Acabo de ver una película en la que una escritora, quien se encuentra trabada en su última novela, por lo que, junto a grupo de escritores y en una suerte de retiro, se reúnen en una villa marroquí para permitirse contar con un espacio de descanso y liberador, cuyo resultado sea estar en condiciones de enfrentar el reto de escribir su siguiente obra.
Ahora que escribía este lead, recordé también un bonus que viene en uno de los últimos discos de José Luis Perales, en el que comparte con sus fans el lugar donde suele componer, oportunidad que también le permite hablar de cómo lo hace y el papel que juega el maquetado de una obra en su versión acústica; un material que -en algunas de mis clases de Taller de tesis– llegué a emplear, para que los estudiantes entendieran lo importante que es procurar las condiciones mejores para enfrentar el reto de escribir un texto académico. También he recordado una pieza audiovisual interesante que viene en uno de los discos de Ismael Serrano, quien se avienta la puntada de entrevistar a un puñado de compositores para que les hablen su propia experiencia sobre el oficio y arte de escribir.
Ya en el terreno más mundano, debo reconocer que lo escrito arriba, no lo había pensado en esos momentos, cuando vislumbraba -el pasado fin de semana- sobre qué podía escribir para esta entrega. Pero parece las felices coincidencia a veces se dan, de tal suerte que, al decidir reflexionar sobre la forma en que me había acercado a la práctica de la escritura (sea académica o lúdica), la película y los materiales extras de los discos arriba señalados, han terminado sumándose a lo que sí había pensado: mis clases de periodismo y un Taller de creación literaria en el que tuve ocasión de participar poco menos de 3 años. En el primero de los casos, cómo olvidar la observación que nos hacía el profesor Luis Velázquez Rivera, quien aseguraba que aprender a escribir es como aprender a besar, hay que hacerlo. En el segundo caso, las clases de AGN nos llevaban a recrear imágenes mentales para construir el pasaje, el personaje, el conflicto que mejor se acercara a una realidad posible, viable, factible, creíble; sin dejar de destacar lo importante que siempre será el buen inicio de un texto.
Así, en treinta años que tengo como docente, he tenido la ocasión de firmar columnas en medios impresos y digitales, pero además, he considerado oportuno y pertinente abrir blogs que me permitan producir y compartir devaneos de aquellas cosas que me importan o resultan significativas en mi vida personal, como padre de familia, hijo y académico. Eso sí, nunca he escrito algo por encargo, un principio que ha sido fundamental en mi vida: solo escribir sobre aquello que mueve mi interés personal.
Por eso, antes de salir de la licenciatura ya escribía una columna sobre cine en el suplemento cultural Solo para intelectuales del periódico Notiver, para que tiempo después en Andariego me dedicara -cada lunes- a escribir una columna resultado de mis andanzas nocturnas cuando estaba haciendo mi tesis de maestría. Vendría otra a la que llamé Desde la calle con la intención de asumir una suerte de mirada fenoménica que me permitiera develar aquellas pequeñas cosas que, en la vida de una persona de a pie, resultan particularmente interesantes.
Estas experiencias llevaron a crear un espacio digital para que, quienes conformábamos el grupo de colaboración Comunicación y Estudios Emergentes (Cyesem), pudiéramos publicar nuestras reflexiones. En aquel blog, nació mi columna Minucias en la vida, donde -nuevamente- las pequeñas cosas eran aquellas que me permitieran reflexionar sobre esas nimiedades que terminan por hacer grande nuestro lugar en este mundo. Es cierto, ya antes había creado un blog al que llamé elprofeaguirre, para después, dar vida a uno con poca duración al que llamé Cajón de asombro.
Como queda implícito, aquel apunte académico del profe Velázquez Rivera lo he cumplido: he escrito mucho para poder desarrollar una práctica y habilidad que no resulta fácil para todos. Incluido muchos académicos. No por menos, a aquel lema pedagógico, cuando lo comento en clases, le hago un apunte extra: cuanto más bocas se besen, mejor se sabe besar. Es cierto, no puedo decir que soy ejemplo de tal ocurrencia y licencia pedagógica, pero sí que he procurado mucho para saber escribir.
Y aun con ello, durante años Silvia, mi esposa, fue mi correctora personal, pues tenía una mirada y una calidad en la revisión que era envidiable. Por eso, agradezco que un texto que publicara en el 2023, Nuevos protagonismos en el consumo televisivo o del sentido de comunidad en la era digital, haya aceptado revisarlo un par de ocasiones, pues terminó por ser un primer acercamiento al ámbito de interés que hoy mueve un proyecto que coordino sobre mitos y creencias en las mentalidades de América Latina. En ese texto, analizo tres fenómenos mediáticos en los que los usuarios de redes sociales y plataformas streaming mostraron los alcances de un protagonismo mediático como no se había visto antes.
En fin, sirvan estas líneas para describir una suerte de trayectoria en donde la escritura, por oficio o por ganas, simplemente, ha sido parte de un proyecto personalísimo que me ha permitido escribir de todo aquello que en mi vida ha movido mi interés, por ello también, la afición que tengo de adquirir aquella literatura que se me cruza en el camino, donde un creador habla de su arte, específicamente si se trata de pergeñar letras sobre una hoja en blanco (hoy un documento en línea, como en el que ahora escribo, o digital) nos invita a teclear. Algo no siempre sencillo, pues como decía un poeta, de cuyo su nombre no recuerdo, es como esperar que de la tal hoja en blanco, salga sangre. Un asunto de oficio e imaginación, por lo menos, en mi caso. De allí que cuando Jesús Galindo nos preguntó a un grupo de maestría si alguien había escrito una carta de amor, fui uno de los pocos que levantó su mano, pues -según él-, cómo queríamos escribir una tesis, si nunca habíamos escrito una carta de amor. Así las cosas en torno a la escritura y mi forma de recrearla en cada texto que produzco.
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