Los
últimos 500 años nos han demostrado que los territorios,
como las fronteras que los limitan, han sido la manzana de la
discordia entre los hombres, los pueblos y sus gobiernos. Estos
límites no son desde luego trazos naturales, sino instrumentos
sociales y políticos, desplegados además con arbitrariedad
por derecho de conquista, por tradición, presencia cultural
o por conveniencia política. Como tales, las fronteras
han sido siempre móviles, dinámicas e inestables,
igual que el resto de las manifestaciones humanas y sociales.
Las naciones, sin embargo, han hecho parecer todo lo contrario:
han querido sacralizar los límites territoriales en defensa
del Estado nacional; un idioma, una cultura y un territorio fundidos
por la homogeneidad son la fórmula con la cual operaron
durante siglos. En realidad, las fronteras están donde
la voluntad política o cultural las quiere poner, a pesar
de la obligatoriedad del pasaporte y del peso de la nacionalidad.
Desde que Marshall McLuhan, profeta de las transformaciones culturales
y comunicativas del siglo XX, puso en el imaginario colectivo
la “aldea global”, donde los territorios son espejismos
cartográficos y predomina el espacio simbólico creado
por los medios de comunicación, la integridad de los estados
nacionales ha sido trastocada por una nueva realidad, delineada
por los permanentes desplazamientos de capitales, trabajadores,
mercancías, ideas o prácticas culturales que violan
con ironía el principio de la territorialidad.
Mientras la aldea global se manifiesta, no precisamente como un
espacio democrático, igualitario, abierto o fraternal,
sino como la aldea de promoción y realización del
gran capital, las fronteras se atrincheran, las murallas se refuerzan
y los estados buscan afanosamente asirse de los dogmas ancestrales
para conservar su poder. Inmersos como estamos en la globalización,
nos encontramos ante un mundo mucho más complejo e intrincado
de lo que fue.
Manuel Valenzuela Arce, especialista en estudios culturales e
investigador de El Colegio de la Frontera Norte, ubica los contrasentidos
de las fronteras, enfatizando los nuevos cánones que surgen
en estos espacios de poder, campos minados para el hombre, apenas
perceptibles para el capital trasnacional e intangibles para la
cultura que trastoca los límites territoriales recreando
formas de ser y de hacer lo que sólo el hombre, en colectivo,
es capaz de provocar.
¿Cómo
debemos entender ahora el concepto de frontera en la tan pretendida
aldea global?, ¿cómo ha cambiado su significado?
Si pensamos en la perspectiva decimonónica, las fronteras
estaban fuertemente delimitadas por espacios que se consideraban
como autoconstreñidos y el concepto de soberanía
se expresaba en esa condición, que definía el ámbito
nacional por los asuntos de interés de esa comunidad. Desde
hace varias décadas, lo que observamos no es la desaparición
–como mucha gente afirma– de las fronteras nacionales
en el mundo global, sino nuevas formas de visibilidad e identificación
de esas mismas fronteras. Socialmente, podemos explicar estos
cambios en tres variantes.
Una tiene que ver con la dimensión político-administrativa,
que sigue siendo importante. Sin embargo, esta demarcación
no implica ya una condición de soberanía en el sentido
elitista, sino que vemos que los ámbitos de poder, de control,
de decisión del Estado nacional se encuentran fuertemente
permeados por otro tipo de procesos. Uno de los más fuertes,
que trastoca incluso esta perspectiva de soberanía, ha
sido el propio desarrollo de las formas de producción del
capitalismo actual, sobre todo la fuerte presencia del capital
financiero y su capacidad para participar, para incidir y para
decidir sobre aspectos fundamentales de la política social
de los estados nacionales. En un país como el nuestro,
y en general en los latinoamericanos, sabemos de manera muy clara
que los marcos de la política social han estado fuertemente
influidos por las perspectivas de los grandes grupos financieros,
el Banco Internacional, el Banco Mundial, y una serie de estrategias
de regulación que van en función de los intereses
del propio capital financiero.
En segundo lugar, hay una transformación a partir de los
campos de regulación internacional que se sobreponen a
los que habían sido ámbitos específicos de
decisión de los estados nacionales. Pienso, por ejemplo,
en las regulaciones sobre derechos humanos, sobre recursos ecológicos,
sobre bienes que son considerados patrimonio de la humanidad,
es decir, hay una serie de disposiciones internacionales que los
países deben acatar, supervisados por instancias internacionales.
Por supuesto, hay violaciones frecuentes, sobre todo de parte
de los países poderosos (particularmente de Estados Unidos),
pero digamos que desde la propia conformación del acuerdo
multinacional del cual emerge la ONU vemos que las disposiciones
se sobreponen a los ámbitos y cotos decisivos de los estados
nacionales.
En tercer lugar, observamos cambios importantes en los procesos
sociales que están rebasando a los propios estados nacionales,
y que tienen que ver con la conformación de comunidades
y redes trasnacionales que definitivamente implican una nueva
dimensión de extraterritorialidad. Aquí hay cosas
que deben definirse y redefinirse, sobre todo pensando en situaciones
como la de los inmigrantes y en casos tan peculiares como el de
nuestro país, cuya población (mexicana o de origen
mexicano) representa casi una quinta parte de la población
actual de Estados Unidos. Esto implica a México en asuntos
que podían considerarse del ámbito de la incumbencia
nacional de Estados Unidos, pero que tiene en nuestro país
una repercusión central.
Si
consideramos que las remesas son, después del petróleo,
la segunda fuente de divisas del país o “la otra
Secretaría de Hacienda”, como diría Monsiváis,
estamos hablando sobre todo de implicaciones económicas…
Y culturales, políticas, sociales… pero sí,
las más fuertes son de carácter monetario. El año
pasado, por ejemplo, los ingresos para México por este
rubro representaron cerca de 17 000 millones de dólares,
lo cual implica cambios importantes en la perspectiva tradicional
de las fronteras. Estas transformaciones se ven claramente en
la frontera México-Estados Unidos con la dimensión
del “México de afuera”, conformado por los
mexicanos que viven en el norte del Río Bravo, donde hemos
visto cambios fundamentales en la lógica misma del Estado
y del proyecto nacional.
Podría mencionar, por ejemplo, la modificación constitucional
a la opción de nacionalidad, es decir, a la posibilidad
de tener más de una nacionalidad, aspecto que trastoca
el concepto mismo de ciudadanía que yo considero uno de
los ejes que requiere mayor atención, pues más allá
de la condición migratoria –dado que el desplazamiento
es una de las marcas fundamentales de este siglo XXI– se
requieren regulaciones que establezcan el respeto a los derechos
humanos y a nuevas formas de ciudadanía para los inmigrantes.
Creo que esa es una agenda pendiente que discutir.
¿Y
el voto en el extranjero?, ¿qué implicaciones tiene
en este contexto de ciudadanía trasnacional uno de los
ejercicios y derechos fundamentales del ciudadano?
Primero que nada hay que reconocer que cambia de manera importante
el significado de frontera nacional, pues deja de restringir los
derechos ciudadanos al territorio nacional. La delimitación
del ejercicio mismo de ciudadanía mexicana sobrepasa los
límites territoriales para actuar en un ámbito de
nacionalidad más complejo. De hecho, desde que la posibilidad
se planteó, en las elecciones pasadas, ya había
una fuerte oposición de algunas organizaciones políticas,
no sólo por el desconocimiento de cómo sería
el comportamiento político electoral de la población
mexicana en los Estados Unidos, sino por el riesgo implicado en
la posibilidad de que 2.7 millones de mexicanos en condiciones
de votar lo hicieran sin control alguno.
Ese desconocimiento sobre sus opciones, preferencias y disposiciones
para votar generó una situación de incertidumbre
muy fuerte a la que no estaban acostumbrados los partidos políticos.
Abrir el voto en el extranjero significó abrir un escenario
de por sí complicado.
En otro nivel, dentro del ámbito de transformación
de la condición ciudadana, se encuentra el hecho de poner
en la agenda una mirada distinta que refleje lo que pasa con la
población mexicana del otro lado de la frontera. En las
pasadas elecciones federales, el PRD propuso a un candidato chicano
para diputado, una situación inédita, como el caso
del Rey del Tomate, un inmigrante que a su regreso a México
ganó las elecciones del municipio de Jerez, en Zacatecas,
y no se le reconoció el triunfo porque no tenía
los años requeridos de residencia en México. A raíz
de este acontecimiento, un grupo de inmigrantes hizo un estudio
que concluía afirmando: “México acepta nuestro
dinero, pero no nos aceptan a nosotros”. Esto, en conjunto,
nos muestra escenarios complejos y brutales, donde el propio país
frena el proyecto nacional.
Hace varias décadas, Salvador Novo decía que un
país que expulsa a su gente debe reconocer que algo está
funcionando mal. Si en México 400 000 personas tienen que
irse cada año es que algo no está funcionando bien,
que mucho no está funcionando bien. La articulación
del propio proyecto de nación, el reconocimiento de niveles
altos de pobreza, la falta de generación de empleos para
1 400 000 personas que cada año ingresan al mercado de
trabajo nos habla de un problema muy grave, donde el desplazamiento
se configura como una de las opciones para obtener condiciones
dignas de vida, para sectores muy amplios de la población.
Todo ese conjunto de elementos nos obliga a reconocer la condición
estratégica de la frontera, que ha sufrido una transformación
fundamental frente a la visión más tradicional de
los límites territoriales, aunque debo decir que las fronteras
siempre han sido permeables.
Pero
ahora estamos viviendo una situación de mayor control,
¿no es cierto? Las fronteras se han convertido en auténticos
campos minados…
Digamos que se han endurecido aún más a partir de
la caída del Muro de Berlín y en los años
noventa, cuando vivimos un proceso de militarización (de
las fronteras) que se acentuó con los atentados del 11
de septiembre.
Ahora es evidente porque se redefine la perspectiva de frontera
desde el gobierno de Estados Unidos, no sólo como un asunto
vinculado a un mercado internacional de fuerza de trabajo, sino
además como un asunto de seguridad nacional, lo que conlleva
mayor control sobre los procesos de flujo migratorio. Desafortunadamente,
esta transformación ha implicado un incremento de la vulnerabilidad
de los emigrantes y, por lo tanto, de
las muertes.
Resulta
paradójico que fuera precisamente en esos años,
al mismo tiempo que el TLCAN estableció el compromiso de
difuminar las fronteras comerciales, cuando se endurecieran aún
más las acciones contra los flujos migratorios. Es claro
que los capitales han desplazado a las personas como protagonistas
de los procesos de globalización.
Bueno, habría que hacer algunas acotaciones. En primer
lugar, cuando usualmente se habla de globalización se piensa
en procesos un tanto amorfos que tienen que ver con escalas globales,
escalas trasnacionales, escalas que tienen una perspectiva planetaria.
Yo creo que cuando hablamos de globalización fijamos dos
planos del proceso: por un lado, la implantación a escala
mundial de una forma productiva y de la definición de los
procesos económicos, de los procesos sociales, desde la
dimensión del capitalismo tardío y la prevalencia
de los intereses de este capital financiero, especulativo, depredador
(es innegable el peso que tiene este esquema económico);
por otro lado, hablar de globalización es hablar de la
conformación de hegemonías políticas que
han disminuido el papel protagónico de organismos como
las Naciones Unidas, cuyos resultados son actos unilaterales de
las potencias (sobre todo de los Estados Unidos), basta pensar
que los cinco países que integran el Consejo de Seguridad
de la ONU son, al mismo tiempo, los principales productores y
distribuidores de armas en el mundo.
En tercer lugar estaría la dimensión cultural de
la globalización, y ahí estamos hablando de varios
aspectos, pero ante todo de una globalización que refiere
a una condición de cercanía. Lo que antes parecía
que ocurría en un espacio muy lejano, hoy lo percibimos
(cuando menos sus efectos) de inmediato, lo conocemos de manera
casi instantánea, nos informamos; además, las cosas
se nos presentan articuladas, nos afectan, nos implican, nos involucran
de una manera mucho más clara, mucho más directa.
Esto ha llevado a algunos autores a enfatizar cierta dimensión
de “homogenización cultural” relacionada con
los procesos de globalización; sin embargo, yo creo que
no ocurre de esa manera. Es innegable que hay referentes comunes
vinculados a este mundo global, pero también existen múltiples
ejemplos de recreación, de apropiación, de resignificación
y numerosas formas desde los ámbitos locales, regionales
o nacionales que resignifican muchos de estos procesos, al mismo
tiempo que hay inercias, prevalencias y emergencias que no necesariamente
están ligadas con los rasgos dominantes de la globalización.
Entonces,
¿la cultura es la única que ha logrado trascender
las fronteras?
Además del capital, claro está; aunque no cualquier
capital, sólo el trasnacional. Si nos detenemos un poco
en lo que sucede en nuestros límites con Estados Unidos,
veremos una situación paradójica: al mismo tiempo
que la frontera se atrinchera brutalmente contra el hombre desde
la dimensión geopolítica –visible a través
de las mallas ciclónicas que incluso se internan en el
mar–, en términos culturales están ocurriendo
procesos distintos que denotan la condición porosa de las
propias fronteras, procesos de orden cultural que no pueden ser
contenidos ni por las mallas ni por los muros. Estos tienen que
ver con importantes fenómenos de recreación cultural,
de apropiación, de incorporación de elementos externos
que son transformados, resignificados, recreados y que implican
“préstamos” para la otra cultura. Al mismo
tiempo, ocurren procesos importantes de resignificación,
de disputa, de resistencia y también de conflicto cultural.
Toda esa dimensión compleja define los muros fronterizos,
y en el orden cultural efectivamente no hay una correspondencia
entre las disposiciones de orden geopolítico y los elementos
de relación intercultural que se construyen y que tienen
una condición transfronteriza.
Ahora estamos viendo, por ejemplo, el crecimiento de procesos
trasnacionales cuya lógica no se puede comprender desde
el acotamiento específico de uno de los lados de la frontera,
sino que requiere ubicarlos en una perspectiva transfronteriza
trasnacional. Uno de los más visibles, sobre todo en el
siglo XX, tiene que ver con los movimientos juveniles. El primero,
el fenómeno de los pachucos que emerge en 1939 entre El
Paso, Texas, y Ciudad Juárez, Chihuahua, y que rápido
se expande a lo largo de la frontera en ambos lados, con elementos
culturales marcados por un repertorio simbólico, por códigos
propios que incorporan elementos articulados con procesos culturales
de ambos países. Después vino el cholismo y, actualmente,
otro tipo de fenómenos, las Maras, que forman parte de
este todo que tiene que ver con la cultura de frontera. También
hay otro tipo de productos de tradición estética,
artística y cultural en la cultura chicana, y de manera
más reciente, las recreaciones simbólicas que están
haciendo artistas de la propia frontera, especialmente de Tijuana.
Así, los procesos culturales rebasan los marcos fronterizos
de varios elementos: el primero relacionado con los mundos electrónicos
y la articulación que se construye más allá
de las trincheras físicas; el segundo tiene que ver con
la propuesta que se desarrolla desde los propios medios masivos
de comunicación; el tercero, con la dimensión de
la migración, no sólo como referente sociodemográfico,
sino como forma de vida y de significación de la vida,
como experiencia que acompaña al inmigrante, quien participa
dentro de esos márgenes de aculturación; en cuarto
lugar estaría la presencia de la propia frontera y la intensidad
de sus interacciones que genera este tipo de encuentros, de préstamos,
de recreaciones, de disputas. Las fronteras expresan una suerte
de interculturalidad mucho más compleja que lo que presentan
las posturas políticas.
Pero
es precisamente la cercanía de los mexicanos de la frontera
con la cultura estadounidense la que ha marcado históricamente
cierto desdén hacia el mundo chicano, ¿no es cierto?
Pues sí, pero lo que ocurrió y está ocurriendo
en la frontera es diferente a lo que se piensa en el resto del
país, en muchos sentidos. Los lazos familiares con esos
millones de mexicanos que se quedaron del otro lado de la frontera
después del Tratado Bilateral no se rompieron (muchas de
las relaciones familiares aún continúan); claro,
lugares como Baja California sólo tenían relaciones
comerciales con Estados Unidos porque no había ni siquiera
carretera que los comunicara con México. Junto a ellos,
estaban las continuas amenazas de los estadounidenses que querían
apropiarse de más territorio, lo que incrementaba más
el temor, la incertidumbre, el recelo; sin embargo, algunos de
los eventos que marcaron la historia nacional indican que en la
frontera ocurre algo que no es entendido cabalmente.
La Intervención Francesa, por ejemplo, sigue siendo la
principal fiesta de la población chicana en los Estados
Unidos, pues a fin de cuentas era conveniente para todos: para
México, desde luego, por lo que significaba la derrota
del ejército más poderoso en aquella época;
para Estados Unidos, porque la defensa era perfectamente acorde
con una perspectiva que integraría más adelante
en la doctrina Monroe («América para los americanos»),
y para la propia población mexicana que se sentía
colonizada en Estados Unidos, porque la derrota de los franceses
por el general Zaragoza les daba cierta esperanza de derrotar
al ejército colonizador. En la Revolución, por poner
otro ejemplo, la población mexicana que quedó del
otro lado apoyó a sus paisanos con armas o dinero.
Sin embargo, las preocupaciones de muchos de los intelectuales
de finales del siglo XIX y principios del XX se enfocaban a esa
transformación cultural de lo mexicano que se consideraba
una suerte de “corrupción cultural”, de traición
a la cultura nacional, sobre todo vinculada a la degradación
del lenguaje por las transformaciones lingüísticas
que estaban ocurriendo. La mayoría de ellos
–Vasconcelos, Amado Nervo, Guillermo Prieto, José
María Iglesias, Martín Luis Guzmán y otros–
ni siquiera pensaba que esta población, que creció
en el contexto de una enorme discriminación racial y lingüística,
mantenía el idioma a pesar de todo. Esta dimensión
del cambio cultural y sus posibles implicaciones para la cultura
nacional seguiría de manera importante hasta muy entrado
el siglo XX, todavía con autores como Agustín Yáñez
y Octavio Paz. Desde la perspectiva del centro, se construyó
el concepto despectivo de pochos, a la que se identificó
con la pérdida de la identidad, el agringamiento y, de
manera más general, con la deslealtad a la nación.
¿Cómo
podríamos resignificar ahora los Estados nación
si la cultura y el idioma ya no están delimitados por el
territorio ni protegidos por las fronteras?, ¿será
que ese concepto está totalmente superado?
Lo que pasa es que nunca operó. Lo que hubo es un discurso
homogeneizante y la construcción de una historia nacional,
resultado de una apropiación selectiva de la memoria social
por parte de ciertos grupos, mismos que definen un discurso legitimado
desde las instancias del Estado nacional. En la mayoría
de los casos son estados nacionales que se sobreponen a rivalidades
multinacionales, multilingüísticas y multiculturales.
En México, la idea de la nación independiente emerge
bajo un discurso homogeneizante, pero absolutamente excluyente
de lo que realmente ocurría en el país. Basta recordar
a José María Luis Mora hablando de que en México
ya no existían indios porque el proceso de independencia
se había consolidado, hablando de un país en el
cual sólo había ciudadanos con igualdad de oportunidades…
Aquí hay una negación discursiva que tiene muy poco
que ver con lo que está pasando en nuestro país
y eso sucede en la mayoría de los países. En realidad,
esta idea de la “comunidad nacional” es imaginada
desde el discurso legitimado, un discurso que necesita ser altamente
excluyente de la enorme heterogeneidad para construirse y que
confiere a una comunidad la camaradería horizontal ponderando
ciertos rasgos e ignorando otros. No obstante, la posibilidad
de seguir manteniendo un discurso de este tipo también
se fragmenta, en el caso mexicano, con la insurrección
zapatista del sureste en enero de 1994, porque entonces se presenta
efectivamente un enorme imago dentro del cual se reflejan las
prevalencias de rasgos exageradamente racistas en la sociedad
mexicana.
Entonces, esta concepción de la frontera, de la herida
abierta, de la imagen del pocho se complementa con la perspectiva
de la literatura anglosajona: la frontera es paso de vicios, de
prostitución, el pozo del mundo. Ya en los años
sesenta, con todos los movimientos contraculturales en los Estados
Unidos, hay una reinvención de México, y la frontera
se convierte en el sitio exótico, el espacio del reencuentro
con realidades mágicas. Hasta hace pocos años, sobre
todo a partir de los ochenta, emerge una participación
importante de artistas y gente de las comunidades culturales de
la propia frontera que están generando nuevos imaginarios,
que no intentan negar lo que es evidente: que prevalece la violencia,
que hay casos de prostitución, que muchos de los rasgos
definitorios de la línea negra están presentes,
pero que, al mismo tiempo, se están generando otros discursos
y otros procesos desde los campos artísticos y culturales
que le han dado nueva visibilidad a las formas de representar
y de percibir los mundos fronterizos.
¿Podemos
hablar de una identidad propia de los mexicanos de la frontera?
Yo creo que en la frontera hay una enorme heterogeneidad. En primer
lugar, hay que reconocer la realidad de los pueblos indios y los
mundos no indígenas fronterizos: cuchumies, cucafas, yaquis,
mayos, seris, tehuanos, mexicaneros, huicholes, la misma población
mascoga de origen africano que emigró, en 1848, de la Florida
huyendo de la esclavitud y que configuró lo que hoy es
Mostes, Coahuila. Todas esas realidades son formas muy distintas
de identidad, con perspectivas diferentes a las que podríamos
encontrar en otros mundos.
En la división de los pueblos serranos, por ejemplo, y
en las grandes áreas urbanas notamos importantes diferencias
culturales, lo mismo que sucede con las culturas juveniles; hay
una gran heterogeneidad, pero también es cierto que en
el caso específico de la frontera encontramos otras formas
de negociar con el otro lado, sobre todo porque la relación
con el mundo anglosajón ha sido muy asimétrica.
Para la población chicana que quedó allá
no ha sido fácil, pues ha tenido que negociar, resistir,
luchar de muchas maneras contra las condiciones del racismo. Pienso
en esta visión que señalaba hace un momento: la
visión centralista que concibe al Norte como un espacio
sin cultura, o en las perspectivas que desde las fronteras se
construyen acerca del centro, como la imagen del antichilanguismo
y el antiguachismo, dos conceptos que han anidado en ciertos sectores
sociales de Sonora, Chihuahua, Coahuila y Nuevo León. Es
decir, tenemos estos desencuentros de la frontera con el centro,
del centro con la frontera, pero también con la población
del otro lado; de hecho, en el pasado hubo mucho desdén
y desconocimiento sobre lo que ocurría con esta población,
pero –como dije al inicio– la presencia tan fuerte
del “México de afuera” para la definición
de muchos de los procesos que marcaron la vida nacional ha vuelto
necesario el acto de repensar la relación con los mexicanos
que están del otro lado.
A
pesar de estos desencuentros, la relación entre los actores
de nuestras fronteras no es tan ríspida como la que se
da en otras, permeadas por concepciones teológicas e ideológicas.
Claro, y aquí el asunto es que la relación se mantiene
así por dos razones: en primer lugar, porque la mexicana
es una población que crece cinco veces más rápido
que los promedios nacionales en Estados Unidos; por tanto, está
en condiciones de negociación cultural con el mundo anglosajón.
En segundo lugar, porque la división de orden religioso
o de orden fundamentalista fue muy fuerte durante gran parte del
siglo XIX y principios del siglo XX, debido al racismo (mismo
que todavía mantiene una presencia en muchos niveles) integrado
en los ámbitos institucionalizados: en educación,
en los espacios públicos y recreativos, en el acceso a
los servicios de transporte, en las posibilidades de comprar vivienda
en ciertas zonas, en la forma en que se expresaba el control territorial.
Esa fue la base sobre la cual se conformaron en los años
cincuenta y sesenta los movimientos de derechos civiles y de resistencia
social, que dejaron atrás los conflictos ríspidos
entre dichas culturas.
Lo interesante es la visibilidad que están teniendo esos
procesos culturales en el resto del país y en otras partes
fuera del ámbito fronterizo. Ahora han captado la atención
sobre cómo, desde la propia frontera, están trabajando,
recreando, reinterpretando los procesos fronterizos, y eso les
ha dado una fuerte presencia; es el caso de la ciudad de Tijuana,
que ante los ojos del mundo es una frontera emblemática
del mundo global.
Se
identifica a nuestra frontera norte como la frontera de Estados
Unidos con Latinoamérica. ¿Es eso lo que le ha dado
mayor relevancia a los estudios culturales en nuestro país?
Creo que la propia frontera convocó atención. Hacia
finales de la década de los setenta se pensaba que estaban
ocurriendo procesos que debían ser interpretados en la
relación de la frontera México-Estados Unidos. A
inicios de los ochenta se fundó El Colegio de la Frontera
Norte y, casi al mismo tiempo, el Departamento de Estudios Culturales,
justamente para entender qué estaba pasando con los procesos
fronterizos y transfronterizos. Yo recuerdo que desde el principio
buscábamos interpretar las características de los
procesos sociales y culturales que emergen de la interacción,
de la interculturalidad, de la interrelación y de la densidad
de procesos que rebasan los límites nacionales, y que eran
diferentes o únicos, porque tenían matices que los
volvían reconocibles e identificables con lo que estaba
ocurriendo en otras partes de México y Estados Unidos.
Efectivamente, en algunas de estas marcas fronterizas figuraban
rasgos de los escenarios nacionales que hoy vivimos –el
asunto de las maquilas, la migración, la represión
estatal contra las comunidades indígenas. Así, nuestra
frontera empezó a representar procesos mucho más
amplios que vinculan la realidad mexicana con otras realidades
latinoamericanas.
Eso tiene que ver con el campo de las ciencias sociales, donde
hay un debate importante relacionado con el agotamiento de muchos
de los elementos que definieron los límites de las disciplinas
de los siglos XIX y XX, con acotamientos que son insostenibles.
Esta idea de la antropología que dividía pueblos
civilizados de pueblos incivilizados, de la historia que ejercía
una división tajante entre pasado y presente, marcada por
el positivismo, con la posibilidad de interpretar la realidad
social a partir de leyes, este conjunto de elementos se ponen
en duda sobre todo ahora, cuando observamos una fuerte incapacidad
de las propias disciplinas o cierta incomodidad para entender
muchos de los procesos que estamos viviendo; es como seguirlos
interpretando desde esos compartimentos.
Es cierto que las ciencias sociales han variado, que ha habido
transformaciones, adecuaciones, pero en esa variación vemos
cada vez más una conformación de perspectivas disciplinarias
que incorporan elementos, categorías, conceptos, referentes
teóricos, autores, acercamientos metodológicos que
corresponden a otras disciplinas. Lo que estamos viendo es que,
en muchos de los casos, lo que generan es muy heterogéneo.
Otras visiones aseguran que hay que crear una nueva plataforma
heurística, nuevas formas a partir de las cuales podamos
construir los elementos para entender, para interpretar la realidad
social, política, cultural que estamos viviendo. Creo que
los estudios culturales han sido importantes en las últimas
décadas porque, efectivamente, empezaron a atender asuntos
que rebasaban o que se colocaban en los intersticios, en los traslapes,
en las solapas de las disciplinas, y eso es muy importante y va
a continuar. No sé si se construya como una nueva disciplina,
lo que sí sé es que muchos de los casos requieren
nuevos tipos de acercamientos, nuevas miradas, la intensificación
del diálogo mismo de las disciplinas.
¿Cuál
es el escenario que usted vislumbra para las fronteras en el futuro?
Se habla de estadísticas alarmantes acerca de la migración,
impulsada por el crecimiento equivalente de la pobreza.
Pienso que urge un debate amplio en torno a la definición
de los rasgos del proyecto de nación que queremos construir,
un proyecto de nación abierto que integre a todos los mexicanos,
que garantice condiciones de vida digna para la gente de este
país; mientras esto no ocurra, mientras siga habiendo esta
abismal desigualdad, mientras crezca esa inmoral concentración
de la riqueza como en México durante el gobierno salinista,
el país tendrá como recurso disponible el desplazamiento.
Se articulan, pues, dos elementos importantes: uno es este desplazamiento
vinculado a las necesidades mismas de la fuerza de trabajo de
las economías más fuertes; otro, los factores de
expulsión vinculados a la pobreza, a la ausencia de esas
oportunidades, de generación de empleos. Esto implica no
sólo tratar de entender y dar soluciones al asunto migratorio,
ya que la situación es mucho más compleja. El gran
asunto es una redefinición de fondo del rostro del proyecto
nacional que estamos construyendo y de cómo conformar los
grandes ejes que deshebran los procesos de inclusión de
la población en todos estos proyectos.
¿Tenemos
razones para resistirnos a la expansión de esas culturas
híbridas?, ¿en este mar de identidades corremos
el riesgo de perder la nuestra?
El temor se está dando en ambos lados. Samuel Huntington,
un analista estadounidense, considera que la principal amenaza
para la estabilidad de los Estados Unidos es la presencia latina,
por la prevalencia de su lengua y su cultura; del lado mexicano,
la «americanización» se presentaba como una
gran amenaza, pero ya no se concibe así, al contrario.
Creo que hay que sacudirse lo más rápido posible
de esa impronta nacionalista e integrarse. Considero que nuestro
mayor problema no tiene que ver con pautas culturales, sino con
el gran descuido de la definición de un proyecto que proteja
los intereses de todos y no sólo de unos cuantos.
¿Es asequible conservar nuestros rasgos culturales
asumiendo las nuevas edificaciones de la cultura?
Por supuesto, hay muchas formas tradicionales que prevalecen,
se dignifican, se reinventan. Pensemos, por ejemplo, en lo que
sucede desde hace 17 años en Los Ángeles, donde
la comunidad oaxaqueña realiza la Guelaguetza. Esto es
muy interesante porque ha generado un debate entre la población
de origen oaxaqueño que vive en Estados Unidos y la que
vive en México sobre cuál es más legítima;
el argumento de los de Los Ángeles es que la suya es más
legítima porque es organizada por la comunidad y la de
acá la hace el gobierno. Como ese caso podemos mencionar
la tradición del Día de Muertos en Tijuana, entre
muchas otras que todavía van a tener larga vida. Por todo
ello, no es posible pensar en una uniformidad ni en la pérdida
de las tradiciones. También hay un movimiento de jóvenes
tijuanenses que hacen música electrónica y que hacían
lo mismo desde hace 15 años, pero a pesar de que eran muy
buenos nadie los reconocía, hasta que un día se
les ocurrió mezclar esos sonidos con la tradición
de tambora sinaloense y el conjunto norteño; eso los volvió
importantes en la escena global, en la medida en que ellos regresaron
a sus anclajes culturales, locales y regionales. Ese es un camino
que podemos repensar, articulando los procesos de relación
compleja entre lo local y lo global.