Con
los medios de comunicación masiva –principalmente
la televisión– que exponen sistemáticamente
fragmentos de la realidad que tienen que ver con violencia, narcotráfico,
migración, al tiempo que niegan espacios para la reflexión
crítica, las sociedades latinoamericanas se encuentran
empantanadas en una lógica de fatalidad, provocada por
el neoliberalismo predador que les ha sido impuesto y que ha sitiado
las identidades locales a favor de una homogenización.
En este contexto, las identidades nacionales se encuentran sitiadas
por una invasión ideológica apoyada por las industrias
transnacionales y estigmatizadas por el ideario colectivo mundial,
que identifica sistemáticamente a los países con
lacras sociales: a Colombia con el narcotráfico y la violencia,
a México con la corrupción, a Argentina con la pobreza.
Con el miedo social o la histeria colectiva, promovidos desde
las elites de poder económico, social y religioso trabajando
para revertir los procesos democráticos en los países
latinoamericanos, es necesario que se busque la manera de colocar
–incluso dentro de los propios intereses de esas elites–
contrarrelatos que equilibren la situación mediática.
Por otro lado, la aparición oportunista del pensamiento
fácil representado por los chamanes de la autoayuda, en
respuesta a estos miedos, está produciendo un proceso de
desocialización e inhibiendo la participación ciudadana
en procesos sociales.
Rossana Reguillo, profesora investigadora del departamento de
Estudios Socioculturales del Instituto Tecnológico y de
Estudios Superiores de Occidente (ITESO), en Guadalajara; titular
de la cátedra UNESCO de Comunicación, y quien actualmente
trabaja sobre juventud, culturas urbanas, comunicación
y medios masivos, con especial interés en la relación
cultural entre la comunicación y los derechos humanos,
analiza esta situación, cuya solución sólo
es posible mediante la ciudadanización de los medios y
la participación más activa de la gente en los procesos
sociales.
Con
los países latinoamericanos prácticamente invadidos
por la cultura estadounidense, además de la estigmatización
que sufren varias naciones –Colombia con violencia, México
con corrupción, Argentina con pobreza–, hay una idea
de que en América Latina (AL) no se puede vivir. ¿Cuál
podría ser la identidad cultural de Latinoamérica?
En primer lugar, para plantearla tienes que imaginarte que una
identidad no es un contenido homogéneo, no es estático,
siempre se está renovando y reinventando, y está
hecho de muchos rasgos que tienen que ver con referentes de identificación
de la gente, con un lenguaje compartido, con una memoria. Por
tanto, más que pensar en términos de una identidad
latinoamericana, yo hablaría de un patrimonio simbólico
latinoamericano, de una memoria latinoamericana muy rica, muy
diversa y, fundamentalmente, de un proyecto y un horizonte imaginado
de futuro.
En ese contexto, el hecho de estereotipar y estigmatizar la América
Latina ha sido un proceso de doble sentido: por un lado, se tiende
a pensar que AL es una región continua y homogénea,
lo cual es un absurdo (por ejemplo, cuando fui a impartir una
conferencia en Europa, se me acercó un colega noruego muy
bien intencionado que me dijo: “tengo un conocido en Venezuela,
¿ lo conocerás?”, y le contesté que
yo vivía en México; esto me lleva a pensar que no
hay ni siquiera un lugar geográfico en la cultura metropolitana);
por otro lado, cuando esta generalización de estereotipos
sobre América Latina no se puede sostener más, se
generan los estereotipos particulares y localistas, como Colombia
igual a violencia, México igual a corrupción y narcotráfico,
Argentina igual a pobreza, Bolivia igual a miseria y atraso, etcétera.
En este sentido, considero que uno de los desafíos fundamentales
para AL es encontrar un espacio en la conversación global,
que permita afirmar dicha memoria –patrimonio simbólico–
y el proyecto político de futuro de una manera más
critica, más democrática, que incluya en este debate
a las poblaciones y a los ciudadanos de los distintos países,
porque parte del problema de la construcción de la identidad
estriba en que se hace por la vía de la folclorización
de nuestras identidades. Y es que uno no puede combatir la imagen
de la corrupción y del México pobre a través
de la música autóctona, del traje de charro o de
la figura emblemática de cualquier cosa; creo que para
ello debe haber un proyecto político de mucha mayor densidad
y envergadura. En este sentido, pienso que están pasando
cosas interesantes.
Los
ciudadanos latinoamericanos sufren esa estigmatización
por parte de los habitantes de otros continentes, pero además
en sus propios países se dan estos fenómenos: hay
racismo, hay segregación, hay exclusión. ¿Esto
afecta también a la identidad?
Claro que sí, pero esto no lo puedes pensar sin vincularlo
con los problemas del poder; muchas de estas construcciones imaginarias,
de estas etiquetas de lo peligroso, lo marginal, lo desechable,
lo terrible, lo enfermo, etcétera, han sido edificadas
y codificadas de la mano de un proyecto de matriz civilizadora,
eurocéntrica, blanca, masculina, y lo que ha generado en
los países es una especie de efecto matruska: el proceso
de estigmatización que sufren los latinoamericanos en Estados
Unidos es el mismo tipo de mecanismo de poder que se fija sobre
ciertos actores sociales desprotegidos, excluidos, en el interior
de las sociedades nacionales. Y en esta fabricación de
enemigos, o en esta construcción de coartadas para justificar
la discriminación y la exclusión, cierto tipo de
joven popular juega un papel fundamental de chivo expiatorio.
Pero esto es un efecto de boomerang que hoy se radicaliza con
los medios de comunicación.
Su
estudio sobre la construcción social del miedo se basa
en la hipótesis de que quien logre apropiarse de los miedos
de la sociedad será quien podrá definir el proyecto
para el siglo XXI. En vista de los últimos acontecimientos,
parece ser que esos miedos ya tienen dueño. ¿Cuál
es su opinión al respecto?
Sí, pero se están redefiniendo cosas. Cuando empecé
a hacer esta investigación, que está recién
concluida, no era del todo claro cómo se iba a configurar
la apropiación autoritaria de los miedos sociales; sin
embargo, el 11 de septiembre de 2001 fue un hito, una definición
muy fuerte que indicó precisamente que este proyecto del
miedo iba teniendo cada vez dueños más claros, y
estamos hablando, en primer lugar, de un poder imperial que no
se agota en la concepción de los Estados Unidos y George
Bush, dado que es una urdimbre mucho más perversa, es un
asunto, es una lógica, es una forma de configuración
que está adquiriendo proporciones muy alarmantes en la
región latinoamericana. Lo que está pasando en El
Salvador, Guatemala y Honduras, a propósito de los Maras,
utilizadas como recurso retórico, sin quitarle ni un ápice
a la violencia real que estos grupos pueden estar conteniendo,
es terrorismo psicológico de Estado para controlar las
urnas, los procesos electorales, la economía.
Sin embargo, cuando empecé a realizar este trabajo, entre
1997 y 1998, decía que se estaba dibujando la vía
del miedo, pero no había aparecido tan claramente, sino
sólo de manera muy juguetona, el contrarrelato que es el
de la esperanza, así que ahora reformulo: quien controle
los miedos y logre contener las esperanzas, será quien
domine el proyecto social del siglo XXI.
Aquí están pasando cosas muy fuertes: por un lado,
este proyecto autoritario del miedo, representado por la figura
del imperio, del Estado en los gobiernos nacionales, no es suficientemente
poderoso para generar la alternativa de respuesta, es decir, para
generar la esperanza. Entonces no pueden controlar un proyecto
nada más en función del miedo, tienen que proporcionar
las salidas. Por ello, el proyecto se está viendo fisurado,
desbordado, bombardeado por la emergencia de los chamanes de la
autoayuda –donde están los Paulo Coelho–, quienes
forman parte de toda una corriente mucho más complicada
que el new age y los cuales, al parecer, son sólo autores
de libros, pero no, son una matriz, son parte de algo que se está
gestando y está desocializando rápidamente a nuestras
poblaciones, a la gente.
En segundo lugar, algo que sucede en AL, a pesar de que creíamos
que ya estábamos a salvo de ello, es el retorno de lo religioso
por la vía conservadora más terrible. Por eso tenemos
que aquellos que están ofreciendo alternativas a estos
miedos producidos son las iglesias históricas y tradicionales,
pero de manera especialmente relevante las neo-iglesias, y ahí
hay un tema que se está volviendo cada vez más importante.
La tercera cuestión que me parece relevante para repensar
el hecho de controlar los miedos y administrar el espacio de la
esperanza, es el fortalecimiento de grupos con un cierto conservadurismo,
con talante autoritario, que están obligándonos
a retroceder en términos de la cultura democrática;
estoy hablando de empresarios y de cúpulas de poder económico.
Para poner un ejemplo claro, basta pensar en la postura que estos
grupos tienen respecto a los derechos humanos: cuando parecía
que en América Latina ya habíamos instalado adecuadamente
el discurso de los derechos humanos, emergen voces, pero no cualquier
voz, no es la del señor que tiene un Stratus y va a la
fábrica en calidad de gerente, sino la de los dueños
del capital que opinan que el tema de los derechos humanos es
para delincuentes, al tiempo que piensan que desaparezcan a los
pobres, que maten a un montón de chavos banda, que deporten
a todos los Maras. Esto tiene un efecto dramático para
la sociedad.
En
este contexto del miedo, ¿las sociedades deberían
tener cuidado de la gente o de las instituciones que ofrecen la
salvación?
A todo eso le llamo la atmósfera de sanación. ¿Quiénes
son los portadores de la salvación hoy en día? Era
claro que en el antiguo régimen, en la Edad Media, era
la Iglesia católica (estoy hablando de un proyecto occidental);
poco después el Estado era el garante, el gran terapeuta
oficial, y hoy ese papel está repartido entre esas dos
instituciones. Pero hay un tercero que me parece fundamental y
que está cobrando una relevancia dramática en nuestras
sociedades: el narcotráfico, y no como red de crimen delincuencial,
no como negocio, sino como un espacio de esperanza, de alternativa
de vida y de continuidad para amplios sectores de la población
–muchos de ellos jóvenes–, que ven en las estructuras
y la cultura del narco una posibilidad de incluirse en un sistema
que los desecha con la mano en la cintura.
¿Podemos
pensar que se aprovechan o se fabrican circunstancias para producir
miedo en la sociedad, con el fin de influir, por ejemplo, en procesos
electorales? En México vivimos una circunstancia que se
ajusta a este patrón, la elección de 1994 y el asesinato
de Luis Donaldo Colosio. ¿Este caso particular es un ejemplo
de la utilización del miedo?
Sí, indudablemente. Más allá de lo conspirativo
–yo no soy investigadora policíaca ni mucho menos–,
es claro que lo que pasó tras la muerte de Colosio fue
quizá la última expresión de un régimen
aterrorizado por la inminencia de un cambio. Creo que este suceso
hay pensarlo no como la acción confabuladora y maquiavélica
de cinco individuos que se encierran en un castillo oscuro a la
manera del cine de Hollywood, sino como el acto coordinado, pero
no orquestado, de un conjunto de personas que están sobre
el poder y la lógica del poder.
Lo anterior es claramente visible en Estados Unidos, pues si George
Bush ganó las elecciones fue por el miedo, pero justamente
lo importante del análisis empírico de estas cosas
es que José María Aznar perdió en España
precisamente por el miedo; entonces lo importante aquí
es tratar de ver cómo repensar todo esto, cómo se
está configurando este escenario y cuál es el papel
que la sociedad está jugando.
Usted ha sostenido que los medios de comunicación no son
buenos ni malos por sí solos, que no son capaces de condicionar
definitivamente una actividad social, pero ciertamente no son
inocuos y no son justos. ¿Cómo influye en la sociedad
la reproducción sistemática de la violencia, del
narcotráfico, de la migración que se hace en los
medios, en la construcción social del miedo?
En esto los medios juegan un papel central y clave, porque actúan
como cajas de resonancia del fenómeno del miedo. Aquí
hay una cuestión importante. Cuando yo digo que los medios
por sí mismos no son malos ni buenos, pienso en el dispositivo,
no en la industria, pero cuando hablamos de los propietarios y
del proyecto ideológico de los medios, entonces el asunto
cobra otra característica.
Es evidente que, ante la imagen reiterativa, constante, machacona
de estos terrores, de este Apocalipsis, la gente va construyendo
erróneamente modos de entender lo real, modos de entender
lo social, lo cual provoca un atrincheramiento cotidiano cada
vez más grave. Pienso, por ejemplo, cuando los conflictos
en Tepito con la entrada de la policía, en la noche más
dramática del conflicto, con disparos, incendios y demás,
hubo una imagen que Televisa repitió mientras se hablaba
de otra cosa. En un lapso de hora y media repitieron 35 veces
el mismo segmento de la policía reculando, y los malos
eran morenos, chaparros, gordos como la mayoría de mexicanos
–esto va generando una paranoia terrorífica–;
luego a esa imagen visual se le añadió la imagen
retórica. Recuerdo también a una periodista de radio
y televisión que hablaba de la “intifada” en
Tepito, lo que es una irresponsabilidad grandísima.
El problema es que los medios son un poder omnímodo, especialmente
la televisión, que es una televisión que no está
siendo pensada por los ciudadanos, quienes tendrían que
estar muy preocupados no por generar censura, sino por crear espacios
de debate público que permitan cuestionar estas situaciones.
¿Es
necesario quitarle a los medios ese papel de jueces que tienen
actualmente? Y lo más importante, ¿se puede hacer?
Yo creo que sí, con la condición de que se muevan
simultáneamente muchas cosas, lo cual es sumamente complicado.
Por un lado, la escuela y los maestros ya no pueden estar enseñando
a sus alumnos de espaldas a los grandes medios masivos de comunicación;
de alguna manera hay que prepararlos, capacitarlos para trabajar
con la televisión dentro del aula, con el fin de fomentar
la lectura crítica de estas realidades. Por otro lado,
es fundamental presionar ciudadanamente –a través
de las organizaciones– para que de una buena vez se apruebe
la reforma a la Ley Federal de Radio y Televisión; es vergonzoso
que no se produzca en este país. También es necesario
desmitificar el poder de estos medios, porque, incluso, hay muchos
académicos que les atribuyen un papel de verdad y verosimilitud
que yo pondría en duda. Me aterra escuchar ponencias de
académicos armadas con datos de periódicos; claro,
los reporteros podrán ser muy buenos, pero su trabajo,
por muy comprometido que sea, está intervenido por un proyecto
editorial de los dueños de los medios.
Yo creo que se puede contrarrestar, que se pueden producir contrarrelatos.
Una de mis obsesiones fundamentales es cómo colocar mediáticamente
contrarrelatos, como el de los Maras –que en este momento
es un tema nodal de histeria colectiva–, el de la delincuencia
generalizada entre los jóvenes, o el de la apatía
política. Considero que en México es necesaria una
tarea de restitución del intelectual público, dado
que, salvo Carlos Monsiváis, tenemos muy pocos intelectuales
ocupando lugares centrales de enunciación capaces de producir
un relato que por lo menos equilibre el asunto.
¿Esto
tiene que ver con lo que usted ha mencionado, que en nuestras
sociedades hay un “adelgazamiento del pensamiento crítico”?
Exactamente. Por un lado, hay muy pocos intelectuales reflexionando
frente al público sobre los cosas que pasan; por el otro,
el pensamiento crítico está sitiado por el pensamiento
fácil, por los Paulo Coelho o los Carlos Cuauhtémoc
Sánchez, que tienen el decálogo de cómo vivir
mejor cotidianamente; por tanto, mucha gente, en estas condiciones
de empobrecimiento estructural, prefiere no involucrarse en la
tarea del pensamiento crítico.
El
académico inglés y experto en comunicación,
John B. Thompson, asegura que los bloques hegemónicos tienen
fisuras y que hay algo que se puede hacer: filtrar información.
¿Éste sería el caso?
Yo pienso que sí, comparto la visión de Thompson.
Efectivamente, esto es muy importante, porque es como romper la
lógica de la fatalidad en la que nos ha sumido el neoliberalismo
predador, ayudado en gran medida por los medios, pero hay que
romper los bloques hegemónicos no es fácil, tampoco
hay que caer en el voluntarismo.