Esta noche con Sabina

A Elvia, en espera que todas las lunas,
sean lunas de miel…

Joaquín Sabina

Fuera, la vida pasaba no precisamente como un huracán, sino más bien en calma, como si nada ocurriera dentro. Las prácticas y hábitos que son parte de los ritos en eventos como el anunciado, apenas y se asomaban. Ni colas, ni vendedores de souvenir, ni gente ofreciendo comprar un boleto, eran signos que revelaran lo que en pocos minutos marcaría este 31 de octubre de 2013: una de esas noches que la memoria traerá al presente, cada ocasión que los fanáticos del “hombre del bombin” lo quieran.
Dentro, los pocos asientos ocupados, llamaban la atención: sabíamos que las localidades estaban agotadas, aun cuando la promoción había sido –prácticamente- nula, de no ser por la lona que pendía en una de las fachadas del Teatro de La Reforma desde hacía algunos meses, así como por la noticia que corrió entre los propios segudiores del de Úbeda, Jaén a través de las redes sociales. Como quiera que sea alguien comentaba que en la taquilla aún se podían encontrar boletos.
Y aquí estábamos los viejos, los adultos, los jóvenes; los hombres y mujeres venidos de aquí y de allá, de los sectores altos y medios, que han hecho de la obra musical de quien en la vida cotidiana, la ciudad, el (des)amor, los territorios para vivir experiencias imaginarias como pocos cantantes lo hacen. Por ello los fanáticos que se han dado cita esta noche, los amigos con quienes converso un rato: semanas o años de no vernos, lo mismo da, este reencuentro se da en el marco de un acontecimiento artístico que pocos imaginaban como posible.
Al fondo del escenario, en una espectacular pintura una luna ilumina los techos que podrían ser de cualquier ciudad (incluso la de Veracruz) por donde a diario patrullan los gatos en celo; la misma luna que abriga el conjunto de instrumentos desde los cuales, quienes acompañan en lo armónico, rítmico y melódico contribuyen a seguir narrando historias entrañables, haciendo que el sístole y el diástole de los presentes alcance los umbrales del éxtasis. Algo de esto es lo que espramos quienes –poco a poco y cada vez en mayor número- vamos ocupando nuestros lugares, aquí abajo, allá arriba y en el último de los niveles de lo que fuera un grandioso cine, hoy –mas o menos acondicionado- para hacer las veces de teatro.
Aca abajo, la Xime, mi hija insiste en preguntar la hora. Son las 8:15, son las 8:20, son las 8:30. “Ya debe salir”, me dice. “Así es respondo”, mientras volteo a ver un teatro casi lleno. Aplausos, silbidos se dejan escuchar desde algunos rincones cuando la hora ha llegado. Dos, tres intentos como parte de un ritual común en los conciertos, pero que parece aquí en el puerto aún no es referencia. Rostros y cuerpos, ánimos y expectativas al amparo de las acordes de una canción que se ha hecho una suerte de himno para cualquier noctámbulo mexicano, son aquellas notas que remiten a un “pueblo con mar”. Veinte minutos antes de las nueve, las luces descienden y junto ellas, las siluetas se hacen presentes: allí están Antonio García de Diego y Pancho Varona, los históricos hermanos del alma de quien asegura ya no cierra los bares. Detrás de ellos Jaime Asúa, Pedro Barceló, y Mara Barros. Los aplausos embriagan el lugar para colapsar cuando su pequeña figura aparece embutido en un traje verde que se le entalla al cuerpo. Allí está el maestro… Joaquín Sabina pisa el escenario y con ello el inicio de un espectáculo que para abrir boca deja escapar las notas de “Esta noche contigo”, del que quizá sea su disco más íntimo: Esta boca es mía de 1994.
La gira llamada Canciones para una crisis, tiene como objetivo pisar el suelo de aquellos lugares a donde no había hecho parada, pero además en teatros pequeños para recordar aquellos años cuando la fama no lo había asaltado. Algo de ello ya lo decía en la entrevista que para Alivio de luto (2005) consintiera como parte de aquel CD que fuera su regreso después del problema de salud que lo colocara al borde de la muerte. Vendrían “Tiramisú de limón”, “Todavía una canción de amor” (una de esas obras que suele hacer de la mano de amigos, como es el caso de Andrés Calamaro, de quien dice es el único que reconoce ser influencia en su quehacer musical), “Viridiana” (a la que se le extraño el grito de la Guzmán), para que luego viniera “Medias negras”. Una quinteta de canciones que de inmediato hizo viajar la emoción a lugares que puede y ni siquiera existan.
Los gritos no se hicieron esperar cuando “Siete crisantemos” se ensambló a “¿Quién me ha robado el mes de abril?”. Los celulares, las cámaras fotográficas tomaban registro, con la libertad que les daba quien sabe valorar lo que ésta representa desde aquellos días de exilio forzado, cuando hizo de las calles inglesas, lugares de inspiración y descubrimiento. Aquí en el puerto jarocho, como yo, seguro otros esperaban que reventara la emoción, pero contrario a lo esperado, el público se comportó respetuoso, aún cuando canciones como “Por el boulevard de los sueños rotos”, “Y sin embargo” o “Princesa” suelen provocar catarsis de festividad y gozo. Todos, aquella noche, nos quedamos contemplativos, admirativos, pegados a nuestras butacas con apenas aspavientos de levantarnos a corear las letras.
Después vendría un compás de espera para dar pie a “Llueve sobre mojado” (de Enemigos íntimos, que hiciera junto a Fito Paez, un material suficientemente lejano al sonido Sabina) interpretado por Jaime Asúa. Tocaría el turno también a Panchito Varona, quien dejaría escapar su voz con “Conductores suicidas”, para que Mara Barros interpretara “Yo quiero ser una chica Almodóvar” y después, colmara el recinto con una espectacular interpretación de “Y sin embargo, te quiero”, para tomar distancia de aquella entrañable ejecución que, en el disco doble Nos sobran los motivos, hiciera Olga Román. Y sí, aquí se empataría Joaquín Sabina para cantar la que para muchos es la preferida de sus fanáticos: “Y sin embargo”.
Lo que se debe decir es que si algo caracteriza las letras de este cantante admirador de José Alfredo Jiménez y del mismo Agustín Lara, es la metáfora afortunada, el oficio en una palabra que explora en las riquezas, en las posibilidades del español, lo que se constató en las melodías que Sabina interpretara esta noche: “Ni tan arrepentido ni encantado, de haberme conocido, lo confieso. Tú que tanto has besado, tú que me has enseñado, sabes mejor que yo que hasta los huesos, sólo calan los besos que no has dado, los labios del pecado…” (“Y sin embargo”); “En mi casa no hay nada prohibido,
pero no vayas a enamorarte,
con el alba tendrás que marcharte,
para no volver.
Olvidando que me has conocido,
que una vez estuviste en mi cama,
hay caprichos de amor que una dama,
no debe tener…” (“Peor para el sol”); “Puedo ponerme cursi y decir, que tus labios
me saben igual que los labios que beso en mis sueños.
Puedo ponerme triste y decir que me basta
con ser tu enemigo, tu todo, tu esclavo, tu fiebre, tu dueño.
Y si quieres también puedo ser tu estación y tu tren,
tu mal y tu bien, tu pan y tu vino, tu pecado, tu dios, tu asesino.
O tal vez esa sombra que se tumba a tu lado en la alfombra, a la orilla de la chimenea a esperar que suba la marea…” (“A la orilla de la chimenea”; “…En la fatua Nueva York, 
da más sombra que los limoneros 
la estatua de la libertad, 
pero en desolation row, 
las sirenas de los petroleros, 
no dejan reír ni volar. 
Y, en el coro de babel, 
desafina un español. 
No hay más ley que la ley del tesoro 
en las minas del rey salomón…” (“Peces de ciudad”)
De lo que fuimos testigo en este concierto, es de la entrega de alguien que cada ocasión que pisa un escenario, es para dar continuidad al mito y la leyenda que lo circunda, pues durante las dos horas de espectáculo, además de agradecer a los presentes relatando los pormenores que lo trajeron al puerto veracruzano por primera vez, también apeló a su viejo estilo para hacer de algunos sonetos un punto de inflexión en un repertorio que, para esta gira, ha echado mano de canciones que casi no interpreta.
Entre las últimas canciones (salió al escenario hasta en tres ocasiones) y con un público prácticamente de pie que no perdió la compostura, “19 días y 500 noches”, “Princesa”, “Noche de bodas”, “Y nos dieron las 10 y las 11”, como suele ocurrir entre el público de Joaquín Sabina, se confirmó que aún cuando son canciones que no suelen programarse en radio, basta con que ese mundo que hace comunidad y sentido en cada una de sus presentaciones, las interprete para demostrar el valor que tienen como una suerte de objeto preciado del que pocos cantantes pueden presumir. Y es que decir clásicas les queda muy corto, por lo que es preferible hablar de una suerte de bien cultural al pasar a ser propiedad del público seguidor.
Por ello, en los umbrales del cierre, cuando ya nadie quería sentarse después de agradecer la vuelta tras haberse retirado en dos ocasiones, sólo bastó reconocer la estrofa “Yo no quiero un amor civilizado,
con recibos y escena del sofá.
Yo no quiero que viajes al pasado
y vuelvas del mercado
con ganas de llorar…”, para que la emoción se desatara sin cortapisas y la entrega viniera colmada de aplausos y gritos. Ya entregados a quien le suele levantar la falda a la luna, con “Pastillas para no soñar”, supimos que hay Joaquín Sabina para rato, pues si bien los achaques lo suelen acechar, siempre les da la vuelta, por ello en su blanco semblante, esta noche no había asomos de desazón, ni de dolor; aun cuando su público sabe que a veces vive, y otras veces la vida se le va en lo que escribe. Y de eso somos conscientes y fieles en esta noche inolvidable en el puerto jarocho, una ciudad que a partir de ahora, puede considerarse entre las afortunada por haber recibido a un cantante que en cada una de sus letras, busca “el adjetivo inspirado y posesivo” que nos araña el corazón.