Hola y adiós… al tal Sabina

En memoria de Silvia (q.e.p.d.),

Elvia, tía de mis hijos y entrañable amiga de mi esposa,

pero sobre todo a mi hijo Emi, quien me acompañó a este

su primer concierto.

12 de febrero de 2025. Ciudad de México. Emi, mi pequeño hijo impresionado por el tamaño del Auditorio Nacional.

Llegamos un poco antes de lo acostumbrado, lo que no impidió que, previo al crepúsculo citadino, al descender del transporte colectivo que nos trasladaba al recinto venido a santuario a una docena de peregrinos, mi pequeño Emilio, Elvia, la entrañable amiga de Silvia (mi difunta esposa) y quien esto escribe, nos dispusiéramos a cumplir con el ritual convenido para estos casos.

La hilera de puestos apenas y reunía a un puñado de fanáticos, así que nos dispusimos a recorrerlos para ver qué podíamos adquirir algo, antes de ingresar al Auditorio Nacional, después de todo, era lo mejor, pues sabíamos que teníamos poco tiempo previo a la hora en que nuestro autobús nos llevara de regreso al puerto jarocho.

Camisetas, bombines, termos, gorras, lapiceros, llaveros, libretas, vasos, bolsos, bufandas, chamarras, tazas, rompevientos, tequileros, era el menú de parafernalia, de artículos que procuraban ser sí, el objeto del recuerdo del último concierto de Joaquín Sabina, pero también una suerte de exvotos con los que tener constancia de la presencia de miles de fanáticos asistentes al último concierto del de Úbeda.

Tras comprar algunas cosas que se podían meter al santuario en que se convirtió este recinto en la biografía artística de Sabina cada ocasión que visitó México, nos sentamos en las escaleras. Fue allí a donde llegó un par de jóvenes quienes nos entregaron unas hojas donde se felicitaba a Sabina en su cumpleaños, además de un pequeño filtró que nos pidiéramos colocáramos en los celulares para que -una vez que Antonio García de Diego nos diera la señar tras la canción Por el bulevar de los sueños rotos-, entonáramos las mañanitas y encendiéramos nuestros dispositivos para iluminar el interior del auditorio.

Rayando las 8 pm, nos dispusimos a ingresar. Dentro, mi hijo Emilio, quien acudía a su primer concierto, se maravilló al ver las dimensiones de aquel lugar. Mientras sus ojos se dejaban atrapar por las centenas, por los miles de personas que iban colmando el auditorio, le conté algunas anécdotas que viví junto a su madre, desde aquella primera ocasión cuando la invité a un concierto del autor de «Una de romanos», «Eva tomando al sol», dos canciones que vinieran en El hombre del traje gris, primer disco que tuve ocasión de comprar, a finales de los 80. Fue la única vez en que Silvia me dejó comprar boletos para el gallinero, pues claramente me lo dijo: «El siguiente concierto al que me invites, espero sea en las filas de adelante». Eran años de noviazgo, pero lo entendí muy bien, así que para el siguiente, la gira de, Nos sobran los motivos (2000), estaba dispuesto a hacer una mayor inversión, pero ella no quiso asistir, pues tenía poco habíamos ido al anterior; algo de lo que se arrepintió siempre, pues se convirtió para nosotros y nuestros viajes por carretera, en un eterno compañero; por cierto, un CD doble que, gracias -en palabras de Pancho Varona- le pidió a alguno de sus técnicos que grabara los conciertos pues estaban tocando de poca madre y merecían ser grabados.

Poco después de las 20:30 hrs., las luces fueron descendiendo, mientras que, al tono de los primeros acordes, se reproducía, cual opening, el video de «El último vals», la pieza que, desde octubre de 2024, pasó a ser la canción con la que los sabineros cerramos el año en que supimos que Joaquín Sabina ya planeaba su retiro y última gira. Lo profundamente significativo de esta canción no es la despedida que en ella se reconoce, sino el recuento de una serie de amigos, personalidades, colegas… personajes que han sido particularmente cercanos a Sabina: Serrat, Calamaro, Ricardo Darin, Drexler, Benjamín Prado y su entrañable amigo, Javier Krahe.

… Y fue desde la primera estrofa cuando mi llanto se hizo presente, no únicamente porque estaba allí dando el «¡Hola!» a un cantante y autor que ha sido clave en mi vida como persona, académico, pero sobre todo en mi proyecto amoroso y vida matrimonial. De allí que al escuchar el estribillo, las lluvias torrenciales que suelen inundar la ciudad de Veracruz, acudieron a mí, en medio de la emoción y un sentimiento por la ausencia de Silvia, mi eterna compañera en estas lides del disfrute de la música y en especial del tal Sabina: Tú, que corriste a rescatarme de las llamas/ Tú, que pusiste paz en mi ciudad sin ley/ Tú, que aprendiste en mis electrocardiogramas/ Que hace tiempo que no sigo siendo el rey.

Por supuesto que la memoria y los recuerdos hicieron presa de mí, pues desde aquel primer concierto cuando Sabina salía «encuerado» y sin su bombín (un elemento simbólico que, al cabo del tiempo, lo caracterizaría) hasta ese otro cuando Silvia le preguntó a uno de los técnicos si podía pasar al camerino para saludar a Sabina. Por supuesto le dijo que no, pero que si quería podía pasar a ver a Olga Román (su entonces corista). Mi «Peque» no aceptó, una decisión de la que también terminó arrepentida por la admiración que luego le profesó a Olguita Román.

Vendría un primer ramillete de melodías que -tal como lo dijo el propio Sabina- no solía cantar en sus conciertos, canciones «raras» como «Mentiras piadosas», «Ahora que», «La canción más hermosa del mundo», incluida «Calle melancolía». Esta última -como siempre- desatan en mí una serie de imágenes emotivas que me llevaron nuevamente al llanto. Luego serían, «19 días y 500 noches», «¿Quién me ha robado el mes de abril», para dar paso a la participación de la banda en su conjunto, Mara Barros y Antonio García de Diego, quienes interpretarían «Más de cien mentiras» y «Camas vacías», respectivamente, para luego escuchar una interpretación memorable de «Pacto entre caballeros» a cargo de Jaime Usúa, su guitarrista; por cierto, la que más le gustó a mi hijo Emi, me diría después.

Con la emoción hasta el colmo por parte de una fanaticada venida a confradía, entregada en cuerpo y alma, regresaría el maestro Sabina para entregarnos «Donde habita el olvido» y «Peces de ciudad», una de las últimas obras maestras que nos entregaría, llegué a decirle a Silvia, para luego enterarme que en ella se hacía un homenaje a J.J. Cale, una de las personalidades musicales admiradas por el español. Dos piezas después, vendría la imprescindible «Por el bulevar de los sueños rotos», la canción que llevaría al público a ponerse de pie para cantarle las mañanitas a quien -ese preciso día de su último concierto en México-, llegaba a los 76 años.

Si bien es cierto hubo quienes se habían adelantado un par de canciones antes, fue aquí cuando el público de pie e iluminando el recinto con nuestros teléfonos celulares, cantamos las mañanitas. Se sumaría toda su banda, técnicos y equipo en general; momento en que ingresaría un mariachi quien -por supuesto minutos después- se arrancaría con «Y nos dieron las diez». Un instante después, el propio Sabina tomaría el micrófono para sumarse al vocalista del mariachi.

Por supuesto, llanto y más llanto, allá enfrente como acá en el auditorio.

Así, la emoción y el recuento de daños de una trayectoria artística como pocas, se conjuntaron en una noche para despedir a Joaquín Sabina, ese cantante quien, tras un periplo europeo, regresara a España para comenzar a darle sentido a su proyecto artístico -tal como lo dijera en uno de los tantos libros que se han escrito sobre él-: procurar desde el habla hispana componer con una calidad letrística similar a la de Bob Dylan; una posibilidad que el pasado 12 de febrero de 2025, cerraba un ciclo.

Y si como él mismo dice «niega ser el Dylan español», habrá de reconocerse que, en el panorama español, nadie de su tamaño para indagar y trazar paisajes de urbanidad contemporánea, haciendo visible ciudadanos cero, recreando vivencias y sacando de las entrañas de lo cotiniano, situaciones o historias para dibujar cuerpos, rostros de personajes que suelen moverse en la periferia de la vida, sea en el amor, como en el desamor, en biografías y trayectorias de seres profundamente entrañables, trazados y matizados con una calidad letrísticas y poéticas, como antes de él, no se conocían.

Oportuno es destacar en este su último concierto que, de la misma forma como contempló la posibilidad de acercarse a Dylan, en algún concierto que viera de Leonard Cohen (otra de sus influencias), llegó a comentarle a unos de sus allegados y con quien veía tal concierto, que ese canadiense al permanecer sentado mientras cantaba, demostraba que no le faltaba nada más. Traía a esta gira en México, quiza aquella experiencia la aprovechó para pasarse -mayormente en cada concierto- sentado en una periquera. Y si la vida disipada que llevara «le cobró sus saldos» o «rindió sus frutos» según se vea, el deterioro de su voz no le ha impedido acercarse a Tom Waits, cantante y compositor norteamericano, con quien también llegó sentir afinidad, a tal grado que algunas de las canciones que interpretara en esta gira, rayaban en una ejecución más bien hablada antes que cantada.

Vendrían un par de ensambles recurrentes: «Y, sin embargo te quiero/ Y sin embargo, para que mis sentimientos volvieran abrigarme aquella noche. Sentado en mi butaca y junto a mi hijo, escuché una de las canciones favoritas de mi esposa, la misma que muchas veces coreó en los tantos conciertos que de Sabina presenciamos. Mi llanto se unió a tales recuerdos para que estos estuvieran en vigilia, pues según la lista de canciones, algunas estrofas de «Noches de bodas» -como siempre- se encadenarían a «Y nos dieron las diez», la que ya había sido cantada tras las mañanitas y, ahora que escribo, francamente no recuerdo si sonó, lo cierto es que en ese instante estaba conectado a la memoria de mi esposa fallecida hace algunos meses. Y es que la estrofa: Que el corazón no se pase de moda/ Que los otoños te doren la piel/ Que cada noche sea noche de bodas/ Que no se ponga la luna de miel… Que todas las noches, sean noches de boda/Que todas las lunas, sean lunas de miel, acompañaron aquel alhajero que empleamos para entregar las invitaciones de nuestra boda.

Ya con el encore (canciones adicionales que suelen presentarse en todos los conciertos) se anunciaba la caída del telón en la trayectoria y biografía de un cantante que a través de su trabajo permitió que, muchos de sus seguidores, no sólo reconociéramos la calidad y amplitud de su arte, sino que nos llevara a reinventar la experiencia de ser escuchas y admiradores, pues la arquitectura en sus letras y la forma en que se atrevió a explorar, junto a Pancho Varona y el propio Antonio García de Diego, géneros musicales diversos, será inolvidable… insustituible; como también la forma en que se reinventó, junto a Alejandro Stivel, con su -para muchos- obra maestra: 19 días y 500 noches, lo que ya no se pudo con Leyva (aun cuando muchos reconozcamos en esa obra el testamento musical de un artista), de quien aún estamos a la espera del disco que ha vuelto a producirle y que, en lo personal, esperé -como solía ser costumbre en sus giras-, ya tendríamos en nuestras manos.

Se va un cantante y compositor que siempre reconoció sus influencias, el mismo que solía acudir a alguno de sus amigos, cuando tenía la necesidad de dar un aliento lírico o espíritu melódico otro a alguna de sus composiciones (De Aute a Pedro Guerra y al propio Milanés, por ejemplo), mostrando así su humildad e infinita generosidad; la misma que sentimos muchos de nostoros, pues quien escribe suele decir en el aula universitaria, que si tengo a algún referente de cabecera, es Joaquín Sabina, el mismo que nos acercaba a la literatura y autores que le gustaban, como también -sin pretenderlo- generó algunas obsesiones como para estar a la caza de toda obra que sobre él se encuentre en el mercado o los puestos de periódicos. Un casi divino fanatismo, pudiera decirse.

«¡Adiós!»! maestro Sabina, a tu obra y a tí debo esta devoción que llevó a mi esposa a vivir su primer concierto, a que mi hija Ximena tuviera la ocasión de asistir a su primer concierto con poco más de 4 años y a quien, cuando la viste corear «¡Donde ques que vas!» trepada sobre mis piernas, junto a Pancho Varona te dirigiste a la zona en donde ella cantaba, para señalarla y juntos cantar ese memorable estribillo que terminó siendo un ring tone, en el teléfono de algunos familiares.

Sí, soy un admirador que le hubiese gustado que Silvia (la que solía decir que era aquella chica del pueblo con mar) me acompañara a despedirte, pero no se pudo, pues se nos ha adelantado, por lo que mi hija Ximena (cuyo nombre lo sacamos de «Rosa del lima», solo que con «X») sugirió que fuera Emilio, mi pequeño hijo quien para tu último concierto en México, ha sido el primer concierto en su corta vida.

Sea dicho, pues dicho, mi familia y yo agradecemos lo que nos dejado quien, algunas veces vivió y en otras la vida se le fue en lo que escribía, haciendo de su escuela un principio de mundanidad pagana y de sus canciones, un mundo de posibilidades para reimaginar lo cotidiano, pero siempre con buenas letras. Infinitas gracias.

Comentarios
  • Genaro Aguirre Aguilar
    2025-03-10 12:48 PM

    Gracias amiga. Un afectuoso abrazo. Espero un día nos podamos ver para tomarnos un cafe.
    Cuídate

  • Adela
    2025-03-10 8:26 AM

    Sólo te lo puedo escribir, me dejaste sin voz esta mañana que leí tu reseña del último concierto de Sabina. Abrazo fuerte tu corazón querido Genaro.

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