Para Silvia, la peque, m esposa.
Quien se negó al principio a escucharlo y
luego ha confesado, es su fans número uno
Fue una de aquellas noches a principios de los 90, cuando tuve ocasión de escuchar por primera vez una canción de Joaquín Sabina. La excusa no lo recuerdo, pero un muy estimado docente y a la postre amigo, llevó a aquella reunión de cuates, un cassette de Hotel dulce hotel (1987), cuya primera canción «Así estoy yo sin ti», llamó mi atención por su extraña apuesta letrística para construir un sorprendente pasaje amoroso.
No puedo decir que en aquel momento me sentí particularmente atraído por la obra de quien a la postre sería uno de mis máximos ídolos, pero el descubrimiento sin duda fue muy afortunado. Tiempo después y para la primera de las muchas visitas que ha hecho a México, me tocó ver en el programa Hoy mismo de Guillermo Ochoa, un reportaje de Alberto Peláez, sobre un cantante que en España estaba alcanzado un gran éxito y que recién anunciaba una gira por la república mexicana.
Corría el año 1988, cuando publica el disco que hoy me sigue resultando especialmente entrañable: El hombre del traje gris, pues sería con esta obra cuando me entregaría a una admiración que hoy sigo profesando a quien, para muchos, es el mejor compositor en habla hispana que hay. Adjetivos como este, de pronto los tengo que pensar dos veces, pues están Serrat y Aute, cantautores a quienes igual admiro, pero debo aceptar que la magia que tiene la obra de Sabina estriba en la manufactura prosística de sus canciones, donde uno puede dimensionar el valor de la palabra bien empleada, la inteligencia, la inventiva y el oficio al servicio de un universo lírico que ha logrado recrear historias, personajes y pasajes que atrapan la razón tanto como la emoción en quien se detiene unos instante a escuchar y recrearse en estrofas como la siguiente: «Algunas veces vivo/ y otras veces la vida se me va con lo que escribo/ algunas veces busco un adjetivo inspirado y posesivo que te arañe el corazón» (canción «Que se llama soledad» del Disco Esta boca es mía«).
El pasado 12 de febrero de este 2019, ha cumplido 70 años el de Jaén, el compositor y narrador de historias que ha reconocido en la obra de Bob Dylan y Leonard Cohen, autores que han influido en él, así como asegurar admira a un puñado selecto de cantantes y compositores latinos, entre los que podemos mencionar a Blades, Guerra, Milanés, Rodríguez, Drexler y, por supuesto, José Alfredo Jiménez. Aquel tipo que se comía las noches a mordidas, que las vivía junto a aves de paso, de la mano de un Whisky con soda y alguna que otra raya al amanecer, es un viejo que en su disco más reciente, recapitula para desmitificar sobre su propia vida, entregando una obra que -para quien escribe- es una suerte de testamento poético que responde a la etapa de vida en la que se encuentra. Algo que tan única hay que atreverse a aceptar.
El Sabina noctámbulo, el ángel con alas negras, hoy reconoce que la vida ha dejado de ser particularmente suya, por lo que ha decidido no volver a hacerle selfies a su ombligo. Como quiera que sea, tal cual lo dice y sostiene: «Con la imaginación cuando se atreve/ sigue mordiendo manzanas amargas/ pero el futuro es cada vez más breve/ y la resaca larga» («Lágrimas de mármol» (del disco Lo niego todo (2017), sigue a sus 60 y diez, siendo un referente para generaciones de escuchas y fanáticos que se atreven a explorar, a acercarse a su obra, para terminar asombrándose por la manera en que, desde la chistera o su caja de Pandora, echa mano para que en cada ocasión que se sienta a componer, ilumine y demuestre que la lengua de Cervantes sigue tan viva y explosiva, siempre que se sepa emplear.
Joaquín Sabina, quien históricamente ha dicho que Pancho Varona es su hermano del alma, para que junto a Antonio García de Diego, tras la experiencia con Viceversa, hay encontrado en ellos una mancuerna que, cual maquinaria «perfectamente afeitada», cuando se dedican a proponer, a explorar, a reinventar formas melódicas para acomodar ideas, frases, trucos de la palabra en sus canciones, hagan magia instrumental, melódica y lírica; pero también, aceptar con humildad que cuando no termina por encontrar el toque final a una frase o estrofa, puede encontrar en gente como Luis Eduardo Aute, Pedro Guerra, en su momento Javier Krahe o Fito Paez, como ahora pueden ser Luis García Montero, Benjamín Prado, Rubén y Leiva del grupo Pereza, una colaboración solidaria y creativa, como pocas veces se ve. Sin dejar de hablar de esa cierta humildad del Sabina como para colaborar con cantantes que no necesariamente forman parte de su círculo de amigos.
Tras una historia que se comenzó a construir tardíamente, pues ya tenía años encima cuando en la calle un productor escuchó su canción «Qué demasiao» interpretada por un músico urbano, y una vez que junto a Krahe acudieran a una audición para ver si había en en uno y otro potencial, vendría su primer disco Inventario (1978) ya con 35 años y del que no quiere que ni se le nombre, hoy lo que me preocupa es que en el panorama musical no hay nadie como él.
Y tengo un cierto sentimiento de vacío al ver que puede pasar igual que para los mexicanos con la muerte de Juan Gabriel (guardando las correspondientes distancias): no hay quien lo sustituya. En el caso español a diferencia del mexicano, hay una media docena de compositores que pueden tomar la estafeta, pero difícilmente alcanzar los umbrales de lo que él ha hecho.
Es este Joaquín Sabina quien después de darse por enterado que en la canción en español no había nadie como Dylan, se atrevió a seguir sus pasos. Luego tomó senderos diferentes, pero cuando quiere pide a sus músicos que una letra suene dylaniana o a J.J. Cale.
Ese es el Sabina que ha alcanzado los 70 años y lo que más queremos sus fanáticos es que siga contando, cantando y componiendo. Aunque sabemos que llegará el tiempo de decir adiós.