Un gigante sueco y un psicoanalista esloveno conducían sendos taxis de lujo en el corazón de la Ciudad Vieja en Praga. Los taxis no eran de los amarillos, como recomendaban sinceramente los folletos de las agencias de viaje. Ronald Niedermann venía de Estocolmo, Suecia, huyendo de Lisbeth Salander; portaba un suéter de paca blanca con cuello de tortuga y encima una chamarra de piel oscura que daba la sensación de estar a punto de reventarse. Mientras que Slajov Zizek, cansado de ser un redactor multitask, llevaba puesta una gabardina azul, decolorada, un chaleco guinda de estambre y una camisa mostaza diluida del cuello, y venía de Liubliana, Eslovenia.
Niedermann y Zizek veían a los turistas que compraban en las tiendas de marca como Gucci y Cartier en pleno corazón del barrio judío. Aparte de las bolsas de diseño, las cámaras fotográficas y la compulsión por caminar sin un proceso mimético adecuado, Ronald y Slajov sabían a la perfección quién llevaba en la frente una tarjeta que dijera “¡Estáfame!”, como esas que se utilizan en las llegadas de los aeropuertos para identificar al huero visitante. Y a eso se dedicaban en un cuadro de la ciudad checa en donde, de pronto, cualquiera puede transformarse al amanecer, y sin razón, en un bicho.
Mi esposa y yo veníamos del Hoffmeister, hotel spa que se ubica a un costado del Castillo. El paseo nocturno no tenía ningún inconveniente, y menos en fin de año, donde el frío empezaba a apretar a las parejas de guiris que insistían en conocer los meandros del río Moldava en sus insólitos rincones góticos, como si fuesen protagonistas de una escena onírica de Brian de Palma en Misión imposible.
Sí, veníamos del Castillo, de ver la pequeñísima casa de Franz Kafka en la Callejuela del Oro número 22, y nos disponíamos a disfrutar del Teatro Negro. Los boletos los compré a Pavel Nedved, quien entusiasta me sugirió en inglés que de una vez los adquiriese porque en taquilla luego ya no alcanzaría. Le creí. Además me distraje de su discurso al ver la chamarra de globo italiana, negra, fresísima, que se ponía en la banca de la Juventus. De tal forma que no precisé el lugar de la función.
Me confié entonces y nos dimos la oportunidad de registrar unas postales fotográficas con la ipad y los teléfonos celulares. Las tomas eran con el Puente Carlos de fondo. También estaba emocionado por las gárgolas de la iglesia de San Vito, por el Judas que perdía la lengua a manos del Diablo, pero sobre todo por la compra de un golem tamaño miniatura. En efecto, adquirí un golem de metal, un mito de escasos cinco centímetros –diametralmente opuesto a lo imaginado–, que se le mueven piernas y brazos, en Kolos Alchemist, que se unía a otro golem que compré de arcilla y a un librito que explica la leyenda del rabino Lowe. Digamos de paso que estos golem se integran a una colección donde está un Tláloc de trapo folclórico y un triceratopo de lana rosada confeccionado en San Juan Chamula, Chiapas.
Inclusive pasamos de rapidito a la tienda de chunches de la Fundación Kafka para diagramar eventuales compras de pánico que incluían una bellísima edición bilingüe de La Metamorfosis e infinidad de bromas de Fun explosive jugando con la identidad intelectual de la región.
Teníamos tiempo de sobra para recorrer los escasos cien metros donde, según yo, estaba el teatro. Cuando llegamos al foro, una casa vieja con equipamiento moderno, el taquillero a señas me dijo que allí no era la función sino en otro lado. Y sólo restaban cinco minutos. Lo fácil: tomar un taxi –que fuera amarillo–; pero, lo complicado: como toda cascada de mala suerte, no teníamos dinero para pagarlo, pues todo lo cubrimos con tarjeta (como el excelso abrigo Boss que me costó menos de cuatro mil pesos).
De pronto no había cajeros, ni uno, en la calle de las más prestigiadas marcas de la moda europea. Bueno, había uno, escondido, que nos dio, por cierto, puro billete de mil coronas. Por fin vimos una luz al final del túnel y corrimos por el dichoso taxi que no era amarillo sino negro.
Ahí estaban Niedermann y Zizek, que recién había llevado a Olga, la musa pretendiente de Nathan Zuckerman, ya vetarra, a una orgía con exagentes del estado estalinista de Checoslovaquia.
Las manazas de Ronald infligían temor: rubio todo, casi albino, con ceja oscura. Mejor nos subimos con el venerable Zizek que, de cualquier manera, también era chofer de un taxi negro de lujo. Daba igual. Ya para esto teníamos el tiempo encima y no queríamos desaprovechar la ocasión para conocer el Teatro Negro.
Le indiqué la dirección y Zizek, calmo, tomó el apunte y la escribió en el tablero de su GPS que lo detectó de inmediato. Sospeché todo cuando salió por la sinagoga de la zona de Ciudad Vieja y vi como ráfaga el café Savoy. Pensé que nos raptaría el filósofo y que nos llevaría a la periferia para sufrir una pesadilla tipo la cinta Hostal o que se pondría a leernos algunas críticas a Hegel y Lacan y nosotros en actitud de Naranja mecánica de Stanley Kubrick. Sin embargo, dio vuelta y en tres cuadras ya estábamos pasando por Rodolfium, donde tocan a Mozart, uno de los hijos adoptivos predilectos de la República Checa.
De lado derecho alcancé a notar el pórtico del Puente Carlos y viró Zizek a la izquierda en la siguiente cuadra, con el GPS nos puso en la calle Narodni, vimos el Teatro Nacional, alma máter de la ópera, y nos detuvimos en una modesta placita como si fuese el pasaje Enríquez, en cuyo subterráneo daban la función de Life is life.
Le pregunté a Zizek cuánto era la tarifa y me dijo que quinientas coronas. Me vi entonces en un callejón: saqué un billete de mil coronas y se lo puse en la mano. De su gabardina desgastada sacó una cartera, con todo sigilo la revisó y tomó un billete, de quinientas, mi cambio. Era café la cartera. Zizek volteó y me miró a los ojos. Me entró la duda si era el verdadero intérprete de la vigilia de Hitchcock. Me pareció que más que a Zizek al que tenía frente a mí era Emir Kusturica. Tenía el cabello sebocito, como el director de Tiempo de gitanos después de entrevistar a Maradona. Recordé una foto del popular Zizek donde sus ojos tristes rimaban con la barba oblonga y desaliñada. El taxista de marras tenía una mirada más de mafioso de 8mm. Y hasta pensé que no tenía barba.
Puso en mi mano el billete de 500 sin dejar de mirarme. Le sostuve la mirada para que no oliera mi miedo. Sólo advertí de reojo el número 500 del billete y lo introduje en mi cartera, también café. Le di las gracias y me centré en correr para disfrutar la función de Teatro Negro, en donde no había ni veinte personas para un espectáculo perfecto de luces fosforescentes. En medio de los pasajes de Life es life, pensé en la bondad del universo que nos propone el director de El gran Hotel Budapest, Wes Anderson, y en que a mi padre le gustaba mucho Stefan Zweig –y me puse a leer Fouché–. Y al mismo tiempo hice mi cuentita: de la zona de Ciudad Vieja al teatro en la calle Narodni son, cuando más, diez cuadras entre chicas, medianas y largas. En tiempo hicimos siete minutos. Las coronas valen como la mitad de los pesos. Es decir, pagué 250 pesos por una corrida de, ¿qué te gusta?, ¿ochenta o cien pesos?
El espectáculo recuerda muchas técnicas visuales que permiten suplir la carencia de recursos de producción. Se trata de una base técnica que instauró el mismo George Meliés, que con sus selenitas en Viaje a la Luna, dejaba en claro la utilidad de la caja negra. Se trata de un orden físico tremendo donde la palabra queda atrás. Eso nos fascinó del Teatro Negro: la tarea muda para un decir vasto. Asimismo, también recordé los dibujos de Kafka, sobre todo el escritor tendido en un escritorio, que no era otra cosa que Teatro Negro. Max Brod tituló varios de los dibujos de Kafka como “marionetas negras que penden de hilos invisibles”.
Por ello decidimos olvidar el incidente que nos demoró la llegada al teatro de la calle Narodni y nos fuimos a cenar a un restaurante italiano en el puente que nos conecta a la zona del Castillo. En el restaurante nos sirvieron una deliciosa pasta con mariscos y de fondo musical teníamos a Billy Joel, que siempre se aparece sin pedir permiso por estos lares de un Oriente socialista prohibido anteriormente para el género del rock.
Los alimentos y el vino nos dieron todavía energía para un paseíllo antes de llegar a las faldas del Castillo. Las embajadas, con sus antiguas pero súper cuidadas construcciones, contrastaban con la maraña de tejados de Ciudad Vieja, encimados, como conectados secretamente, órganos de cemento y chimeneas que se amontonan como escenografía inclinada del expresionismo alemán. Toda la estética de El gabinete del doctor Caligari se entiende aquí, en una ciudad con un barroquismo cabalístico que tiene que ver con una lucha de resistencia entre la historia, la economía paupérrima, los tiranos, el imperio, el absurdo régimen comunista y la propia resistencia al clima inmisericorde cuando se trata del invierno.
Al otro día, muy temprano, fuimos a la casa donde nació Kafka. En la antigua calle de Niklas la casucha de dos pisos estaba en los bordes del gueto de Praga. Ahora hay un café y enfrente, en las noches, venden vino caliente sabrosísimo, con aros de pan azucarados también sabroso. Por su cercanía, los cronistas de Praga presumen que la casa de Kafka en algún momento funcionó como sede de la prelatura de los benedictinos eslavos que tenían su iglesia muy cerca, a una cuadra y media: la iglesia de San Nicolás.
Para no variar, siempre que viajamos le compro un rosario a mi madre. De palo de rosa, de plástico, salpicados en plata, o de lo que sea, el chiste es que ella se sienta satisfecha con tener algo sagrado del lugar. Así como yo busqué incunables de Kafka, pues ella igual con sus rosarios. La iglesia de San Nicolás no exhibe las riquezas de una casta eclesiástica, es muy modesta en relación con el resto de las iglesias en Praga, sobre todo si la comparamos con la que se encuentra dentro del Castillo. En San Nicolás compré los chunches religiosos y entonces pagué con los billetes de coronas. El señor que me recibió el dinero me señaló que no quería el billete de quinientos que Zizek me había dado de cambio. Me tomó el de mil coronas y me dio a su vez vuelto.
Salimos con tiempo suficiente para conocer otro lugar que habíamos reservado precisamente para concluir nuestro viaje. El vuelo de avión a Madrid era a media tarde y teníamos que irnos después de comer. Y nuestro último destino era el cementerio judío.
Para ello iría cuando menos con dos prejuicios. Uno, recordaba esa figura de cejas tupidas y en general de aire mefistofélico del rabino de Un hombre serio, de los hermanos Coen, donde para concluir el periplo del rito inicial de Danny Gopnik, un joven, le recomienda escuchar el discoSurrealistic pillow, de la banda psicodélica Jefferson Airplane. Y un segundo, quizá menos incorrecto pero igualmente pantagruélico, lo hallé en El cementerio de Praga, la novela de Umberto Eco. El erudito italiano nos plantea en Simonini a un personaje, genial impostor, capaz de crear cualquier documento apócrifo. A lo largo de la novela Simonini nos muestra el lado antisemita del piamontés con singular finura.
Fue entonces que se me reveló todo en este encuentro sumario. Visitaría el Cementerio… pero habría que pagar 300 coronas y 50 por el derecho a sacar fotos. La fila era extensa y no avanzaba. No me explicaba cuál era el motivo de la tardanza. Cuando me tocó mi turno me enfrenté a un personaje marginal del libro de Eco. La encargada de la librería Beaune era la misma que me atendía. Una vieja arrugada, “vestida siempre con una inmensa falda de lana negra y una cofia que parecía la Caperucita Roja que, afortunadamente, le tapaba una mitad de la cara”. Era una mujer cuarteada por el tiempo. Estaba por supuesto encorvada y dirigía su cuello como ave de rapiña. Lerdamente me pidió 600 coronas. Saqué mi cartera e intenté ocupar mi billete de 500 coronas que me dio Zizek. La anciana alzó la mano y estiró su retorcido dedo índice y lo hizo moverse en dirección pendular para frenarme. No, ese billete es falso, me dijo. Es extranjero. No es checo. No son coronas. Su billete es de Bulgaria. Y como no tenía más coronas ni aceptaban pago con tarjeta, fue un instante donde resumí la estafa de Zizek. Lo de menos era cuán caro me habría cobrado la carrera del taxi. Más bien me había robado por completo mil coronas al darme un billete de 500 lev, la moneda búlgara, que carecía de valor en las casas de cambio.
Debí haber pensado en el color de los taxis. Niedermann y Zizek sabían de lo que estamos hechos los turistas. De en balde me había servido la lectura de las obras completas de Milan Kundera, quien narra en cuentos la manipulación a los dirigentes del partido a través de los horóscopos. Nada es lo que parece, sostiene Eco. En la tierra de Kafka, insisto, cualquiera puede amanecer como un bicho raro. Y ni un golem se salva de esta paradójica, oscura, misteriosa y cabalística ciudad. Vaya, ni siquiera el cementerio judío, que no llegamos a conocer por culpa de esta broma de Praga.