Mi vida en la Literatura*
(“Those where the days, my friends…”)
Para Mario Muñoz, en memoria de los días
Quisiera agradecer de una manera nada retórica al Comité de Festejos del cincuentenario de la Facultad de Letras la invitación para integrar esta mesa en la que participo, debo admitirlo, no sin desconcierto. Cuando me anunciaron el título, “Literatura y vida” no supe bien a bien de qué se trataba. Consulté, como desde años suelo hacer, con Esther Hernández Palacios, pero sus expectativas me resultaban distintas. ¿Cómo insertarme en una reflexión acerca de lo que la literatura ha significado en mi existencia sin tener que recurrir a las páginas del diario íntimo o a las escenas de un performance exhibicionista? Y a final de cuentas, decidí improvisar este breve texto, que es una combinación de ambas posibilidades. Lo agradezco doblemente, porque mi existencia ha corrido de manera paralela a la de esta Facultad. Siete veces he egresado de ella; y aún cuando no nací entre libros, como mi ilustre y querida asesora, aquí a mi lado, la tradición familiar contaba con antecedentes que, aunque poco notorios, dejaron por allí diseminados por el piso en algún instante de mi vida algunos textos y tuve que tropezar, necesariamente, con ellos. De allí que mis intenciones originales de estudiar agronomía o arqueología hayan venido a dar, sin metáfora de por medio, al suelo, que es el lugar de donde no podría dejar de pasar con cualquiera de esas otras opciones profesionales. La presencia en casa de mi abuela, de los compañeros de clase de mis tíos René y Edith Ortiz Amezcua constituyen, por ende, mis primeras graduaciones de la Facultad; la primera, en julio de 1968, año en que acudí como curioso a los mítines en la Plaza Lerdo, y la segunda en 1973.
La literatura no llegó a mí como acto placentero, y lamento en demasía no compartir esa situación con muchos de ustedes. Para mí, la lectura fue una suerte de terapia contra la soledad. La separación de mis padres, la inserción en un mundo de adultos universitarios pero que, a final de cuentas, no era mi hogar, me hizo refugiarme en lo que hallaba a mi paso: Las aventuras de Tom Sawyer, El árbol de la ciencia, Bajo las ruedas, Nada, Pedro Páramo, novelas que me ofrecían la experiencia de otros huérfanos y seres solitarios, ni más ni menos como yo. Sus soledades fueron las mías. Y me acostumbré tanto a ellas, luego de releer una y otra vez esas amargas experiencias, que las convertí en un modus vivendi, para satisfacción de Marthe Robert y todos sus epígonos psicoartistas.
Mi inherente lentitud mental y mi escasa capacidad para discriminar las situaciones paradójicas propiciaron que, al mismo tiempo, me afiliara al entonces todavía clandestino Partido Comunista Mexicano y me inscribiera en la Facultad de Letras. Craso error que debí sobrellevar muchos años: entre el sentido comunitario, populista y fraterno que me llevaba al primero y el individualismo a que me invitaba la segunda, parecía no haber reconciliación. Mi proverbial rebeldía no sólo me provocó desaguisados públicos, sino que me privó de algo más que literatura y que lamentaré toda la vida, la amistad de Mario Muñoz. Convencido de que estaba inscrito en una carrera de obstáculos, decidí volver a mi intención original de estudiar antropología; de ese intento conservo sólo grandes y entrañables amigos, Anselmo, José Luis, Xóchitl, los hermanos López Obrador. Curiosamente, la Beta (Elizabeth Corral), aquí presente, hizo el recorrido inverso: de ser musa inspiradora en las aulas de la facultad de Antropología, decidió hacer el posgrado en Letras. Si hubiese asimilado la estricta observancia a que nos hacía proclive el Maestro Manuel Sol, hubiera concluido ambas carreras pero eran tiempos de holganza, y me ganó más la bohemia que el compromiso en los estudios. El festejo de los veinte años de la carrera de Letras provocó, de alguna manera, mi reconciliación con ella. En aquella ocasión, invitamos a esta flamante y recién estrenada Unidad de Humanidades, que aún no contaba con Auditorio, a José Pascual Buxó, Noé Jitrik, Raúl Dorra y Guadalupe García Castro, recién egresada y que todavía es, en muchos sentidos, mi ídolo, a una mesa redonda que retomaba el espinoso ángulo de la función social de la carrera de Letras. Se dijo mucho y muy brillante, se habló de compromiso social, de que probablemente fuésemos unos buenos para nada pero, si el Alzheimer me lo permite, creo que lo más relevante que se dijo en esa ocasión es que consiste ni más ni menos que en enseñar a leer y escribir, tarea en la que el Estado invierte gruesas sumas sin alcanzar su propósito. Porque aprender a leer implica algo más que solamente leer. Leer es tomar conciencia, abrir los ojos y saber que hay un diálogo subtendido y que necesitas saber con quien dialogas, qué te propone el autor, desde qué punto de vista, con que intención. Y tú debes estar preparado para responder. Y escribir no simplemente significa trazar letras; implica reconocer la existencia digna y pulcra de un idioma, no aperturar o accesar la comunicación, como hoy está en boga. Aquellas definiciones en apariencia tan simples, pactaron mi reconciliación con la carrera de Letras. Concluí mis estudios de manera irregular con mi generación, la tercera, toda ella brillante, de la que forman parte escritores (Samuel Walter Medina, Miguel Molina y Chacón, Ángel José Fernández) investigadores (Angélica Prieto Inzunza), profesores universitarios (Andrea Leticia Ramírez, Cristina Triana), editores (Magdalena Cabrera), periodistas (Sergio González Levet, Arturo Reyes Isidoro), cronistas y próceres locales (Miguelito Cuevas) e, incluso, socialités (Valentina Pabello). Debí volver, ya casado. En esta ocasión, la necesidad de contar con un título me hizo atender con mayor comedimiento las reglas y, al fin, egresé por cuarta vez.
Si bien mi campo de trabajo fue inicialmente la comunicación, poco a poco la docencia me fue ganando. Mi estancia como profesor en Chiapas (1984-1986) fue quizás la puerta de acceso a esta facultad, y con ella, a mi quinta graduación. Me inauguré como profesor de profesores: de José Luis Martínez Suárez, los “Ratones de papel”, Montserrat Zúñiga. Aprendí con ellos, aprendí de ellos y esta fue quizás la experiencia que selló mis nexos con la Facultad. Concluí la Maestría en Literatura Mexicana, y años más tarde, el Doctorado en Humanidades. De todas estas experiencias por las que he pasado, unas amargas, dramáticas; las otras, de convivencia y fraternidad, rescato una experiencia esencial: ejercer la docencia en literatura me abrió la posibilidad de convivir con diversas generaciones, gestar nuevas amistades, mantener a mi lado a todas aquellas personas que han ido aparejándose a mi lado durante tantas y sucesivas graduaciones.
Concluyo. Desde aquel momento en que pisé el umbral de la Facultad de Letras, en el histórico inmueble de Juárez No. 55, enfundado en pantalón de mezclilla y huaraches de llanta, eso sí, con calcetines de color apropiado, y que José Luis Martínez Morales, con ese dejo paternal que lo caracteriza, me advirtiera: “Te estás dejando llevar por el medio ambiente. ¡Ten cuidado!”, intuí que la literatura había dejado de ser para mí una actividad solitaria, ejercida en el sombrío y vetusto jardín o en la soledad de mi cuarto, en la antigua casa de mi abuela, que sobrevive todavía al paso de los años, en la remozada calle de Juárez. Aquella casona en cuyas sonadas fiestas conocí a los alumnos de Letras, siendo yo casi un niño. Desde entonces, insisto, la literatura se convirtió en un espacio de comunión con otros tantos solitarios, amigos de las letras, con quienes me unen muchos buenos y malos recuerdos. A final de cuentas, somos como una buena y bonita familia: nos sonreímos, sin dejar de tirarnos pataditas a la espinilla por debajo de la mesa. Pero una sola palabra basta para abrir nuevamente estos espacios de encuentro y de convivencia, gestados por mediación de unos cuantos vocablos trazados en el papel. Como asegurara Hamlet, nuestro destino estará trazado siempre por “palabras, palabras, solamente palabras”.
* Mesa de Investigación en lengua y Literatura. Primer foro de egresados de la Facultad de Letras españolas