Héctor y Aquiles
Para mi madre
Esta es la historia del pequeño Bruno, niño amable, tierno y juguetón, quien en un día viernes, al salir de su escuela, entendió que a veces vencen los buenos, los valientes y los justos. La historia comienza en el cuarto de su casa, justo antes de dormir, cuando su padre, hombre de apariencia seca y hosca, le contó la historia de la batalla de Héctor y Aquiles. La primera noche que escuchó la historia se quedó dormido antes de que su padre concluyera. La segunda, igual. Sin embargo, a partir de la tercera noche, le intrigó lo que aquel hombre de cabeza calva le contaba: “…y así Aquiles, ese hombre despiadado, ayudado por el hecho de que era el hijo de un Dios, venció al honorable, noble y valiente Héctor” El pequeño Bruno no lo podía creer:
–Papá ¿por qué Aquiles venció a Héctor, si Héctor es bueno? No me gusta el final de la historia. –Le dijo
–No lo sé hijo, así es la historia. –Le respondió su padre
Sin comprender del todo, Bruno se dormía.
En las mañanas, la escuela. La escuela le daba miedo a Bruno, pues en su salón se encontraba Juan José, un niño considerablemente más alto y fuerte que él, al que le gustaba jalar de los pelos a las niñas, pintar su silla de pardo color y patear a sus amigos sin razón. Bruno entraba a su clase con cara de felino domesticado, procurando ser sigiloso para pasar desapercibido. No saludaba a nadie, ni a la pequeña aurora, niña angelical a la que le cubrían sus ojos unos lentes en forma de media luna color verde pasto, quien se esforzaba por atraer su atención. Se sentaba en su pupitre cuadrado, acomodaba su mochila amarillo manzana al lado de su pie izquierdo, sacaba lentamente su cuaderno de cuadros grandes, su lápiz mordido por la ansiedad, y se disponía a escuchar a su maestro Ernesto.
Justo antes de comenzar la clase, el agrio Juan José buscaba una presa a la cual patear con sus negras botas de piel de cocodrilo. Como el maestro Ernesto imaginaba que todos los niños eran buenos por naturaleza, omitía cualquier censura. Juan José tenía las cejas tupidas en forma de eme mayúscula, el cabello como palmera veracruzana y su nariz era gruesa cavernícola. Bruno siempre lo imaginó como un cíclope. Casi todo en él era tosco y rudimentario, con excepción de sus tobillos que parecían de bailarina de Ballet. Este dato, en apariencia insignificante, evitaba que el temido Juan José dominara la vida completa de la escuela, pues sus enclenques tobillos no le permitían ser bueno para saltar cuerdas, ni para correr a gran velocidad.
En promedio Juan José golpeaba a Bruno tres veces al día. Una vez antes de comenzar la clase, otra en el recreo y una más en la salida. Bruno se encontraba más que convencido de que nada se podía hacer frente a la tiranía de aquel niño, así que se resignaba, recordando que Héctor cada noche era derrotado por el salvaje Aquiles.
Toda historia cuenta con un momento clave que cambia todo y que la hace interesante. Y el momento de nuestra historia llega un viernes, justo cuando Bruno disfrutaba del merecido descanso luego de un partido de Fut bol. Después de haber corrido tras la pelota como gato tras el estambre, se disponía a entrar nuevamente al salón, cuando Juan José el gigante provocó que la pequeña Aurora callera al suelo, luego de acomodar sus horripilantes botas entre el andar descompuesto de jirafa de Aurora. Bruno reaccionó inmediatamente, sin pensarlo un instante, pues de haberlo hecho, jamás se le hubiera ocurrido gritarle al cíclope –¡¿Por qué hiciste eso?! Justo antes de socorrer a Aurora. Cuando le tendió la mano, Bruno comprendió que posiblemente Juan José lo encerraría en un calabozo lleno de dragones o le haría comer piel de cocodrilo o interceptar sus nudillos con los ojos. Estaba convencido de que aquél día empezaría el real infierno. Juan José, el niño más temido de la escuela, alcanzó a decir: –¡Nos vemos en la salida!
Todo comenzó a arder en la imaginación de Bruno: sus amigos crepitaban, las paredes se deshacían en esquirlas por las llamas, el cielo incandescente le quemaba la conciencia y respiraba un humo color mandarina que lo asfixiaba. No se desmayó porque el maestro Ernesto pasó junto a él, diciendo: –Vamos Bruno, empezaremos la clase. El largo pasillo que comunicaba la sucia cancha con su salón, le pareció las fauces del cocodrilo de los pies del gigante. Ya sentado, comenzó a sudar frío, las gotas de sudor le recorrieron la frente justo antes de bifurcarse y pasearse por su nariz, por sus pálidas mejillas y por su barbilla de galán. Las gotas iban disminuyendo su temperatura conforme descendían hasta convertirse en escarcha. Sus resuellos parecían el último estertor de un moribundo. Su corazón la-tí-a, la-tí-a, la-tía, la-tía, latía latía latía latía. Todos los rostros que lo rodeaban parecían tener cejas de eme mayúscula. Nunca había sentido tanto miedo. Lo más cercano fue ese pavor que sintió al quedar sumergido algunos segundos en la alberca olímpica sin los brazos de su padre. Pero a decir verdad, esto era completamente distinto. Esto era una turbación del mundo entero en una sola persona.
La hora funesta llegó. Tenía ganas de llorar pero no pudo, concentrarse en el llanto era una tarea imposible para una mente tan atribulada y dispersa y confundida. La hora de la salida fue anunciada por un trueno del cielo que opacó a la tibia chicharra. Como autómata, Bruno llegó a la reja. Juan José esperaba ya. Mientras caminaban acompañados de decenas de mirones ansiosos, comenzó a llover. Una lluvia tenue pero persistente acompañó al prado cercano a la escuela a la tribu más peligrosa de la historia universal: los niños de sexto. Rodeado por todos, Bruno se sintió carne fresca para leones en el coliseo romano. Convencido de que se trataba del último de sus días, se arrodilló y levantó sus manos al cielo implorando por su vida. Esta acción fue interpretada por el gigante como un desafío, mismo que aceptó inmediatamente. Cinco metros los separaban. Juan José el gigante, el cíclope de la isla primaria ´Lázaro Cárdenas’ comenzó a correr rumbo a Bruno quien se mantenía en la misma posición. La lluvia se intensificó. El cabello de palmera había cedido su paso a unos pelos relamidos y a un rostro empapado.
Vale la pena contar que el público estaba asombrado, con excepción de Aurora, quien repitió la posición de Bruno, misma que había interpretado como una súplica divina. Todos esperaban la caída definitiva de aquel niño tímido, de aquél valiente pero desgraciado Hector, al que no le serviría de nada en absoluto ser bondadoso y justo, pues el destino le aguardaría la humillación eterna.
El gigante estaba tan cerca ya que era inminente la patada única y final, sin embargo, la historia y sus caprichos tenían un as bajo la manga. Como un experimentado prestidigitador que guarda su mejor truco al final, el destino contuvo su sorpresiva acción para el desenlace. El gigante levantó su pierna derecha como un goleador frente a la portería, mientras su débil tobillo izquierdo soportaba todo el peso de su cuerpo. Cuando las fauces del cocodrilo buscaban devorar a Bruno, la pierna izquierda del cíclope no soportó más y se dobló de tal modo que parecía una ele mal escrita. El horrible estruendo que precedió a la caída del gigante asustó a todos los ansiosos mirones. Algo similar al sonido rotundo que provoca la caída de un árbol ahuyentó a casi todos, menos a la hermosa aurora de ojos de media luna. Bruno volvió de su terrible ensoñación y miró a Juan José: lloraba desde el cielo a la tierra. Sin saber bien qué hacer intentó acomodarle su pie, sin embargo con tan sólo un rozón en la zona afectada el antes temido cíclope gritaba como si latigazos en la espalda estuviera recibiendo.
–Espera –dijo Bruno.
Corrió hasta la escuela. Le dijo al maestro Ernesto que necesitaba su ayuda.
Una semana después, el gigante volvió. Con muletas y un vistoso yeso en el pie izquierdo entró al salón de clases. Se ruborizó con las miradas inquietantes de sus compañeros. Él alcanzó a sonreír. El anterior cíclope, el pasado gigante cruel, se convirtió simplemente en Juancho para Bruno y para todos. El empeine enyesado estaba ataviado con una frase de Bruno que Juancho nunca alcanzaría a entender: Aquiles no era tan malo ni Héctor tan valiente.