En
el siglo XX, debido a la gran cantidad de enfrentamientos bélicos
y de otras muchas dolencias que han azotado a la humanidad y que
han ocasionado pérdidas de vidas humanas y perjuicios aún
más atroces, ha resurgido en la filosofía la preocupación
en torno al problema del mal en el mundo, inquietud que vagaba
por la mente de los hombres desde los tiempos de Epicuro, uno
de los primeros intelectuales en interesarse en el tema.
Los humanos somos incansables buscadores de significados, como
bien dice Hugo Hiriart, y hemos desarrollado muchas maneras de
hacer inteligible todo lo que nos sucede: cataclismos, genocidios,
guerras, hambrunas… Males que retuercen al mundo han sido
explicados de muchas maneras y han quedado, al mismo tiempo, como
enigmas insondables, como interrogantes que constituyen desafíos
intelectuales para la ciencia, la filosofía y la fe.
Hiriart señala, por ejemplo, que el mal tiende a esconderse
de aquel que lo perpetra, como sostuvo Sócrates, para quien
nadie hace el mal adrede, sino por error, lo que concuerda con
la visión de San Agustín, que concibe al mal como
nacido de la ceguera que causan los apetitos y las pasiones desordenadas;
y aquí sobran ejemplos, aunque de esas pasiones, la que
ha probado ser más peligrosa es la pasión por las
ideas. Los grandes crímenes del siglo XX, por ejemplo los
genocidios totalitaristas de Adolfo Hitler y José Stalin,
que crearon para el mundo nuevas definiciones de la brutalidad
humana, fueron obra de políticos obsesivos, particularmente
Hitler, cuya utopía lo llevó a creer en la superioridad
racial.
Sin embargo, no todos concuerdan con esta visión. Un análisis
del concepto del mal revela –según Georges Bataille–
que cualquier mal que se perpetra para obtener una ganancia es
impuro; el mal, dice, para serlo en pureza debe ser gratuito e
inmotivado. Esta percepción ya es de por sí inquietante,
pero más turbador que saber cómo es el mal, cuándo
se origina y qué lo produce, es pensar en dónde
reside.
Julio Quesada, filósofo español y autor de obras
como El nihilismo activo y Las cenizas de Heidegger, desarrolla
este punto en su obra más reciente La filosofía
y el mal, y retoma como hilo conductor de este análisis
la intrínseca relación que siempre ha existido entre
civilización y barbarie.
Para Gaceta, el filósofo malagueño –académico
e investigador adjunto de la Universidad Veracruzana– explica
cómo la concepción de progreso occidental ha encarnado
también en una nueva percepción de “crueldad
necesaria”, y cómo todas las civilizaciones han racionalizado
de alguna forma la maldad, encajando su existencia dentro del
rompecabezas de la identidad humana, animal, cultural, económica,
histórica, social e, incluso, teológica.
¿Siempre
ha existido el mal en las civilizaciones: en las prehispánicas,
en las europeas, en los imperios romano, cartaginés o griego,
y en los “imperios” actuales?
El problema es que el mal forma parte de la propia civilización
a nivel de religión, de ciencia, de filosofía y
de historia. Siempre, y fundamentalmente en el Occidente, se ha
pretendido ver el problema del mal como ausencia de bien, como
algo irreal. Por ejemplo, se concibe el problema de las guerras
o el de la destrucción como si se pudieran ir resolviendo
con más educación, más cultura, más
ética, más religión o ciencia. El siglo XX
ha demostrado que todo eso es imposible, aunque parece fácil.
Pero
el desarrollo de la humanidad, el avance de la ciencia, la educación
o la cultura ¿no acaban con el mal?
No sólo no acaban con el mal, sino que el mal se transforma
en parte del progreso. Pongamos un ejemplo: la consolidación
de los Estados Unidos se construyó, entre otras cosas,
con base en la erradicación casi total de las tribus indias
que había en el territorio que colonizaron los europeos;
esa barbarie forma parte del progreso y, según Occidente,
era absolutamente necesaria. La filosofía marxista que
llevan a cabo Lenin y Stalin, misma que tiene a la lucha de clases
como el motor de la historia, es una teoría que racionaliza
el progreso al mismo nivel que la violencia; digamos que ésta
forma parte de una necesidad coyuntural histórica que tiene
ver con la dictadura del proletariado.
Entonces, cuando vemos en retrospectiva todas esas cuestiones
y acciones, como nosotros estamos aquí “vivitos y
coleando” y tenemos una sociedad de relativo bienestar,
nos parece que –como dice un proverbio antiquísimo–
“no hay mal que por bien no venga”, que no es más
que la justificación del mal. Eso en Occidente es un axioma
metafísico, lógico, teleológico que está
en Leibniz: nihil est sine ratione, “no hay nada sin razón”.
Esto se puede aplicar a nivel cósmico. Por ejemplo, según
las teorías científicas, la desaparición
de los dinosaurios por la caída de un meteoro cambia completamente
el clima, provoca una era de glaciación terrible que mata
a miles de especies. ¿Qué pasa con ellas? Si lo
vemos desde el punto de vista homínido, desde el punto
de vista de la meta nihil est sine ratione, pues sólo eso
dio lugar a la preeminencia humana.
Otro ejemplo, tanto la filosofía de la historia marxista
como la de la historia liberalista-capitalista tienen como motor
de funcionamiento el progreso e insisten en que “no hay
mal que por bien no venga”.
¿No
es cierto, como decía Rousseau, que el “estado natural”
del ser humano es bueno, pero se corrompe por la sociedad? ¿Es
el mal consustancial al hombre?
Yo creo que es parte de nuestra naturaleza animal pero, a diferencia
de los otros animales, nosotros, los racionales, somos capaces
de engañarnos y de mentir a los demás con teorías
de la violencia, con filosofías, religiones y políticas
relacionadas con el mal. Entonces ¿qué ocurre? Ocurre
que el mal se difumina y este problema deja de ser un problema.
Llega un momento en que las invasiones, los genocidios, las guerras,
los holocaustos, tantos hechos de tipo socio-histórico,
político, religioso, económico e, incluso, natural
como las catástrofes, se nos vuelven de lo más normal.
Hablemos
primero del aspecto teológico. David Hume ponía
sobre la mesa uno de los argumentos más antiguos del problema
lógico del mal diciendo: “¿Está Dios
dispuesto,a impedir el mal, pero no puede? Entonces es impotente.
¿Puede hacerlo pero no está dispuesto? Entonces
es maligno”. Si lo vemos así, es imposible compaginar
la bondad de un Dios todopoderoso, con la creciente realidad del
mal y del sufrimiento en el mundo. ¿Cómo se resuelve
este conflicto?
La propia religión cristiana, que es nuestro contexto cuando
menos cultural, ha superado esto desde el punto de vista religioso
transformando en ideología un argumento respaldado por
la política y la teología: el de la providencia
de Dios. Primero porque la propia Biblia establece que sus caminos
benevolentes son enigmáticos e insondables y están
más allá del entendimiento humano; por tanto, nunca
podremos llegar a comprenderlos. Además, no nos es dado
el cuestionar. El ejemplo clásico que trastoca la lógica
es el de Judas, porque si Dios sabía que Judas se iba a
condenar, ¿por qué lo creó? Éste es
sólo un eslabón de una cadena de conflictos en los
que, desde luego, no tenemos tiempo de pensar.
¿Y
en la política? Parece indudable que sigue vigente la filosofía
de Maquiavelo.
En la política es muy análogo, igual que en la historia.
Aquí opera la compensación de la parte por el todo.
El problema del mal, del sufrimiento, del dolor, de la muerte,
de nuestra propia finitud, etcétera, se traspasa desde
una individualidad concreta. A la idea de generación sigue
la idea de especie; a la idea de especie, la de evolución
o desarrollo. Desde ese punto de vista siempre miraremos lo que
nos pasa no desde nuestro propio presente, sino desde una especie
de futuro pluscuamperfecto en el que nos ubicamos de forma ideológica.
Gracias a eso somos capaces de enterrar a nuestros muertos, de
planear una serie de cuestiones donde todas las asperezas que
pueda suscitar el problema de mal, el problema de la no-coincidencia
entre la parte y el todo, entre las distintas esferas de la sociedad
civil y el Estado, se liman y todo nos cuadra porque la propia
historia, la sociología, la filosofía se encargan
de meter nuestras vidas en gran metarrelato que, volviendo a los
dinosaurios, nos dice que en el principio eran las células
más absolutamente elementales y después de miles
y millones de siglos he aquí el hombre y el progreso.
En esa perspectiva, siempre leemos la historia de izquierda a
derecha, le estamos presuponiendo un sentido y una meta, por lo
tanto “no hay mal que por bien no venga”, no importa
lo que pasa ahora con nuestra vidas, porque creemos en un futuro
que nos hará justicia. Entonces, el problema no es que
tengamos una parte animal clara, una parte de violencia documentada
a nivel antropológico, psicológico, científico,
sociológico, sino que teorizamos sobre la maldad.
Si
tenemos una tendencia natural a vivir en sociedad, ¿por
qué nuestra inclinación hacia la barbarie? ¿Es
que, efectivamente, “el hombre es el lobo del hombre”,
como reza la máxima de Thomas Hobbes?
Es que la civilización y la cultura tienen que ver fundamentalmente
con el poder, y el poder tiene que ver con la sociedad y los estados.
Hasta ahora todos los imperios, todos los estados nos han educado
en la uniformidad del pensamiento, en la homogeneización
de los seres. En esa educación hay ya de por sí
una violencia contra nuestros instintos animales, que tratamos
de reservar tanto en la escuela como en la sociedad civil, al
ser ciudadanos medianamente buenos. Sin embargo, en el ámbito
estatal, podemos ver que el Estado no deja de ser una maquinaria
de poder y de imposición de poder. En ese sentido, de la
misma forma que el Estado es el garante de la justicia, vemos
que éste también es el que puede invadir, el que
puede “legítimamente” declarar la guerra.
Por regla general, los científicos de la naturaleza, los
biólogos y evolucionistas nos vienen enseñando que
un animal mata para comer –salvo casos excepcionales como
el camaleón, que para sobrevivir es capaz de escamotear,
de mentir con su color–, pero lo que añadimos nosotros
como animales racionales es la capacidad de matar por ideas. Es
evidente que somos capaces de matar por el color de la piel, por
no tener la misma religión, por no creer en los mismos
dioses, etcétera; esta es, desde el punto de vista de la
violencia, la gran “innovación”, terrible,
brutal, que tiene que ver con la especie humana en tanto animal
racional.
Entonces, si vemos toda la evolución del género
humano a nivel histórico, social y político, no
tenemos más remedio –y esa es la clave de mi libro
más reciente, es una puerta abierta– que preguntarnos
en qué consiste la racionalidad de la cultura, porque en
aras de la civilización y del progreso en América
se asesinó a millones de personas, como se ve en el magnífico
trabajo de la Breve destrucción sobre las Indias; en aras
del progreso de la raza aria los nazis mataron a seis millones
de judíos; en aras del proletariado, la justicia y la ciudad
ideal, los bolcheviques, fundamentalmente Stalin, llevaron a cabo
la masacre más grande, cuantitativamente, que ha hecho
la especie humana hasta ahora.
¿Hay
una relación directa entre esta justificación de
la maldad y el poder?
Ahí esta la clave. Quien tiene el poder de contar la historia,
tiene el poder de racionalizar los asesinatos que comete en aras
de la justicia, de la libertad y del progreso. Esta es la columna
vertebral de mi libro: no se trata de instintos o de punciones,
como asegura Freud, sino de cómo el hombre maneja la violencia,
la crueldad, el asesinato en masa, las depuraciones étnicas,
las religiosas; de cómo lo hace el historiador, el sociólogo,
el filósofo de la historia, el científico; de cómo
ha estado el hombre al servicio del poder. Así, somos capaces
de decir “no hay mal que por bien no venga” porque,
por alguna razón, no creemos en la realidad del mal.
Esto es algo que nos separa de la cultura trágica griega,
realmente no creemos en la realidad del mal. Creemos, por ejemplo,
que con hacer una carrera, con tener una buena biblioteca, con
ser educado o tener buenos modales culturales estamos a salvo;
pensamos que la vida está salvaguardada por la civilización
del siglo XIX, pero el siglo XX ha demostrado que la civilización
está en quiebra, en jaque mate permanente por la propia
civilización. Aquí no estamos luchando contra gente
que viene de Marte (la ciencia-ficción es la pura realidad),
sino que somos nosotros mismos los antagonistas. En la Primera
Guerra Mundial o en la Segunda, en el colonialismo europeo en
África, en el ejemplo increíble y terrible del Congo
Belga –en donde también hubo un holocausto negro
y millones de negros masacrados en aras del caucho, de la justicia
y de la propiedad privada– nuestra propia cabeza ha sido
la que ha maquilado, la que ha hecho del proverbio normal y corriente
«no hay mal que por bien no venga» toda una teoría
de la historia, de la ciencia, de la sociedad, del poder, de la
moral y de la ética.
Pero hay ciertos actos de barbarie que sí se critican,
que provocan la indignación mundial, y hay otros que no.
¿Cuál es el límite?
Esa es una muy buena pregunta. Por ejemplo, como tú has
escuchado, todo el mundo ha comprendido lo que significó
el holocausto judío: en un momento determinado, en la Segunda
Guerra Mundial, se sacrificó a seis millones de judíos.
Pero, ¿qué pasa con otro tipo de holocaustos, de
genocidios que quedan casi en la cuneta, que se orillan y que
no vemos? Volviendo al tema del totalitarismo y del socialismo
de la Unión Soviética, podemos decir que ahí,
para alcanzar la justicia y la igualdad, se asesinó a 30
millones de seres humanos, aproximadamente. La cuestión
es ¿qué es lo que nos hace valorar como auténtica
realidad del mal el holocausto judío y no los asesinatos
llevados a cabo en la URSS y fuera de ella en aras del socialismo
real?, ¿qué principio de razón suficiente
tenemos a la hora de manifestarnos en contra de la belicosidad
de Estados Unidos y de Israel, mientras que cuando Rusia u otros
países socialistas invaden algún país, como
Afganistán, nos quedamos tranquilamente viendo la televisión?
Hay, pues, varios parámetros, numerosas reglas para medir,
y esto también forma parte del mal.
¿Pero
cómo está justificado, qué es lo que le da
sustento?, ¿qué es lo que hace que los norteamericanos,
por ejemplo, consideren un acto de agresión los ataques
terroristas en Estados Unidos y no un acto de agresión
los ataques antiterroristas en Bagdad?
Eso forma parte del problema del mal. Es el Estado el que se encarga
de justificar sus actos, o si hace falta, redefinir la propia
Constitución. Es el caso de Estados Unidos, cuya Constitución
es liberal, en el sentido de que lo que priva es la libertad,
y nos estamos dando cuenta todos, en la propia Norteamérica,
que ahora lo que impera es la seguridad, y al privar la seguridad
mis derechos civiles pueden ser conculcados en cualquier momento
en aras de la seguridad estatal.
Eso
es una alusión clara a lo que sucedió a raíz
del 11 de septiembre, como menciona en el libro, porque creo que
es muy evidente el manejo de las razones de la guerra. Desde su
punto de vista, ¿cuál es el problema real en la
invasión a Irak y cómo se concibe el mismo acto
terrorista contra las Torres Gemelas?
La cuestión de las armas químicas o de las armas
nucleares fue el pretexto, pero el asunto de fondo es que la gente
cree que Estados Unidos atacó a Irak solo, y eso no es
cierto. La invasión a Irak tuvo el respaldo de muchos países.
Ahí está de por medio la geopolítica, en
el sentido de que todos miran por sus propios intereses. Por otro
lado, detrás del tema del 11 de septiembre hay razones
comparables con cualquier tipo de terrorismo, pero algunas voces
se alzaron después del 11/9 para justificar a los responsables
del ataque contra las Torres Gemelas, por la política intervencionista,
económica y cultural de Estados Unidos. Creo que si justificamos
ese terrorismo tendríamos que justificarlos todos. Además,
este terrorismo tiene una nota nueva: no se trata tanto de un
terrorismo económico o étnico, sino de tipo religioso,
y esa va a ser una de las claves fundamentales para entender –que
no justificar– lo que se nos viene encima en el siglo XXI,
que es la cuestión del nacionalismo religioso.
Hay
algo que me intriga, hablando de la construcción ideológica
de la guerra: ¿Cómo una sociedad supuestamente informada
y de primer nivel como la estadounidense puede justificar la invasión
a Irak, a pesar de que, después de calificarla como una
amenaza potencial, de derrocar al gobierno de Hussein y de tomar
el control del país, Bush aceptó que ahí
no había armas nucleares ni pruebas suficientes para invadirlo?
Hay que recordar que también fue reelegido Tony Blair y
hay que insistir en lo que no se quiere ver: en que Estados Unidos
no estaba solo, en un principio lo acompañaba España,
pero también otras naciones como Polonia, Hungría
y algunos países latinoamericanos que se quieren poner
al margen… A lo que voy es a que, desde el punto de vista
de la geopolítica, lo que estaría en juego –de
forma muy simplificada– es un mundo que tiene que ver con
el capitalismo, con el libre comercio, con la libertad de prensa,
con las aspiraciones de la mujer a ser mujer-sujeto, a entrar
en la política, en la religión, es decir, todos
los componentes tanto positivos como negativos que se derivan
del capitalismo, del liberalismo y de la democracia constitucional,
cosas buenas y cosas malas; frente a un mundo –al menos
como lo dicen los terroristas que tanto en España, como
en Francia, Alemania, Inglaterra y Estados Unidos están
llevando a cabo estos actos– en el que tendría que
imperar la religión, un mundo en el que la política
dejaría de ser liberal, democrática, capitalista,
y pasaría a ser teocrática, un mundo en el que,
como hemos visto en Afganistán y otros países, la
sociedad civil se reduce al mínimo, entre otras muchas
implicaciones.
¿No
le parece que está haciendo de abogado del diablo?
Es que no debemos perder de vista esta cuestión. Es verdad,
y ha sucedido siempre, que los estados se han movido por razones
económico-religiosas para invadir y apropiarse de otros
territorios, para hacerse de esclavos, de recursos. Los españoles
son un ejemplo: la colonización tiene una primera pantalla
religiosa, pero es una pantalla que tiene que ver con el capital,
con el oro, con la mano de obra, con la esclavitud.
Insisto, simplificando mucho las cosas, la situación actual
de cara al terrorismo, entendido como «la globalización
de la guerra», es que tenemos los derechos constitucionales
que funcionan de manera regular, el capitalismo, la democracia
parlamentaria, la constitución, el constitucionalismo,
los cuales tienen muchos problemas, es cierto, pero lo otro ya
hemos sabido lo que era a través del totalitarismo soviético;
lo otro es fascismo alemán-italiano, lo otro son las depuraciones
étnicas, lo otro es la teocracia de la mano, en este caso,
del islamismo, de ese conflicto terrible que hay en Medio Oriente
y que está causando la reacción más de ultraderecha
y de tipo étnico-religiosa que tiene que ver con que “hay
que decapitar al infiel” y el infiel somos nosotros: los
que llevamos pantalones vaqueros, los que nos pintamos la boca,
los que nos ponemos aretes, los que creemos en la democracia,
los que creemos en el derecho a la eutanasia, los que creemos
en el derecho a la expresión, a la libertad de opinión,
a los derechos sexuales, etc., que son –esto es lo que se
olvida– una cuestión cultural relacionada con el
capitalismo, con la democracia, con las libertades, con los derechos
humanos, que reconozco que no significan ningún tipo de
varita mágica, pero son los elemento que tenemos en comparación
con la otra cultura. Con esto yo no estoy auspiciando la pelea
ni mucho menos, pero sí quiero que sepamos en dónde
estamos parados en este conflicto.
En
la presentación de su libro, Alberto Olvera habló
de inequidad en los planteamientos del texto, pues según
su óptica no se critica al mundo occidental en la misma
medida que se señala al islámico…
Es que la relación que hay entre nihilismo y terror es
justamente una de las paradojas del pensamiento occidental. El
nihilismo es una historia, una teoría propiamente occidental
que tiene que ver con los avances de la ciencia, de la técnica,
con nuestro propio pensamiento deconstructivo de todas las tradiciones,
pues el pensamiento, la Ilustración y la filosofía
crítica tienen que ver fundamentalmente con Occidente,
y éste se está golpeando a sí mismo. Es una
civilización que se ahoga a sí misma porque es la
conciencia de la propia crítica necesaria a Occidente.
Por decirlo de alguna manera, frente al mundo occidental, en el
que existe pluralidad de pensamientos, de teorías, de perspectivas,
de hipótesis de trabajo en las que no nos ponemos de acuerdo,
el otro bloque puede llegar a ser un grupo unificado y actuar
como un martillo.
Entonces,
¿estamos en desventaja frente a ese otro mundo?
Estamos en desventaja desde el punto de vista de la libertad,
de la misma forma que Europa perdió la libertad en la Primera
y Segunda Guerra Mundial porque no supo amar bien la libertad
que tenía. Esto no quiere decir que el capitalismo o la
democracia parlamentaria sean la panacea, porque la democracia
es un punto de partida y no un punto de llegada, pero creo que
eso es mejor que lo otro.
Si
estamos en ese punto, enfrentándonos contra nosotros mismos,
¿hay realmente alguna alternativa de convivencia social
que no nos lleve al mal ni a los abusos de poder?
No hay alternativa. Todas las utopías que a partir de tiempos
antiquísimos hasta el siglo XX se han creado, la de la
ciudad ideal, justa, santa, igualitaria, fraternal, por ejemplo,
han costado como 40 millones de asesinatos y no se han logrado
ni se van a lograr. En la condición humana hay algo que
tiene que ver con la pluralidad, porque si bien es cierto que
somos iguales, nacemos, crecemos y morimos más o menos
de la misma forma, también es cierto que somos diferentes,
pues no pensamos igual con respecto a determinadas cosas que son
fundamentales para nosotros. Mientras unos le dan prioridad a
la libertad, otros se la dan a la seguridad, a la igualdad o a
la privacidad. Todas las alternativas que se han buscado al respecto,
enmiendas a la totalidad, tienen que ver con el fascismo, con
el totalitarismo, con el comunismo, con las sectas… De lo
que se trata, desde mi punto de vista, es de vivir los más
pacíficamente que podamos en medio de la diferencia; pero
erradicar la violencia, el problema del mal, sería como
eliminar parte de la naturaleza humana, como quitarnos un lóbulo,
hacernos la lobotomía o algo por el estilo.
¿Esta
desesperanza no está alcanzando al fatalismo demasiado
pronto?
No, yo no hablo de “tirar la toalla”, sino de tener
los ojos abiertos frente a nuestras propias utopías. Considero
que lo más importante es la acción individual, porque
es la colectividad la que pierde la cabeza. En los crímenes
se dice: “es que yo recibía órdenes”,
pero esto sucede porque falta la ética de la primera persona
del singular, falta que yo sea capaz de decir “no”
y de romper la cadena de mando. Y esto es, al mismo tiempo, lo
grandioso de la individualidad: que uno también puede decidir.
Esto no es cuestión de elite, sino de ayudar a que salga
ese individuo que tenemos dentro, de decidir, de elegir, de optar
por el ser humano y no por el animal. Es cierto que el mal es
intrínseco a la persona, pero también lo es el bien,
y ahí está la obra de Kant recordándonos
que hay que rescatarnos.
Habría
que replantear, entonces, el concepto mismo de desarrollo, de
vida en común, de sociedad…
Siempre y cuando pensemos qué significa vida en común.
¿Quiere decir que todos vamos a vivir iguales?, ¿que
yo voy a ser igual al que tiene una buena voz, es competente o
tiene una mujer guapa?, ¿de verdad seremos iguales? Creo
que pensar así atrae muchos más problemas. Cosa
distinta es buscar que todos tengamos las mismas oportunidades,
pero aun teniendo esto uno estudia, otro no; uno hace las cosas
bien, otros mal, etcétera. Entonces, el postulado no está
tan claro, por lo tanto, ese planteamiento decimonónico
de “San Marx” hay que replantearlo. Con esto no quiero
decir que hay que tirar a Marx por la borda, porque forma parte
de nuestra cultura, de nuestro pensamiento; pero lo de igualdad,
justicia, libertad, todo eso siempre se va a ir replanteando con
el paso
de la historia.
En las utopías que han llevado a cabo Mao Tse Tung, Stalin,
Hitler, tantos y tantos sinvergüenzas que la historia ha
dado y a los que los creyentes alemanes, rusos, italianos…
han seguido de forma incondicional, ahí precisamente es
donde hay que buscar la clave, la causa para que la violencia,
el asesinato en masa, el holocausto hayan ido de manera tan rápida
y la sociedad civil no haya obstaculizado al dictador.
Usted me preguntó acertadamente por qué la sociedad
norteamericana no se opuso a Bush, y yo pienso que este cuestionamiento
habría que traspasárselo a cualquier sociedad, porque
lo mismo pasó con la sociedad alemana o con cualquier otra
que a pesar de ver la injusticia de su gobierno le tributó
obediencia.
¿La
filosofía ha seguido también el juego del poder
deliberadamente?
Claro que lo ha seguido, aunque no siempre adrede; y no sólo
la filosofía, también los científicos, los
religiosos, los sociólogos, los historiadores siempre han
seguido ese u otros juegos, si no era el capitalismo era el socialismo,
como es el caso de Sartre y otros tantos. Él, por ejemplo,
en mayo de 1968, durante la Revolución Estudiantil, flirteaba
con el Libro Rojo de Mao Tse Tung y se ponía en las esquinas
del Barrio Latino a distribuir octavillas que tenían que
ver con la revolución permanente, con cuestiones sobre
el estalinismo y la revolución de Mao, y es posible que
lo hiciera con la mejor voluntad del mundo, pero el camino hacia
el infierno está empedrado de buenas intenciones.
Casi todos los desastres ocurridos en el siglo XX se relacionan
con cuestiones utópicas, negativas, pero al fin y al cabo
utópicas, que tienen que ver con la raza perfecta –en
el caso del Tercer Reich alemán– o con ideología
étnica y religiosa. Hay pensadores como Kant, literatos
como Baudelaire, cineastas como Ford Coppola, que han sostenido
desde sus trincheras que el problema de la violencia, del mal
y de la crueldad está en el fondo del alma humana. Entonces,
cuando la crueldad entra en contacto con la filosofía de
la historia, con las teorías o con la ideología
se vuelve mortal, porque es capaz de aglutinar a toda una nación
y hacer, por ejemplo, que todo un grupo pierda el sentido común,
que pierda… ¿cómo decirlo? el miedo a la crueldad,
el temor a no tener piedad de los semejantes. Eso constituye la
catástrofe moral de la especie humana más grande
a la que ya se ha llegado, porque, si vemos bien, hemos vivido
una tras de otra.
¿Se
puede fundar la razón o la existencia del mal en el libre
albedrío?
Muchas teorías hablan de eso, pero en cualquier caso eso
no explicaría su existencia, sino que se queda siempre
como enigma, como incógnita en las últimas raíces
de la propia evolución humana.
Uno
de los conceptos que usted retoma con más pasión
es la finitud como esencia de la convivencia social. ¿Por
qué exaltar este concepto?
Porque como seres humanos sabemos que somos finitos, pero vivimos
como si no lo supiéramos; porque nuestra filosofía
de la historia tiene que ver con la inmortalidad de la especie,
con la continuidad, con la permanencia, con esa trascendencia
que vivimos incluso en nuestra vida cotidiana. Lo que nos separa
de una tragedia de Sófocles, de Eurípides o de Esquilo
es que nosotros somos platónicos-cristianos-marxistas-progresistas,
creemos en el progreso y, por lo tanto, nuestra finitud queda
compensada con el propio progreso colectivo. Platón decía
que la belleza, la verdad, el bien, la justicia y la libertad
son ideas preestablecidas que los humanistas –mitad animal
y mitad celestes– tratamos de llevar a la práctica.
El legado platónico-cristiano tiene que ver con la inmortalidad
del alma a nivel metafísico (pues creemos que luego de
la muerte resucita) o a nivel histórico-secular, donde
como sostienen Hegel o Marx la transfiguración de la carne
se hace cuerpo histórico, a través del Estado, de
la historia del proletariado o el propio progreso liberal.
En todos los casos, siempre estamos dependiendo del capital de
la cruz, de una especie de redención continua de nuestra
propia finitud. Desde el punto de vista del progreso, siempre
vemos hacia atrás por encima del hombro, de la misma forma
que el joven mira por encima del hombro a sus antecesores. Todo
eso, aplicado a una historia universal, significaría que
hemos progresado mucho con respecto a los aztecas, a los incas,
a los griegos. Toda esta fragmentación la metemos en un
cuento, en una historia, y eso es lo que justifica que sigamos
pensando que “no hay mal que por bien no venga”, porque
si hemos progresado, la Conquista de América (con toda
su barbarie) era necesaria, y ésa es nuestra conclusión
como especie.
Lo más inteligente que podría hacer el ser humano
sería estar consciente de que siempre está a punto
de perder el hilo, de hacer pendejadas; lo más racional
sería saber que siempre estamos a punto de transformarnos
en seres irracionales. Ése sería el auténtico
progreso de la humanidad. Ahí vemos el progresismo platónico-cristiano-marxista,
en ese sentido, da igual Dios, el Estado o la Revolución,
porque todos son el gran faro que ilumina las etapas de la historia.
Pero pensemos un poco: ¿qué ocurre con los pueblos
totalmente subyugados que no van a resucitar, los que fueron eliminados
completamente?, ¿dónde los metemos en la historia?,
¿dónde empieza y acaba la línea que les da
continuidad?, ¿qué ocurre con la idea de finitud,
de contingencia, de que nuestro cuerpo es completamente finito?
En nuestra historia, pareciera que la especie es eterna, pero
así parecían los dinosaurios y cientos de especies
animales y vegetales que han desaparecido, aunque ellos no tenían
conciencia de su existencia y finitud. Lo peor es que nosotros
sí la tenemos, pero ¡nos vale madres! Nuestra finitud
debería hacernos pensar en la unicidad de la vida, porque
no somos como las ideas de Platón, no somos preestablecidos
ni eternos, ni siquiera como especie.
Yo insisto tanto en este concepto porque creo que tener conciencia
de nuestra contingencia nos haría menos tendientes al mal,
porque pienso que un tipo de educación basada en nuestra
condición trágica y en diálogo con la modernidad
alcanzada, posiblemente nos haría pensar, al menos un poco
más, en nuestra propia vulnerabilidad.
Su
libro está plagado de referencias históricas y filosóficas
que nos dan una visión más completa de la investigación
en torno al tema. ¿Qué le queda después de
este texto y qué sigue para Julio Quesada?
Muchas satisfacciones en el sentido de descubrimiento, pues la
investigación forma parte de esta columna vertebral que
te pone en contacto con los muertos, con lo que han escrito, además
del necesario encuentro con contemporáneos.
Ahora estoy con la segunda parte de esta obra, que tiene que ver
con un tema central: los crímenes del comunismo. Sabes,
siempre se hablado de la historia de los yanquis, pero hasta que
cae el muro de Berlín y podemos entrar en los archivos
históricos de la antigua URSS empezamos a investigar lo
que podríamos llamar la utopía negativa más
perfecta que ha habido, que encierra en el comunismo toda una
metafísica de la violencia, de la crueldad, del asesinato
en serie que incluso supera al de los nazis como tres veces, ¡es
increíble! Ya cuesta imaginar seis millones de judíos
en la II Guerra Mundial, en la colonización que Europa
llevó a cabo en África con millones masacrados,
pero en el mismo caso están los crímenes cometidos
en nombre de la utopía de la ciudad ideal, montada por
el marxismo-leninismo-stalinismo y la filosofía bolchevique.
De esta obra tendrán noticias pronto, y espero que, igual
que La filosofía y el mal, el nuevo libro nos ayude a reflexionar
individualmente.