La virtud de la neblina: condiciones para interculturalidades posibles en México
Por Cuauhtémoc Jiménez Moyo
Para el maestro Ernesto, mi padre
Si un país es plural y diverso, impredecible y complejo, es México. Según datos oficiales[1] nuestro país cuenta con presencia de más de 60 pueblos indígenas. Como el inesperado relámpago que cimbra la negra noche, así los pueblos indígenas acometen la imaginada homogeneidad cultural. Durante centurias se nos ha afirmado una verdad aparente: somos una nación de mestizos, una raza cósmica con virtudes clásicas y modernas, ciudadanos iguales, mixtura irreductible. Sin embargo, como aquel hombre que quiere olvidar su pasado traumático y, en vez de reconocerlo y aceptarlo, lo niega y es golpeado por éste con más fuerza a la menor provocación, la pluralidad persiste y nos impone un desafío primordial: ¿quiénes somos?
La respuesta ha de invocar la complejidad para acercarnos a una realidad escurridiza que es ontológica y, a la vez, profundamente política. Parece evidente que somos un país pluricultural: cosmovisiones diversas, costumbres divergentes. Como para los nuevos astrónomos el multiverso es una hipótesis inevitable, pues la evidencia les sugiere que somos tan sólo un grano de arena, así para quienes hemos tenido la suerte de convivir con algún rasgo cultural distinto al nuestro, nos parece claro que puede haber tantas verdades y formas de ver el mundo como culturas hay en nuestro horizonte. Recuerdo el extrañamiento que viví cuando tuve la oportunidad de presenciar un ritual que los nahuas de Veracruz conocen como Xochitlalli: con la devoción de un santo por su deidad o la de un padre por su hijo recién nacido, un hombre le ofrece a la tierra flores, café, tortillas, agua bendita, y de su boca profiere una oración que se despeña como un río hasta la cavidad donde se deposita la ofrenda. El ritual se lleva a cabo igual para comenzar la construcción de una escuela que para iniciar la siembra o para agradecer la cosecha del año en turno: es a la vez una solicitud, una comunión con la tierra, una celebración y una acción de gracias.
Si para el occidente moderno todo lo diferente al hombre libre y autónomo se somete a su raciocinio para su dominio y control[2], para el náhua histórico y presente es permitido lo incognoscible, el sagrado asombro por el milagro de ver crecer una mata de maiz de la tierra, de donde nace una mazorca, origen de nuestra ancestral tortilla[3]. La relación que tienen las mujeres y los hombres nahuas del centro de Veracruz con la tierra o con el maíz, se parece más a la sumisión y entrega a Dios por parte del hombre medieval de occidente, que a la relación utilitaria que ha tenido y tiene aún con la tierra el hombre moderno. Para todas las culturas indígenas de México, la tierra es algo similar al vientre del mundo, fuente de todo lo vital.
Si consideramos que la relación de los indígenas nahuas de Veracruz con la tierra es sólo una muestra de la pluralidad cultural existente, podemos asumir que México efectivamente es una nación culturalmente diversa, que la idea ingenua y noble de nuestros liberales del siglo XIX respecto a concebir y desear un país con unidad identitaria[4], con presencia de ciudadanos que la ley igualaría, es una quimera. La constatación de esta realidad ha convocado recientemente al Estado Mexicano a reconocer esta diversidad[5]. El reconocimiento del Estado y de la ciudadanía en general es, sin embargo, insuficiente para la convivencia equitativa y el florecimiento en libertad de todas las culturas que tienen presencia en nuestro país, pues recordemos una tesis del filósofo cordobés Fernando Salmerón[6] quien nos alerta que la pluralidad cultural en México nos convoca no por su existencia en sí misma, sino por los efectos de la interacción de sujetos y comunidades culturalmente diversas. Si viviéramos como islas, pudiendo prescindir del contacto con otros, resultaría innecesaria cualquier reflexión sobre la diversidad. Pero no es así, la convivencia con el otro (incluso con nosotros mismos, en nuestra insondable soledad en la que devenimos otro) es inexorable. Lo que uno es, hace, piensa y siente por el otro y gracias al otro y viceversa, es el principio de toda discusión y análisis sobre interculturalidad.
¿Y qué tipo de interculturalidad[7] vivimos en México? En primera instancia, debemos decir que la interculturalidad vivida en México es la mostrada por la interacción entre pueblos y comunidades indígenas y una sociedad mayoritariamente mestiza. Esta interacción no se ha dado en un plano de equidad, pues vasta una revisión a nuestra historia para darnos cuenta que se ha caracterizado por la imposición política, económica y cultural de los mestizos hacia los indígenas. De este triángulo impuesto el ángulo más preocupante es el cultural, pues, como nos lo ha demostrado Luis Villoro[8], en las diferentes etapas que hemos vivido como país, una conciencia ajena a los indígenas los ha pensado. El desafío primordial del quién soy se ha vuelto para muchos indígenas una necesidad de resignación para aceptar lo que otros dicen de su ser: identidad horadada, autoimagen por un río turbio deformada.
Este es el esquema que ha retomado el Estado Mexicano para promover políticas públicas respecto al tema de la interculturalidad: si existen indígenas y no indígenas y la relación entre ellos ha sido injusta, ha de promoverse la equidad, la tolerancia, la igualdad de derechos, etc. A pesar de que se han logrado muchos avances en la materia[9], hay que decir también que las condiciones que posibilitan la inequidad no desaparecen aún y que, quizá, el esquema en el que hemos pensado la pluralidad cultural en México, está resultando insuficiente[10].
Si todo depende del cristal con que se mira, quizá necesitamos renovarlo para interpretar mejor nuestras realidades, pues el análisis dicotómico que piensa la coexistencia entre indígenas y no indígenas muchas veces supone que las culturas son entidades inmunes a la influencia de otros: sospecha que la cultura es una coraza, que el tiempo confirma a los ancestros y que el horizonte es una forma de la reiteración. La cultura coraza prescinde de diferencias económicas, niega contrastes entre planes de vida disímiles, omite sensibilidades opuestas: Carlos Slim, Juan Villoro, Cuauhtémoc Blanco y Paquita la del Barrio, en nuestro análisis dicotómico de la realidad intercultural entran en la categoría «mestizos»; un joven zoque veracruzano que estudia la universidad en Minatitlán, Veracruz, un migrante rarámuri que vive en Los Ángeles y una mujer tzotzil zapatista de Chiapas, entran en la categoría «indígenas». La cultura coraza supone un riesgo para el diálogo y, derivadamente, para el aprendizaje intercultural: cuánto desearía yo, por ejemplo, profesor universitario, clasemediero urbano, aprender de la devoción indígena por la tierra, del vivir sin prisas de muchos campesinos en México, de la identidad plúmbea que tienen tantos abuelos indígenas que te hace pensar que estás frente a un hombre no de 70 u 80 años sino de siglos enteros; cuánto necesitan aprender, también, algunos indígenas sobre aceptación de la diversidad sexual o de los derechos de las mujeres[11]: todos los seres humanos somos tan precarios, necesitamos tanto de los otros, que oponerse a la opinión, crítica o mirada de un extraño, extranjero o no, es francamente un desperdicio.
La cultura puede no ser una coraza. Todas las culturas que conozco tienen espacios comodines que permiten ser llenados con nuevos sentidos producto del diálogo y la negociación. Son entidades que permiten movimientos y mutaciones. Negarlo es condenar al sujeto al aislamiento y soledad, al ensimismamiento y, desgraciadamente, al enojo, la furia y la cerrazón. Uno de los mayores riesgos de vivir la cultura como una coraza, es negar la diferencia. El liberalismo siempre ha creído que la dignidad del sujeto debe prevalecer ante un conflicto con su comunidad cultural. Recuerdo a Salmerón[12] nuevamente, quien nos menciona que un sujeto tiene derecho, incluso, de abandonar en bloque su cultura si ésta no le proveé lo necesario para su felicidad. Generalmente quienes son diferentes en las culturas coraza tienen que, como lo hizo Dante alguna vez, transitar por el infierno si quieren ver de nuevo la luz; sin embargo, a diferencia de Dante que fue acompañado por Virgilio, los diferentes en las culturas coraza no tienen aliados, recorren en soledad todos los círculos del infierno, que se traducen en discriminación, humillación, estigmas sociales, ninguneo, desamor.
La cultura ha de tener flexibilidad para que el sujeto se sienta cómodo para, como lo dijera Octavio Paz[13], salir de sí, buscarse entre los otros. Los seres humanos, finitos y frágiles, hemos de transitar por el sendero complejo de la vida sin amarres; ya es demasiado para todos buscar comprender el sentido de la vida como para hacerlo sin la posibilidad de aprender de nuestro prójimo. Es verdad, sin embargo, que las culturas no pierden flexibilidad ni construyen su coraza porque no puedan ver la evidencia de que vivir en libertad, en confianza y en el riesgo de permitirse ser vulnerables ante lo otro, es mejor. No se trata de una incapacidad cultural. Amin Maalouf deja ver en su novela León el Africano que antes de la caída de Granada, a manos de los reyes de Castilla en el siglo XV, musulmanes y cristianos vivían en paz, convivían y aprendían entre sí culturas hermanadas en la ciudad andaluz: el odio y la cerrazón, al menos entre estas culturas, son invitados contemporáneos en el curso de la historia.
Toda coraza surge porque uno se siente amenazado. En realidad, muchos conflictos entre la universalidad del reconocimiento de la dignidad humana en occidente y el comunitarismo de muchas culturas indígenas en México, se debe a que las culturas indígenas no negocian ni dialogan en condiciones de equidad. Occidente para mí, a diferencia de muchos críticos de su condición hegemónica colonial, es una muestra de lucidez y vitalidad. Es Occidente la casa de la libertad y de los derechos humanos, de la pregunta por el ser y del desarrollo de la ciencia, de la crítica y de la expansión del ser de la mujer; pero es, también, una cultura arrogante que aparenta negociar y dialogar, que impone pero no cede, que critica pero no escucha, que alecciona pero no aprende. Estos vicios, acompañados de poder político, económico y militar, son amenazantes y, a veces, hasta aterradores. La respuesta al desafío es la atroz coraza. Para debilitarla deben fortalecerse las culturas comunitarias. La robustez cultural se traduce en educación cultural y lingüísticamente pertinentes, en políticas públicas que protejan su hábitat y aseguren trabajos y salarios dignos, en reconocimiento de sus saberes ancestrales sobre la salud, formas de gobierno e impartición de justicia: de su cosmovisión. Y entonces, en condiciones de equidad, las culturas pueden abandonar su coraza, desfragmentar su torva faz para dejar ver los rostros vulnerables, trémulos ante la incógnita del otro.
Una interculturalidad ideal en condiciones de equidad es únicamente una hipótesis formal, pues si bien es cierto que tanto desde las políticas de Estado como de la sociedad civil debe reivindicarse esta deseable condición, también es verdad que mientras el modelo económico del mundo privilegie la generación de riqueza –que, en muchos casos, deviene en explotación– sobre el territorio de los pueblos y sobre el modo en que generan su alimento y recrean su cultura no podremos ver, en bloque, una interculturalidad equitativa.
Es por esto y porque en el seno de todas las culturas hay diversidad intracultural, por lo que propongo que pensemos en interculturalidades posibles: no es lo mismo pensar en la interculturalidad necesaria para el caso de la interacción entre indígenas zapatistas –quienes, desde antes de 1994, están fortaleciendo una propuesta educativa que tiene sentido para ellos; quienes tienen, en un gran porcentaje, soberanía alimentaria; quienes han promovido igualdad de derechos entre hombres y mujeres– y el Estado mexicano, que entre la población indígena que vive en las Altas Montañas del centro de Veracruz, caracterizada por la presencia de una cultura política caciquil y por la casi total dependencia económica de la población urbana que vive en el valle. La diversidad es una condición que nos exige creatividad, sagacidad: quizá para casos similares al primero debamos ir pensando en comunidades autónomas, reguladas no por el Estado sino autorreguladas. La autonomía no es sinónimo de desintegración nacional. Aunque si bien es cierto que el espíritu de lo nacional tiene como base la homogeneidad cultural, el presente nos reclama repensar la nación desde la pluralidad. El temor de la desfragmentación nacional es infundado: el Estado está dando muestras de sus límites, sobre todo para el caso de la impartición de justicia; el Estado no puede –ni debe– intentar cubrir todas las dimensiones del ser humano. Un Estado plural confía, entabla puentes, escucha a su gente. Y para casos como el segundo quizá debamos, primeramente, pensar en afianzar los mecanismos ya existentes de impartición de justicia y de rendición de cuentas de las autoridades locales, para que, desde el seno de sus propias culturas, sea posible la crítica al cacicazgo y, aún más importante, el empoderamiento[14] de los indígenas; podría pensarse también en asegurar un intercambio económico justo, debido a que su casi total dependencia de las lógicas económicas urbanas no les permite la negociación en términos de igualdad, resultando muchas veces una condición contraria a la dignidad del sujeto pues devienen en sujetos que piden caridad en vez de sujetos que exigen lo que les corresponde. Este caso no reclama una modificación radical de nuestra idea de Estado nacional, reclama sencillamente que la ley se cumpla, que nuestra constitución se ponga en marcha.
Pensar en interculturalidades permite también no concebir a las culturas como un bloque, sino como sectores identitarios que puedan interactuar con otros sectores de otros horizontes culturales porque coinciden –o necesitan coincidir– en proyectos económicos, políticos o, incluso, hasta amorosos. Muchas veces –sobre todo hoy día que las redes sociales han permeado gran parte de nuestra vida– podemos observar mayor coincidencia entre sectores culturales diferentes y mayor disidencia entre miembros de una misma cultura: realidad compleja que muestra que la manera parcial y dicotómica de pensar lo intercultural quizá necesite ser repensada.
La interculturalidad como proceso de interacción entre sectores identitarios nos lleva, también, a pensar en políticas públicas diferenciadas de acuerdo a las características, necesidades e ideales de cada sector; nos permire, además, aceptar uno de los desafíos primordiales del sujeto: ensayar respuestas a la punzante pregunta quiénes somos. Eso es, de eso se trata: ir de lo óntico a lo ontológico y de lo ontológico a lo óntico con el otro y con lo otro, el recorrido necesario del ser para la muerte, el caminar conjunto de seres capaces de llorar de alegría y reír de la muerte misma: la travesía del maravilloso ser humano.
Para concluir este ensayo quisiera compartir dos experiencias que pueden graficar esencialmente cómo se ha concebido interculturalidad aquí: mi libro favorito es la Odisea, siempre quise ser Ulises, navegar por años y combatir a Ecsila y Caribdis, derrocar imperios con mi ingenio. Los años me han llevado a ser un hombre sedentario y hogareño y no puedo dejar de compartir el extrañamiento que viví cuando leí unas líneas de Dante en las que narra el episodio en donde encuentran –él y Virgilio–, en algún círculo del infierno donde están los mentirosos y embusteros, al genial Ulises. Charlando sobre su muerte, Odiseo relata: «ni la ternura de mi hijo, ni la piedad de mi anciano padre, ni el debido amor que tanto había de regocijar a Penélope, fueron bastantes a vencer la irresistible afición que tuve a adquirir experiencia del mundo, y de los vicios y las virtudes de los hombres.»[15] Al leerlo, no podía comprender que mi personaje favorito eligiera viajar y conocer lo extraño que estar con Telemaco y con sus seres amados, sobre todo después de que se perdiera la infancia de su hijo, parte de la madurez de su esposa, la vejez de su padre y la muerte de su madre en su travesía por Troya. Llegué a pensar que tal vez no tendría que seguir identificándome con alguien tan distinto a mí. Pero inmediatamente me arrepentí. ¿Dos seres tan distintos deben estar separados? No lo creo: ahora que lo conozco más, más me intriga y más me dice de mí mismo. La elección de los seres humanos en el transcurso de su vida va dejando atrás posibilidades vitales que pudieron cambiar radicalmente su existencia. Sólo el otro puede enseñarte quién serías si, en tanto que ha elegido distinto a tí. Una vida no es suficiente para entender la vida: de ahí que la interculturalidad más que una política pública es una necesidad humana de completud, de trascendencia.
La otra experiencia se refiere a algo con lo que convivo cotidianamente en el lugar donde trabajo. La Universidad Veracruzana Intercultural tiene cuatro sedes o campi, yo laboro en la ubicada en Tequila Veracruz, en una zona montañosa que nos hace ver lo diminutos, precarios y frágiles que somos los seres humanos ante la grandeza de la existencia. En gran parte del año, pero sobre todo a partir de septiembre, por las tardes baja una neblina que alcanza a cubrir las montañas y nos hace sentir que estamos en medio de una nube. La neblina hace que se hermanen el cielo y la tierra, dos cosas tan distantes y distintas son enlazadas por una niebla poco espesa que no borra las diferencias pero las atenúa, que permite al ojo humano centrarse más en las similitudes, pues ambas partes están cubiertas por una omnipresente neblina. La neblina montañosa me ha ayudado a comprender que el otro es –sino absolutamente– cognoscible, pues el otro –quien, insisto, podemos ser nosotros mismos– es un ser esencialmente abierto. Me ha ayudado también a imaginar que con voluntad, el otro no es un puerto lejano en el que nuestras naves no pueden encallar: el otro es la posibilidad de encontrar el reino de horizontes enlazados.
Obra citada
Aguirre B., Gonzalo, La población negra en México, México, FCE, 1946
Dante, La divina comedia, 1981
Jiménez M., Cuauhtémoc, «El debate por la interculturalidad en México y el horizonte de la indianidad», en Reflexiones y Experiencias sobre educación superior intercultural en América Latina y el Caribe, México, CGEIB, 2013
Paz, Octavio, “Piedra de Sol”, en Libertad bajo palabra, 1960
Salmerón, Fernando, Diversidad cultural y tolerancia, México, UNAM-Paidos, 1998
Toriz, Rafaél, El negro Mexicano, 2014
Villoro, Luis, «Filosofía para un fin de época», Nexos. Mayo 1993.
Los grandes momentos del indigenismo en México, México, FCE- COLMEX-El Colegio Nacional, 1996.
Zea, Leopoldo, El positivismo en México: nacimiento, apogeo y decadencia, México, FCE, 1968
[1] Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (2010), puede revisarse en la siguiente sitio: http://www.cdi.gob.mx/index.php?option=com_content&view=article&id=1387&Itemid=24
[2] Luis Villoro «Filosofía para un fin de época», Nexos. Mayo 1993, puede revisarse en el siguiente sitio: http://www.nexos.com.mx/?p=6760
[3] Recientemente Eckart Boege, investigador de la Universidad Veracruzana, mencionó que comerse una tortilla era juntar más de trecientas generaciones de abuelos. Puede revisarse la nota en el siguiente sitio: http://www.uv.mx/noticias/2014/09/17/comer-un-tlacoyo-es-juntar-a-350-generaciones-de-abuelos-boege/
[4] Véase el análisis que sobre el positivismo en México hace Leopoldo Zea en El positivismo en México: nacimiento, apogeo y decadencia, México, FCE, 1968.
[5] Desde 1992 en el artículo segundo de nuestra constitución se reconoce la composición pluricultural de nuestro país y desde 2001 se adicionan nuevos derechos de los pueblos indígenas.
[6] Fernando Salmerón, Diversidad cultural y tolerancia, México, UNAM-Paidos, 1998: 44
[7] Concibo interculturalidad como «el efecto de la relación o interacción entre sujetos o comunidades culturalmente diversas» en Cuauhtémoc Jiménez «El debate por la interculturalidad en México y el horizonte de la indianidad», en Reflexiones y Experiencias sobre educación superior intercultural en América Latina y el Caribe, 2013. Puede consultarse en la siguiente página: http://eib.sep.gob.mx/isbn/reflexiones2013c.pdf
[8] En su clásico trabajo Los grandes momentos del indigenismo en México, México, FCE-COLMEX-El Colegio Nacional, 1996.
[9] Autoridades reconocen el derecho al uso de recursos pesqueron de los indígenas cucapás, por ejemplo (http://www.jornada.unam.mx/2014/05/27/sociedad/032n2soc); el municipio de Cherán, Michoacán, ha exigido su derecho de estar representado por autoridades indígenas (http://www.reforma.com/aplicacioneslibre/preacceso/articulo/default.aspx?id=243044&urlredirect=http://www.reforma.com/aplicaciones/articulo/default.aspx?id=2430449; la creación de universidades interculturales a partir de 2005, etc.
[10] El esquema no se complejiza únicamente reconociendo la existencia de una tercera raíz, como genialmente lo han sugerido Gonzalo Aguirre Beltrán, La población negra en México, FCE, 1946; y más recientemente Rafaél Toriz, El negro Mexicano, 2014 (http://periodicoperformance.blogspot.mx/2014/08/el-negro-mexicano.html) al recordar la presencia de personas descendientes de africanos en nuestro país. El esquema mejora cambiando nuestra mirada.
[11] El cementerio de San Andrés Tenejapan, Veracruz, se encuentra en el atrio de la iglesia del pueblo y el lugar donde se entierran a los muertos depende de su sexo: por un lado hombres y por otro mujeres. La igualdad entre los sexos, para muchos indígenas, es impensable incluso en la vida ulterior. Información obtenida de una conferencia de Agustín García Márquez, Tequila, Veracruz, 2014, titulada: La investigación vinculada en el laberinto de la identidad.
[12] Op. Cit.: 46
[13] «Piedra de Sol» en Libertad bajo palabra
[14] Concibo empoderamiento como el descubrimiento de que se tiene dignidad. Y dignidad –recordando a Fernando Salmerón, Op. Cit.: 51– como la capacidad de elegir el plan de vida que responda a las necesidades y deseos, siempre y cuando éste no invada ni impida esta misma capacidad a otros.
[15] Dante, La divina comedia