden en las demandas
antagónicas sobre los recursos siempre escasos de la comunidad”
(Crick). Es decir, la política limpió un cauce que
se estaba azolvando, difuminó un enfrentamiento que presagiaba
el desgaste del propio expediente de la política, que permite
la vida en común. Claro que quedó una estela de damnificados;
y no podía ser de otra manera, dado que ninguna acción
política es anodina. Esos actores afectados reclamaron y
portaron sus heridas con mayor o menor estridencia. Pero lo cierto
es que al final, fruto del contexto que la línea de exclusión
había generado, el Presidente optó por lo más
y no por lo menos, por el conjunto y no por una parte, y se asumió
que el fundamento de nuestra coexistencia pacífica (política)
es el reconocimiento de la legitimidad de todas y cada una de las
fuerzas políticas.
El paso atrás, la rectificación, el cambio de rumbo,
que nunca son fáciles, eran obligados si no se quería
erosionar lo que tantos esfuerzos ha costado edificar: un marco
normativo e institucional para la expresión, recreación,
convivencia y competencia de la diversidad política que existe
en el país.
La política democrática es una actividad intrincada,
puesto que se realiza inmersa en una red de intereses, actores,
instituciones, normas, que impiden que una sola voluntad pueda imponerse.
Ahí radica la complejidad y la importancia de la política
democrática: hacer avanzar una plataforma, un programa, asumiendo
que los otros existen, que tienen derechos y que esa diversidad
–que representa un enorme capital social– merece ser
preservada.
Por supuesto que un momento y un acto político no resuelven
–ni podrían hacerlo– la enorme agenda rezagada
de la vida social; sin embargo, ilustran las potencialidades de
esa actividad vilipendiada, pero inescapable si queremos seguir
intentando conjugar las tensiones que de manera natural generan
las aspiraciones de paz y pluralidad, estabilidad y cambio.
2.
Democracia
En los últimos 25 años, nuestro país vivió
un cambio radical en la fórmula de procesamiento de la vida
política. Transitamos de una fórmula autoritaria a
otra de carácter democrática de manera institucional,
gradual, a través de reformas sucesivas. A lo largo de un
poco más de 20 años, el país se vio involucrado
en una espiral constructiva en el terreno político. Sus principales
fuerzas y las corrientes más profundas si bien desataron
conflictos y desencuentros sin fin, fueron capaces de concurrir
en un esfuerzo mayúsculo: el de edificar un escenario legal
e institucional para que la diversidad política pudiese expresarse
y competir y convivir de manera pacífica.
Fue una etapa cargada de tensiones que se convirtieron en el acicate
para abrir el espacio institucional a la pluralidad, de innovaciones
constitucionales y legales recurrentes con el fin de aclimatar el
debate y la contienda entre contrarios, de creaciones institucionales
para ofrecer garantías a la diversidad, de fenómenos
inéditos que modificaron radicalmente el mundo de la representación
política. En una palabra, se trató de un tránsito
democratizador que se convirtió, primero, en el horizonte
de las principales fuerzas políticas y, luego, en una realidad
explotada y vivida por todos.
El reclamo democratizador de 1968, además de la respuesta
represiva con la que se pretendió aplastarlo, fue seguido
de una conflictividad creciente en muy diversos campos (universidades,
sindicatos, organizaciones agrarias y populares y la irrupción
de una guerrilla urbana y otra campesina), lo que demandaba reformas
capaces de ofrecerle un cauce institucional a esa diversidad de
expresiones que no se reconocían ni deseaban hacerlo en un
sistema político vertical y prácticamente monocolor.
La reforma de 1977 reconoció esa realidad y, mediante la
apertura del sistema hacia las corrientes políticas a las
que se mantenía artificialmente marginadas e inyectándole
pluralidad a la Cámara de Diputados, abrió las puertas
al cambio. Construyó así un cauce para empezar a transformar
el autoritarismo en democracia. Durante los primeros años,
la diversidad ideológica empezó a tomar cartas de
naturalización, la convivencia entre adversarios se extendió,
aparecieron y se fortalecieron los brotes de auténtica competencia.
En fin, no sin agudos conflictos, el horizonte parecía claro:
o espacio para todos o desgaste interminable.
La fase más intensa de ese proceso transformador se vivió
entre 1988 –unas elecciones realmente competidas bajo un marco
legal e institucional que no permitió el juego limpio–
y la reforma de 1996. En esos años que se vivieron al borde
del precipicio, gobiernos y oposiciones fueron capaces de construir
instituciones y procedimientos que garantizaran la imparcialidad,
condiciones de la competencia medianamente equitativas, conductos
para dirimir los diferendos con altos grados de certeza, fórmulas
para integrar los cuerpos legislativos, puertas de entrada y salida
para nuevas ofertas políticas, y un diseño democrático
para el gobierno del Distrito Federal.
Vista de manera panorámica, se trató de una espiral
constructiva (por supuesto, no exenta de episodios ominosos) que
logró sintonizar el mundo de las instituciones políticas
a la pluralidad que recorría y recorre a la nación.
Ello fue posible porque los principales actores comprendieron que
sólo el formato democrático ofrecía las condiciones
para su convivencia pacífica y su competencia política,
y porque fueron capaces de impulsar y diseñar las reformas
necesarias.
Quien hoy compare el mundo de la representación política
con lo que sucedía hace 20 años, encontrará
evidencias de sobra. Presidentes municipales de partidos distintos
conviviendo con gobernadores diversos; fenómenos de alternancia
en todos los niveles dependiendo de los humores públicos;
congresos plurales, muchos de ellos sin mayorías absolutas;
inexistencia de ganadores y perdedores predeterminados; Presidencia
de la República acotada por una densa pluralidad instalada
en el Congreso y los gobiernos estatales, etc. En fin, la diversidad
política implantada en la sociedad encontró un espacio
institucional para su recreación y coexistencia. A esa etapa
algunos le llamamos de transición democrática, y se
trató de una espiral virtuosa que permitió sintonizar
al mundo de la política institucional con el país
real.
Por supuesto, el nutriente fundamental de este proceso fue la creación
de ciudadanía: ciudadanos capaces de remontar la apatía,
la inacción y el conformismo, así como de ejercer
sus derechos; ciudadanos que se organizaron en partidos o en agrupaciones
no gubernamentales, que generaron sus propias agendas y las hicieron
realidad, que inundaron el espacio de la discusión pública
con sus diagnósticos y exigencias, que contribuyeron a organizar
las elecciones y que votaron por millones.
Hay quien devalúa el proceso señalando que se trató
de un cambio meramente electoral. Pero no se comprende la centralidad
de lo electoral en la construcción de un régimen democrático
y menos se observa su impacto en el funcionamiento de las instituciones
de la República. Veamos: el viejo presidencialismo vertical
y autoritario desapareció a través de ese proceso
de cambio que fortaleció e independizó a otros poderes
e instituciones. Esa autonomización de los diversos actores
de la política es fruto y acicate del proceso democratizador.
Aquel Presidente con amplias facultades constitucionales, legales
y metaconstitucionales, fruto de una organización política
donde era cúspide, árbitro supremo y poder casi omnímodo
(tan bien desmenuzado por Jorge Carpizo en El presidencialismo mexicano.
Siglo XXI, 1978) no existe más, porque fue transformado no
sólo ni principalmente por sucesivos cambios constitucionales
y legales que le restaron facultades, sino además por el
impacto que el tránsito democratizador le impuso a las relaciones
entre el Ejecutivo Federal y el resto de las instituciones republicanas.
De ser el Presidente que todo lo ordenaba y subordinada a ser un
poder más dentro de una constelación de poderes, que
si bien no son iguales, sí restan posibilidades de acción
y decisión al, hasta hace apenas unos años, actor
incontestable de la política.
La forma en que se edificó el sistema político posrevolucionario
colocó al Presidente no sólo como la cúspide
del poder, sino también como el gran articulador de las alianzas,
el árbitro último de los conflictos y el jefe de las
instituciones. Además de las enormes facultades en el terreno
laboral y agrario, en la conducción de la política
internacional y económica, que se derivan directamente de
las normas legales, el Presidente era el líder del partido
oficial, tenía una influencia determinante sobre los poderes
judicial y legislativo, en el nombramiento de su sucesor, en la
designación de los gobernadores, en fin, se trataba de un
actor político no solamente con enorme peso, sino que con
el despliegue de sus facultades constitucionales, legales y políticas
ordenaba la vida política.
Sin embargo, el proceso de transición democrática
modificó normas y pautas de comportamiento. Sin ser exhaustivo,
y sólo como botones de muestra, ahí están el
Banco de México y su independencia, el IFE y su autonomía,
el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación.
Todos ellos fuera de la órbita del Ejecutivo. Además,
el peso económico del Presidente se vio disminuido sensiblemente
luego de las políticas liberalizadoras que hicieron que el
Estado se desprendiera de un número importante de empresas
de todo tipo.
Por otra parte, el sistema político cambió y colocó
a la Presidencia de la República como una institución
acotada (en buena hora). O para decirlo de otra manera: la misma
mecánica que construyó una auténtica competencia
electoral, que edificó un sistema de partidos digno de tal
nombre, que modificó de manera contundente el mundo de la
representación política, logró que poderes
antes subordinados al Ejecutivo empezaran a ensanchar sus grados
de autonomía hasta convertirse en entidades que se mueven
de acuerdo con sus propios intereses y decisiones.
Así, las Cámaras del Congreso Federal, antes obedientes
e incluso serviles, están cruzadas por una pluralidad de
partidos que les imprimen una dinámica propia. El Poder Judicial
tiene su propia lógica de acción. Lo mismo sucede
con los gobiernos de las distintas entidades que, invadidos por
la diversidad, tienen intereses, reivindicaciones y formas de conducirse
que pueden o no ser coincidentes con las estrategias presidenciales.
Y la lista podría extenderse a los más diversos actores:
los medios de comunicación tienen márgenes de autonomía
muy superiores a los del pasado; las cámaras y organizaciones
empresariales responden a su propia lógica y reivindicaciones…
En una palabra, el régimen político se transformó.
Lo hizo de forma gradual pero al final construyó un escenario
radicalmente diferente al anterior: el Presidente actúa en
un marco en el que su voz es una más –muy importante–
en el (des) concierto de las voces institucionales. Su acción,
para ser efectiva, está obligada a sumar a otras fuerzas,
de tal suerte que la colaboración (digamos del Congreso)
tendrá que ser fruto de acuerdos políticos trabajados
y ya no más del dictado unilateral del Ejecutivo.
La democracia que ha naturalizado la coexistencia de la diversidad,
que permite elegir a los gobernantes entre diferentes opciones,
que desata fenómenos de alternancia pacífica y ordenada,
también nos enfrenta a la novedad de que ya no existe una
institución tutelar capaz, por si sola, de poner orden en
el tablero. Se acabó y en buena hora, ese régimen
piramidal en cuya cúspide una voluntad (casi) omniabarcante
fijaba el rumbo y establecía el orden. Ahora vivimos dentro
de una constelación de poderes constitucionales y fácticos
que es menester conjugar si se desea construir un horizonte común;
y para ello, no se han inventado sino las artes de la política:
esa actividad que tan mala fama tiene pero que resulta imprescindible
para ofrecer un proyecto de futuro (valga el pleonasmo) a comunidades
complejas, diversas y tensionadas como lo son todas las sociedades
modernas.
Si uno relee el texto de Carpizo y lo compara con la realidad de
hoy, podrá de manera inmejorable observar “lo que va
de ayer a hoy”, es decir, de cómo una Presidencia (casi)
omnipotente se convirtió en un poder republicano –entre
otros. De tal suerte que ningún conjuro, ninguna invocación,
nos podrá transportar a un pasado fenecido. Por ello, las
añoranzas no son más que el regodeo en un pasado embellecido
por la nostalgia.
Estamos, pues, obligados a vivir como mayores de edad: cada uno
(político o institución) haciéndose responsable
de sus actos y omisiones, dado que se acabaron las entidades tutelares
bajo las cuales se podía navegar como menores de edad.
Educación
Creo que podemos convenir en la idea de que el buen funcionamiento
del régimen democrático precisa replantear a la política
como el eje ordenador de la actividad del Estado y, de forma obligada,
pasa por la formación de ciudadanos capaces de asumir un
papel activo en la sociedad. Dicho de otro modo, en democracia,
la política tiene que ser una actividad eminentemente ciudadana
y no una responsabilidad exclusiva y excluyente de una minoría
que se asume como “representante del pueblo”, es decir,
es menester que el ciudadano se reconozca como tal: como el sujeto
de la política y no como el objeto pasivo de los actos de
gobierno.
Mucho se ha avanzado en ese terreno. Hoy los ciudadanos ejercen
con más fuerza y consistencia sus derechos políticos,
no obstante, la pobreza y la desigualdad siguen marginándolos
del ejercicio de derechos civiles y sociales básicos. El
Informe del PNUD sobre el estado de la democracia en América
Latina 2004 hace un importante llamado de atención en ese
sentido. Y habría que ser ciego para no atender el diagnóstico.
Pero, además de las condiciones que excluyen a los ciudadanos
del ejercicio de sus derechos, pervive una dimensión subjetiva,
cultural, que gravita fuertemente en contra de una ciudadanía
plena. Datos de encuestas sobre cultura ciudadana y educación
cívica, realizadas respectivamente por el IFE y la Secretaría
de Gobernación para México, revelan que hay serios
problemas en la visión que los ciudadanos tienen acerca de
los valores, las instituciones y la legalidad democrática.
Prevalece en muchos sentidos una idea autoritaria o intolerante
de las relaciones sociales, así como bajísimos niveles
de información política. Se valora como atributo principal
en un gobernante que sea un “líder fuerte” por
encima de otro que conozca y aplique siempre las leyes. Una buena
parte de los ciudadanos encuestados no lee la prensa y no atiende
a las noticias que se refieren a la política en radio y televisión,
pero juzga sumariamente con calificaciones negativas al Congreso,
a los partidos y a la policía. La dimensión de lo
público aparece en general como un universo ajeno y poco
confiable.
Esos datos parecen estar en concordancia con lo que nos indica el
Informe del PNUD. Son todavía muchos los ciudadanos en nuestros
países que “están de acuerdo con que el Presidente
vaya más allá de las leyes” (58.1 %), que ”creen
que el desarrollo económico es más importante que
la democracia” (56.3%), que ”apoyarían a un gobierno
autoritario si resuelve problemas económicos” (54.7%),
que ”no creen que la democracia solucione los problemas el
país” (43.9%), que “creen que puede haber democracia
sin partidos” (40.0%), “que puede haber democracia sin
un Congreso” (38.2%). Hay, pues, una suerte de antagonismo
entre la participación electoral efectiva de esos ciudadanos
probados en las elecciones y sus nociones básicas acerca
de la democracia que a muchos nos parece paradójica o, por
lo menos, digna de atención y de ninguna manera irrelevante.
La presencia de esos rasgos en la cultura política nos demuestra
que el cambio político no produce modificaciones lineales
ni unívocas en la percepción de la vida pública,
que no hay nada automático en la formación de una
conciencia favorable a las instituciones y a los sujetos de la democracia
y que, por lo mismo, se hace necesario un esfuerzo suplementario
por parte de los partidos, los medios, los gobiernos, los organismos
no gubernamentales, pero sobre todo en el ámbito escolar,
que ayuden a elevar y fortalecer los valores democráticos.
Subrayo: especialmente en la escuela, porque no será en el
ámbito familiar, ni a través de los medios masivos
de comunicación, y mucho menos por la inercia social, como
lograremos que los jóvenes hagan suyos los valores que dan
sentido y justificación a la democracia. Es en el espacio
escolar donde (creo) hay que redoblar los esfuerzos para contribuir
a la forja de un ciudadano capaz de asumir y hacer respetar sus
derechos, pero al mismo tiempo comprender sus obligaciones.
Es posible que en los países de larga tradición democrática
la participación ciudadana siga las líneas de una
costumbre que se reproduce a sí misma, pero en el caso de
nuestras democracias sería por completo injustificable asimilar
la fragilidad de la cultura democrática a la expresión
de una inexistente rutina electoral o al imposible desencanto del
modelo representativo.
Justo por la razón de que nuestra zona es heterogénea,
diversa y subdesarrollada, donde aún coexisten o se combinan
las formas modernas de organización política con la
tradición de la democracia comunitaria y la herencia autoritaria,
es indispensable no cejar en el empeño de elevar el nivel
de la cultura cívica propiamente democrática de modo
que al participar los ciudadanos lo hagan informados y, por decirlo
así, libremente, con pleno conocimiento de causa.
Por supuesto, la disposición ciudadana a participar está
correlacionada positivamente con la valoración de la propia
actividad política, pues a mayor descrédito de la
política, entre más sea concebida como una actividad
inherentemente corrupta, mezquina y carente de sentido, más
fino es el suelo sobre el que puede echar raíces el sistema
democrático. Desde esa perspectiva, la responsabilidad no
puede ni es exclusiva de la escuela. Políticos y medios de
comunicación son, quieran o no, corresponsables.
Nuestra consolidación democrática no avanzará,
no podrá hacerlo, si no es por obra y disposición
de los propios políticos y sus partidos. En una democracia
son ellos, como representantes legítimos de la sociedad,
quienes deben adoptar el papel de vanguardia y poner en juego las
visiones de Estado y de país por las que finalmente los ciudadanos
decidirán optar. Pero no hay construcción que merezca
o pueda ser emprendida sin diagnósticos, sin proyectos, sin
propuestas serias y rigurosas acerca del país, sus problemas
y sus oportunidades.
Bien vistas las cosas, la calidad de la democracia se juega en la
calidad de los partidos, de sus políticos y de sus programas
legislativos y de gobierno. Una vida política sin ideas puede
generar una democracia vacía y vulnerable. Los partidos tienen
en sus manos el privilegio y también la responsabilidad de
aportar en sus propuestas y en sus acciones diarias los sustantivos
y los verbos de la democracia. Sin embargo, como lo documenta el
citado Informe del PNUD, el aprecio hacia los políticos,
los partidos y el Congreso son sumamente bajos. No se trata, por
desgracia, de un asunto circunscrito sólo a nuestro país,
sino que ese fenómeno nos emparenta con lo que sucede en
América Latina.
Insisto, el presente y el futuro de la democracia, y con ello el
de los millones de personas que conforman nuestra sociedad, están
en manos de los responsables directos del Estado, de los partidos,
por eso tienen, como pocas otras instituciones, un papel insoslayable.
¿Y los medios? La cuestión de los medios tiene una
dimensión universal y está presente en la deliberación
de todas las democracias modernas. Por ello, la preocupación
por el papel de los medios en la democracia no es un tema aleatorio
ni secundario. De hecho, la reflexión sobre la relación
entre medios y política es una tarea imprescindible para
consolidar los cambios alcanzados y mejorar la calidad de nuestra
convivencia democrática, pues no hay política democrática,
política de masas, política moderna, que no pase por
los medios de comunicación masiva.
No estamos más en la etapa en la que la lucha por la libertad
de expresión era el eje fundamental no sólo de los
periodistas, sino de amplias capas de la población. Si incluso
uno revisa la prensa, la radio o la televisión de hace 30
años y la compara con la actual, no cabe duda de que los
márgenes de libertad se han multiplicado y fortalecido. De
unos medios, en lo fundamental, sometidos al poder público,
hemos pasado, en buena hora, a unos medios que ejercen todos los
días su libertad. Ese cambio se enmarca en una transformación
más amplia: el de la transición democrática
mexicana, proceso a través del cual se desmontó un
régimen político autoritario para abrirle paso a un
régimen democrático. Y en ese proceso, los medios
fueron acicate y beneficiarios del cambio democratizador. El nuevo
contexto obligó a los medios a modificar sus pautas de comportamiento,
y la pluralidad que paulatinamente se implantó en los medios
ayudó a aclimatarla en la vida pública. Se trató
de un proceso venturoso que ha modificado prácticamente todas
las pautas de comportamiento político.
No obstante, la libertad ejercida es apenas el piso para la existencia
de una comunicación social que fortalezca la vida democrática.
La agenda sigue siendo amplia y estratégica: responsabilidad,
impacto, credibilidad, relaciones con el poder, regulación,
derechos de réplica, concentración, medios públicos
y privados, cultura de la legalidad, cultura del espectáculo,
vida privada y pública, comportamiento durante las elecciones,
publicidad política, etcétera.
Según el Informe del PNUD citado, muchos líderes políticos
observan con alarma el comportamiento de los medios. Se les considera
un “control sin control“, “suprapoderes”,
y se afirma que “la clase política les teme”.
Se trata de voces que subrayan el nuevo protagonismo de los medios,
el despliegue de sus potencialidades y la necesidad de regular su
actuación, si es que deseamos que contribuyan en el proceso
de consolidación democrática.
Está claro que los medios no sustituyen a la escuela en su
función de educar y tampoco suplantan a los partidos, pero
hay que reconocer que influyen sobre la cultura cívica de
la ciudadanía que finalmente encarna o no los valores de
la democracia. Así como en el terreno estrictamente político
el reto radica ahora en consolidar la democracia, en el campo de
los medios tenemos por delante el desafío de pasar de garantizar
la pluralidad a asegurar la calidad y el profesionalismo informativo.
En suma, la democracia implica y supone la participación
ciudadana. Es a través de ella que la primera adquiere sentido
cabal. Pero me temo que la participación ciudadana informada
y responsable sólo será posible si se desata la concurrencia
de la escuela, los medios y los políticos.
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