¿Por qué defender la universidad pública?
Sólo en un país donde reina la impunidad, pueden normalizarse acciones y omisiones como las cometidas por el todavía gobernador de Veracruz. Como la ley en nuestro estado está hecha para castigar a los ladrones de frutsis y gansitos, se olvidan hechos evidentemente de menor importancia como feminicidios, ajustes de cuentas o un desfalco millonario a una de las universidades públicas más importantes del país.
Pero si sabemos con tristeza que los poderosos en México nunca o casi nunca tienen cita con la justicia, qué hacemos aquí? Estamos aquí, a mi juicio, más que exigiendo el dinero que nos corresponde, más que solicitando cárcel a Duarte, defendiendo el ideal de la universidad pública.
Porque las universidades hoy día, quizá junto con las organizaciones civiles ciudadanas, se han vuelto el único espacio para la esperanza. Porque en las aulas, en los laboratorios, en los teatros, en las bibliotecas y en los auditorios de nuestras universidades puede plantearse cualquier idea, por más radical que está sea; porque puede cuestionarse la fe: en la ciencia y en la religión y en la academia y en la izquierda y en la derecha y en los gobernantes y en la democracia y, en fin, en todo. Porque no hay otro espacio donde pueda ejercerse la crítica con mayor autenticidad como en la universidad. Si muchas veces no lo hacemos es porque no podemos o no sabemos, es decir, porque seguimos una inercia cuyo origen desconocemos, más que porque nos lo impidan.
Pero la universidad sigue estando allí, esperando que alguna idea genial emerja de alguna ingeniera o de algún biólogo; esperando que alguna artista brillante impacto en la conciencia de algún espectador; o soñando que algún arqueólogo interprete nuevamente la cara sonriente totonaca. El dulce sueño universitario sigue estando allí. Aún no nos lo arrebatan.
Y… ¿cuál es nuestra principal arma para defender lo que es nuestro? El conocimiento. El conocimiento del mundo y de nosotros mismos. Por eso estamos aquí presentando revistas, tocando jarana e instrumentos clásicos, hablando en español y en Náwatl, jugando ajedréz. La cobardía que se esconde en la pandemia de la violencia en nuestro país es para otros, a quienes respetamos en tanto humanos, pero con quienes nos diferenciamos sustancialmente: porque nosotros y nosotras universitarias conocemos el placer de escuchar un acorde, de comprender una fórmula matemática; nosotros no matamos, ni secuestramos: nosotros cuidamos ríos mientras nos reconocemos en lenguas originarias; nosotros no robamos ni engañamos: leemos historia, filosofía y literatura.
Y nos quieren quitar evidentemente porque les estorbamos. Porque la universidad siempre será fuente de crítica, de renovación e, incluso, de revolución. Porque a los infames les importa únicamente el poder y el dinero y escuchar la sinfónica no produce eso; porque leer a Sergio Galindo o a Rafaél Delgado les parece estéril; porque hablar una lengua originaria les resulta incomprensible e inútil a quienes tienen en mente coleccionar esbirros y billetes.
Pero aquí estamos, tercos como somos, con armas silenciosas pero de largo alcance: el arte, la literatura, la ciencia, la vocación de servicio. Y no nos vamos.