IV
El lector que exigen los Ensayos es una especie en extinción. El lector ideal implicaría una serie de con-
diciones sociales y económicas similares a las de su
autor que hoy son prácticamente imposibles. ¿Dónde
está el improbable caballero (o dama, pues de hecho
muchos de los lectores de Montaigne fueron mujeres)
que, “retirado en la paz de estos desiertos”, vive sin
ninguna preocupación material, lejos del mundanal
ruido y consagrado al otium humanístico, en la privilegiada compañía de su Séneca y su Plutarco? El cuadro
comprende una cierta fortuna, espacios rigurosamente privados, tiempo libre ilimitado, servicio doméstico
y otras cosas por el estilo. Olvidémonos, pues, de esos
remotos privilegios, pero aun así, el lector que requieren los Ensayos es cada vez más difícil de encontrar.
Todavía necesita, para empezar, una dosis mínima de
ocio. Pocos libros como éste exigen del lector que se
acerque a él sin prisas, con calma y dispuesto a demorarse ahí lo que haga falta; llegar corriendo, agitado
y con el tiempo contado limita de entrada nuestras
posibilidades de comprensión. La lectura ideal de
Montaigne –como toda buena lectura– es una lectura
lenta. Una cierta cultura clásica, por otro lado, es casi
indispensable, a riesgo de desconcertarse a cada paso
frente a los autores y personajes que constituían su
mundo. Es preciso un lector reflexivo y pausado, que
sepa detenerse cuando sea necesario, pero al mismo
tiempo ágil, que no le pierda el paso al autor, pues “es
el indiligente lector el que pierde mi tema, no yo… yo
cambio indiscreta y tumultuosamente. Mi estilo y mi
espíritu vagabundean de las misma forma” (IX, III).
V
Como Rousseau, como Alain (que son inimaginables
sin él), Montaigne conocía demasiado bien los peli-
gros de una imaginación desatada. A ellos se refería
cuando escribió en uno de los primeros, más breves y
más reveladores ensayos, el “De la ociosidad”: “Si uno no dirige los espíritus a un cierto objeto que los refrene
y los sujete, se lanzan sin control, aquí y allá, al vago cam-
po de las imaginaciones… Y no hay locura ni fantasía
que no produzcan en esta agitación” (VIII, I). Confiesa
luego que, recién iniciado su retiro y con demasiado
tiempo libre entre las manos, fue víctima de estos des-
varíos y se dio a la tarea de anotarlos con la esperanza
de poder avergonzarse de ellos más tarde. Qué clase de
fantasías exactamente atormentaban a Montaigne es
algo que no nos dice a las claras, pero nos da pistas y
no es tan difícil adivinarlas. El temor a la enfermedad,
cierta tendencia a la hipocondría, debió haber tenido
parte en ellas:
Fortis imaginatio generat casum, dicen los doctos. Yo
soy de aquellos que se ven profundamente afecta-
dos por la imaginación… Una persona que tose
continuamente irrita mi pulmón y mi garganta…
Contraigo el mal que considero y lo alojo en mí
(XXI, I).
Su remedio para éstos y otra clase de pensamientos
malsanos será el mismo: tratar de escapar de ellos, no
resistirlos (en el momento en que se empieza a intentar razonarlos, la batalla está de antemano perdida).
Montaigne fue uno de los primeros en explorar esas
escabrosas zonas del pensamiento, “por donde aumenta mi creencia de que la mayor parte de las facultades de nuestra alma, tal como las empleamos,
perturban más que sosiegan nuestra vida” (XXXVII,
II). No por nada Alain, uno de sus mejores herederos,
escribiría siglos después: “El pensamiento es una especie de juego que no es siempre muy sano” (Propos sur le
bonheur, XXXVIII).
VI
Todo buen lector de Montaigne suscribiría la célebre
afirmación de Pascal: “No es en Montaigne, sino en mí,
que encuentro todo lo que en él veo” (Pensamientos, 79).
VII
Hablando de Homero en “De los hombres más excelentes” (XXXVI, II), Montaigne recuerda la opinión
aristotélica: “Sus palabras… son las únicas palabras
que tienen movimiento y acción, son las únicas palabras sustanciales”. No hay mejor forma de describir
las suyas: palabras llenas de sustancia, vivas, nacidas
por y para el movimiento y la acción. Emerson, uno
de sus mejores lectores, lo dijo inmejorablemente:
“Corten esas palabras y sangrarán; son vasculares y
están vivas” (“Montaigne o el escéptico”).
VIII
La incomprensión rodea al género que creó Montaigne. Entre nosotros, cualquier cosa pasa por ensayo:
el trabajo escolar de fin de semestre, el minucioso
estudio académico, el apresurado artículo periodístico, el mero desahogo sentimental. Personas que no
se atreverían con la poesía o la narrativa, con toda
tranquilidad de conciencia acometen el ensayo (¿qué
no consiste éste, a fin de cuentas, en lo que yo quiera
decir, sobre lo que sea, como sea?). Por su libertad, por
su amplitud, por su generosidad, el ensayo sirve así
de pretexto para cualquier aberración de la prosa al
margen de la ficción, pero habría que ir distinguiendo
entre el escribidor de ensayos (el ensayador o ensayómano) y el verdadero ensayista.
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