En julio pasado tuve ocasión de renunciar a la coordinación de un programa de maestría en la UV tras un año y medio de trabajo, pero sobre todo cuando la propia institución decidió “liquidar” un programa que había salido del Padrón Nacional de Programas de Calidad del Conacyt (PNPC), al no cumplir con una serie de recomendaciones que desde 2008 le habían hecho a la propia institución.
Si bien pudiera decir la experiencia no resultó como hubiéramos querido, lo cierto es que fue la ocasión para conocer desde dentro los dilemas y avatares a los que se enfrenta quien tiene una responsabilidad como esta. Una labor nada fácil si se considera el papel institucional que se debe cumplir frente a los intereses estudiantiles como de la propia administración académica que se requiere, en ocasiones poco afines en sus objetivos como la forma de alcanzarlos, pues cada uno y desde su lógica busca salir adelante.
Es así que no deja de llamarme la atención que lo que pude hacer en ese tiempo, coloque mi nombre en una posición que -si bien lo puedo entender-, no me causa ninguna gracia, especialmente cuando se pone en tela de juicio lo único de lo que puedo presumir y heredar a mis hijos: la honestidad.
Y digo lo entiendo porque conocí de dentro situaciones difíciles que en otras circunstancias y contextos no hubieran ocurrido: desde la producción clandestina de comunicados descalificando todo lo hecho desde la coordinación nuestra y las anteriores, a los descalificativos contra estudiantes y profesores en la voz de quien haciendo gala de una ignorancia ilustrada, aseguraba nadie había como él, ni los profesores, ni siquiera un autor como Wallerstein, de quien dijo su obra Abrir las ciencias sociales, era una porquería de texto: que a quién se le había ocurrir proponer ese libro.
Ni qué decir de la estudiante que por las razones que fueran, incumplió en más de una ocasión la entrega en tiempo y forma de trabajos, para que desde la coordinación se mediara con profesores para otorgar una última oportunidad. Claro que el enojo del profesorado era entendible, sobre todo cuando comparaban con otros programas o su propia experiencia docente.
Qué puedo decir de los casos donde el plagio puso en vilo a los profesores como al propio programa, pues posturas encontradas llevó a la discusión académica, severa pero madura como para qué saber hacer a esas situaciones, aunque no a todos convencíeran las decisiones. Así, mientras la actitud y reconocimiento al error de un estudiante llevó a buen puerto el trabajo, hubo a quien faltó probidad para reconocer su equivocación; por lo que en un caso se encontró la forma para saldar la equivocación, en el otro, el implicado sigue buscando sorprender a quienes no lo conoce, hábil como es para mostrarse mustiamente filosófico. Aunque no lo sea.
Lo que me queda, es haber decidido participar de un proyecto en el que muchos creímos; donde obtuve buena experiencia como profesor y colega de docentes junto a quienes pensé las cosas podían ser distintas en lo educativo desde una labor administrativa; pero igual, estudiantes que supieron sacar adelante un reto con futuro, por lo que hicieron del diálogo abierto la ocasión para construir entre todos, aún en medio del desolado camino que teníamos por delante.
Son dilemas y contradicciones que vivimos, por eso cuando un grupo de estudiantes se acercó a la coordinación para preguntar por qué se había aceptado a una estudiante que era conflictiva, siendo que ya se conocía su historial pues era de casa, respondí como lo juzgue académica oportuno: había pasado el proceso, por ello ganado su lugar. Claro, la evidencia que teníamos confirmaba lo que estas jóvenes plantearon aquella tarde.
En fin, entre lo vivido y aprendido, me quedo con lo último: aprendí a dialogar, a discutir y recrearme académicamente con todos mis compañeros, hoy amigos; como también a reconocer errores o pedir disculpas; para igualconfirmar que la administración académica es algo que no va conmigo, por lo tanto creo nunca volveré a estas andadas.