Dilemas y tensiones de la evaluación

Una de las tareas particularmente complejas, desde mi experiencia académica, es la evaluación. No sólo porque se trata de ponderar los saberes y habilidades que a lo largo de un ciclo escolar pudo desarrollar un estudiante, sino también porque aún cuando se definan desde el inicio los criterios de ponderación (instrumentos, criterios de calidad, porcentajes), no deja de ser un ejercicio en el cual la subjetividad siempre estará presente; ello porque quien define esta serie de lineamientos evaluatorios, suele hacerlo desde una perspectiva disciplinaria o pedagógica, en donde concepciones, ideaciones o configuraciones docentes son puestos a consideración de los grupos escolares para tener como referencia en un proceso evaluatorio tales criterios.

En términos de un ideal posible, de lo que se trata es de establecer una serie de puntos en común relacionados con aquello que debe ser pertinente valorar en el proceso de adquisición de saberes y destrezas por parte de un estudiante; todo lo cual podrá estar relacionado con los objetivos de aprendizaje, pero sin perder de vista que lo que por valorar, igual tiene que ver con lo que hicimos, pudimos o dejamos de hacer como profesores para favorecer los aprendizajes deseados. Y aquí, entramos en un terreno gelatinoso, poco visible, pues en pocas ocasiones esto se reconoce. Incluso, como parte de esos ejercicios de autocrítica entre aquellos que hacen de la reflexión una práctica común a su tarea docente, pues en pocas ocasiones variables educativas más allá del sujeto que aprende, se dejan entrever o ponderan en una evaluación, aun con las evaluaciones docentes que realizan -en ocasiones- los estudiantes.

Sirva esto, para reflexionar sobra la experiencia que durante el 2014 hemos tenido en cursos que van de licenciatura a posgrado, en donde pareciera cada vez más se estrechan las distancias en cuanto a la forma en que los estudiantes conciben el lugar que en un proceso de formación educativa debe o puede ocupar la evaluación. Digo esto y no dejo de pensar la manera en que -desde mi particular punto de vista-, quienes participan en algún programa educativo, parece reducen o cosifican este «arduo» proceso a la pura calificación final. Es decir, al número, pero no tanto como un proceso que atraviesa diferentes estadios hasta llegar a objetivarse en lo que saben y dominan como estudiantes que han concluido un periodo o cumplido con un curso, sino en lo que se registra finalmente en las actas de calificación. ¿Quién tiene la culpa?, puede ser una pregunta razonable, pero al final del día quien debe aprender a colocar en su horizonte un futuro profesional y competente es el estudiante, y esto siempre deberá subordinar al número.

En virtud de lo «arduo» de un proceso evaluatorio, a lo largo del 2014 decidí que las evidencias de aprendizaje o trabajos entregados fueran calificados nominalmente. Es decir, a trabajos entregado, actividad cubierta y porcentaje alcanzado. Consideración que solía explicar cuantas veces resultara razonable, a los estudiantes. No obstante, cuando venía el periodo de evaluación, invariablemente volvía a repetir en aquellos que lo demandaban, el porqué habían obtenido una u otra calificación a partir de aquellos criterios, incluido el procedimiento matemático que permitió ponderar entre aquel que tuvo 10 participaciones de quien alcanzó 7, 5 o 3 registros. Lo mismo de la diferencia porcentual entre quien obtuvo 40% en actividades en equipo porque cumplió con 4 actividades registradas a lo largo del curso, de aquel que tuvo 30% porqué cubrió solo 3. No obstante, en uno y otro periodo, hubo quien consideró injusta su calificación, pese a mostrar con evidencias en las plataformas virtuales que emplee para dar seguimiento a los trabajos escolares o bien en la hoja de registro que suelo emplear en el aula, que no habían cubierto en tiempo y forma todas las actividades demandadas en el curso. Como quiera que sea, por la propia naturaleza de las experiencias educativas, de los cursos como de sus estudiantes, al final en un par de asignaturas y en virtud del historial de aprovechamiento general o bien particular de grupos y estudiantes, plantee alternativas a algunos estudiantes para sumar una o dos décimas que les permitiera alcanzar el mínimo aprobatorio. Razonable o permanente según yo, sí, pero sigue habitando la duda de ello aún ahora después de haber concluido mi último curso el pasado 22 de diciembre.

En fin, que debemos seguir buscando la forma de alcanza a definir una metodología evaluatoria lo más cercano a lo pertinente u «objetivo», aun cuando los propios pospositivistas hayan dicho que no es más que una aspiración, una suerte de ideal posible. En lo particular, soy de los más convencidos que -tal como se dijo líneas arriba- no deja de ser una construcción producto de una serie de prácticas y configuraciones que tenemos los docentes, los mismos que a diario revelan su humanidad como sus contradicciones. Lo otro, tiene que ver con las actitudes y ciertas prácticas de algunos estudiantes que -parece-, cada vez más se habilitan en la gestión de una inconformidad cuando una evaluación no les favorece, pues no todos son como aquel estudiante que en alguna ocasión al faltarle un par de décimas para acreditar el curso, le propuse hiciera un examen exploratorio para alcanzarlos y rechazó la sugerencia porque no se le hacía justo en virtud de haber tenido todo un semestre para poder lograrlo; por lo que decidió repetirlo y sí, le fue bastante bien en el siguiente curso.