El derecho a ser diferente
Por Cuauhtémoc Jiménez Moyo
Hoy día abundan en diversos ámbitos los términos interculturalidad, multiculturalidad, interculturalismo y multiculturalismo. Son comunes en los discursos políticos, en las políticas públicas, en el ámbito académico y hasta en el lenguaje empresarial. No es casualidad que así sea. Nuestro mundo se caracteriza cada vez más por posibilitar la convivencia entre personas que no se parecen entre sí: de nacionalidades distintas, con lenguas diversas, modos de vida diferentes, etc.
¿Quizá el lector o lectora se ha preguntado porqué, qué esconden esta serie de términos? Pues me temo que sus preguntas no serán respondidas en su totalidad en este artículo, sin embargo sí me gustaría abordar una cuestión esencial que encierra la discusión de estos términos: el derecho a la diferencia.
Debe saber el lector que las naciones tal y como las conocemos, junto con instituciones tan importantes como la escuela o como nuestra constitución, fueron pensadas bajo el principio de que todos quienes las componían eran fundamentalmente iguales entre sí. Hoy nos damos cuenta que ese principio de igualdad debe al menos ser repensado en contextos de conflicto entre personas con diferentes proyectos de vida.
La razón es sencilla, necesitamos convivir pacíficamente blancos y negros, indígenas y mestizos, priístas y perredistas, mujeres y hombres, homosexuales y heterosexuales, punketos y hipies, etc. Pues aunque podamos aceptar que todos y todas seamos iguales en libertad y dignidad, seguro que no podemos más que rechazar la idea de que todos debemos elegir un único modo de vida. En contextos democráticos, deberíamos tener la libertad de poder elegir el modo de vida que mejor responda a nuestros intereses más profundos, siempre y cuando nuestra elección no dañe a nadie. De esta manera usted y yo y todos deberíamos ser libres de hablar cualquier idioma en la calle, de optar por preferencias sexuales diferentes, de ponernos un arete en la nariz, en la lengua o en el párpado de nuestros ojos, siempre que no dañe a otros.
Hace algunos días platicaba con una señora joven, como de 50 años, sobre lo correcto o incorrecto que era que su hijo adolecente se pusiera un tatuaje. Sus argumentos defendían que era incorrecto pues el resto de la gente lo vería como un vago, un flojo y hasta como un delincuente. Casi me dejé convencer, pero recordé que uno de los grandes problemas de nuestras sociedades es que, mediante estereotipos, prejuicios raciales o ideológicos, evitamos que el resto de la gente sea como quiere ser. Así que le pregunté a la señora si su hijo iba bien en la escuela o si le faltaba al respeto. Ella respondió negativamente: resulta que es un joven rebelde pero cumplido y dedicado en sus estudios y, además, respetuoso con su madre soltera. Así que con estos datos no tuve más remedio que defender con todos los argumentos posibles la decisión del joven, pues ¿a quién está dañando el joven?, ¿el problema es el joven o una sociedad que posteriormente le podría negar un trabajo o el disfrute de un bien al que tiene derecho, sólo basados en estereotipos?
La respuesta es clara, el problema no está en el joven, ni en los indígenas, ni el los homosexuales, ni en todo lo que es diferente a esta sociedad adormilada. El problema está en nuestra incapacidad política, social, cultural y hasta psicológica de aceptar la diferencia. Así que, querido lector, te invito a ser tú mismo y a aceptar a quienes no coinciden contigo, a promover la tolerancia, la aceptación y, en el fondo, el amor incondicional.