TEXTO PARA LA CELEBRACIÓN XV AÑOS DE LA JUNTA DE GOBIERNO DE LA UNIVERSIDAD VERACRUZANA José Sarukhán Kermez 1 Xalapa, Veracruz 9 de febrero, 2012. Celebramos hoy el tercer lustro de vigencia de la autonomía de la Universidad Veracruzana, coincidiendo con el año en que la más antigua autonomía universitaria -la de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí- cumple casi nueve décadas. Me siento muy orgulloso de ser miembro de la Junta de Gobierno de la Universidad, y me honra hoy tomar la palabra a nombre de mis otros ocho distinguidos colegas universitarios. Mucha agua ha corrido bajo el puente de la educación superior en México en los últimos noventa años. Con los altibajos que todos quienes estamos aquí conocemos muy de cerca, la educación superior de México ha crecido en cobertura, se ha diversificado y se ha tornado, sin duda, más compleja. Esto mismo ha ocurrido en la mayoría de los países que, a semejanza del nuestro, son producto de un período colonial, han experimentado en el pasado convulsiones sociales de diversa envergadura y ahora se encuentran en la azarosa ruta del desarrollo social, inmersos en un sistema globalizado que está ciegamente enfocado a un crecimiento económico desaforado que favorece fundamentalmente a los intereses privados, desconectado del bienestar de la mayoría de la sociedad. La educación superior ha demostrado -en todo el mundo- ser el factor más importante de desarrollo económico y social de un país. Hoy por hoy, en las sociedades más modernas y avanzadas, las Universidades desempeñan un papel estratégico en los destinos de las naciones. Los países que así lo han entendido, han colocado a la educación superior a la cabeza de sus prioridades presupuestales -no nada más de sus prioridades verbales- y están plenamente convencidos de que la función de una buena parte de las Universidades no se restringe al entrenamiento de nuevas generaciones de profesionistas -cosa sin duda fundamental- sino que son las generadoras de la inteligencia que les permitirá el entendimiento de su entorno natural y social y les dará las verdaderas bases para la competitividad, no solo comercial y financiera, sino cultural e intelectual. No por accidente los países económicamente más avanzados tienen un fuerte aparato científico y tecnológico y un sólido y diversificado sistema de educación superior. Estos dos elementos están íntimamente ligados y son interdependientes. Sin embargo, como cualquier sistema que evoluciona, la Universidad se enfrenta a la necesidad de adaptarse a los cambios y responder a las presiones que ejercen sobre ella la sociedad y el medio cultural y económico sin perder su esencia, su libertad, su deber ser. El deber ser de la institución no es otra cosa que el libre ejercicio de sus funciones propias, es decir, la práctica de la libertad de análisis de las ideas, de la libertad de investigación y de la libertad de expresión. La libertad ha sido una condición sine qua non de la vida universitaria. La Universidad es una institución única, depositaria de la herencia cultural -la propia y la universal-, fuente del intelecto futuro y un medio para estimular y expandir la creatividad humana. Los propósitos de la Universidad son enseñar a aquellos que quieren aprender, estimular el sentido de la curiosidad por descubrir su entorno, la investigación y el pensamiento originales y, a través de sus estudiantes y profesores, difundir el conocimiento a toda la sociedad. Pero sobre todo, hacer florecer la creatividad innata y el potencial intelectual de cada uno de los jóvenes a los que atiende y que serán los hacedores del futuro de la nación. La misión de la Universidad, entonces, radica en preparar hombres y mujeres de mente libre y universal, capaces de pensar, decidir y actuar por sí mismos, de ser críticos y autocríticos con objetividad, con dominio propio y con aptitudes para ejercer el liderazgo; hombres y mujeres creativos, con determinación, comprometidos en la solución de problemas y en el establecimiento de nuevas relaciones que los mejoren individual y colectivamente. Representa la institución universitaria uno de los mecanismos más eficaces de emancipación intelectual y social de los individuos. De acuerdo con los pronósticos demográficos de algunos especialistas, se visualiza que al siglo XXI corresponderá una población mundial que oscilará entre los nueve y los diez mil millones de seres, en sociedades profundamente desiguales, complejas y fracturadas. Además de estas proyecciones demográficas, se estiman también cambios en las estructuras políticas, económicas y sociales de los países, en los ecosistemas naturales y en el medio rural y urbano. Por lo que al avance científico y tecnológico se refiere, se seguirán desarrollando crecientemente asombrosas innovaciones tecnológicas, las que a su vez producirán impensadas transformaciones en los hábitos y costumbres de los seres humanos. A nadie escapa la gravedad de los problemas ni la magnitud de los avances que la humanidad enfrenta ya ahora y lo hará especialmente en los próximos años. Por ello, en estos momentos, en muchos países se debate sobre la forma o las formas que ha de tomar la educación superior frente a este futuro y cuál ha de ser, por tanto, la misión de las Universidades del mañana. En mi opinión, estos escenarios sugieren la conveniencia de rediseñar la misión y/o las orientaciones de las Universidades. Es absolutamente necesario convencernos, de una vez por todas, de que la clave para que nuestro país logre un lugar en los escenarios internacionales reside en la capacidad de competencia de la Nación y de sus individuos. Esa capacidad de competencia se ha suplantado por ahora, en países como el nuestro, en los salarios bajos de la mano de obra o en contar con yacimientos de energéticos u otros recursos naturales. Para que nuestro país persista y se fortalezca, deberá contar con jóvenes cada vez mejor entrenados y dispuestos a medir y a confrontar su capacidad con los demás. Ello requiere de un alto grado de conocimiento, de talento y de experiencia, los cuales se generan y se sustentan en un sistema educativo de excelencia. Es así que Universidad, nación y destino del hombre están enhebrados en un proyecto que viene tramándose desde los remotos tiempos en que fueron fundados los primeros centros universitarios en nuestro país y que hoy, más que nunca, tal proyecto es fundamental para el futuro. La institución universitaria es una de las más complejas organizaciones de la sociedad moderna y puede convertirse en una de las más difíciles de gobernar si no se entienden las particularidades y necesidades de su comunidad y los propósitos para los cuales existe y tiene su razón de ser. Es cierto que cada institución de educación superior tiene sus propias formas y mecanismos para organizarse y gobernarse, pero también lo es que a través de los siglos se ha conservado un denominador común que persiste en las Universidades de todo el mundo y que tiene que ver con su propia esencia: la comunidad universitaria se gobierna a sí misma, es decir, la Universidad es conducida por colegas universitarios a los que unen los principios de compromiso, responsabilidad y lealtad hacia su casa de estudios. Y esta reflexión me conduce directamente al tema de la autonomía. A lo largo de los años, tanto durante mi regencia al frente de la UNAM como después, he recibido preguntas de colegas académicos y colegas rectores del extranjero (particularmente de Universidades en países de habla inglesa) del significado de la palabra autonomía como apellido de las Universidades. El término les resulta incomprensible y en el mejor de los casos, confuso. No es de extrañarse. El concepto de autonomía universitaria, que por otro lado es tan común en los países de habla hispana, se origina como una defensa a la intromisión de influencias, de muy diversos orígenes, que tienen por objeto impedir, directa o indirectamente, la función sustantiva de la Universidad, que es tanto el libre análisis e investigación de las ideas y pensamientos así como su enseñanza ordenada. La historia de España y de nuestros países latinoamericanos está tristemente poblada de ejemplos de por qué la palabra autonomía ha tenido, y me temo que aún tiene, vigencia plena. Las instancias de asedio e intervención de diferentes orígenes para abortar la libertad de pensamiento y de discusión en las Universidades son múltiples. Desde regímenes militares hasta gobiernos estatales, pasando por partidos políticos y sindicatos, deseosos de bloquear a las Universidades como centros críticos de análisis o para un medro político personal o partidista. No voy a citar casos específicos. Tenemos dolorosos ejemplos de ello en nuestro país, unos muy cercanos en el tiempo, otros afortunadamente lejanos. El que la autonomía sea algo así como una palabra redundante para quienes vienen de Universidades del área anglosajona o de Europa, con excepción de España, es explicable. Para ellos el concepto de Universidad es consustancial con la idea de libertad de discusión, análisis y creación del pensamiento humano. Por eso, en esos países existe el calificativo de Universidades confesionales, para aquellas que están limitadas, por motivos religiosos o filosóficos, a determinadas formas y áreas del pensamiento humano. No menciono la pérdida de esa libertad por medios violentos (ya sea militares, policiales o de disrupción por intereses políticos). En ninguno de esos países, que además son los que tomamos como referencia para muchas otras cosas, se toleraría el cierre de una Universidad, ya no digamos una Universidad pública y nacional, por razones como las que he descrito antes. Autonomía es entonces, nada más, pero nada menos, que la total libertad que los miembros de una Universidad tienen para explorar todos los rincones del pensamiento humano y trasmitidos a sus estudiantes, siempre dentro de los criterios de calidad académica y de responsabilidad educativa. NO, repito, NO significa eludir normatividades ni marcos jurídicos aplicables a ellas, ni actuar como santuarios de quienes han quebrantado la ley, ni servir como centros de activismo partidista y menos aún, para el caso de las Universidades Públicas, rehuir la obligación de ser solventes ante la sociedad y rendirle cuentas (¡no sólo financieras!) de los resultados del uso de los recursos públicos a su disposición para el cumplimiento de su tarea académica. La Universidad es una institución única y diferente de todas las demás instituciones humanas, sean éstas públicas o privadas. Su gobierno y su administración obedecen a reglas propias, sólo aplicables a instituciones de la misma naturaleza y con los mismos propósitos. Como ya he mencionado, en múltiples ocasiones esta Institución ha sido incomprendida; y su pertinencia, su viabilidad, y aun su integridad, han sido cuestionadas en diferentes momentos de la historia contemporánea. Me permito recordar las palabras de Rafael Nieto, Gobernador de San Luis Potosí, al tiempo que se otorgaba en 1923 la autonomía a la Universidad del Estado, en las que se refería a los varios enemigos de la Universidad. Entre ellos incluía a quienes sostenían que era un lujo injustificado mantener una institución de «educación superior elitista» en un estado pobre, en lugar de apoyar mejor a la educación básica. Otros proponían que sería mejor usar el dinero del Instituto para becar en la Ciudad de México o en el extranjero a quienes se quisieran formar con buena calidad. Finalmente otros más denunciaban que los egresados del Instituto engrosarían las filas de un proletariado intelectual; en otras palabras, las filas del desempleo. ¿No suenan estos argumentos ominosamente actuales, a pesar de las casi nueve décadas que han transcurrido desde entonces? ¿Son las instituciones de educación superior las que no han cambiado, o son los enemigos perennes de la educación superior, especialmente la pública, los que siguen con la misma miopía? Es posible que sea un poco la mezcla de los dos. En otras ocasiones, sin embargo, ha sido distorsionada desde adentro por su misma comunidad, confundiéndola torpemente como si se tratase de un Estado-Nación, aplicándole conceptos de democracia ajenos a la institución universitaria, lo que ha acabado destruyéndolas. La defensa más importante para la preservación de la integridad de la Universidad es que los miembros de la comunidad académica se responsabilicen y estén involucrados en la conducción de la institución. Ellos, los miembros de la comunidad académica, constituyen el valladar más importante, aunque no infalible, que puede proteger a la Universidad de los asedios, internos o externos, de quienes tienen para ella otros objetivos que no son los de la vida académica. Representan lo que el maestro José Gaos describía como «el cuerpo dotado de unidad… que hace reaccionar colectiva y acordadamente» a la Universidad. Debo terminar felicitando a la Universidad Veracruzana y a su comunidad académica, no solamente por un onomástico significativo, sino por haber ejercido responsablemente esa autonomía en la vida diaria, en la cotidianidad, de manera que ahora la coloca como una institución pública de alto nivel en la que se desarrollan áreas de excelencia académica: una Universidad que, desde que yo tengo conocimiento cercano de ella en los fines de la década de los ochentas, sirve cabalmente a su país, cumpliendo con la tarea más trascendente que institución alguna pueda cumplir en una sociedad: darle a sus miembros la capacidad de verse a ellos, a su entorno y a su mundo con la luz de un intelecto desarrollado y estimulado. 1 Doctor en Ecología por parte de la Universidad de Gales. Ha publicado más de 90 trabajos de investigación y varios libros. Ha participado en más de 300 congresos nacionales e internacionales Actualmente es miembro de la Junta de Gobierno de la Universidad Veracruzana. 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